EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151947
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 18: CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 18

 

Esme estaba en la entrada de su enorme château, majestuosa y fría, y dirigió una mirada fulminante a su hijo vampiro mientras subíamos la escalinata de piedra.

Edward se agachó treinta centímetros para besarla silenciosamente en ambas mejillas.

¿Entramos, o deseáis continuar con los saludos aquí?

Su madre retrocedió un paso para dejarnos pasar. Sentí su mirada llena de furia y olí algo que me hizo recordar al refresco de zarzaparrilla y al caramelo. Avanzamos por un corto y oscuro pasillo, recubierto de un modo no muy acogedor con picas que apuntaban directamente a la cabeza de los visitantes, y luego entramos en una habitación de altos techos y frescos que habían sido pintados por algún imaginativo artista del siglo XIX para reflejar un pasado medieval que nunca existió. Pintados en una pared blanca, había leones, flores de lis, una serpiente con la cola en la boca y conchas. En un extremo, una serie de escalones circulares subía a una de las torres.

Una vez en el interior, me enfrenté a toda la fuerza de la mirada de Esme. La madre de Edward personificaba la aterradora elegancia que parece metida hasta los huesos en las mujeres francesas. Al igual que su hijo —quien parecía, de manera desconcertante, ser un poco mayor que ella—, iba vestida con una paleta monocromática que minimizaba su extraña palidez. Los colores preferidos de Esme oscilaban del tono crema al marrón suave. Cada centímetro de tu atuendo era caro y sencillo, desde las puntas de sus zapatos de suave piel marrón clara hasta los topacios que colgaban de sus orejas. Rayos tríos de sorprendente color verde esmeralda rodeaban sus pupilas oscuras, y sus angulosos y altos pómulos impedían que sus facciones perfectas y su deslumbrante piel blanca cayeran en la simple hermosura. Su pelo tenía el color y la textura de la miel; era una cascada de seda dorada recogida en la nuca en un moño bajo y compacto.

Podrías haber mostrado un poco de consideración, Edward. —Su acento suavizaba el nombre de él, haciéndolo parecer antiguo. Como todos los vampiros, ella tenía una voz seductora y melodiosa. En el caso de Esme, su voz sonaba pura y profunda, como campanillas lejanas.

¿Tienes miedo al qué dirán, maman? Creía que te enorgullecías de ser radical. —Edward se mostraba indulgente e impaciente la vez. Arrojó las llaves sobre una mesa cercana. Se deslizaron hasta el otro lado sobre la superficie perfectamente brillante y toparon ruidosamente contra la base de un jarrón chino de porcelana.

¡Nunca he sido radical! —Esme estaba horrorizada—. El cambio está excesivamente sobrevalorado.

Se dio la vuelta y me examinó de pies a cabeza. Su perfectamente formada boca se puso tensa.

No le gustaba lo que estaba viendo... y no era para sorprenderse. Traté de verme a mí misma a través de sus ojos: el pelo castaño pajizo que no era ni denso ni dócil, la lluvia de pecas de tanto estar al aire libre, la nariz demasiado larga en relación al resto de mi cara. Mis ojos eran lo mejor de mis facciones, pero no compensaban mi sentido de la moda. Al lado de su elegancia y del siempre impecable Edward, yo me sentía, y parecía, un torpe ratón provinciano. Estiré el dobladillo de la chaqueta con mi mano libre, contenta al comprobar que no había señal alguna de magia en las puntas de los dedos, y esperaba que tampoco hubiera rastro alguno de ese fantasmal «brillo» que Edward había mencionado.

Maman, ésta es Bella Swan Bishop. Bella, mi madre, Esme de Cullen. —Las sílabas rodaron sobre su lengua.

Las aletas de la nariz de Esme se estremecieron delicadamente.

No me gusta cómo huelen las brujas. —Su inglés era perfecto y sus centelleantes ojos estaban fijos en los míos—. Ella es dulce y repulsivamente verde, como la primavera.

Edward lanzó una andanada de algo ininteligible que sonaba a una mezcla entre francés, español y latín. Mantuvo la voz baja, pero sin tratar de disimular la cólera en ella.

Ça suffit —replicó Esme en un francés reconocible, pasándose la mano por el cuello. Tragué saliva con fuerza y en un acto reflejo toqué el cuello de mi chaqueta—. Bella. —Esme dijo mi nombre con una e larga en lugar de una e y el acento en la última vocal en lugar de en la segunda. Extendió una mano blanca y fría, y tomé sus dedos ligeramente entre los míos.

Edward cogió mi mano izquierda con la suya, y por un momento hicimos una extraña cadena de vampiros y bruja—.

Encantada —saludó en español.

Está contenta de conocerte —intervino Edward, traduciendo y arrojando una mirada de advertencia a su madre.

Sí, sí —dijo Esme con impaciencia, volviéndose hacia su hijo—. Por supuesto habla solamente inglés y francés moderno. Los seres de sangre caliente de hoy en día reciben tan poca educación...

Una anciana y robusta mujer con la piel como la nieve y un montón de pelo incongruentemente oscuro envuelto alrededor de su cabeza en intrincadas trenzas entró en el salón de recepción con los brazos extendidos.

¡Edward! —gritó—. Cossí anatz?

Va plan, mercés. E tu? —Edward la envolvió en un abrazo y la besó en ambas mejillas.

Aital aital —respondió, agarrándose el codo y haciendo una mueca.

Edward murmuró algo en tono de compasión y Esme miró al techo pidiendo que se le ahorrara aquel emocional espectáculo.

Marthe, ésta es mi amiga Bella —dijo, arrastrándome hacia delante.

Marthe también era una vampira, una de las de mayor edad que yo había visto. Seguramente tendría sesenta y tantos años cuando se produjo su renacimiento, y aunque su pelo era oscuro, no cabía ninguna duda en cuanto a su edad. Las arrugas se entrecruzaban en mi rostro, y las articulaciones de sus manos eran tan nudosas que (patentemente ni siquiera la sangre de vampiro podía enderezarlas.

Bienvenida, Bella —dijo con voz ronca de arena y melaza, mirándome profundamente a los ojos. Inclinó la cabeza hacia Edward y buscó mi mano. Sus fosas nasales se dilataron—. Elle est une puissante sorcière —le dijo a Edward con seguridad.

Dice que eres una bruja poderosa —explicó Edward. La proximidad de él hizo de alguna manera disminuir mi instintiva acción negativa cuando un vampiro me olfateaba.

Como no tenía ni idea de cuál era la respuesta adecuada en francés a un comentario como ése, le sonreí tímidamente a Marthe y esperé que eso fuera suficiente.

Estás exhausta —dijo Edward, mirándome a la cara. Empezó a interrogar a las dos vampiras rápidamente en aquella desconocida lengua, diálogo que acompañó levantando el dedo índice repetidas veces y con miradas enfáticas y suspiros.

Cuando Esme mencionó el nombre de Rose, Edward miró a su madre con renovada furia. Su voz adquirió un duro y brusco tono cuando le respondió.

Esme se encogió de hombros.

Por supuesto, Edward —murmuró con evidente falta de sinceridad.

Vamos a ponerte cómoda. —La voz de Edward se suavizó al hablarme.

Traeré algo de comer y vino —anunció Marthe en un inglés vacilante.

Gracias —dije—. Y gracias, Esme, por recibirme en tu hogar. —Olfateó y enseñó los dientes. Tuve la esperanza de que fuera una sonrisa, pero me pareció que no lo era.

Y agua, Marthe —añadió Edward—. Ah, y hoy por la mañana llegará la comida.

Ya ha llegado una parte informó su madre con aspereza—. Hojas. Sacos de verduras y huevos. Hiciste mal en pedirles quela trajeran.

Bella tiene que comer, maman. No creía que tuvieras en casa comida suficiente y adecuada. —La larga paciencia de Edward se estaba agotando después de los acontecimientos de la noche anterior y más todavía con un tan poco entusiasta recibimiento.

Yo también necesito sangre fresca, y no espero que Victoire y Alain vayan a buscarla a París en mitad de la noche. —

Esme parecía sumamente satisfecha consigo misma mientras mis rodillas se aflojaban.

Edward exhaló bruscamente y puso la mano bajo mi codo para calmarme.

Marthe —pidió, ignorando deliberadamente a Esme—, ¿puedes traer huevos y tostadas y un poco de té para Bella?

Marthe miró a Esme y luego a Edward como si estuviera en la cancha central de Wimbledon. Dejó escapar una carcajada.

Òc —respondió, con una alegre inclinación de cabeza.

Os veremos a la hora de la cena —dijo Edward con toda calma. Sentí cuatro círculos helados sobre mis hombros mientras las mujeres nos miraban al retirarnos. Marthe le dijo algo a Esme que hizo que ésta dejara escapar un bufido y Edward mostrara una gran sonrisa.

¿Qué ha dicho Marthe? —susurré, recordando demasiado tarde que había pocas conversaciones, susurradas o gritadas, que no pudieran ser escuchadas por todos en la casa.

Ha dicho que hacíamos buena pareja.

No quiero que Esme esté furiosa conmigo todo el tiempo que estemos aquí.

No le hagas caso —recomendó serenamente—. Su ladrido es peor que su mordedura.

Pasamos por una gran puerta para entrar en una habitación larga con una gran cantidad de sillas y mesas de muchos estilos y periodos diferentes. Había dos chimeneas, y dos caballeros con resplandecientes armaduras se enfrentaban en un torneo sobre una de ellas, sus brillantes lanzas cruzadas cuidadosamente sin una sola gota de sangre. El fresco había sido obviamente pintado por el mismo inocente entusiasta de la caballería que había decorado el salón. Un par de puertas conducían a otra habitación, que estaba toda recubierta de estanterías.

¿Ésa es la biblioteca? —Pregunté, olvidando por el momento la hostilidad de Esme—. ¿Puedo ver tu ejemplar del Aurora Consurgens ahora?

Después —respondió Edward con firmeza—. Primero vas a comer algo y luego dormirás.

Me condujo hacia otra escalera curva, navegando a través del laberinto de muebles antiguos con la facilidad de una larga experiencia. Mis movimientos eran más indecisos y rocé con mis muslos una cómoda abombada, haciendo que se tambaleara un florero de porcelana. Cuando finalmente llegamos al pie de la escalera, Edward se detuvo.

La subida es larga y estás cansada. ¿Quieres que te lleve? —No —repliqué indignada—. No me llevarás cargada al hombro como un victorioso caballero medieval con el botín de guerra.

Edward apretó los labios y sus ojos bailaron.

No te atrevas a reírte de mí.

Se rió y su risa rebotó por las paredes de piedra como si una bandada de divertidos vampiros estuviera en el hueco de la escalera. Aquél era, después de todo, precisamente el tipo de lugar donde los caballeros habrían llevado arriba a las mujeres.

Pero no tenía yo intención de contarme entre ellas.

Al decimoquinto paso, me dolía el cuerpo a causa del esfuerzo. Los gastados peldaños de piedra de la torre no estaban hechos para pies y piernas normales. Obviamente habían sido diseñados para vampiros como Edward que o bien medían casi dos metros de altura o eran sumamente ágiles, o ambas cosas. Apreté los dientes y seguí subiendo. Junto a una última curva en la escalera, de pronto se abría una habitación.

¡Oh! —Me tapé la boca con la mano, llena de asombro. No necesitaba que nadie me dijera de quién era aquella habitación. Era la de Edward, sin la menor duda.

Estábamos en la elegante torre redonda del château, la que todavía tenía su brillante techo cónico de cobre y se alzaba en laparte de atrás del gran edificio principal. Ventanas altas y estrechas salpicaban las paredes y sus vidrieras dejaban entrar rayosde luz con los colores del otoño de los campos y los árboles del exterior.

La habitación era circular y altas estanterías interrumpían sus elegantes curvas con ocasionales líneas rectas. Una enorme chimenea se alzaba directamente sobre las paredes que se apoyaban en la estructura central del château. Aquella chimenea se había salvado milagrosamente del pintor de frescos del siglo XIX. Había sillones y sofás, mesas y cojines, la mayoría en tonos verdes, marrón y oro. A pesar del tamaño de la habitación y los amplios espacios de piedra gris, el efecto en conjunto era de acogedora calidez.

Los objetos que más intrigaban en la habitación eran los que Edward había decidido conservar de una de sus muchas vidas.

Había un cuadro de Vermeer apoyado sobre una estantería junto a una concha. No era conocido, no era uno de los lienzos más famosos del artista. El retrato se parecía mucho a Edward. Una gran espada tan larga y pesada que nadie salvo un vampiro podría haberla manejado colgaba encima de la chimenea, y en un rincón había una armadura del tamaño de Edward. Frente a ella, había un esqueleto humano de aspecto antiguo colgado de un soporte de madera. Los huesos estaban unidos con algo parecido a cuerdas de piano. Sobre la mesa junto a él se veían dos microscopios, ambos fabricados en el siglo XVII, si no me equivocaba demasiado. Un ornamentado crucifijo salpicado de grandes piedras rojas, verdes y azules estaba metido en un nicho en la pared junto con una sorprendente talla en marfil de la Virgen.

Los copos de nieve de Edward se movían sobre mi rostro al observarme examinar sus pertenencias.

Es el museo de Edward —dije en voz baja, sabiendo que cada objeto allí tenía una historia.

Es sólo mi estudio.

¿Dónde...? —empecé, señalando con el dedo los microscopios.

Después —repitió—. Todavía tienes que subir treinta escalones más.

Edward me condujo al otro lado de la habitación y a una segunda escalera. Ésta también ascendía en espiral hacia los cielos.

Treinta lentos pasos después, llegué al borde de otra habitación redonda dominada por una enorme cama de nogal con dosel y pesados cortinajes. En lo alto, se veían las vigas y travesaños que sostenían el tejado de cobre en su sitio. Junto a una pared había una mesa y sobre otra se levantaba una chimenea con algunos cómodos sillones delante de ella. En el lado opuesto, una puerta entreabierta mostraba una enorme bañera.

Es como el refugio de un halcón —dije, mirando por la ventana. Edward había estado observando ese paisaje desde esas ventanas desde la Edad Media. Me pregunté fugazmente por las otras mujeres que habría traído a este lugar antes que a mí.

Estaba segura de no ser la primera, pero no me parecía que hubiera habido muchas. El château transmitía algo intensamente privado.

Edward se acercó por detrás de mí y miró por encima de mi hombro.

¿Te gusta? —Su aliento llegó suave a mi oreja. Asentí con la cabeza.

¿Qué antigüedad? —pregunté, incapaz de contenerme.

¿Esta torre? —preguntó—. Aproximadamente setecientos años.

¿Y el pueblo? ¿Te conocen?

Sí. Al igual que las brujas y los brujos, los vampiros están más seguros cuando forman parte de una comunidad que sabe lo que son, pero no hace demasiadas preguntas.

Generaciones de Bishop habían vivido en Madison sin que nadie tuviera ningún problema. Al igual que James Knox, nos escondíamos a la vista de todos.

Gracias por traerme a Sept Tours —dije—. Efectivamente, es más seguro que Oxford. —«A pesar de Esme», pensé.

Gracias por hacerle frente a mi madre. —Edward se rió entre dientes, como si hubiera escuchado mis palabras no pronunciadas. El característico olor a claveles acompañaba el sonido—. Es sobreprotectora, como la mayoría de los padres.

Me sentía como una idiota... y mal vestida también. No he traído ni una sola prenda que pueda contar con su aprobación.

Me mordí el labio y arrugué la frente.

Coco Chanel tampoco contaba con la aprobación de Esme. Tal vez estés apuntando demasiado alto.

Me reí y me di la vuelta, buscando sus ojos. Cuando nos miramos, se me cortó el aliento. La mirada de Edward se detuvo en mis ojos, en mis mejillas y finalmente en mi boca. Su mano subió hasta mi cara.

Estás tan viva... —dijo con aspereza—. Deberías estar con un hombre mucho, mucho más joven.

Me puse de puntillas. El inclinó la cabeza. Antes de que nuestros labios se tocaran, una bandeja hizo ruido sobre la mesa.

Vos etz arbres e branca —cantó Marthe, dirigiéndole a Edward una mirada picara.

Él se rió y le respondió cantando con voz de barítono.

On fruitz de gaug s´asazona.

¿Qué lengua es ésa? —le pregunté yo, que había dejado de estar de puntillas y seguía a Edward hacia la chimenea.

Una lengua antigua —respondió Marthe.

Occitano. —Edward retiró la tapa de plata de una fuente con huevos. El aroma de la comida caliente llenó la habitación—. Marthe decidió recitar poesía antes de que te sentaras a comer.

Marthe dejó escapar una risita tonta y le golpeó la muñeca a Edward con un paño que sacó de su cintura. Él soltó la tapa y se sentó.

Ven aquí, ven aquí —dijo ella, señalando la silla frente a él—. Siéntate, come. —Hice lo que me decían. Marthe llenó de vino la copa de Edward con una alta jarra de cristal y el asa de plata.

Mercés —murmuró él. Dirigió de inmediato su nariz a la copa con gran expectación.

Una jarra similar contenía agua helada, y Marthe la echó en otra copa, que me entregó. Sirvió una humeante taza de té, que reconocí de inmediato como procedente de Mariage Fréres, en París. Al parecer, Edward había revisado mis alacenas mientras yo dormía la noche anterior y había sido muy específico con su lista de la compra. Marthe sirvió crema de leche espesa en la taza antes de que Edward pudiera detenerla y yo le lancé a él una mirada de advertencia.

A esas alturas yo necesitaba aliados. Además, estaba demasiada sedienta como para que me importara demasiado. Él se reclinó dócilmente en la silla sorbiendo su vino.

Marthe siguió sacando más utensilios de su bandeja: cubiertos de plata, sal, pimienta, mantequilla, mermelada, tostadas y una dorada tortilla de huevos salpicada con hierbas frescas.

Merci, Marthe —le agradecí de todo corazón.

¡Come! —ordenó, apuntándome a mí esta vez con su paño.

Marthe se mostró satisfecha con el entusiasmo de mis primeros bocados. Entonces olfateó el aire. Frunció el ceño y dirigió una exclamación de disgusto a Edward antes de dirigirse a grandes zancadas a la chimenea. Encendió un fósforo y la madera seca empezó a crepitar.

Marthe —protestó Edward, poniéndose de pie con su copa de vino—, yo puedo hacer eso.

Ella tiene frío —masculló la mujer, evidentemente molesta porque él no se había dado cuenta antes de sentarse—, y tú tienes sed. Yo encenderé el fuego.

En unos minutos se formaron grandes llamas. Aunque ningún fuego haría que la enorme habitación se caldeara, por lo menos eliminaba la humedad del ambiente. Marthe se sacudió las manos y se puso de pie.

Ella debe dormir. Puedo oler que ha tenido miedo.

Dormirá cuando termine de comer —aseguró Edward, levantando la mano derecha a modo de promesa. Marthe lo miró durante un buen rato y agitó su dedo en dirección a él como si tuviera quince años y no mil quinientos. Finalmente, la expresión inocente de él la convenció. Abandonó la habitación, bajando con seguridad las desafiantes escaleras.

El occitano es la lengua de los trovadores, ¿verdad? —quise saber, cuando Marthe se hubo marchado. El vampiro asintió con la cabeza—. No sabía que se hablara también tan al norte.

No estamos tan al norte —explicó Edward con una sonrisa—. Antaño, París no era más que una insignificante ciudadfronteriza. La mayoría de la gente hablaba occitano entonces. Las colinas mantuvieron a los norteños, y a su lengua, adistancia. Incluso ahora la gente de por aquí desconfía de los forasteros.

¿Qué quiere decir la letra de esa canción? —pregunté.

«Tú eres el árbol y la rama» —tradujo, fijando la mirada en las franjas de la campiña visibles a través de la ventana más cercana—, «donde la fruta del deleite madura». —Edward sacudió la cabeza con pesar—. Marthe tarareará la canción toda la tarde y volverá loca a Esme.

El fuego continuó difundiendo su calidez por la habitación, y con el calor me entró somnolencia. Cuando terminé los huevos, me resultaba difícil mantener los ojos abiertos.

Estaba yo en medio de un bostezo que amenazaba con separar mis mandíbulas, cuando Edward me arrancó de la silla. Me levantó en sus brazos mientras mis pies pataleaban en el aire. Empecé a protestar.

Basta —ordenó—. Apenas puedes mantenerte recta, y ya no digamos caminar.

Me colocó delicadamente en un extremo de la cama y abrió la colcha. Las sábanas blancas como la nieve parecían pulcras y acogedoras. Dejé caer mi cabeza en la montaña de almohadas amontonadas sobre el cabecero de nogal tallado de la cama.

Duerme. —Edward cogió los cortinajes de la cama con ambas manos y les dio un tirón.

No sé si podré dormir —dije, sofocando otro bostezo—. No suelo dormir la siesta.

Todo indica lo contrario —dijo secamente—. Estás en Francia ahora. Relájate. Estaré abajo. Llámame si necesitas algo.

Con una escalera que sube del salón a su estudio y otra escalera que conduce al dormitorio en el lado opuesto, nadie podría acceder a aquella habitación sin pasar antes por delante de Edward. Las estancias habían sido diseñadas como si tuviera que protegerse de su propia familia.

Una pregunta llegó hasta mis labios, pero el dio un último tirón a los cortinajes y los cerró, con lo cual me ordenó guardar silencio. Los pesados cortinajes de la cama no dejaban pasar la luz, también impedían el paso a las peores corrientes de aire.

Relajada en el colchón firme y con el calor de mi cuerpo multiplicado por las capas de mantas en la cama, rápidamente me quedé dormida.

Me desperté por el ruido suave de unas páginas al ser pasadas y me senté de golpe, tratando de imaginar por qué alguien me había encerrado en una caja hecha de tela. Entonces recordé.

Francia. Edward. Su casa.

¿Edward? —llamé en voz baja.

Él abrió las cortinas y me miró con una sonrisa. Detrás de él, había velas encendidas..., docenas y docenas de velas. Algunas estaban colocadas en los candelabros sobre las paredes de la habitación, y otras estaban distribuidas en candelabros ornamentados en el suelo y en las mesas.

Para ser alguien que no acostumbra a echarse la siesta, has dormido muy profundamente —señaló satisfecho. En lo que a él se refería, el viaje a Francia ya había demostrado ser un éxito.

¿Qué hora es?

Te voy a regalar un reloj si no dejas de preguntarme eso. —Edward miró su viejo Cartier—. Casi las dos de la tarde.

Marthe seguramente llegará en cualquier momento con un poco de té. ¿Quieres ducharte y cambiarte de ropa?

La idea de una ducha caliente hizo que empujara ansiosamente las mantas.

¡Sí, por favor!

Edward esquivó el vuelo de mis piernas y me ayudó a bajar al suelo, que estaba más lejos de lo que yo había calculado. Y también estaba frío, como sintieron agudamente mis pies descalzos al tocar las losas de piedra.

Tu bolsa está en el baño, el ordenador está en mi estudio, abajo, y hay toallas limpias. Tómate el tiempo que quieras. —

Me observó cuando pasé rozándolo en dirección al baño.

¡Esto es un palacio! exclamé. Entre dos de las ventanas había una enorme bañera blanca con patas y sobre un largo bancode madera descansaba mi vieja bolsa de lona de Yale. En el rincón más alejado había una ducha en la pared.

Abrí los grifos suponiendo que iba a tener que esperar un buen rato para que el agua se calentara. Pero, milagrosamente, el vapor me envolvió de inmediato, y el perfume a miel y melocotón de mi jabón ayudó a eliminar la tensión de las veinticuatro horas anteriores.

Cuando mis músculos estuvieron relajados, me puse los vaqueros, una camiseta de cuello alto y un par de calcetines. No había ningún enchufe para mi secador de pelo, de modo que resolví secarlo con una toalla y pasarle un peine antes de atarlo en una cola de caballo.

Marthe ha traído el té —dijo cuando entré en el dormitorio y miré la tetera y la taza que esperaban en la mesa—.

¿Quieres que te sirva una taza?

Suspiré con placer cuando el tranquilizador líquido se deslizó por mi garganta.

¿Cuándo puedo ver el manuscrito del Aurora?

Cuando esté seguro de que no te perderás yendo a la biblioteca. ¿Lista para el tour?

Sí, por favor. —Me puse unos mocasines y corrí otra vez al baño a buscar un jersey. Mientras yo corría de un lado a otro, Edward esperaba pacientemente, de pie cerca de las escaleras.

¿Llevamos la tetera abajo? —pregunté, patinando un poco al detenerme.

No. Se pondría furiosa si llegara a permitir que una invitada tocara un solo plato. Espera veinticuatro horas antes de ayudar a Marthe.

Edward se deslizó escaleras abajo como si pudiera recorrer los irregulares y gastados escalones con los ojos vendados. Yo lo seguía tocando con los dedos la pared de piedra para no caerme.

Cuando llegamos a su estudio, señaló mi ordenador, ya enchufado y colocado en una mesa junto a la ventana, antes de bajar al salón. Marthe había estado por allí y un cálido fuego crepitaba en la chimenea, haciendo que el olor del humo de la madera inundara toda la habitación. Me agarre a Edward.

La biblioteca —dije—. El tour tiene que empezar allí.

Era otra habitación que, a lo largo de los años, habían llenado con diferentes objetos y muebles. Una silla Savonarola estaba junto a un escritorio estilo Directorio francés, mientras que sobre una enorme mesa de roble de alrededor de 1700 había varias vitrinas de exposición que tenían el aspecto de haber sido arrancadas de un museo Victoriano. A pesar de la variedad de combinaciones de estilos distintos, la habitación estaba unificada por kilómetros de libros encuadernados en cuero sobre estantes de nogal y por una gran alfombra Aubusson de colores oro pálido, azules y marrones.

Como en la mayoría de las bibliotecas antiguas, los libros estaban colocados en estantes ordenados por tamaño. Había gruesos manuscritos encuadernados en cuero, colocados con los lomos hacia adentro y los cierres decorados hacia fuera, y los títulos escritos con tinta sobre los bordes delanteros de la vitela. Había incunables diminutos y libros de tamaño bolsillo en cuidadosas hileras que abarcaban la historia de la imprenta desde la década de 1450 hasta el presente. Se podían ver también varias primeras ediciones modernas poco comunes, incluyendo una serie de historias de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, y La espada en la piedra, de T. H. White. Una estantería no contenía otra cosa que no fueran grandes manuscritos: libros de botánica, atlas, libros de medicina. Si había todo esto en el piso de abajo, ¿qué tesoros contendría el estudio de Edward en la torre?

Me dejó recorrer la habitación, observando los títulos al tiempo que trataba de reprimir exclamaciones de admiración.

Cuando regresé a su lado, no pude más que sacudir la cabeza sin poder creerlo.

Imagina lo que tendrías tú si hubieras estado comprando libros durante siglos —dijo Edward, encogiéndose de hombros con un gesto que me hizo recordar a Esme—. Las cosas se acumulan. Nos hemos desprendido de muchas cosas con el paso de los años. No había más remedio. De lo contrario, esta habitación sería del tamaño de la Biblioteca Nacional.

Y bien, ¿dónde está?

Ya se te ha acabado la paciencia, por lo que veo. —Se dirigió a un estante, y recorrió con la mirada los volúmenes. Sacó un libro pequeño con ornamentadas tapas negras y me lo ofreció.

Cuando busqué un atril acolchado para colocarlo, se rió.

Vamos, ábrelo, Bella. No se va a desintegrar.

Me resultaba extraño tener semejante manuscrito en mis manos, instruida como estaba para pensar en ellos como objetos raros, preciosos, y no como material de lectura. Comencé a mirar su interior tratando de no abrir demasiado las tapas para no romper la encuadernación. Saltó una explosión de colores brillantes, con oro y plata.

¡Oh! —exclamé en un susurro. Los otros ejemplares Aurora Consurgens que había visto no eran ni remotamente tan espléndidos—. ¡Qué hermoso! ¿Sabes quién hizo las iluminaciones?

Una mujer llamada Bourgot Le Noir. Era muy conocida en París a mediados del siglo XIV. —Edward me quitó el libro de las manos y lo abrió completamente—. Ahí tienes. Ahora puedes verlo bien.

La primera iluminación mostraba una reina de pie sobre una pequeña colina, protegiendo a siete criaturas pequeñas debajo de su capa extendida. Delicadas enredaderas enmarcaban la imagen, enroscándose y serpenteando por encima del pergamino.

Aquí y allá aparecían botones que se convertían en flores y aves posadas en las ramas. A la luz de la tarde, el dorado vestido bordado de la reina brillaba sobre un fondo bermellón brillante. Al pie de la página, un hombre con túnica negra estaba sentado encima de un escudo con blasones en negro y plata. La atención del hombre estaba dirigida a la reina, con una expresión embelesada en su rostro y las manos levantadas en un gesto de súplica.

Nadie va a creer esto. ¿Un ejemplar desconocido del Aurora Consurgens , con iluminaciones de una mujer —Sacudí la cabeza con asombro—. ¿Cómo podré citarlo?

Prestaré el manuscrito a la Biblioteca Beinecke durante un año, si eso te ayuda. De manera anónima, por supuesto. En cuanto a Bourgot, los expertos dirán que es obra de su padre. Pero todo lo hizo ella. Probablemente tenemos el recibo de ese trabajo en algún lugar —comentó vagamente Edward, mirando a su alrededor—. Le preguntaré a Esme dónde están las cosas de Godfrey.

¿Godfrey? —El desconocido escudo de armas tenía una flor di lis, rodeada por una serpiente mordiéndose la cola.

Mi hermano. —La imprecisión abandonó su voz y su rostro se ensombreció—. Murió en 1668, combatiendo en las infernales guerras de Luis XIV. —Cerró con delicadeza el manuscrito y lo puso sobre una mesa cercana—. Lo llevaré a mi estudio después para que puedas mirarlo con más detenimiento. Por la mañana, Esme lee los periódicos aquí, pero aparte de eso este sitio está siempre vacío. Puedes venir y buscar en las estanterías cuando desees.

Con esa promesa me condujo por el salón hacia la gran sala. Nos detuvimos junto a la mesa con el jarrón chino, y señaló las características de la habitación, incluyendo la galería de los antiguos trovadores, la trampilla en el techo que había dejado salir el humo antes de que se construyeran los hogares y las chimeneas, y la entrada a la atalaya cuadrada que custodiaba desde lo alto la entrada principal al château. Podríamos subir a ella cualquier otro día.

Edward me llevó a la planta baja inferior, con su laberinto de almacenes, bodegas, cocinas, estancias para los criados, despensas y otros lugares para guardar alimentos y bebidas. Marthe salió de una de las cocinas. La harina le cubría los brazos hasta los codos, y me entregó un bollo tibio, recién salido del horno. Fui masticándolo mientras Edward recorría los pasillos, detallando los propósitos originales de cada habitación: donde se guardaba el cereal, donde se colgaban los venados para ser curados, donde se hacía el queso.

Pero los vampiros no comen nada —observé, confundida.

No, pero nuestros inquilinos sí comen. A Marthe le encanta cocinar.

Prometí mantenerla ocupada. El bollo estaba delicioso, y los huevos habían sido hechos a la perfección.

Nuestra siguiente parada fueron los jardines. Aunque habíamos bajado un tramo de escalones para llegar a las cocinas, salimos del château al nivel del suelo. Los jardines eran propios del siglo XVI, con parterres divididos llenos de hierbas aromáticas y verduras de otoño. Rosales, algunos todavía con alguna flor solitaria, cubrían los bordes.

Pero el aroma que me intrigaba no era floral. Provenía directamente de un edificio bajo.

Ten cuidado, Bella —gritó mientras avanzaba sobre la grava—, Balthasar muerde.

¿Quién es Balthasar?

Dobló en la entrada al establo, con expresión de preocupación en la cara.

El semental que está usando tu espalda como poste para rascarse —respondió Edward con voz tensa. Estaba yo de pie dándole la espalda a un caballo grande y de pesados cascos, mientras un mastín y un lebrel irlandés se movían a mis pies, olfateándome con interés.

Ah, no me va a morder. —El enorme percherón movió hábilmente su cabeza para poder frotar las orejas sobre mis caderas—. ¿Y quiénes son estos caballeros? —pregunté, acariciando el pelaje del cogote del lebrel mientras el mastín trataba de poner mi mano en su boca.

El lebrel se llama Fallón y el mastín, Héctor. —Edward chasqueó los dedos y ambos perros corrieron a su lado, donde se sentaron obedientemente, mirándole a la cara a la espera de más instrucciones—. Por favor, aléjate de ese caballo.

¿Por qué? Se está portando bien. —Balthasar pateó el suelo para indicar que estaba de acuerdo conmigo, y echó una oreja hacia atrás para mirar a Edward con arrogancia.

«Si la mariposa vuela hacia la suave luz que la atrae, es sólo porque no sabe que el fuego puede consumirla» —citó Edward, murmurando entre dientes—. Balthasar sólo se porta bien hasta que se aburre. Me gustaría que te apartaras antes de que patee y derribe la puerta de su cuadra.

Estamos poniendo nervioso a tu amo y ha empezado a recitar oscuros fragmentos de poesía escrita por clérigos italianos locos. Volveré mañana con algo dulce. —Me di la vuelta y besé a Balthasar en el hocico. Relinchó y movió las pezuñas bailando con impaciencia.

Edward trato de disimular su sorpresa.

¿Has reconocido eso?

Giordano Bruno. «Si el ciervo sediento va al arroyo, es sólo porque ignora al arco cruel» —continué —. «Si el unicornio va a su casto nido, es sólo porque no ve el lazo corredizo preparado para él».

¿Conoces el trabajo del Nolano? —Edward usó la forma que el místico del siglo XVI usaba para referirse a sí mismo.

Entrecerré los ojos. Santo cielo, ¿había conocido a Bruno, al igual que había conocido a Maquiavelo? Edward parecía haber sido atraído por todos los personajes extraños.

Fue uno de los primeros seguidores de Copérnico y yo soy historiadora de la ciencia. ¿Y tú cómo conoces el trabajo de Bruno?

Soy un gran lector —respondió evasivamente.

¡Lo conociste! —Mi tono era acusador—. ¿Era un daimón?

Uno que cruzó la línea que separa la demencia del genio con demasiada frecuencia, me temo.

Tenía que haberlo imaginado. Creía en la vida extraterrestre y maldijo a sus inquisidores cuando se dirigía a la hoguera — dije, sacudiendo la cabeza.

Sin embargo comprendía el poder del deseo.

Miré directamente al vampiro.

«El deseo me alienta, así como el miedo me ata». ¿Bruno aparece en tu ensayo para All Souls?

Un poco. —La boca de Edward se convirtió en una dura línea—. ¿Puedes, por favor, apartarte de ahí? Podemos hablar de filosofía en otra ocasión.

Otros pasajes pasaron por mi mente. Había otra cosa en el trabajo de Bruno que podía hacer que Edward pensara en él.

Escribió sobre la diosa Diana.

Me aparté de la cuadra.

Balthasar no es un poni —advirtió Edward, cogiéndome del codo.

Me doy cuenta de eso. Pero yo podría controlar a ese caballo. —Tanto el manuscrito de alquimia como el filósofo italianodesaparecieron de mi mente ante la sola idea de semejante desafío.

¡No me digas que también sabes montar! se sorprendió incrédulo Edward.

Crecí en el campo y monto desde que era una niña..., dressage, salto..., de todo. —Estar sobre un caballo me hacía sentir que volaba todavía más que el remo.

Tenemos otros caballos. Balthasar se queda donde está —dijo con firmeza.

Cabalgar era una inesperada ventaja del viaje a Francia, una que hacía casi soportable la fría presencia de Esme. Edward me llevó al otro extremo de las cuadras, donde esperaban seis espléndidos animales más. Dos de ellos eran grandes y negros, aunque no tanto como Balthasar; otro era una yegua castaña de líneas bastante redondeadas, y había también un caballo bayo castrado. Contaba igualmente con dos andaluces grises, con grandes cascos y cuellos curvos. Uno de ellos se acercó a la puerta para ver lo que estaba ocurriendo en sus dominios.

Esta es Nar Rakasa —explicó, acariciando suavemente su hocico—. Su nombre significa «bailarina de fuego».

Normalmente sólo la llamamos Rakasa. Se mueve perfectamente, pero es obstinada. Deberíais llevaros sumamente bien.

Me negué a morder el cebo, aunque fuese ofrecido de un modo encantador, y dejé que Rakasa me olfateara el pelo y la cara.

¿Cómo se llama su compañera?

Fiddat «Plata». —Fiddat se acercó con sus oscuros ojos llenos de afecto cuando Edward mencionó su nombre—. Fiddat es el caballo de Esme y Rakasa es su hermana. —Edward señaló a los dos negros—. Esos son los míos. Dahr y Sayad.

¿Qué significan sus nombres? —pregunté, dirigiéndome hacia sus cuadras.

Dahr es una palabra árabe que significa «tiempo», y Sayad significa «cazador» —explicó Edward, uniéndose a mí—. A Sayad le encanta cabalgar por los campos persiguiendo presas de caza y saltando setos. Dahr es paciente y tranquilo.

Continuamos el tour, y Edward fue señalando las características de las montañas y orientándome para poder situar el pueblo.

Me enseñó los lugares en que el château había sido modificado y cómo los restauradores habían usado un tipo diferente de piedra porque la original ya era imposible de encontrar. Cuando terminamos estaba segura de que yo no me perdería, sobre todo si tomaba como referencia la torre del homenaje, que era imposible no ver.

¿Por qué estoy tan cansada? —Bostecé mientras regresábamos al château.

Eres imposible —replicó Edward exasperado—. ¿Realmente quieres que te cuente lo ocurrido en las últimas treinta y seis horas?

Por insistencia de él, acepté dormir otra siesta. Lo dejé en el estudio, subí las escaleras y me dejé caer en la cama, demasiado cansada incluso para apagar las velas.

Momentos después ya estaba soñando. Cabalgaba por un bosque oscuro con una túnica verde suelta y un cinturón. Llevaba sandalias atadas a mis pies, sostenidas con tiras de cuero entrecruzadas alrededor de mis tobillos y pantorrillas. Detrás de mí se escuchaban ladridos de perros y el ruido de cascos que aplastaban la hierba. Llevaba una aljaba con flechas colgada de un hombro y sostenía un arco en una mano. A pesar de los adversos ruidos de mis perseguidores, no tenía miedo.

En mi sueño sonreía sabiendo que podía correr más que quienes me perseguían.

Vuela —ordené..., y el caballo me obedeció.

 

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