EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151976
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 62: CAPÍTULO 62

Capítulo 62

 

Si este es el aspecto que tiene el infierno —murmuró Edawrd la semana después de nuestro encuentro con Hubbard—, Gallowglass se va a llevar una triste decepción.

Lo cierto era que había muy poco fuego y azufre en la bruja de catorce años que estaba de pie ante nosotros, en la sala.—

¡Shhh! —dije, preocupada por lo sensibles que podían ser los niños de esa edad—. ¿Te ha explicado el padre Hubbard por qué estás aquí, Annie?

—Sí, señora —replicó Annie con abatimiento. Era difícil decir si la palidez de la niña era su color natural o si se debía a alguna combinación de temor y escasa alimentación—. Estoy aquí para serviros y acompañaros en vuestros quehaceres por la ciudad.

—No, ese no era el trato —dijo Edward con impaciencia, al tiempo que sus pies enfundados en unas botas aterrizaban con fuerza sobre el suelo de madera.

Annie se estremeció—. ¿Posees algún poder o conocimiento que compartir o Hubbard nos está gastando una broma?

—Tengo algunas habilidades —tartamudeó Annie. Sus pálidos ojos azules contrastaban con su piel blanca—. Pero necesito un hogar, y el padre Hubbard ha dicho…

—Oh, puedo imaginar lo que ha dicho el padre Hubbard. Edward resopló con desdén. Le dirigí tal mirada de censura que parpadeó y se quedó callado.

—Dale la oportunidad de explicarse —le dije secamente antes de dedicarle a la niña una sonrisa de ánimo—.

Continúa, Annie.

—Además de serviros, el padre Hubbard me ha dicho que debo llevaros con mi tía cuando regrese a Londres. Ahora está en un alumbramiento y ha rehusado abandonar a la mujer mientras esta la necesite.

—¿Tu tía es partera además de bruja? —pregunté amablemente.

—Sí, señora. Una buena partera y una poderosa bruja — dijo Annie con orgullo, enderezando la columna. Cuando lo hizo, sus sayas demasiado cortas dejaron expuestos al frío unos tobillos flacuchos. Andrew Hubbard vestía a sus hijos con ropas cálidas que les sentaban bien, pero sus hijas no recibían tal consideración. Disimulé mi irritación.

Françoise iba a tener que sacar las agujas.

—¿Y cómo llegasteis a formar parte de la familia del padre Hubbard?

—Mi madre no era una mujer virtuosa —murmuró Annie, enroscando las manos en la fina capa—. El padre Hubbard me encontró en la cripta de la iglesia de Santa Ana, cerca de Aldersgate, con mi madre muerta a mi lado.

Mi tía estaba recién casada y pronto tuvo bebés propios. Yo tenía seis años. Su esposo no quiso que me criara con sus hijos por miedo a que pudiera corromperlos con mi pecaminosidad.

Así que Annie, ahora una adolescente, llevaba con Hubbard más de media vida. Aquella idea era espeluznante y la idea de que una niña de seis años pudiera corromper a nadie, inexplicable, pero la historia esclarecía tanto su

lamentable aspecto como su peculiar nombre: Annie Undercroft.

—Mientras Françoise te trae algo de comer, puedo enseñarte dónde dormirás. —Había subido al tercer piso esa misma mañana para inspeccionar la pequeña cama, el taburete de tres patas y el baúl desgastado que habían

elegido para guardar las pertenencias de la bruja—. Te ayudaré a llevar las cosas.

—¿Señora? —inquirió Annie, confusa.

—No ha traído nada —dijo Françoise, mirando con desaprobación al más reciente miembro del hogar.

—No importa. Tendrá efectos personales muy pronto.

Le sonreí a Annie, que no parecía muy segura. Françoise y yo nos pasamos el fin de semana asegurándonos de que Annie quedara limpia como los chorros del oro, de que fuera adecuadamente vestida y calzada y de que supiera lo suficiente de matemáticas básicas para hacer pequeñas compras por mí. Para probarla la mandé a la botica cercana a buscar un penique de plumas

y media libra de lacre (Carlisle tenía razón: Edward agotaba las provisiones de oficina a un ritmo alarmante) y regresó sin demora con el cambio que había sobrado.

—¡Quería un chelín! —se quejó Annie—. Esa cera ni siquiera es buena para velas, ¿no es cierto?

Pierre le tomó simpatía a la niña y se propuso ganarse una de las escasas y dulces sonrisas de Annie siempre que pudiera. Le enseñó a jugar a hacer figuras con el cordel y se ofreció a llevarla a pasear el domingo, cuando Edward empezó a dejar caer indirectas de que le gustaría estar a

solas conmigo unas horas.

—¿No se aprovechará de ella…? —le pregunté a Edward mientras desabrochaba mi prenda de ropa favorita: un jubón de niño sin mangas hecho de lana negra de primera calidad. Lo llevaba con un conjunto de sayas y un blusón cuando estábamos en casa.

—¿Pierre? Santo Dios, no. —Edward parecía divertido.

—Es una pregunta razonable. —Mary Sidney no era mucho mayor cuando la casaron con el mejor postor.

—Y yo te he dado una respuesta sincera. Pierre no se acuesta con niñas —me aseguró, mientras sus manos se detenían tras desabrochar el último botón—. Esta sí que es una sorpresa agradable. No llevas corsé.

—Es incómodo y puedo poner la excusa del bebé.

Me quitó el jubón de encima con un sonido de admiración.

—¿Y evitará que otros hombres la importunen?

—¿Sería posible que esta conversación esperara hasta más tarde? —dijo Edward, revelando su exasperación—.

Con el frío que hace, no estarán fuera demasiado tiempo.

—Eres muy impaciente en la cama —observé, deslizando las manos dentro del cuello de su camisa.

—¿De verdad? —preguntó Edward, arqueando sus aristocráticas cejas en un gesto de fingida incredulidad—.

Y yo que creía que el problema era mi admirable moderación.

Pasó las siguientes horas demostrándome la paciencia ilimitada que podía llegar a tener en una casa vacía, un domingo. Cuando todos regresaron, ambos estábamos agradablemente exhaustos y en un estado mental

considerablemente mejor.

Sin embargo, todo regresó a la normalidad el lunes. Edward se volvió distraído e irritable en cuanto las primeras cartas llegaron al amanecer y le envió sus excusas a la condesa de Pembroke cuando resultó obvio que las

obligaciones de sus numerosos trabajos no le iban a permitir acompañarme a almorzar.

Mary escuchó sin sorprenderse mi explicación de las razones por las cuales Edward estaba ausente, parpadeó mirando a Annie como un búho ligeramente curioso y la envió a las cocinas al cuidado de Joan. Compartimos un delicioso almuerzo, durante el cual Mary me ofreció una crónica detallada de la vida privada de todo aquel que vivía a tiro de piedra de Blackfriars. Acto seguido, nos trasladamos al laboratorio con Joan y Annie para

ayudarnos.

—¿Y cómo está tu esposo, Bella? —preguntó la condesa, remangándose y con la mirada fija en el libro que tenía delante.

—Goza de buena salud —respondí. Había aprendido que aquel era el equivalente isabelino del «Bien».

—Qué grata noticia —dijo Mary, y se giró para remover algo que tenía un aspecto pernicioso y olía aún peor—. Me temo que de ello dependen muchas cosas. La reina depende de él más que de cualquier otro hombre en el reino, a excepción de lord Burghley.

—Ojalá su buen humor fuera más fiable. Últimamente, Edward es muy voluble. De pronto se comporta de forma posesiva y, al minuto siguiente, me trata como si fuera un mueble.

—Los hombres actúan así con sus propiedades.

Mary cogió una jarra de agua.

—Yo no soy de su propiedad —dije rotundamente.

—Lo que tú y yo sabemos, lo que dice la ley y cómo se siente el propio Edward son tres asuntos completamente independientes.

—No deberían serlo —dije de inmediato, con ánimo de discutir aquel punto. Mary me silenció con una sonrisa amable y resignada.

—Tú y yo lo tenemos más fácil con nuestros esposos que otras mujeres, Bella. Disponemos de nuestros libros y de tiempo libre para satisfacer nuestras pasiones, gracias a Dios. La mayoría, no.

Mary removió por última vez todo lo que había en el matraz y decantó el contenido en otro recipiente de cristal.

Pensé en Annie: una madre que había muerto sola en el sótano de una iglesia, una tía que no se había podido hacer cargo de ella debido a los prejuicios de su esposo, una vida que prometía poco en lo que a comodidad o esperanza se

refería.

—¿Enseñas a leer a tus sirvientas?

—Desde luego —respondió Mary de inmediato—.

Aprenden a escribir y también a calcular. Tales habilidades harán que resulte más probable que encuentren un buen marido: uno al que le guste ganar dinero además de gastarlo.

Le hizo una señal a Joan, que le ayudó a llevar la frágil burbuja de cristal llena de productos químicos hasta el fuego.

—Entonces Annie también aprenderá —dije, asintiendo hacia la muchacha. Esta se aferraba a las sombras y tenía un aspecto fantasmal, con su pálido rostro y sus cabellos rubio platino. La educación aumentaría su confianza. Había ido avanzando con paso firme desde que había regateado con

monsieur De Laune el precio del lacre.

—Tendrá una razón en el futuro para agradecértelo — dijo Mary. Su semblante estaba serio—. Nosotras, las mujeres, no poseemos nada en absoluto, salvo lo que se encuentra entre nuestras orejas. Nuestra virtud pertenece primero a nuestro padre y luego a nuestro esposo. Nos

dedicamos en cuerpo y alma a nuestra familia. Ya compartamos nuestros pensamientos con otra gente, cojamos pluma y papel o enhebremos una aguja, todo lo que hacemos pertenece a otra persona. Mientras tenga

palabras e ideas, Annie siempre poseerá algo exclusivamente suyo.

—Ojalá fueras un hombre, Mary —dije, sacudiendo la cabeza. La condesa de Pembroke podría darles cien mil vueltas a muchas criaturas, independientemente de su sexo.

—Si fuera un hombre, ahora me encontraría en mis dominios, rindiendo pleitesía a Su Majestad como Henry o atendiendo asuntos de Estado como Edward. En lugar de ello, estoy aquí en el laboratorio, contigo. Si lo ponemos

todo en una balanza, creo que somos las más afortunadas: aunque en ocasiones nos pongan en un pedestal o nos tomen por un taburete de la cocina.

Los redondeados ojos de Mary brillaron.

Me eché a reír.

—Puede que tengas razón.

—Si alguna vez hubieras estado en el tribunal, no tendrías duda alguna a ese respecto. Ven —dijo Mary, regresando al experimento—. Ahora esperaremos mientras la prima materia se expone al calor. Si lo hemos hecho bien, dará lugar a la piedra filosofal. Revisemos los siguientes pasos del proceso con la esperanza de que el experimento surta efecto.

Yo siempre perdía la noción del tiempo cuando había manuscritos de alquimia alrededor y levanté la vista aturdida cuando Edward y Henry entraron en el laboratorio. Mary y yo nos encontrábamos inmersas en la conversación sobre las imágenes de una colección de textos de alquimia conocidos como Pretiosa MargaritaNovella: la Nueva Perla de Gran Precio. ¿Había transcurrido ya la tarde?

—No puede ser hora de irse. Todavía no —protesté—.

Mary tiene este manuscrito…

—Edward conoce el libro, dado que fue su hermano quien me lo regaló. Ahora que Edward tiene una esposa erudita, puede que lamente haberlo hecho —comentó Mary, riendo—. Hay un refrigerio esperando en la sala.

Esperaba veros a ambos hoy.

Al oír aquello, Henry le hizo un guiño de complicidad a Mary.

—Eres muy amable, Mary —dijo Edward, mientras me daba un beso en la mejilla a modo de saludo—. Según parece no habéis llegado todavía a la fase del vinagre.

Todavía oléis a vitriolo y magnesia.

Dejé el libro a regañadientes y me aseé mientras Mary acababa de tomar notas del trabajo del día. Cuando estuvimos acomodados en la sala, Henry no fue capaz de contener más tiempo la emoción.

—¿Ya es el momento, Mary? —preguntó a la condesa, revolviéndose en la silla.

—Te entusiasma tanto hacer regalos como al joven William —respondió esta, riendo—. Henry y yo tenemos un regalo en honor del Año Nuevo y de vuestro

matrimonio.

Pero nosotros no teníamos nada que darles a cambio.

Miré a Edward, incómoda con aquel intercambio unidireccional.

—Te deseo suerte, Bella, si albergas la esperanza de mantenerte en la vanguardia de Mary y Henry en lo que a regalos se refiere —señaló aquel con pesar.

—Tonterías —respondió Mary—. Edward le salvó la vida a mi hermano Philip y evitó que Henry perdiera sus propiedades. Ningún regalo puede pagar dichas deudas. No arruinéis nuestro placer hablando de esa forma. Es una

tradición hacer regalos a los recién casados y estamos en Año Nuevo. ¿Qué le has regalado a la reina, Edward?

—Después de que ella le hubiera enviado al pobre rey Jacobo otro reloj para recordarle que aguardara tranquilamente el momento oportuno, consideré regalarle un reloj de arena. Me pareció que podría ser un útil recordatorio de su propia mortalidad —dijo secamente.

Henry lo miró, horrorizado.

—No. No serías capaz.

—Fue un pensamiento frívolo fruto de un momento de frustración —lo tranquilizó Edward—. Le he regalado una taza con tapa, como todo el mundo.

—No olvides nuestro regalo, Henry —dijo Mary, ya igual de impaciente.

Henry sacó una bolsita de terciopelo y me la tendió.

Manoseé los cordones y, finalmente, saqué un pesado relicario de oro con una cadena igualmente gruesa. Tenía la faz de filigrana de oro tachonada de rubíes y diamantes, con la luna y la estrella de Edward en el centro. Le di la vuelta al guardapelo y me quedé boquiabierta al ver el brillante

esmalte con sus flores y sus retorcidos viñedos. Con cuidado, abrí el cierre de la parte inferior y un retrato en miniatura de Edward alzó la vista hacia mí.

—El señor Hilliard hizo los bocetos preliminares cuando estuvo aquí. Con las vacaciones estaba tan ocupado que su ayudante, Isaac, tuvo que ayudarle con la pintura — explicó Mary.

Sostuve la miniatura en la mano ahuecada, inclinándola hacia un lado y hacia otro. La pintura representaba a Edward con el aspecto que tenía en casa, cuando trabajaba hasta altas horas de la madrugada en su estudio, al lado del dormitorio. Tenía el cuello de la camisa abierto y ribeteado de encaje, y miraba al espectador con una familiar combinación de seriedad y humor burlón. Llevaba el cabello broncíneo retirado de la frente y despeinado, como era habitual en él, y entre los largos dedos de la mano izquierda

sostenía un relicario. Era una imagen sorprendentemente franca y erótica para la época.

—¿Es de vuestro gusto? —preguntó Henry.

—Me encanta —respondí, incapaz de dejar de observar mi nuevo tesoro.

—Isaac es bastante más… osado en la composición que su señor, pero, cuando le dije que era un regalo de boda, me convenció de que un relicario como ese sería un secreto especial para una esposa y mostraría al hombre privado más que al público. —Mary miró por encima de mi hombro—.

El parecido es bueno, aunque sí desearía que el señor Hilliard aprendiera a capturar mejor la barbilla de las personas.

—Es perfecto y lo guardaré siempre como algo muy especial.

—Este es para ti —dijo Henry, tendiéndole a Edward una bolsa idéntica—. Hilliard creyó que era posible que se lo enseñaras a la gente y lo llevaras al tribunal, así que es en cierto modo más…, eh, eh…, prudente.

—¿Es ese el guardapelo que Edward está sujetando en mi miniatura? —dije, señalando la inconfundible piedra lechosa engarzada en un simple marco de oro.

—Eso creo —dijo Edward en voz baja—. ¿Es piedra de luna, Henry?

—Un ejemplar antiguo —dijo Henry, orgulloso—.

Estaba entre mis curiosidades y quería que la tuvieras. La talla representa a la diosa Diana, como puedes ver.

La miniatura que albergaba era más respetable, pero igualmente extraordinaria. Yo llevaba puesto el vestido color teja ribeteado de terciopelo negro. Una delicada gorguera me enmarcaba el rostro sin cubrir las brillantes perlas que llevaba al cuello. Pero era mi peinado lo que indicaba que aquel era un regalo íntimo, apropiado para un flamante marido. El cabello me flotaba libre sobre los hombros y me bajaba por la espalda en un salvaje caos de bucles de color dorado rojizo.

—El fondo azul resalta los ojos de Bella. Y la forma de la boca es muy fiel a la realidad.

Edward también se sentía abrumado por el regalo.

—He mandado hacer un marco —dijo Mary, mientras le hacía una señal a Joan— para exponerlos cuando no los llevéis puestos.

En realidad se parecía más a una caja plana, con dos nichos ovales alineados sobre el terciopelo negro. Ambas miniaturas encajaban a la perfección dentro y parecían un par de retratos.

—Ha sido muy amable por parte de Mary y Henry hacernos ese regalo —dijo Edward más tarde, cuando estábamos de nuevo en El Venado y la Corona. Deslizó los brazos alrededor de mí desde atrás y entrelazó las manos

sobre mi vientre—. Ni siquiera he tenido tiempo de mandar que te hicieran un dibujo. Nunca imaginé que mi primer retrato de ti estaría pintado por Nicholas Hilliard.

—Los retratos son preciosos —dije, cubriéndole las manos con las mías.

—¿Pero…? —Edward retrocedió e inclinó la cabeza.

—Las miniaturas de Nicholas Hilliard están muy demandadas, Edward. Estas no desaparecerán cuando nosotros lo hagamos. Y son tan exquisitas que no podría soportar destruirlas antes de irnos —expliqué. El tiempo era como mi gorguera: empezaba siendo un pedazo de tejido apelmazado, suave y liso. Y entonces lo retorcían, lo cortaban y le hacían un dobladillo—. Continuamos

toqueteando el pasado de manera que, sin remedio, hará que haya manchas en el presente.

—Tal vez sea eso lo que se supone que debemos hacer —sugirió Edward—. Puede que el futuro dependa de ello.

—No veo cómo.

—Ahora no. Pero es posible que un día echemos la vista atrás y descubramos que fueron las miniaturas las que lo cambiaron todo.

Edward sonrió.

—Imagínate lo que significaría encontrar el Ashmole 782, entonces —dije. Levanté la vista hacia él. El hecho de ver los iluminados libros de alquimia de Mary me había hecho volver a pensar intensamente en el misterioso

ejemplar y en nuestra frustrada búsqueda del mismo—.

George no tuvo suerte y no lo halló en Oxford, pero tiene que estar en algún lugar de Inglaterra. Ashmole le compró el manuscrito a alguien. En lugar de buscar la obra, deberíamos buscar a la persona que se la vendió.

—Hoy en día existe un tráfico continuo de manuscritos.

El Ashmole 782 podría estar en cualquier sitio.

—O podría estar justo aquí —insistí.

—Puede que tengas razón —coincidió Edward. Pero me pareció que tenía en la cabeza preocupaciones más inmediatas que aquel escurridizo libro—. Enviaré a George a la calle a preguntar a los libreros.

Todos los pensamientos sobre el Ashmole 782 huyeron a la mañana siguiente, sin embargo, con la llegada de una nota de la tía de Annie, la próspera partera. Estaba de vuelta en Londres.

—La bruja no acudirá a la casa de un infame wearh y espía —me informó Edward, tras leer el contenido—. Su marido se opone al plan, por miedo a que arruine su reputación. Tendremos que ir a su casa, cerca de la iglesia

de San Jacobo, en Garlic Hill. —Al ver que no decía nada, Edward frunció el ceño y continuó—. Está al otro lado de la ciudad, a tiro de piedra de la guarida de Andrew Hubbard.

—Eres un vampiro —le recordé—. Ella es una bruja. Se supone que no debemos mezclarnos. El marido de esa bruja hace bien en ser cauteloso.

Edward insistió en acompañarnos a Annie y a mí a través de la ciudad, de todos modos. La zona que rodeaba la iglesia de San Jacobo era mucho más próspera que Blackfriars, con calles espaciosas y bien cuidadas, casas

grandes, tiendas llenas de gente y un ordenado atrio. Annie nos llevó a un callejón que estaba enfrente de la iglesia.

Aunque era oscuro, se veía limpio como el jaspe.

—Ahí, señor Masen —dijo la niña, mientras llamaba la atención de Edward sobre un cartel con un molino de viento, antes de seguir adelante como una flecha con Pierre para comunicar a la familia nuestra llegada.

—No es necesario que te quedes —le dije a Edward.

Aquella visita ya era lo suficientemente angustiosa sin que él anduviera merodeando por allí con el ceño fruncido.

—No voy a ir a ningún sitio —respondió en tono grave.

Fuimos recibidos en la puerta por una mujer de cara redonda y nariz chata, barbilla pequeña y cabello y ojos de un castaño intenso. Su rostro era sereno, aunque sus ojos hervían de irritación. Había hecho frenar en seco a Pierre.

Solo había admitido a Annie en la casa y esta estaba a un lado del quicio de la puerta con cara de consternación por la tensión del ambiente.

Yo también me detuve en seco, boquiabierta por la sorpresa. La tía de Annie era la viva imagen de Sophie Norman, la joven daimón de la que nos habíamos despedido en la casa de las Bishop, en Madison.

Dieu —murmuró Edward, y bajó la vista para mirarme asombrado.

—Mi tía, Susanna Norman —susurró Annie. Nuestra reacción la inquietó—. Dice que…

—¿Susanna Norman? —pregunté, incapaz de dejar de mirarla a la cara. Su nombre y su gran parecido con Sophie no podía ser mera coincidencia.

—Como mi sobrina ha dicho. Parecéis sentiros fuera de lugar, señora Masen —dijo la señora Norman—. Y vos no sois bienvenido aquí, wearh.

—Señora Norman —dijo Edward con una reverencia.

—¿No habéis recibido mi carta? Mi marido no quiere tener nada que ver con vos. —Dos niños salieron disparados por la puerta—. ¡Jeffrey! ¡John!

—¿Es este? —preguntó el mayor. Analizó a Edward con interés y luego se centró en mí. El niño tenía poder.

Aunque todavía estaba en los albores de la adolescencia, sus habilidades ya se podían sentir en el chisporroteo de magia indisciplinada que lo rodeaba.

—Usa los talentos que Dios te ha dado, Jeffrey, y no hagas preguntas tontas. —La bruja me miró taxativamente —. Y vos, sin duda, habéis hecho que el padre Hubbard se ponga en guardia. Muy bien, entrad. —Cuando nos

dispusimos a hacerlo, Susanna levantó la mano—. Vos no, wearh. Vuestra esposa es quien me incumbe. En El Ansarino de Oro tienen un vino decente, si estáis decidido a quedaros por aquí. Pero sería mejor para todos los

implicados si permitierais que vuestro hombre acompañara a la señora Masen a casa.

—Gracias por el consejo, señora. Estoy seguro de que encontraré algo satisfactorio en la posada. Pierre esperará en el patio. No le importa el frío.

Edward le dedicó una sonrisa lobuna.

Susanna puso cara de avinagrada y dio media vuelta con elegancia.

—Ven aquí, Jeffrey —gritó por encima del hombro.

Jeffrey reclutó a su hermano menor, le dirigió una mirada más de interés a Edward y la siguió—. Cuando gustéis, señora Masen.

—No me lo puedo creer —susurré en cuanto los Norman se perdieron de vista—. Tiene que ser la tataratataratatarabuela de Sophie.

—Sophie debe de ser su descendiente a través de Jeffrey o de John —señaló Edward, mientras se pellizcaba la barbilla, pensativo—. Uno de esos chicos es el eslabón perdido de nuestra cadena de acontecimientos que nos lleva de Kit y la pieza de ajedrez de plata a la familia Norman y a Carolina del Norte.

—Realmente, el futuro sabe lo que se hace —dije.

—Estaba seguro. En cuanto al presente, Pierre se quedará ahí mismo y yo andaré cerca.

Las finas arrugas que tenía alrededor de los ojos se hicieron más profundas. No quería separarse de mí más de quince centímetros, en el mejor de los casos.

—No sé cuánto nos llevará —dije, apretándole el brazo.

—No importa —me aseguró Edward, acariciando mis labios con los suyos—. Quédate todo el tiempo que necesites.

Una vez dentro, Annie me cogió la capa apresuradamente y regresó al lado del fuego, donde estaba encorvada sobre algo que había en el hogar.

—Ten cuidado, Annie —dijo Susanna, preocupada. Annie estaba levantando cuidadosamente una cacerola baja de una base situada sobre las brasas del fuego—. La hija de la viuda Hackett necesita ese brebaje para ayudarle a conciliar el sueño y los ingredientes son muy costosos.

—No puedo percibirla, mamá —dijo Jeffrey, observándome. Tenía unos ojos desconcertantemente sabios para tratarse de alguien tan joven.

—Ni yo, Jeffrey, ni yo. Aunque probablemente sea por eso por lo que está aquí. Llévate a tu hermano a la otra habitación. Y no hagáis ruido. Vuestro padre está dormido y necesita seguir así.

—Sí, mamá —respondió Jeffrey. Acto seguido, cogió dos soldados de madera y un barco que había sobre la mesa —. Esta vez te dejaré ser Walter Raleigh para que puedas ganar la batalla —le prometió a su hermano.

Susanna y Annie se me quedaron mirando en el silencio subsiguiente. Las débiles pulsaciones de poder de Annie ya me resultaban familiares. Pero no estaba preparada para la inquisitiva corriente continua que Susanna me dirigía. Mi tercer ojo se abrió. Finalmente, alguien había despertado

mi curiosidad de bruja.

—Es incómodo —dije, girando la cabeza para romper la intensidad de la mirada de Susanna.

—Debería serlo —replicó esta, tan tranquila—. ¿Por qué precisa de mi ayuda, señora?

—Fui hechizada. No es lo que pensáis —añadí cuando Annie dio un paso atrás de inmediato para alejarse de mí—.

Mis padres eran brujos, pero ninguno de ellos entendía la naturaleza de mis talentos. No querían que sufriera ningún daño, así que limitaron mis poderes. Los lazos se han aflojado, sin embargo, y están sucediendo cosas extrañas.

—¿Como por ejemplo? —preguntó Susanna, señalándole una silla a Annie.

—He invocado el poder de las brujas de las aguas unas cuantas veces, aunque no recientemente. En ocasiones veo colores alrededor de la gente, pero no siempre. Y una vez toqué un membrillo y se secó.

Me cuidé de no mencionar los accesos de magia más espectaculares. Y tampoco le hablé de los extraños hilos azules y ambarinos que veía por las esquinas, de cómo las letras habían empezado a escaparse de los libros de

Edward o de la forma en que los reptiles habían huido de los zapatos de Mary Sidney.

—¿Eran vuestra madre o vuestro padre brujos de las aguas? —preguntó Susanna, intentando encontrar sentido a mi historia.

—No lo sé —dije honestamente—. Fallecieron cuando yo era joven.

—Tal vez seáis más apropiada para la brujería, entonces.

Aunque muchos son los que desean poseer la magia tempestuosa de las aguas y del fuego, no son poderes fáciles de adquirir —dijo Susanna con un toque de tristeza.

Mi tía Sarah pensaba que las brujas que se fiaban de la magia elemental eran diletantes. Susanna, por su parte, tenía predisposición a ver los conjuros como una forma menor del conocimiento mágico. Ahogué un suspiro al considerar aquellos extraños prejuicios. ¿No éramos todas brujas?

—Mi tía no fue capaz de enseñarme muchos conjuros. A veces puedo encender una vela. He sido capaz de invocar objetos para que acudieran a mí.

—¡Pero sois una mujer adulta! —dijo Susanna, poniendo las manos en las caderas—. Hasta Annie posee más habilidades que esas y solo tiene catorce años. ¿Sois capaz de preparar filtros de plantas?

—No.

Sarah quería enseñarme a hacer pociones, pero yo me había negado.

—¿Sois curandera?

—No —respondí. Estaba empezando a comprender la cara de temor de Annie. Susanna suspiró—. Ignoro la razón por la cual Andrew Hubbard solicita mi ayuda. Ya tengo bastante con mis pacientes, un esposo enfermizo y dos hijos pequeños.

Cogió un cuenco desportillado de la estantería y un huevo moreno de un estante que había al lado de la ventana.

Puso ambos sobre la mesa delante de mí y cogió una silla.

—Sentaos y meted las manos bajo las piernas. —

Desconcertada, hice lo que me pedía—. Annie y yo vamos a casa de la viuda Hackett. Mientras estamos fuera, tendréis que extraer el contenido de ese huevo y verterlo en el cuenco sin usar las manos. Requiere dos conjuros: uno de movimiento y un simple hechizo de apertura. Mi hijo John tiene ocho años y ya lo puede hacer sin pensar.

—Pero…

—Si el huevo no está en el cuenco cuando regrese, nadie podrá ayudaros, señora Masen. Puede que vuestros padres hicieran bien al atar vuestro poder si este es tan débil que ni siquiera podéis cascar un huevo.

Annie me dirigió una mirada de disculpa y levantó la cazuela entre los brazos. Susanna le puso una tapa.

—Vamos, Annie.

Sentada a solas en la sala de estar de los Norman, pensé en el huevo y en el cuenco.

—Qué pesadilla —susurré, con la esperanza de que los niños estuvieran demasiado lejos para oírme.

Respiré hondo y reuní mi energía. Sabía las palabras de ambos conjuros y quería que el huevo se moviera: lo deseaba desesperadamente. «La magia no es más que un deseo hecho realidad», me recordé a mí misma.

Centré mis deseos en el huevo. Este saltó una vez sobre la mesa y luego se quedó inmóvil. En silencio, repetí el conjuro. Y lo repetí otra vez más. Y otra.

Habían pasado ya varios minutos y lo único que había obtenido como resultado era una fina capa de sudor sobre la frente. Solo tenía que levantar el huevo y cascarlo. Y había fracasado.

—Lo siento —murmuré, dirigiéndome a mi vientre plano—. Con un poco de suerte saldrás a tu padre.

El estómago me dio un brinco. Los nervios y el acelerado cambio de hormonas eran un infierno para la digestión.

¿Los pollos tenían mareos matutinos? Incliné la cabeza y observé el huevo. Alguna pobre gallina había sido privada de su pollo en ciernes para alimentar a la familia de los Norman. Mis náuseas aumentaron. Tal vez debería

plantearme hacerme vegetariana, al menos durante el embarazo.

Aunque puede que no hubiera ningún pollo, me dije a mí misma para tranquilizarme. No todos los huevos estaban fertilizados. Mi tercer ojo atisbó bajo la superficie del cascarón, atravesó las densas capas de albumen y llegó a la superficie de la yema.

—Fértil —dije con un suspiro. Me revolví sobre las manos. Emily y Sarah habían tenido gallinas una temporada. A una gallina solo le llevaba tres semanas empollar un huevo.

Tres semanas de calor y cariño y nacía un pollito. No me parecía justo tener que esperar meses a que nuestro hijo viera la luz del día.

Cariño y calor. Dos cosas tan simples que, sin embargo, aseguraban la vida. ¿Qué había dicho Edward? «Lo único que los niños necesitan es amor, un adulto que se haga responsable de ellos y un lugar suave donde aterrizar». Lo mismo sucedía con los pollos. Me imaginé cómo sería estar rodeada de la calidez plumosa de una mamá gallina, a salvo y protegida de los golpes y las contusiones. ¿Nuestro hijo se sentiría de esa manera, flotando en las

profundidades de mi útero? Si no era así, ¿habría un conjuro para ello? ¿Uno hecho de responsabilidad, que arropara al bebé con cariño, calidez y amor, aunque lo suficientemente suave como para proporcionarle seguridad

y libertad?

—Ese es mi verdadero deseo —susurré.

«Pío».

Miré alrededor. En muchas casas había pollos

picoteando alrededor del hogar.

«Pío».

Venía del huevo que estaba sobre la mesa. Primero se agrietó, luego asomó un pico. Un par de apabullados ojos negros parpadearon mientras me observaban desde una cabeza cubierta de plumas, resbaladiza por la humedad.

Alguien ahogó un grito a mis espaldas. Me volví. Annie se cubría la boca con la mano mientras miraba fijamente al pollito que estaba sobre la mesa.

—Tía Susanna —dijo la niña, bajando la mano—, ¿eso es…?

Su voz se apagó y Annie me señaló sin mediar palabra.

—Sí. Es el glaem dejado por el nuevo hechizo de la señora Masen. Muévete. Ve a buscar a Goody Alsop.

Susanna hizo girar en redondo a su sobrina y la mandó de vuelta por donde había venido.

—No he logrado meter el huevo en el cuenco, señora Norman —me disculpé—. Los hechizos no han funcionado.

El pollito, todavía húmedo, protestaba con un indignado pitido tras otro.

—¿Que no han funcionado? Empiezo a creer que no tenéis ni idea de lo que significa ser bruja —dijo Susanna con incredulidad. Y yo estaba empezando a creer que tenía razón.

 

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