EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 65: CAPÍTULO 65

 

Capítulo 65

 

Reunir a los veintiséis brujos más poderosos de Londres era una verdadera hazaña. El Rede no tuvo lugar como me lo había imaginado: en una única reunión al estilo de los tribunales, con los brujos repartidos en pulcras hileras y yo de pie ante ellos. En lugar de eso, se desarrolló durante

varios días en tiendas, tabernas y salones de toda la ciudad.

No hubo presentaciones formales y no se malgastaba tiempo en otras finuras sociales. Vi a tantos brujos que no me sonaban de nada que pronto se convirtieron en una mancha informe.

Sin embargo, algunos aspectos de la experiencia fueron destacables. Por primera vez sentí el poder incuestionable de una bruja de fuego. Goody Alsop no me había engañado: no cabía duda de la ardiente intensidad de la mirada o del tacto de la bruja pelirroja. Aunque las llamas de mi sangre

se elevaban y danzaban cuando me hallaba a su lado, estaba claro que yo no era como ella. Tal cuestión se confirmó cuando me encontré con dos brujas de fuego más en una sala privada del Mitre, una taberna de Bishopsgate.

—Será un desafío —opinó una de ellas cuando acabó de leerme la piel.

—Una tejedora hilandera de tiempo con una notable cantidad de agua y fuego en su interior —asintió la otra—.

No es una combinación que esperara ver en mi vida.

Los brujos de los vientos del Rede se reunieron en casa de Goody Alsop, que era más espaciosa de lo que sugería su modesto exterior. Dos fantasmas vagaban por las habitaciones, al igual que el espectro de Goody Alsop, que

recibía a los invitados en la puerta y se deslizaba por la casa en silencio, asegurándose de que todo el mundo estuviera a gusto.

Los brujos de los vientos constituían un grupo mucho menos aterrador que los de fuego y tenían un tacto ligero y seco, como percibí mientras evaluaban en silencio mis fortalezas y debilidades.

—Es tempestuosa —murmuró una bruja de cabello plateado que rondaba los cincuenta años. Era menuda y ágil, y se movía con una velocidad que sugería que la gravedad no la retenía del mismo modo que al resto de nosotros.

—Demasiado autocontrol —dijo otra, frunciendo el ceño—. Tiene que dejar que las cosas sigan su propio curso, o cualquier brisa que provoque probablemente acabará convirtiéndose en una descomunal galerna.

Goody Alsop aceptó sus comentarios agradecida, pero, cuando se fueron todos, se sintió aliviada.

—Ahora me voy a descansar, niña —dijo débilmente mientras se levantaba de la silla y se dirigía a la parte trasera de la casa. Su espectro la siguió como una sombra.

—¿Hay algún hombre en el Rede, Goody Alsop? — pregunté, agarrándola del codo.

—Solo queda un puñado de ellos. Todos los brujos jóvenes se han ido a la universidad a estudiar Filosofía Natural —dijo con un suspiro—. Son tiempos extraños, Bella. Todo el mundo demanda con verdadera insistencia algo nuevo y los brujos piensan que aprenderán más en los libros que con la experiencia. Ahora, debo dejarte. Me pitan los oídos de tanto parloteo.

Una solitaria bruja de las aguas acudió a El Venado y la Corona el jueves por la mañana. Yo estaba tumbada, exhausta por haber caminado por toda la ciudad el día  anterior. Alta y ágil, la bruja de las aguas, más que entrar en

casa, fluyó hasta su interior. Encontró un sólido obstáculo, sin embargo, en el muro de vampiros que se hallaba en el vestíbulo.

—Está bien, Edward —dije desde la puerta de nuestra alcoba, antes de hacerle una seña a la bruja con la mano para que se acercara.

Cuando estuvimos a solas, la bruja de las aguas me examinó de pies a cabeza. Su mirada me escocía como agua salada sobre la piel, tan tonificante como un baño en el océano un día de verano.

—Goody Alsop tenía razón —dijo con una voz suave y musical—. Tenéis demasiada agua en la sangre. No podemos reunirnos con vos en grupo por temor a ocasionar un diluvio. Debéis vernos uno a uno. Os ocupará todo el

día, me temo.

Así pues, en lugar de acudir yo a las brujas de las aguas, las brujas de las aguas acudieron a mí. Entraban y salían de la casa con cuentagotas, volviendo locos a Edward  y Françoise. Pero mi afinidad con ellas era innegable, al igual que la resaca que sentía en su presencia.

—El agua no mentía —murmuró una bruja de las aguas después de deslizar las yemas de los dedos sobre mi frente y mis hombros. Luego me volvió las manos hacia arriba para examinar las palmas. Era poco mayor que yo y tenía

unos colores impactantes: piel blanca, cabello negro y ojos del color del Caribe.

—¿Qué agua? —pregunté, mientras ella seguía los afluentes que se alejaban de mi línea de la vida.

—Toda las brujas de las aguas de Londres recogemos agua de lluvia desde mediados de verano hasta Mabon, para verterla posteriormente en el cuenco de los augurios. Este reveló que la tan esperada tejedora llevaría agua en las venas —aseguró la bruja de las aguas, dejando escapar un

suspiro de alivio antes de soltarme las manos—.

Necesitamos nuevos hechizos tras haber ayudado a ahuyentar a la flota española. Goody Alsop ha sido capaz de reabastecer el suministro de las brujas de los vientos, pero la tejedora escocesa tiene el don de la tierra, con lo cual no podría ayudarnos…, aunque así lo deseara. Vos sois una

verdadera hija de la luna, sin embargo, y nos serviréis bien.

El viernes por la mañana, un mensajero llegó a casa con una dirección de Bread Street e instrucciones para que acudiera allí a las once en punto para reunirme con los últimos miembros del Rede: las dos brujas de tierra. La

mayoría de las brujas albergaban en su interior cierto grado de magia de tierra. Era el fundamento de la hechicería y en los aquelarres modernos las brujas de tierra no tenían ninguna categoría especial. Sentía curiosidad por ver si las brujas de tierra isabelinas eran diferentes.

Edward y Annie fueron conmigo, mientras Pierre se ocupaba de hacer un recado para Edward. Françoise se encontraba fuera, de compras. Justo estábamos pasando por el atrio de San Pablo, cuando Edward se volvió hacia un golfillo de rostro mugriento y piernas terriblemente delgadas. En un abrir y cerrar de ojos, la espada de mi marido se encontraba al lado de la oreja del niño.

—Mueve un pelo ese dedo, muchacho, y te rebanaré la oreja —dijo en voz baja.

Bajé la vista sorprendida al ver los dedos del niño rozando el saquito que yo llevaba a la cintura.

Siempre había cierta violencia potencial en Edward, incluso en mi propia época, pero en el Londres isabelino la tenía mucho más a flor de piel. Aun así, no era necesario que dirigiera su veneno contra alguien tan pequeño.

—Edward —le advertí al percatarme del rostro aterrorizado del niño—, déjalo.

—Otro hombre te habría arrancado la oreja o te habría llevado a rastras ante los alguaciles.

Edward entornó los ojos y el niño empalideció más aún.—

Basta —dije secamente. Toqué al niño en el hombro y este se estremeció. De repente, mi ojo de bruja vio la pesada mano de un hombre golpeando al niño y lanzándolo contra una pared. Bajo mis dedos, oculto por una tosca

camisa que era todo lo que el niño tenía para alejar el frío, la sangre teñía su piel dibujando un horrible cardenal.

—¿Cómo te llamas?

—Jack, mi señora —susurró el niño. Edward seguía presionando el cuchillo contra su oreja y estaba empezando a atraer la atención.

—Baja la daga, Edward. Este niño no entraña peligro para ninguno de nosotros.

Edward retiró el cuchillo con un silbido.

—¿Dónde están tus padres?

Jack se encogió de hombros.

—No tengo ninguno, mi señora.

—Llévate al niño a casa, Annie, y haz que Françoise le dé algo de comida y ropa. Introducidlo en agua caliente, si podéis, y llevadlo a la cama de Pierre. Parece cansado.

—No puedes adoptar a todos los mendigos de Londres, Bella.

Edward introdujo la daga en la vaina para darle más énfasis a sus palabras.

—Françoise podría servirse de alguno para que haga recados en su lugar —propuse. Acaricié el pelo del niño y se lo retiré de la frente—. ¿Quieres trabajar para mí, Jack?

—Sí, señora.

El estómago de Jack emitió un audible gorjeo y sus ojos recelosos albergaron un indicio de esperanza. Mi tercer ojo de bruja estaba abierto de par en par, viendo el interior de su cavernoso estómago y sus piernas vacías y temblorosas. Saqué unas cuantas monedas del bolso.

—Cómprale un pedazo de pastel del señor Prior de camino, Annie. Está a punto de desfallecer de hambre, pero eso debería sostenerlo hasta que Françoise le pueda preparar una comida como es debido.

—Sí, señora —dijo Annie y, acto seguido, agarró a Jack por el brazo y lo remolcó hacia Blackfriars.

Edward se quedó mirando con el ceño fruncido las espaldas que se alejaban y luego se centró en mí.

—No le estás haciendo ningún favor a ese niño. Ese tal Jack, si ese es realmente su nombre, cosa que dudo, no acabará vivo el año si continúa robando.

—Ese niño no acabará vivo la semana a menos que un adulto se haga responsable de él. ¿Cómo era lo que decías? ¿Amor, un adulto que se haga cargo de ellos y un sitio mullido donde aterrizar?

—No vuelvas mis palabras en mi contra, Bella. Me refería a nuestro hijo, no a un niño abandonado sin hogar.

Edward, que había conocido más brujas en los últimos días que la mayoría de los vampiros en toda su vida, estaba buscando pelea.

—En su momento, yo también fui una niña abandonada sin hogar.

Mi esposo retrocedió como si lo hubiera abofeteado.

—Ya no es tan fácil rechazarlo, ¿verdad? —No esperé a que respondiera—. Si Jack no viene con nosotros, también podríamos llevarlo directamente a Andrew Hubbard. Allí acabaría en un ataúd o se lo comerían para cenar. De

cualquier modo, estaría mejor cuidado que aquí, en las calles.

—Ya tenemos suficientes sirvientes —dijo Edward con frialdad.

—Y tú tienes dinero de sobra. Si no puedes permitírtelo, le pagaré el salario de mis propios fondos.

—Será mejor que se te ocurra un cuento de hadas que contarle antes de dormir mientras tanto —dijo Edward, agarrándome del codo—. ¿Crees que no se dará cuenta de que está viviendo con tres wearhs y dos brujas? Los niños humanos siempre captan más claramente el mundo de las criaturas que los adultos.

—¿Crees que a Jack le importará lo que seamos si tiene un techo sobre la cabeza, comida en el estómago y una cama donde poder dormir seguro toda la noche?

Una mujer nos observaba, confusa, desde el otro lado de la calle. Un vampiro y una bruja no deberían estar teniendo una discusión tan acalorada en público. Tiré de la capucha para ajustármela más a la cara.

—Cuantas más criaturas dejemos entrar en nuestras vidas aquí, más delicado se volverá todo —aseguró Edward. Entonces se percató de que la mujer nos miraba y me soltó el brazo—. Y con los humanos sucede lo mismo,

pero por partida doble.

Después de visitar a las dos fornidas y solemnes brujas de tierra, Edward  y yo nos retiramos a extremos opuestos de El Venado y la Corona hasta que nuestra irritación se calmó. Edward se lanzó al ataque del correo, llamando a

Pierre a gritos y profiriendo una prolija sarta de improperios contra el Gobierno de Su Majestad, los caprichos de su padre y la insensatez del rey Jacobo de Escocia. Yo me entretuve hablándole a Jack de sus deberes.

Aunque el niño poseía una serie de magníficas habilidades consistentes en forzar cerraduras, hurtar cosas de los bolsillos y desvalijar a catetos de pueblo a los que podía despojar de todos sus bienes mediante timos, no sabía leer, escribir, cocinar, coser ni hacer nada más que pudiera servir de ayuda a Françoise y Annie. El niño, sin embargo, suscitó un serio interés en Pierre, sobre todo tras recuperar su amuleto de la suerte, que se hallaba en el bolsillo interior del jubón usado del chico.

—Ven conmigo, Jack —dijo Pierre, mientras abría la puerta y estiraba la cabeza hacia las escaleras. Se disponía a salir para recoger las últimas misivas de los informadores de Edward y estaba claro que pensaba sacar ventaja de la familiaridad de nuestro joven lastre con el hampa londinense.

—Sí, señor —respondió Jack con entusiasmo. Ya tenía mejor aspecto después de una sola comida.

—Nada peligroso —le advertí a Pierre.

—Desde luego que no, madame —dijo el vampiro, inocentemente.

—Lo digo en serio —repliqué—. Y tráelo de vuelta antes de que anochezca.

Estaba revisando algunos papeles que tenía en el escritorio cuando Edward salió de su estudio y se me acercó. Françoise y Annie habían ido a Smithfield a ver a los carniceros para comprar carne y sangre, y teníamos la

casa para nosotros solos.

—Lo siento, mon coeur —dijo Edward, deslizando las manos alrededor de mi cintura desde abajo. Luego me dio un beso en el cuello—. Entre el Rede y la reina, ha sido una semana muy larga.

—Yo también lo siento. Entiendo por qué no quieres que Jack se quede, Edward, pero no fui capaz de ignorarlo.

Estaba herido y hambriento.

—Lo sé —dijo Edward abrazándome con tanta fuerza que mi espalda encajó con su pecho.

—¿Habría sido diferente tu reacción si hubiéramos encontrado al niño en el Oxford moderno? —pregunté con la mirada clavada en el fuego, en lugar de mirarlo a los ojos.

Desde el incidente con Jack, no dejaba de preocuparme la cuestión de si el comportamiento de Edward se debía a la genética vampírica o a la moral isabelina.

—Probablemente no. No resulta fácil para los vampiros vivir entre seres de sangre caliente, Bella. Sin un vínculo emocional, los sangre caliente no son más que una fuente de alimentación. Ningún vampiro, por muy civilizado y

educado que sea, puede permanecer demasiado cerca de uno sin sentir la necesidad de alimentarse de ellos. —Noté su aliento frío sobre el cuello, que me hacía cosquillas sobre el sensible punto en el que Alice había usado su

sangre para curar la herida que Edward me había hecho.

—No parece que quieras alimentarte de mí.

No había ningún indicio de que Edward luchara contra tal necesidad y había rechazado lacónicamente las recomendaciones de su padre de que tomara mi sangre.

—Logro dominar mis ansias mucho mejor que cuando nos conocimos. Ahora, el deseo que siento por tu sangre no es tanto una cuestión de alimentación como de control.

Alimentarme de ti sería, ante todo, una reivindicación de preponderancia, ahora que nos hemos apareado.

—Y para eso tenemos el sexo —dije con total naturalidad. Edward era un amante generoso y creativo, pero sin duda consideraba que la alcoba era su territorio.

—¿Disculpa? —dijo, frunciendo el ceño.

—Sexo y preponderancia. Los humanos modernos creen que las relaciones de los vampiros se reducen a eso — afirmé—. Sus historias están llenas de enloquecidos machos alfa vampíricos echándose a las mujeres sobre los

hombros antes de obligarlas a cenar o a tener una cita con ellos.

—¿Cena y cita? —dijo Edward horrorizado—. ¿Quieres decir que…?

—Ajá. Deberías ver lo que leen los amigos de Sarah del aquelarre de Madison. Vampiro conoce a chica, vampiro muerde a chica, chica se sorprende al descubrir que los vampiros existen de verdad. El sexo, la sangre y el comportamiento sobreprotector vienen rodados, a partir de

ahí. En ocasiones de forma bastante explícita —señalé, y me quedé callada—. No hay tiempo para romances, eso está claro. Y tampoco me suena que haya demasiada poesía o baile.

Edward blasfemó.

—No me extraña que tu tía quisiera saber si tenía hambre.

—En serio, deberías leer esas cosas, aunque solo sea para ver lo que piensan los humanos. Es una pesadilla de las relaciones públicas. Es mucho peor de lo que las brujas tienen que soportar —le aseguré, y me volví para mirarlo a

la cara—. Aunque te sorprendería cuántas mujeres desean, al parecer, tener un novio vampiro, de todos modos.

—¿Y si sus novios vampiros se comportaran como bastardos desalmados en la calle y amenazaran a huérfanos hambrientos?

—La mayoría de los vampiros de ficción tienen el corazón de oro, salvo ocasionales ataques de rabia provocados por los celos y el consecuente

desmembramiento. —Le acaricié el pelo y se lo aparté de los ojos.

—No puedo creer que estemos teniendo esta conversación —comentó Edward.

—¿Por qué? Los vampiros leen libros sobre brujas. El hecho de que el Doctor Fausto de Kit sea pura fantasía no te impide disfrutar de una buena historia de carácter sobrenatural.

—Sí, pero tanta brusquedad antes de hacer el amor… — Edward negó con la cabeza.

—Tú has sido brusco conmigo, como tan cautivadoramente lo llamas. Creo recordar haber sido llevada en brazos en Sept-Tours en más de una ocasión — señalé.

—¡Solo cuando estabas herida! —alegó Edward, indignado—. O cansada.

—O cuando querías que estuviera en un sitio y estaba en otro. O cuando el caballo era demasiado alto o la cama demasiado elevada o el mar demasiado bravo.

Sinceramente, Edward, tienes una memoria muy selectiva cuando te conviene. En cuanto a lo de hacer el amor, no siempre es el acto tierno que tú describes. No en los libros que he visto. A veces no es más que un buen…

Antes de que pudiera acabar la frase, un vampiro alto y guapo me cargó sobre su hombro.

—Continuaremos esta conversación en privado.

—¡Socorro! ¡Creo que mi marido es un vampiro!

Me eché a reír mientras le golpeaba la parte de atrás de los muslos.

—Estate quieta —rugió— o tendrás que vértelas con la señora Hawley.

—Si fuera una mujer humana y no una bruja, ese gruñido que acabas de emitir haría que me derritiera. Sería toda tuya y podrías hacer lo que quisieras conmigo —dije, soltando una risilla.

—Tú ya eres mía —me recordó Edward, depositándome sobre la cama—. Voy a cambiar esta ridícula trama, por cierto. En beneficio de la originalidad,

por no hablar de la verosimilitud, nos vamos a saltar la cena y pasar directamente a la cita.

—¡A los lectores les encantaría un vampiro que dijera eso! —le aseguré.

A Edward parecían no importarle mis aportaciones literarias. Estaba demasiado ocupado levantándome las faldas. Íbamos a hacer el amor completamente vestidos.

Qué deliciosamente isabelino.

—Un momento. Al menos deja que me quite el verdugado.

Annie me había informado de que aquel era el nombre correcto de la cosa en forma de rosquilla que hacía que mis sayas se mantuvieran respetablemente abullonadas y fruncidas.

Pero Edward no estaba dispuesto a esperar.

—Al diablo el verdugado.

Aflojó los cordones delanteros de sus bombachos, me agarró las manos y me las sujetó sobre la cabeza. Con un empellón, entró dentro de mí.

—No tenía ni idea de que hablar de ficción popular tuviera este efecto sobre ti —dije sin aliento, mientras empezaba a moverse—. Recuérdame que hable contigo del tema más a menudo.

Acabábamos de sentarnos a cenar cuando fui requerida en casa de Goody Alsop.

El Rede había tomado una decisión.

Cuando Annie y yo llegamos con nuestros dos escoltas vampiros y Jack a la cola, la encontramos en la sala de la parte delantera con Susanna y tres brujas que no me resultaban familiares. Goody Alsop envió a los hombres a

El Ansarino de Oro y me guio hacia el grupo, que estaba al lado del fuego.

—Acércate, Bella, ven a conocer a tus profesoras.

El espectro de Goody Alsop me señaló una silla vacía y se retiró a la sombra de su señora. Las cinco brujas me analizaron. Parecían un puñado de prósperas matronas urbanas, con sus gruesos vestidos de lana de colores

oscuros e invernales. Solo sus cosquilleantes miradas revelaban que eran brujas.

—Entonces el Rede está de acuerdo con vuestro plan inicial —dije lentamente, intentando mirarlas a los ojos.

Nunca era bueno mostrar miedo ante un profesor.

—Así es —dijo Susanna con resignación—. Tenéis que

disculparme, señora Roydon. Tengo dos niños en los que pensar y un marido demasiado enfermo como para mantenernos. La buena voluntad de los vecinos puede desaparecer de la noche a la mañana.

—Permíteme que te presente a las demás —dijo Goody Alsop, volviéndose ligeramente hacia la mujer que estaba a su derecha. Tendría unos sesenta años, era baja de estatura, de cara redondeada y, si su sonrisa servía de indicativo, generosa de espíritu—. Esta es Marjorie Cooper.

—Bella —dijo Marjorie con un movimiento afirmativo de cabeza que hizo que su pequeña gorguera crujiera—.

Bienvenida a nuestra congregación.

Mientras me reunía con el Rede, había aprendido que las brujas isabelinas usaban el término «congregación» como las brujas modernas usaban la palabra «aquelarre», para señalar una comunidad reconocida de brujas. Como todo lo demás en Londres, las congregaciones de la ciudad coincidían con los límites parroquiales. Aunque resultaba extraño imaginarse que los aquelarres de brujas y las iglesias cristianas encajaran tan a la perfección, se trataba de una cuestión con una clara finalidad organizativa y proporcionaba una medida extra de seguridad, dado que garantizaba que los asuntos de las brujas se vieran restringidos a los vecinos más cercanos.

Había, por lo tanto, más de un centenar de congregaciones en Londres propiamente dicho y dos docenas más en los suburbios. Al igual que las parroquias, las congregaciones estaban organizadas en distritos mayores denominados «demarcaciones». Cada demarcación enviaba a uno de sus ancianos al Rede, que supervisaba todos los asuntos de las brujas en la ciudad.

Con la amenaza del pánico y de las cazas de brujas, al Rede le preocupaba que el antiguo sistema de gobierno se estuviera viniendo abajo. Londres ya estaba atestada de criaturas y cada día llegaban más. Había oído rumores

sobre el tamaño de la congregación de Aldgate, que incluía a más de sesenta brujas en lugar de las habituales veinte o treinta, y también de las grandes congregaciones de Cripplegate y Southwark. Para evitar que los humanos se

dieran cuenta, algunas congregaciones habían empezado a «escindirse» y a dividirse en diferentes clanes. Pero las nuevas congregaciones con líderes inexpertos se estaban revelando problemáticas en aquellos tiempos difíciles. Las brujas del Rede que tenían el don de la segunda visión vaticinaban futuros problemas.

—Marjorie tiene el don de la magia de la tierra, como Susanna. Su especialidad es recordar —explicó Goody Alsop.

—No preciso de grimorios ni de esos nuevos almanaques que todos los vendedores de libros están diseminando por ahí —afirmó Marjorie con orgullo.

—Marjorie recuerda a la perfección cada uno de los hechizos que ha realizado y puede rememorar la configuración exacta de las estrellas de cada año que ha vivido. Y de muchos otros años en los que aún no había

nacido.

—Goody Alsop temía que no fuerais capaz de escribir todo lo que aprendierais aquí para llevarlo con vos. No solo os ayudaré a encontrar las palabras apropiadas para que otras brujas puedan usar los hechizos que concibáis, sino que os enseñaré a estar en armonía con dichas palabras para

que nunca nadie pueda arrebatároslas —aseguró Marjorie, con los ojos brillantes y bajando la voz para hablar en un tono de complicidad—. Además, mi marido es vinicultor.

Os puede conseguir mucho mejor vino del que bebéis ahora. Tengo entendido que el vino es importante para los wearhs.

Emití una estruendosa carcajada y el resto de las brujas se unieron a mí.

—Gracias, señora Cooper. Le comunicaré vuestra oferta a mi esposo.

—Marjorie. Aquí somos todas hermanas.

Por primera vez no me avergonzó que dijeran que era hermana de otras brujas.

—Yo soy Elizabeth Jackson —dijo la anciana que estaba al otro lado de Goody Alsop y que tendría una edad comprendida entre la de ella y la de Marjorie.

—Sois una bruja de las aguas.

Noté la afinidad en cuanto habló.

—Así es.

Elizabeth tenía el pelo y los ojos de color gris acero y era tan alta y esbelta como Marjorie baja y rechoncha.

Mientras muchas de las brujas de agua del Rede eran sinuosas y fluidas, Isabel tenía la fresca claridad de un arroyo de montaña. Sentí que siempre me diría la verdad, aunque no quisiera oírla.

—Elizabeth es una talentosa vidente. Te enseñará el arte de la adivinación.

—Mi madre era conocida por su segunda visión —dije, vacilante—. Me gustaría seguir sus pasos.

—Pero ella no tenía fuego —dijo Elizabeth con decisión, empezando de inmediato a decir la verdad—.

Puede que no seas capaz de seguir los pasos de tu madre en todo, Bella. Fuego y agua son una potente mezcla, siempre y cuando no se extingan el uno al otro.

—Nos ocuparemos de que eso no suceda —prometió la última bruja, girando los ojos hacia mí. Hasta entonces había estado evitando mi mirada con esmero y ahora veía por qué: había chispas doradas en sus ojos castaños y mi tercer ojo se abrió de repente, alarmado. Con aquella visión adicional, pude ver el nimbo de luz que la rodeaba. Aquella debía de ser Catherine Streeter.

—Sois incluso…, incluso más poderosa que las brujas de fuego del Rede —tartamudeé.

—Catherine es una bruja especial —admitió Goody Alsop—, una bruja de fuego nacida de dos brujos de fuego.

Raras veces sucede, como si la naturaleza en sí misma supiera que dicha luz no puede ocultarse.

Cuando mi tercer ojo se cerró, deslumbrado por la visión de la bruja de fuego triplemente bendecida,

Catherine pareció perder intensidad. Su cabello castaño perdió brillo, sus ojos se apagaron y su rostro, aunque bello, se volvió anodino. Su magia volvió a la vida de nuevo, sin embargo, en cuanto habló.

—Tenéis más fuego del que esperaba —dijo pensativa.

—Es una pena que no estuviera aquí cuando vino la Armada —dijo Elizabeth.

—¿Entonces es verdad? ¿El famoso «viento inglés» que alejó a los barcos españoles de las costas de Inglaterra fue cosa vuestra? —pregunté. Aunque aquello formaba parte de la tradición popular de las brujas, siempre lo había

considerado un mito.

—Goody Alsop fue la más útil para Su Majestad —dijo Elizabeth con orgullo—. Si hubierais estado aquí, creo que habríamos sido capaces de hacer arder el agua… o de desatar un fuerte chaparrón, como mínimo.

—No adelantemos acontecimientos —dijo Goody Alsop, levantando una mano—. Bella todavía no ha llevado a cabo su hechizo iniciático de tejedora.

—¿Un hechizo iniciático? —pregunté. Como sucedía con las congregaciones y el Rede, aquel era un término desconocido para mí.

—El hechizo iniciático revela la forma de los talentos de una tejedora. Juntas formaremos un círculo bienaventurado. Ahí liberaremos temporalmente tus poderes para que actúen a su antojo, libres de palabras o deseos —respondió Goody Alsop—. Nos dirá mucho sobre tus talentos y sobre lo que debemos hacer para adiestrarlos, además de revelar

el espíritu familiar.

—Las brujas no tienen espíritus familiares.

Aquel era otro concepto humano, como lo de la adoración del diablo.

—Las tejedoras sí —dijo Goody Alsop serenamente, moviéndose hacia su espectro—. Este es el mío. Como todos los espíritus familiares, es una extensión de mis talentos.

—No estoy segura de que tener un espíritu familiar sea una buena idea, en mi caso —dije, pensando en los membrillos renegridos, en los zapatos de Mary y en el pollito—. Ya tengo bastante de qué preocuparme.

—Esa es la razón por la que se hace un hechizo iniciático: para enfrentarte a tus miedos más profundos y poder trabajar con la magia libremente. Aun así, puede ser una experiencia desgarradora. Ha habido tejedoras que han

entrado en el círculo con el pelo del color del ala del cuervo y han salido con la cabellera blanca como la nieve

—reconoció Goody Alsop.

—Pero no será tan doloroso como la noche que el wearh dejó a Bella y sus aguas crecieron dentro de ella — dijo Elizabeth con suavidad.

—Ni tan solitario como la noche que estuvo encerrada en la tierra —dijo Susanna con un escalofrío. Marjorie asintió, compasiva.

—Ni tan aterrador como la vez que la bruja de fuego intentó abrirte —me aseguró Catherine, mientras sus dedos se volvían naranjas de rabia.

—La luna estará sumida en las sombras el viernes.

Apenas faltan unas semanas para el día de la Candelaria. Y estamos entrando en un período propicio para los hechizos que hagan que los niños sientan predilección por el estudio —señaló Marjorie, con el rostro contraído de concentración mientras recuperaba la información relevante de su asombrosa memoria.

—Creía que era la semana de los encantamientos para las picaduras de serpiente —dijo Susanna, sacando un pequeño almanaque del bolsillo.

Mientras Marjorie y Susanna discutían sobre las complejidades mágicas del calendario, Goody Alsop, Elizabeth y Catherine me miraban atentamente.

—Me pregunto… Goody Alsop me miró con una expresión de abierta

especulación y se dio unos golpecitos en los labios con el dedo.

—Desde luego que no —dijo Elizabeth, bajando la voz.

—No vamos a adelantarnos a los acontecimientos, ¿recordáis? —señaló Catherine.

—La diosa nos ha bendecido de forma notable. —

Mientras decía aquello, sus ojos castaños brillaron con destellos verdes, dorados, rojos y negros, en rápida sucesión—. Aunque tal vez…

—El almanaque de Susanna está mal. Pero hemos decidido que será más auspicioso que Bella teja su hechizo iniciático el próximo jueves, bajo la luna creciente — expuso Marjorie, mientras daba una palmada con deleite.

—Uf —dijo Goody Alsop, metiéndose el dedo en el oído para protegerlo de las perturbaciones del aire—. Con cuidado, Marjorie, con cuidado.

Con las nuevas obligaciones que tenía para con la congregación de San Jacobo de Garlickhythe y el creciente interés que sentía por los experimentos de alquimia de Mary, empecé a pasar más tiempo fuera de casa. El Venado y la Corona continuaba sirviendo de cuartel para la Escuela

de la Noche y de guarida para el trabajo de Edward. Los mensajeros iban y venían con informes y correo, George solía dejarse caer para disfrutar de una comida gratuita y hablarnos de los últimos y fútiles intentos de encontrar el Ashmole 782, y Hancock y Gallowglass venían para dejar la ropa abajo, en la lavandería, y pasar el rato al lado de mi hogar, ligeros de vestimenta, hasta que se la devolvían. Kit y Edward habían firmado una precaria tregua tras lo acaecido con Hubbard y John Chandler, lo que significaba que a menudo me encontraba al dramaturgo en la sala de la

parte delantera, mirando al infinito con aire taciturno hasta que se ponía a escribir furiosamente. El hecho de que se abasteciera de mis reservas de papel era fuente adicional de irritación.

Luego estaban Annie y Jack. Integrar a dos niños en el hogar era algo que requería dedicación exclusiva. Jack, quien yo suponía que tendría siete u ocho años (él no tenía ni idea de su edad), se deleitaba fastidiando a la

adolescente. La seguía por todas partes e imitaba lo que decía. Annie rompía a llorar y salía disparada escaleras arriba para lanzarse sobre la cama. Cuando reprendía a Jack por su comportamiento, este se enfurruñaba. Desesperada por conseguir algunas horas de tranquilidad, encontré a un

maestro de escuela dispuesto a enseñarles a leer, escribir y calcular, pero entre los dos espantaron con premura al recién licenciado por la Universidad de Cambridge con sus miradas vacías y su estudiada inocencia. Ambos preferían ir de compras con Françoise y corretear por Londres con Pierre a sentarse en silencio a hacer las sumas.

—Si nuestro niño se comporta como ese, lo ahogaré — le dije a Edward, mientras buscaba un momento de respiro en su estudio.

—Nuestra niña se comportará así, puedes estar segura. Y no la ahogarás —dijo Edward, mientras dejaba la pluma.

Todavía no nos poníamos de acuerdo en el sexo del bebé.

—Lo he intentado todo. He razonado con él, he intentado convencerlo con zalamerías, le he suplicado…, demonios, hasta lo he sobornado.

Pero los bollos del señor Prior no habían hecho más que aumentar el nivel de energía de Jack.

—Todo padre comete esos errores —respondió Edward, riendo—. Estás intentando ser su amiga. Trata a Jack y a Annie como si fueran alumnos. Un punzante pellizco ocasional en la nariz demostrará tu autoridad mejor que cualquier pastel de frutas y especias.

—¿Me estás dando consejos parentales del reino animal?

Me refería a la anterior investigación que había hecho sobre los lobos.

—De hecho, así es. Si este alboroto continúa, tendrán que vérselas conmigo y yo no pellizco. Muerdo.

Edward miró hacia la puerta con el ceño fruncido mientras un ruido especialmente estrepitoso retumbaba en nuestros aposentos, seguido de un abyecto «Lo siento, señora».

—Gracias, pero no estoy lo suficientemente desesperada para recurrir al adiestramiento. Todavía —dije, al tiempo que volvía a salir de la habitación.

A los dos días de empezar a usar mi voz de profesora y comenzar a gestionar el tiempo muerto, se impuso cierto grado de orden, pero los niños requerían gran cantidad de actividad para mantener a raya su exuberancia. Abandoné los libros y los papeles y empecé a llevarlos a dar largos paseos por Cheapside y los suburbios del oeste. Íbamos a los mercados con Françoise y observábamos cómo los barcos descargaban sus mercancías en los muelles de Vintry. Allí imaginábamos de dónde venían los bienes y

especulábamos acerca de los orígenes de las tripulaciones.

En algún punto del camino, dejé de sentirme como una turista y empecé a hacerlo como si el Londres isabelino fuera mi hogar.

Estábamos comprando el sábado por la mañana en el Leadenhall Market, el primer imperio londinense de ultramarinos finos, cuando vi a un mendigo con una sola pierna. Estaba pescando un penique del bolso para él, cuando los niños desaparecieron en una sombrerería.

Podían sembrar el caos en un sitio así, un caos realmente caro.

—¡Annie! ¡Jack! —grité, mientras dejaba caer el penique en la mano del hombre—. ¡Las manos quietas!

—Estáis lejos de casa, señora Masen —dijo una voz profunda. Noté una gélida mirada sobre la piel de la espalda y, al volverme, me topé con Andrew Hubbard.

—Padre Hubbard —dije. El mendigo se alejó poco a poco. Hubbard miró alrededor.

—¿Dónde está vuestra doncella?

—Si os referís a Françoise, está en el mercado —dije con aspereza—. Annie también está conmigo. No he tenido la oportunidad de agradeceros que nos la enviarais. Es de gran ayuda.

—Tengo entendido que habéis conocido a Goody Alsop —dijo el vampiro. Estaba echando el anzuelo, así que no le proporcioné respuesta alguna—. Desde que vinieron los españoles, no se mueve de su casa a menos que haya una buena razón —añadió. Aun así, seguí en silencio. Hubbard sonrió—. No soy vuestro enemigo, señora.

—No he dicho que lo fuerais, padre Hubbard. Pero a quién veo y por qué no es asunto vuestro.

—Sí. Vuestro suegro, ¿o lo consideráis un padre?, lo dejó bastante claro en su carta. Carlisle me agradeció que os amparara, por supuesto. Con el cabeza de familia de los De Cullen, los agradecimientos siempre preceden a las

amenazas. Supone una refrescante variación del comportamiento usual de vuestro marido.

Entorné los ojos.

—¿Qué es lo que queréis, padre Hubbard?

—Sufro la presencia de los De Cullen porque no me queda más remedio. Pero no tengo ninguna obligación de continuar haciéndolo si hay algún problema —me aseguró el padre Hubbard inclinándose hacia mí, con su gélido aliento—. Y vos estáis causando problemas. Puedo olerlo.

Paladearlo. Desde que habéis llegado, las brujas están… difíciles.

—Se trata de una desafortunada coincidencia, pero no soy yo a quien habéis de culpar. Soy tan poco instruida en las artes mágicas que ni siquiera puedo romper un huevo en un cuenco.

Françoise salió del mercado. Me hundí en una reverencia para Hubbard y me fui, pasando por delante de él. Su mano salió disparada y me agarró por la muñeca. Bajé la vista hacia aquellos dedos helados.

—No solo las criaturas emiten un aroma, señora Masen. ¿Sabíais que los secretos también tienen su propio olor característico?

—No —dije, desembarazándome de su mano.

—Las brujas pueden saber cuándo alguien miente. Los wearhs podemos oler un secreto como un perro puede olfatear a un ciervo. Os echaré el secreto por tierra, señora Masen, por mucho que intentéis ocultarlo.

—¿Estáis lista, madame? —preguntó Françoise, frunciendo el ceño a medida que se acercaba. Annie y Jack estaban con ella, y, cuando la niña vio a Hubbard, palideció.

—Sí, Françoise —dije finalmente, apartando la vista de los extraños ojos estriados del vampiro—. Gracias por vuestro consejo, padre Hubbard, y por la información.

—Si el niño es demasiado para vos, yo me haré cargo de él gustosamente —murmuró Hubbard, mientras yo pasaba a su lado. Di media vuelta y me acerqué rápidamente a él.

—Mantened las manos alejadas de lo que es mío —le advertí. Nuestros ojos se encontraron y esa vez fue Hubbard el primero en apartar la vista. Regresé a mi grupo vampírico, brujeril y humano. Jack parecía ansioso y

cambiaba el peso de un pie al otro, como si estuviera considerando la opción de salir disparado—. Vamos a casa a comer un poco de pan de jengibre —dije, agarrándolo del brazo.

—¿Quién es ese hombre? —susurró.

—El padre Hubbard —respondió Annie en voz muy baja.

—¿El de las canciones? —preguntó Jack, antes de mirar hacia atrás por encima del hombro. Annie asintió.

—Sí, y cuando él…

—Basta, Annie. ¿Qué has visto en la sombrerería? —le pregunté, agarrando a Jack con más fuerza. Extendí la mano hacia el rebosante cesto de alimentos—. Deja que yo lo lleve, Françoise.

—No servirá de nada, madame —dijo Françoise, aunque me tendió la cesta—. Milord se percatará de que habéis estado con ese desalmado. Ni el olor de la col lo esconderá.

Jack volvió la cabeza con interés al oír aquella información en morse y le dirigí a Françoise una mirada de advertencia.

—No nos busquemos problemas —dije, mientras girábamos hacia casa.

De vuelta en El Venado y la Corona, me despojé del cesto, la capa, los guantes y los niños, y le llevé una copa de vino a Edward. Este se encontraba en su mesa, inclinado sobre un puñado de papeles. Mi corazón se

aligeró al contemplar aquella escena tan familiar.

—¿Todavía estás en ello? —pregunté, mientras extendía un brazo por encima de su hombro para dejar el vino delante de él. Fruncí el ceño. El papel estaba cubierto de diagramas, equis y oes, y lo que parecían fórmulas

científicas modernas. Dudaba que tuviera algo que ver con el espionaje o con la Congregación, a menos que estuviera ideando un código—. ¿Qué estás haciendo?

—Solo estaba intentando resolver una cosa —dijoEdward, retirando el papel de mi vista.

—¿Una cuestión genética?

Las equis y las oes me recordaban a la biología y a los guisantes de Gregor Mendel. Volví a coger el papel. En él no había solamente equis y oes. Reconocí las iniciales de algunos de los miembros de la familia de Edward, como

EC, CC, EC o JH. Otras pertenecían a los míos, como BB, RB, SB o CS. Edward había dibujado flechas entre individuos y líneas entrecruzadas de generación en generación.

—No exactamente —dijo este, interrumpiendo mi examen. Se trataba de una clásica no-respuesta de Edward.

—Supongo que para ello necesitarías el equipo.

Al final de la página, había un círculo que rodeaba dos letras: B y C. Bishop y Cullen. Nuestro hijo. Aquello tenía algo que ver con el bebé.

—Para llegar a alguna conclusión, sin duda alguna.

Edward cogió el vino y se lo llevó a los labios.

—¿Cuál es tu hipótesis, entonces? —pregunté—. Si tiene que ver con el bebé, quiero saber de qué se trata.

Edward se quedó inmóvil, mientras inflaba las ventanas de la nariz. Posó cuidadosamente el vino sobre la mesa y me tomó la mano. Llevó los labios a mi muñeca en un aparente gesto de afecto. Sus ojos se tornaron negros.

—Has visto a Hubbard —dijo acusadoramente.

—No porque lo buscara.

Intenté apartarme, pero fue un error.

—No lo hagas —me espetó Edward en tono áspero, apretando más los dedos. Volvió a tomar aliento temblorosamente—. Hubbard te ha tocado en la muñeca.

Solo en la muñeca. ¿Sabes por qué?

—Porque estaba intentando captar mi atención.

—No. Estaba intentando captar la mía. Tu pulso está aquí —dijo Edward, pasando el pulgar sobre la vena. Me estremecí—. La sangre está tan cerca de la superficie que puedo verla, además de olerla. Su calor magnifica cualquier olor ajeno que se sitúe sobre ella —me explicó, antes de

rodearme la muñeca con los dedos, como si fuera un brazalete—. ¿Dónde estaba Françoise?

—En Leadenhall Market. Yo iba con Jack y Annie. Había un mendigo y… —Sentí un breve y agudo acceso de dolor.

Cuando bajé la vista, tenía la muñeca abierta y la sangre manaba de un par de hendiduras superficiales y curvadas.

Marcas de dientes.

—Así de rápido Hubbard podía haber tomado tu sangre y haberlo sabido todo sobre ti.

Edward presionó firmemente la herida con el pulgar.

—Si no te he visto ni moverte —dije, aturdida.

Sus ojos negros relucieron.

—Ni habrías visto a Hubbard, si hubiera querido atacar.

Tal vez Edward no era tan sobreprotector como yo pensaba.

—No permitas que vuelva a acercarse lo suficiente como para volver a tocarte. ¿Queda claro?

Asentí, y Edward puso en marcha el lento proceso de dominar su ira. Solo cuando la tuvo bajo control, respondió a mi pregunta inicial.

—Estoy intentando determinar las posibilidades que existen de que le transmita la rabia de sangre a nuestro hijo —dijo, con una pizca de amargura en la voz—. Benjamin tiene la enfermedad. Jasper no. Odio el hecho de que pudiera maldecir a un niño inocente con ella.

—¿Sabes por qué Jasper y tu hermano Louis eran inmunes, mientras Rose, Benjamin y tú no?

Prudentemente, evité dar por hecho que aquellos eran todos sus hijos. Edward me daría más datos cuando pudiera, si es que podía.

Sus hombros perdieron la pose amenazadora.

—Rose murió mucho antes de que fuera posible llevar a cabo los análisis apropiados. No tengo datos suficientes para sacar conclusiones fiables.

—Tienes una teoría, sin embargo —dije, pensando en los diagramas.

—Siempre he considerado que la rabia de sangre es un tipo de infección y que, supuestamente, Jasper y Louis presentaban una inmunidad natural a ella. Pero cuando Goody Alsop nos aseguró que solo una tejedora podía

engendrar un hijo wearh, empecé a preguntarme si había estado enfocando esto de la manera equivocada. Tal vez no se trataba de que Jasper fuera inmune, sino de que yo fuera receptivo, al igual que una tejedora es receptiva a la semilla de un wearh, a diferencia de cualquier otra mujer

de sangre caliente.

—¿Una predisposición genética? —pregunté, intentando seguir su razonamiento.

—Tal vez. Posiblemente, algo recesivo que aparece en raras ocasiones en la población a menos que ambos padres sean portadores del gen. No dejo de pensar en tu amiga Catherine Streeter y en la manera en que la describes como «tres veces bendita», como si su totalidad genética fuera, en cierto modo, mayor que la suma de sus partes.

Edward pronto se perdió en las complejidades de aquel rompecabezas intelectual.

—Luego empecé a preguntarme si el hecho de que fueras una tejedora sería suficiente para explicar tu posibilidad de concebir. ¿Y si se trata de una combinación de rasgos genéticos recesivos, no solo tuyos, sino también

míos?

Cuando vi que se pasaba las manos por el pelo, frustrado, me lo tomé como una señal de que los últimos vestigios de la rabia de sangre habían desaparecido y exhalé un silencioso suspiro de alivio.

—Cuando volvamos a tu laboratorio, podrás probar esa teoría —dije, y luego bajé la voz—. Y, cuando Sarah y Emily se enteren de que van a ser tías, no tendrás ningún problema para que te den una muestra de sangre. Ni para que hagan de canguros. Ambas padecen sendos casos graves de «abuelitis» y llevan años tomando prestados a los niños de los vecinos para satisfacerla.

Por fin, aquello le hizo sonreír.

—¿Abuelitis? Qué palabra más vulgar —señaló Edward, acercándose a mí—. Es probable que Esme también haya desarrollado un serio caso de ese mal a lo largo de los siglos.

—Me produce escalofríos pensar en ello —dije, fingiendo que me estremecía.

Fue en aquel preciso instante, mientras hablábamos de la reacción de terceras personas a nuestras noticias en lugar de analizar nuestra propia respuesta a ellas, cuando me sentí realmente embarazada. Mi cuerpo apenas había dado signos de ser consciente de la nueva vida que estaba forjando y, con el ajetreo del día a día en El Venado y la Corona, era fácil olvidar que pronto seríamos padres. Podía pasar días sin pensar en ello y solo recordaba mi situación cuando Edward se acercaba a mí, en medio de la noche, para posar las manos sobre mi vientre en silenciosa comunión, mientras escuchaba las señales de una nueva vida.

— Y a mí me da escalofríos imaginarte en peligro — replicó Edward, mientras me estrechaba entre sus brazos —. Ten cuidado, ma lionne —susurró sobre mis cabellos.

—Lo haré. Lo prometo.

—No reconocerías el peligro aunque se acercara a ti con una invitación formal —manifestó, antes de alejarse para poder mirarme a los ojos—. Solo recuerda que los vampiros no somos como los sangre caliente. No

infravalores lo letales que podemos llegar a ser.

La advertencia de Edward siguió resonando en mi cabeza mucho después de que la hubiera pronunciado. Me descubrí observando al resto de los vampiros de la casa en busca de pequeños indicios que revelaran que pensaban moverse, que estaban hambrientos o cansados, inquietos o aburridos. Las señales eran sutiles y fáciles de obviar. Cuando Annie pasó

por delante de Gallowglass, este bajó los párpados para ocultar una mirada de avidez que desapareció a tal velocidad que bien podría habérmela imaginado, al igual que podría haberme imaginado la forma en que las ventanas de la nariz de Hancock se abrieron cuando un grupo de seres de sangre caliente pasaron andando por la calle, allá abajo.

Lo que no me estaba imaginando era el gasto extra en lavandería que suponía limpiar la sangre de su ropa blanca. Gallowglass y Hancock iban de caza y se alimentaban en la ciudad, aunque Edward no se unía a ellos. Se limitaba a

ingerir lo que Françoise podía conseguirle en las carnicerías.

Cuando Annie y yo fuimos a casa de Mary el lunes por la mañana, como era nuestra costumbre, estuve más atenta a lo que me rodeaba de lo que lo había estado desde nuestra llegada. Esta vez no se trataba de absorber los detalles de la vida isabelina, sino de asegurarme de que no nos vigilaban

ni nos seguían. Evité que Annie se alejara de mi lado, por su seguridad, y Pierre agarró a Jack firmemente de la mano.

Habíamos aprendido por las malas que era la única esperanza que nos quedaba de mantener al niño alejado del «urraqueo», como Hancock lo llamaba. A pesar de nuestros esfuerzos, Jack continuaba arreglándoselas para cometer numerosos hurtos. Edward instituyó un nuevo ritual en

casa para intentar combatirlos. Jack tenía que vaciarse los bolsillos todas las noches y confesar cómo había conseguido tan extraordinaria variedad de objetos brillantes. Hasta el momento, aquello no había puesto freno

a sus actividades.

Debido a sus manos largas, todavía no podíamos fiarnos de Jack en la casa de la condesa de Pembroke, a la que no le faltaba detalle. Annie y yo nos alejamos de Pierre y Jack, y la expresión de la chica se iluminó considerablemente ante la perspectiva de un prolongado chismorreo con la

doncella de Mary, Joan, y unas cuantas horas de liberación de las atenciones no deseadas de Jack.

—¡Bella! —gritó Mary cuando crucé el umbral del laboratorio. Daba igual el número de veces que entrara, este nunca dejaba de deslumbrarme con sus elocuentes murales que ilustraban la creación de la piedra filosofal—.

Ven, tengo algo que enseñarte.

—¿Se trata de la sorpresa?

Mary había estado insinuando que pronto me deleitaría con una exhibición de su habilidad alquímica.

—Sí —respondió Mary, al tiempo que cogía el cuaderno de notas de la mesa—. Mira esto, estamos a 18 de enero y empecé a trabajar en ello el 9 de diciembre. Me ha llevado exactamente cuarenta días, tal y como los sabios prometían.

El cuarenta era un número significativo en la práctica de la alquimia y Mary podía haber estado llevando a cabo un número ilimitado de experimentos. Miré a través de las puertas del laboratorio intentando imaginar qué había

estado haciendo. Durante las dos últimas semanas, había aprendido a interpretar la letra de Mary y los símbolos que usaba para los diferentes metales y sustancias. Si no me equivocaba, había empezado aquel proceso con una onza de plata disuelta en aqua fortis (el «agua fuerte» de los

alquimistas, conocida en mi época como ácido nítrico), a lo que le había añadido agua destilada.

—¿Esa marca simboliza el mercurio? —pregunté, señalando un glifo que no me resultaba familiar.

—Sí, pero solo el mercurio que obtengo de la mejor fuente de Alemania.

Mary no reparaba en gastos en lo que al laboratorio, productos químicos o equipo se refería. Me llevó hacia otro ejemplo de su compromiso con la calidad a cualquier precio: una enorme redoma de vidrio. Estaba libre de

imperfecciones y era clara como el cristal, lo que significaba que procedía de Venecia. El vidrio inglés hecho en Sussex estaba lleno de defectos, como diminutas burbujas y tenues sombras. La condesa de Pembroke

prefería el material veneciano…, y podía permitírselo.

Cuando vi qué había en el interior, un dedo premonitorio me rozó los hombros.

Un árbol de plata había nacido de una pequeña semilla que se encontraba en el fondo de la redoma. Del tronco habían brotado ramas que se extendían y llenaban la parte superior del recipiente con brillantes filamentos. Había

unas diminutas cuentas al final de las ramas que parecían fruta, como si el árbol ya estuviera a punto para la cosecha.

— E l arbor Dianae —dijo Mary con orgullo—. Es como si Dios me hubiera inspirado para hacerlo con el fin de que estuviera aquí para darte la bienvenida. Ya había intentado cultivar el árbol con anterioridad, pero nunca había arraigado. Nadie podría ver algo así y dudar de la veracidad y el poder del arte de la alquimia.

La del árbol de Diana era una imagen digna de ser contemplada. Este refulgía y crecía ante mis ojos, dando vida a nuevos brotes que rellenaban el espacio que quedaba en el recipiente. Saber que no era más que una amalgama dendrítrica de plata cristalizada poco hacía por disminuir lo maravillada que me sentía al ver un grumo de metal viviendo lo que parecía un proceso vegetativo.

En la pared opuesta, había un armadillo sobre un recipiente similar al que Mary había usado para alojar el arbor Dianae. El animal tenía la cola en la boca y su sangre se derramaba gota a gota sobre el plateado líquido de abajo. Busqué la siguiente imagen de la serie: el pájaro de Hermes que volaba hacia el enlace químico. El pájaro me recordó la ilustración del enlace del Ashmole 782.

—Creo que podría ser posible idear un método más rápido para obtener el mismo resultado —dijo Mary, volviendo a captar mi atención. Se sacó una pluma del pelo enredado, que le dejó un manchón negro sobre la oreja—.

¿Qué imaginas que sucedería si limáramos la plata antes de disolverla en el aqua fortis?

Pasamos una tarde agradable hablando sobre nuevas maneras de hacer el arbor Dianae, pero transcurrió demasiado rápido.

—¿Te veré el jueves? —preguntó Mary.

—Me temo que tengo otra obligación —respondí. Me esperaban en casa de Goody Alsop antes de la puesta de sol. El rostro de Mary se ensombreció.

—¿El viernes, entonces?

—El viernes —convine.

—Bella —dijo Mary, vacilante—, ¿te encuentras bien?

—Sí —respondí, sorprendida—. ¿Parezco enferma?

—Estás pálida y pareces cansada —reconoció—. Como la mayoría de las madres, soy propensa a… Oh. —Mary se quedó callada de repente y su rostro adquirió un color rosa brillante. Bajó la vista hacia mi vientre y luego la levantó hacia mi cara—. Estás encinta.

—Tendré muchas preguntas que hacerte en los meses venideros —dije, y le tomé la mano para darle un apretón.

—¿De cuánto estás? —preguntó.

—No de mucho —respondí con deliberada vaguedad.

—Pero el niño no puede ser de Edward. Un wearh es incapaz de engendrar un hijo —dijo Mary, llevándose la mano a la mejilla, maravillada—. ¿Edward reconocerá al bebé, aunque no sea suyo?

Aunque Edward me había advertido de que todo el mundo creería que el niño era de otro hombre, no habíamos hablado de cómo responder. Tendría que echar balones fuera.

—Él lo considera de su propia sangre —dije con firmeza. Al parecer, mi respuesta no hizo más que aumentar su preocupación.

—Tienes suerte de que Edward sea tan abnegado en lo que se refiere a proteger a quienes lo necesitan. Y tú…

¿podrás amar al niño, aunque hayas sido tomada en contra de tu voluntad?

Mary pensaba que había sido violada… y tal vez que Edward solo se había casado conmigo para protegerme del estigma de estar embarazada y soltera.

—El niño es inocente. No puedo rechazar su amor — dije, cuidándome de no desmentir ni confirmar las sospechas de Mary. Por suerte, esta se quedó satisfecha con la respuesta y, como era típico de ella, no investigó más—. Como podrás imaginar —añadí—, deseamos mantener el silencio sobre la noticia el mayor tiempo posible.

—Desde luego —convino Mary—. Haré que Joan te haga unas natillas suaves para fortalecerte la sangre, aunque son muy reconfortantes para el estómago si se toman por la noche, antes de dormir. A mí me ayudaron mucho en el último embarazo y parecía que me disminuían las náuseas

matutinas.

—Hasta ahora he sido afortunada, ya que no me he visto aquejada de tal dolencia —dije, mientras cogía los guantes —. Edward asegura que cualquier día me sobrevendrán.

—Hum —meditó Mary. Una sombra le nubló el rostro.

Fruncí el ceño, preguntándome qué sería lo que le preocupaba ahora. Ella me vio la cara y sonrió abiertamente —. Deberías evitar fatigarte. Cuando vengas el viernes, no debes permanecer de pie demasiado tiempo, sino estar

cómodamente sentada en un taburete mientras trabajamos —dijo Mary, mientras me colocaba bien la capa—. Aléjate de las corrientes de aire. Y haz que Françoise te haga una cataplasma para los pies si estos empiezan a hincharse. Te enviaré la receta con las natillas. ¿Puedo ofrecerte a mi

barquero para que te lleve a Water Lane?

—¡Solo es un paseo de cinco minutos! —protesté, riendo. Finalmente, Mary me dejó ir andando, pero solo después de haberle asegurado que evitaría no solo las corrientes de aire, sino también el agua fría y los ruidos fuertes.

Aquella noche soñé que dormía bajo las ramas de un árbol que me nacía del útero. Las ramas me protegían de la luz de la luna mientras, allá arriba, un dragón volaba toda la noche. Al llegar a la luna, el dragón enroscó la cola

alrededor de ella y el orbe plateado se volvió rojo.

Me desperté en una cama vacía, con las sábanas llenas de sangre.

—¡Françoise! —grité, al sentir un calambre repentino y agudo.

El que vino corriendo, sin embargo, fue Edward. La devastadora expresión de su cara cuando llegó a mi lado confirmó mis temores.

Capítulo 64: CAPÍTULO 64 Capítulo 66: CAPÍTULO 66

 


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