EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 2: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 2

 

Las campanas de Oxford sonaron siete veces. La noche no seguía al crepúsculo con la misma lentitud que lo habría hecho hacía unos meses, pero la transformación todavía persistía. El personal de la biblioteca había encendido las lámparas hacía apenas treinta minutos, que lanzaban pequeñas lagunas doradas en medio de la luz grisácea.

 

Era el 21 de septiembre. En todo el mundo, las brujas estaban compartiendo una comida en la víspera del equinoccio de otoño para celebrar Mabon y dar la bienvenida a la inminente oscuridad del invierno. Pero las brujas de Oxford iban a tener que arreglárselas sin mí. Yo tenía programado dar el discurso de apertura en un importante congreso el mes siguiente. Mis ideas todavía eran difusas y me estaba poniendo nerviosa.

 

Mi estómago protestó sólo de pensar en lo que mis pares, las brujas, podrían estar comiendo en alguna parte de Oxford.

 

Había estado en la biblioteca desde las nueve y media de la mañana, y sólo había hecho una breve pausa para comer.

 

Sean se había tomado el día libre, y la persona que lo reemplazaba en el mostrador de préstamos era nueva. Me planteó alguna dificultad cuando le pedí un artículo bastante deteriorado y trató de convencerme de que usara el microfilm. El supervisor de la sala de lectura, el señor Johnson, oyó por casualidad la conversación y salió de su oficina para intervenir.

 

Mis disculpas, doctora Bishop se apresuró a decir, ajustándose unas pesadas gafas de montura oscura sobre la nariz—. Si usted tiene que consultar este manuscrito para su investigación, se lo facilitaremos encantados. —Desapareció para ir a buscar el artículo de préstamo restringido y lo entregó con nuevas disculpas por la contrariedad y por la inexperiencia del personal. Contenta de que mis credenciales como erudita hubieran tenido éxito, pasé la tarde leyendo alegremente.

 

Quité los dos pesos enrollados de las esquinas superiores del manuscrito y lo cerré con cuidado, contenta por la cantidad de trabajo realizado. Después de tropezar con el manuscrito hechizado el viernes anterior, había dedicado el fin de semana a tareas rutinarias en vez de a la alquimia para así recuperar un cierto sentido de normalidad. Llené formularios de reembolsos financieros, pagué facturas, escribí cartas de recomendación e incluso terminé la reseña de un libro. Estas tareas estuvieron entremezcladas con rituales domésticos como lavar la ropa sucia, beber copiosas cantidades de té y probar recetas de los programas de cocina de la BBC.

 

Tras empezar temprano esa mañana, había pasado el día tratando de concentrarme en las tareas que realizaba, en lugar de detenerme demasiado en mis recuerdos de las extrañas ilustraciones y el misterioso palimpsesto del Ashmole 782. Miré la breve lista de cosas que tenía que hacer a lo largo del día y las fui anotando. De las cuatro preguntas de mi lista de asuntos para seguir investigando, la tercera era la más fácil de resolver. La respuesta estaba en una antigua revista, Notas e Investigaciones, que estaba archivada en los estantes de una de las vitrinas que ascendían hacia los altos techos de la sala.

 

Empujé mi sillón y decidí marcar como ya realizado uno de los temas de mi lista antes de alejarme.

 

Se accedía a los estantes superiores de la sección de la sala de lectura Duke Humphrey conocida como el ala Selden por medio de unas gastadas escaleras que llevaban a una galería que quedaba sobre las mesas de lectura. Subí los tortuosos peldaños hacia los estantes de madera donde se alineaban cuidadosamente los antiguos libros cubiertos por la dura tela buckram. Nadie, salvo un viejo profesor de literatura del Magdalen College y yo, parecía usarlos. Localicé el volumen y murmuré una imprecación entre dientes. Estaba en el estante más alto, justo fuera de mi alcance.

 

Una grave risa ahogada me sobresaltó. Giré la cabeza para ver quién se había sentado en la mesa en el extremo más lejano de la galería, pero allí no había nadie. Estaba oyendo cosas otra vez. Oxford era todavía una ciudad fantasma, y cualquiera que perteneciera a la universidad ya se había ido hacía una hora para beber una copa de jerez gratis antes de la cena en la sala común de estudiantes del último año de su propio college. Debido a la festividad de Wiccan, incluso Jessica se había marchado al caer la tarde, después de hacerme una última invitación y echar un vistazo a mi material de lectura con los ojos entrecerrados.

 

Busqué la escalera taburete de la galería, pero no la encontré. En la Bodleiana escaseaban de manera notoria tales elementos, y tardaría quince minutos en encontrar uno en la biblioteca y llevarlo arriba para coger el volumen. Vacilé. Aunque había tenido en mis manos un libro hechizado, me había resistido a la considerable tentación de hacer más magia un viernes.

 

Además, nadie lo vería.

 

A pesar de mis razonamientos, mi piel sintió un hormigueo de angustia. No violaba mis propias reglas muy a menudo, y llevaba una cuenta mental de las situaciones que me habían incitado a recurrir a mi magia en busca de ayuda. Aquélla era la quinta vez ese año, incluyendo el hechizo de la lavadora estropeada y el haber tocado el Ashmole 782. No estaba tan mal para finales septiembre, pero tampoco era mi mejor marca personal.

 

Respiré hondo, levanté la mano e imaginé el libro en ella.

 

El volumen 19 de Notas e Investigaciones se deslizó cinco centímetros hacia atrás, se inclinó en ángulo como si una mano invisible lo estuviera arrastrando y cayó para golpear con fuerza en la palma abierta de mi mano. Una vez allí, se abrió en la página que yo necesitaba.

 

Había tardado tres segundos. Dejé escapar otro suspiro para liberarme un poco del sentimiento de culpa. Repentinamente, sentí una mirada helada entre mis omóplatos.

Me habían visto, y no era un observador humano normal. Cuando una bruja examina a otra, el roce de sus ojos se siente como un hormigueo. Sin embargo, las brujas no son las únicas criaturas que comparten el mundo con los humanos.

 

También hay daimones, criaturas creativas, artísticas, que caminan por una cuerda floja entre la demencia y el genio. Mi tía describía a estos seres extraños y desconcertantes como «estrellas de rock y asesinos en serie». Además, hay vampiros, antiguos y hermosos, que se alimentan de sangre y, si no lo matan a uno antes, resultan totalmente encantadores.

 

Cuando un daimón me mira, siento la presión leve y perturbadora de un beso. Pero cuando un vampiro mira fijamente, se siente un frío concentrado y peligroso.

 

Recorrí mentalmente a todos los lectores en la sala Duke Humphrey. Había habido un vampiro, un monje angelical que examinaba detenidamente misales medievales y devocionarios como un amante. Pero no se encuentran con frecuencia vampiros en las salas de libros raros. Ocasionalmente, alguno sucumbía a la vanidad y a la nostalgia y entraba para recordar el pasado, pero eso no era habitual.

 

Era mucho más normal encontrar brujas y daimones en las bibliotecas. Jessica Chamberlain había estado allí aquel día, estudiando sus papiros con una lupa. Y definitivamente había dos daimones en la sala de consulta de música. Habían levantado la vista, aturdidos, cuando pasé caminando rumbo a Blackwell's a tomar el té. Uno me dijo que le trajera un café con un poco de leche al volver, lo cual era una señal de lo abstraído que estaba en fuese cual fuese la locura que se había apoderado de él en ese momento.

 

No, era un vampiro quien me miraba en ese instante.

 

Me había encontrado con algunos vampiros, ya que yo trabajaba en un terreno en que me ponía en contacto con científicos, y había gran número de vampiros en los laboratorios de todo el mundo. La ciencia recompensa el intenso estudio y la paciencia. Y gracias a sus solitarias costumbres de trabajo, un científico podía tener un círculo reducido de conocidos, prácticamente limitado a sus compañeros de trabajo más cercanos. Eso hacía que una vida que abarcaba siglos en vez de décadas fuera mucho más fácil de llevar.

 

En estos tiempos, los vampiros se orientaban hacia los aceleradores de partículas, los proyectos para descifrar el genoma y la biología molecular. En otras épocas habían acudido en tropel a la alquimia, la anatomía y la electricidad. Si alguna actividad incluía explosiones, involucraba sangre o prometía revelar los secretos del universo, con seguridad habría un vampiro por allí.

 

Agarré mi ejemplar de Notas e Investigaciones conseguido de forma poco ortodoxa y me volví para encararme con el testigo.

 

Estaba entre las sombras, al otro lado de la sala, delante de los libros de consulta de paleografía, apoyado contra uno de los elegantes pilares de madera que sostenían la galería. Un ejemplar abierto de la Guía para escrituras usadas en inglés hasta

1500, de Janet Roberts, se balanceaba en sus manos.

 

Nunca había visto a aquel vampiro antes, pero estaba bastante segura de que no necesitaba ayuda sobre la manera de descifrar viejas caligrafías.

 

Cualquiera que haya leído algún best seller en edición de bolsillo o incluso haya visto televisión sabe que los vampiros son algo que te deja sin aliento, pero nada te prepara para ver un vampiro real. Sus estructuras óseas están tan delineadas que parecen cinceladas por un escultor experto. Además, se mueven, o hablan, y la mente no puede ni siquiera empezar a absorber lo que está viendo. Cada movimiento está lleno de gracia; cada palabra es musical. Además sus ojos son irresistibles, y es así precisamente como atrapan a sus presas. Una larga mirada, algunas palabras suaves, un roce. Cuando uno queda enganchado en la trampa de un vampiro, no hay posibilidad de huida.

 

Al mirar atentamente a aquel vampiro me di cuenta, con una gran sensación de angustia, de que mis conocimientos sobre el tema eran, ¡ay!, en gran parte teóricos. Poco me servían en ese momento en que me enfrentaba a uno en la Biblioteca Bodleiana.

 

El único vampiro con el que yo había tenido un encuentro, más bien fugaz, trabajaba en el acelerador de partículas nuclear en Suiza. Jeremy era muy delicado y hermoso, pelo rubio brillante, ojos azules y una risa contagiosa. Se había acostado con la mayoría de las mujeres en el cantón de Ginebra y en ese momento se estaba abriendo paso por la ciudad de Lausana. Qué era lo que hacía después de seducirlas era algo que yo nunca traté de investigar a fondo, y rechacé sus insistentes invitaciones a salir a tomar una copa. Siempre pensé que Jeremy era representativo de su raza. Pero en comparación con el que en ese momento tenía delante, parecía huesudo, desgarbado y extremadamente joven.

 

Este era alto. Medía casi metro noventa, incluso teniendo en cuenta los problemas de perspectiva relacionados con el hecho de estar mirándolo desde lo alto de la galería. Y decididamente no era muy delicado en sus formas. Los anchos hombros se estrechaban en caderas esbeltas, que se convertían en piernas delgadas y musculosas. Sus manos eran sorprendentemente largas y ágiles, una señal de delicadeza fisiológica que motivó que mi mirada se fijase en ellas para intentar descubrir cómo podían pertenecer a un hombre de semejante estatura.

 

Mientras mis ojos lo recorrían de arriba abajo, los suyos estaban fijos en mí. Desde el otro lado de la sala parecían negros como la noche, mirando por debajo de unas cejas gruesas e igualmente oscuras. Una de ellas se enarcaba formando una curva que sugería la forma de un signo de interrogación. Su cara resultaba sorprendente, con diferentes planos y superficies; sus pómulos se elevaban en ángulo hacia las cejas que protegían y daban sombra a sus ojos. Por encima de la barbilla se encontraba uno de los pocos rasgos en donde parecía reflejarse la ternura: una bonita boca que, al igual que sus largas manos, no parecía armonizar con el resto.

 

Pero lo más perturbador en él no era su perfección física, sino la combinación salvaje de fuerza, agilidad e inteligencia aguda que era palpable incluso desde el otro lado de la sala. Con sus pantalones negros y el suave jersey gris, su cabello oscuro broncíneo peinado hacia atrás, arrancando de la frente y muy corto en la nuca, parecía una pantera dispuesta a atacar en cualquier momento, pero que no tenía ninguna prisa por comenzar.

 

Sonrió. Fue una sonrisa pequeña y educada sin mostrar los dientes. De todas maneras, yo sabía muy bien que estaban allí, situados en hileras perfectamente rectas y afiladas detrás de sus pálidos labios.

 

El simple hecho de pensar en «dientes» envió una instintiva corriente de adrenalina por todo mi cuerpo, haciendo que mis dedos sintieran un hormigueo. De pronto, lo único en lo que podía pensar era en salir de inmediato de aquella sala. «Sal ya», me dije.

 

La escalera parecía más alejada de los cuatro pasos que se necesitaban para llegar a ella. Bajé corriendo hasta el piso de abajo, tropecé en el último escalón, y me lancé directamente a los brazos del vampiro, que me estaba esperando.

 

Por supuesto, había llegado antes que yo al pie de las escaleras.

 

Sus dedos estaban fríos y sus brazos parecía más de acero que de carne y hueso. El aire estaba impregnado con aromas de clavo, canela y algo que me recordaba al incienso. Me ayudó a ponerme de pie, levantó Notas e Investigaciones del suelo y me lo entregó con una pequeña reverencia.

 

—La doctora Bishop, supongo.

 

Asentí con un gesto mientras temblaba de pies a cabeza.

 

Metió los dedos largos y pálidos de su mano derecha en un bolsillo y sacó una tarjeta de visita blanca y azul que me ofreció.

 

—Edward Masen Cullen.

 

Cogí el borde de la tarjeta, con cuidado de no tocar sus dedos al hacerlo. El conocido logotipo de la Universidad de Oxford, con las tres coronas y el libro abierto, estaba impreso junto al nombre de Cullen, seguido por una serie de iniciales que indicaban que ya era miembro de la Royal Society.

 

No estaba mal para alguien que parecía tener entre treinta y treinta  y cinco años, aunque imaginé que su verdadera edad seguramente fuese al menos diez veces superior.

 

En cuanto a su especialidad de investigación, no fue ninguna sorpresa ver que el vampiro era profesor de Bioquímica y asociado a Neurociencia de Oxford en el hospital John Radcliffe. Sangre y anatomía, dos de los elementos favoritos de los vampiros. La tarjeta tenía tres números de teléfono diferentes del laboratorio, además de un número del despacho y una dirección de correo electrónico. Puede que yo no lo hubiese visto hasta ese momento, pero desde luego resultaba imposible no encontrarlo

.

—Profesor Cullen —musité sin que apenas las palabras llegaran a mi garganta, y contuve el impulso de salir corriendo dando gritos hacia la salida.

 

—No nos conocemos —continuó, con un extraño acento en la voz. Se trataba del típico acento universitario de Oxford— Cambridge pero con un toque que me resultaba difícil identificar. Descubrí que sus ojos, que en ningún momento se apartaron de mi cara, en realidad no eran oscuros, sino que estaban dominados por pupilas dilatadas con un iris formado por una franja gris verdosa. Su atractivo era intenso, y me resultaba imposible apartar la mirada.

 

El vampiro movió de nuevo la boca.

 

—Soy un gran admirador de su trabajo.

 

Abrí los ojos desmesuradamente. No era imposible que un profesor de Bioquímica estuviera interesado en la alquimia del siglo XVII, pero parecía muy poco probable.

 

 Puse los dedos en el cuello de mi blusa blanca y recorrí con la mirada la sala.

Éramos las dos únicas personas allí. No había nadie en el viejo mueble de roble donde se archivaban las fichas ni en la cercana mesa de ordenadores. Fuese quien fuese el que estuviese en el mostrador de devoluciones, se encontraba demasiado lejos como para acudir en mi ayuda.

 

—Su artículo sobre el simbolismo del color en la transformación alquímica me resultó fascinante, y su trabajo sobre el enfoque de Robert Boyle para los problemas de la expansión y la contracción resulta muy persuasivo —continuó Cullen con suavidad, como si estuviera acostumbrado a ser el único participante activo de una conversación—. No he terminado todavía su libro más reciente sobre el aprendizaje y la educación alquímicos, pero estoy disfrutando muchísimo de él.

 

—Gracias —susurré.

 

Su mirada pasó de mis ojos a mi garganta.

 

Dejé de toquetear los botones alrededor de mi cuello.

 

Sus ojos antinaturales volvieron a mirar los míos.

 

—Usted tiene una manera maravillosa de evocar el pasado para sus lectores. —Tomé eso como un cumplido, ya que un vampiro sabría si era erróneo. Cullen hizo una breve pausa—. ¿Podría invitarla a cenar?

 

Abrí la boca, asombrada. ¿A cenar? Tal vez no me fuera posible escapar de él en la biblioteca, pero no había razón para quedarme con él durante toda una comida..., sobre todo una que no iba a compartir, si teníamos en cuenta sus hábitos alimenticios.

 

—Tengo planes —dije repentinamente, incapaz de formular una explicación razonable acerca de esos planes. Edward Cullen debía de saber que yo era una bruja, y que obviamente no estaba celebrando Mabon.

 

—Es una pena —murmuró, con una ligera sonrisa en sus labios—. En otra ocasión, quizás. Usted permanecerá en Oxford durante un año, ¿verdad?

 

Estar cerca de un vampiro era siempre algo perturbador, y el aroma a clavo de Cullen me recordaba al extraño olor del Ashmole 782. Incapaz de pensar con claridad, me limité a asentir con la cabeza. Era más seguro.

 

—Eso pensaba —dijo Cullen—. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos.

 

 Oxford es una ciudad muy pequeña.

 

—Muy pequeña —repetí, deseando estar desarrollando mi trabajo en Londres en aquel momento.

 

—Hasta entonces, doctora Bishop. Ha sido un placer. —Cullen tendió su mano.

 

Con la excepción de su breve exploración de mi cuello, en ningún momento había apartado sus ojos de los míos. Y me pareció que ni siquiera había parpadeado. Hice un gran esfuerzo por no ser la primera en apartar la mirada.

 

Llevé la mano hacia delante. Vacilé un momento antes de coger la suya. Hubo una fugaz presión antes de que él la retirara.

Retrocedió, sonrió, y luego desapareció en la oscuridad de la parte más antigua de la biblioteca.

 

Permanecí inmóvil hasta que mis manos heladas pudieron moverse sin dificultad otra vez, entonces regresé a mi mesa y apagué mi ordenador. Mientras recogía mis papeles, Notas e Investigaciones me preguntó de manera acusadora por qué me había molestado en ir a buscarla si ni siquiera iba a echarle una ojeada. Mi lista de tareas estaba también llena de reproches.

 

Arranqué la hoja, la arrugué y la arrojé a la papelera de mimbre bajo la mesa.

 

—«No te inquietes por lo que ocurrirá mañana» —farfullé por lo bajo.

 

El supervisor vespertino de la sala de lectura miró su reloj cuando devolví los manuscritos.

 

—Hoy termina temprano, doctora Bishop.

 

Asentí con un gesto, con los labios cerrados con fuerza para evitar preguntarle si sabía que había un vampiro en la sección de consulta de paleografía.

 

Recogió la pila de cajas de cartón gris que contenían los manuscritos.

 

— ¿Los va a necesitar mañana?

—Sí —murmuré —. Mañana.

Una vez cumplida mi última obligación de estudiosa antes de retirarme de la biblioteca, quedé en libertad. Mis zapatos taconearon contra el suelo de linóleo y resonaron entre las paredes de piedra mientras apresuraba el paso a través de las puertas de celosía de la sala de lectura pasando junto a los libros protegidos de dedos curiosos por cintas de terciopelo, bajando las desgastadas escaleras de madera hacia el patio interior cerrado de la planta baja. Me apoyé sobre la barandilla de hierro que rodeaba la estatua de bronce de William Herbert y aspiré el aire frío hacia mis pulmones, en un esfuerzo por hacer que los vestigios de clavo y canela abandonaran mis fosas nasales.

 

Siempre había cosas aterradoras en la noche de Oxford, me dije a mí misma con severidad. Pues bien, había un vampiro más en la ciudad.

 

Además de lo que me dije a mí misma en aquel patio interior, el camino de regreso a casa lo hice más rápido que de costumbre. La oscuridad de New College Lane era una perspectiva espeluznante en el mejor de los casos. Pasé mi tarjeta por el lector en el portón trasero del New College y sentí que parte de la tensión abandonaba mi cuerpo cuando la puerta sonó al cerrarse detrás de mí, como si cada puerta y cada pared que me separaban de la biblioteca de alguna manera me mantuvieran a salvo. Di un rodeo por debajo de los ventanales de la capilla y atravesé el estrecho pasaje hacia el patio desde el que se podía ver el único jardín medieval existente en Oxford, incluido el tradicional montículo que en otro tiempo había brindado una verde posibilidad para que los estudiantes consideraran y contemplaran los misterios de Dios y de la naturaleza. Esa noche, los chapiteles y los pasajes abovedados de la universidad tenían un aspecto particularmente gótico, y yo estaba ansiosa por entrar.

 

Cuando la puerta de mi apartamento se cerró detrás de mí, dejé escapar un suspiro de alivio. Vivía yo en lo más alto de una de las escaleras para el cuerpo docente del college, en alojamientos reservados a antiguos miembros visitantes. Mis habitaciones, que incluían un dormitorio, una sala de estar con una mesa redonda para cenar y una agradable y pequeña cocina, estaban decoradas con grabados antiguos y revestimiento de madera. Todo el mobiliario parecía haber salido de las antiguas estancias de los salones comunes de los estudiantes de último año y de la casa del director, y en él predominaban ajados diseños decimonónicos.

 

Ya en la cocina, puse dos rebanadas de pan en la tostadora y me serví un vaso de agua fría. Mientras bebía el agua de un trago, abrí la ventana para dejar entrar el aire fresco y ventilar las habitaciones cerradas.

 

Llevé mi refrigerio a la sala, me quité los zapatos y encendí el pequeño equipo de música. Las claras notas de Mozart inundaron el ambiente. Cuando me senté en uno de los sillones tapizados en color granate, tenía la intención de descansar unos momentos, luego darme un baño y repasar mis notas del día.

 

A las tres y media de la mañana, me desperté con el corazón sobresaltado, el cuello entumecido y el fuerte sabor del clavo en la boca.

 

Me serví un vaso de agua fresca y cerré la ventana de la cocina. Hacía frío y me estremecí al contacto con el aire húmedo.

 

Tras echar una ojeada a mi reloj y hacer algunos cálculos rápidos, decidí llamar a casa. Allí apenas serían las diez y media, y a Sarah y Emily les gustaba la noche como si fueran murciélagos. Fui de una habitación a otra, apagué todas las luces excepto las de mi dormitorio y cogí el móvil. Me quité la ropa sucia en cuestión de minutos.  -¿Cómo puede uno ensuciarse tanto en una biblioteca?— y me puse un par de pantalones de yoga viejos y un jersey negro con el cuello alto. Eran más cómodos que cualquier pijama.

 

La cama me pareció acogedora y firme debajo de mí. Me resultó tan reconfortante que casi me convencí de que no era necesaria una llamada telefónica a casa. Pero el agua no había logrado borrar los vestigios del clavo de mi lengua, y marqué el número.

 

—Estábamos esperando tu llamada —fueron las primera palabras que escuché.

 

Brujas.

 

Suspiré.

 

—Sarah, estoy bien.

 

—Todo indica lo contrario. —Como de costumbre, la hermana menor de mi madre no se iba a privar de decir lo que le daba la gana—. Tabitha ha estado nerviosa toda la noche. Emily tuvo una clara imagen de ti perdida en el bosque en la noche, y yo no he podido comer nada desde el desayuno.

 

El verdadero problema era esa maldita gata. Tabitha era la preferida de Sarah y captaba cualquier tensión dentro de la familia con asombrosa precisión.

 

—Estoy bien. Tuve un encuentro inesperado en la biblioteca esta tarde, eso es todo.

 

Un clic me confirmó que Emily había cogido el teléfono supletorio.

 

— ¿Por qué no estás celebrando Mabon? —preguntó.

 

Emily Mather había formado parte de mi vida desde que yo tenía memoria. Ella y Reneé Bishop se habían conocido cuando eran estudiantes de secundaria trabajando en verano en la Plimoth Plantation, donde hacían excavaciones y empujaban carretillas para los arqueólogos. Se convirtieron en estupendas amigas y luego en fieles amigas por correspondencia cuando Emily fue a Vassar y mi madre a Harvard. Más tarde, las dos volvieron a ponerse en contacto cuando Emily se convirtió en bibliotecaria infantil en Cambridge. Después de la muerte de mis padres, los largos fines de semana de Emily en Madison pronto la condujeron a un nuevo trabajo en la escuela primaria local. Ella y Sarah se convirtieron en una pareja inseparable, aunque Emily había conservado su propio apartamento en la ciudad y ambas se habían preocupado mucho de no ser vistas yendo juntas al dormitorio mientras yo crecía.

 

 Aunque esa precaución no me engañó a mí, ni a los vecinos, ni a nadie que viviera en la ciudad. Todo el mundo las trataba como la pareja que eran, independientemente de dónde durmieran. Cuando yo me fui de casa de los Bishop, Emily se instaló en ella y allí permanecía desde entonces. Al igual que mi madre y mi tía, Emily procedía de un antiguo linaje de brujas.

 

—Me invitaron a la fiesta del aquelarre, pero no he ido. He estado trabajando.

 

— ¿La bruja de Bryn Mawr te invitó a asistir?

 

Emily estaba interesada en la profesora de Literatura Clásica, sobre todo (como quedó claro tras su confesión después de beber una gran cantidad de vino una noche de verano) porque hubo una época en la que había salido con la madre de Jessica.

 

«Eran los años sesenta», se limitó a decir Emily en aquella ocasión.

 

—Sí. —Mi tono de voz fue tenso. Ambas estaban convencidas de que yo vería la luz y empezaría a tomar en serio mi magia, ya que tenía mi propia cátedra asegurada. Nada arrojaba duda alguna sobre este pronóstico lleno de deseos, y siempre se entusiasmaban cuando yo entraba en contacto con alguna bruja—. Pero en lugar de eso, pasé la tarde con Elias Ashmole.

 

— ¿Quién es ése? —le preguntó Emily a Sarah.

 

— ¿No lo recuerdas? Es ese tipo que ya murió y que coleccionaba libros de alquimia —le susurró Sarah.

 

— ¿Estáis todavía ahí? —grité en el teléfono.

 

Entonces, ¿con quién te tropezaste? —preguntó Sarah.

 

Dado que ambas eran brujas, no tenía sentido tratar de esconder nada.

 

—Conocí a un vampiro en la biblioteca. Uno que no había visto antes. Se llama Edward Cullen.

 

Se produjo un silencio en el auricular de Emily mientras revisaba su archivo mental de criaturas notables. También Sarah se mantuvo callada durante un momento, pensando si debía estallar o no.

 

—Espero que te resulte más fácil deshacerte de él que de los daimones que habitualmente atraes hacia ti —dijo con brusquedad.

 

— Los daimones no me han molestado desde que dejé de actuar.

 

—No, estaba ese daimón que te siguió hasta la Biblioteca Beinecke cuando empezaste a trabajar en Yale —me corrigió Emily —. El que deambulaba por la calle y fue a buscarte.

 

—Ese era mentalmente inestable —protesté. Al igual que el hecho de usar la brujería con la lavadora, atraer la atención de un único daimón curioso no debería ser tenido en cuenta y actuar en mi contra.

 

—Tú atraes criaturas como las flores atraen a las abejas, Bella. Pero los daimones no son ni remotamente tan peligrosos como los vampiros. Aléjate de él —recomendó Sarah con voz tensa.

 

—No tengo razón alguna para buscarlo. —Dirigí mis manos instintivamente otra vez al cuello —No tenemos nada en común.

 

—No se trata de eso —dijo Sarah, levantando la voz —. Se supone que brujas, vampiros y daimones no deben mezclarse. Tú lo sabes. Hay más posibilidades de que los humanos nos descubran cuando eso ocurre. No merece la pena correr ese riesgo por ningún daimón ni por ningún vampiro.

 

—Las únicas criaturas en el mundo que Sarah tomaba en serio eran las otras brujas. Los humanos le parecían pequeños seres infelices, ciegos al mundo que los rodeaba.

 

Los daimones eran eternos adolescentes en los que no se podía confiar. Los vampiros estaban muy por debajo de los gatos y por lo menos en un escalón inferior al de los perros de la calle en la jerarquía de criaturas que ella establecía.

 

—Ya me has hablado antes de las reglas, Sarah.

 

—No todos obedecen las reglas, querida —señaló Emily —. ¿Y qué quería?

 

—Dijo que estaba interesado en mi trabajo. Pero él es un científico, de modo que eso es difícil de creer. —Tamborileé con mis dedos sobre el edredón—. Me invitó a cenar.

 

— ¿A cenar? —Sarah se mostró incrédula. Emily se echó a reír.

 

—No hay mucho en la carta de un restaurante que pueda resultarle atractivo a un vampiro.

 

—Estoy segura de que no volveré a verlo. Según su tarjeta de visita, dirige tres laboratorios y tiene dos puestos en el cuerpo docente.

 

—Típico —farfulló Sarah—. Eso es lo que ocurre cuando uno tiene demasiado tiempo a su disposición. Y deja de toquetear el edredón..., vas a terminar haciéndole un agujero. —Había encendido su radar de bruja al máximo y en ese momento me estaba viendo además de escucharme.

 

—No creo que le esté robando dinero a las viejecitas, ni que esté despilfarrando las fortunas de otras personas en la Bolsa — contesté. El hecho de que los vampiros tuviesen fama de ser fabulosamente ricos era algo que ponía nerviosa a Sarah—. Es bioquímico y también médico interesado en el funcionamiento del cerebro.

 

—Estoy segura de que eso es fascinante, Bella, pero ¿qué quería? —Sarah igualó mi irritación con su impaciencia, la insistencia es el ataque característico de todas las mujeres Bishop.

 

—Ciertamente no era cenar —dijo Emily con seguridad. Sarah resopló.

 

—Algo quería. Vampiros y brujas no se citan para salir juntos. A menos que estuviera planeando cenarte a ti, por supuesto.

 

Nada les gusta más que el sabor de la sangre de bruja.

 

—Tal vez sólo sintiese curiosidad. O quizás le guste tu trabajo. —Emily lo dijo en un tono de duda tan marcado que no pude menos que reírme.

 

No estaríamos manteniendo esta conversación si hubieras tomado algunas precauciones elementales —me recriminó Sarah con aspereza—. Un hechizo protector, darle algún uso a tu habilidad como vidente y...

 

—No voy a usar ni magia ni brujería para saber por qué un vampiro me ha invitado a cenar —repliqué con firmeza—. Eso está fuera de discusión, Sarah.

 

—Entonces no nos llames en busca de respuestas si no quieres escucharlas —reaccionó Sarah, con su conocido mal genio a punto de estallar. Colgó antes de que yo pudiera reaccionar.

 

—Sarah se preocupa por ti. Ya lo sabes —la disculpó Emily —. Y no comprende por qué no quieres usar tus dones, ni siquiera para protegerte a ti misma.

 

Porque los dones vienen con ataduras, como ya les había explicado antes. Traté de explicarlo de nuevo:

—Es un terreno resbaladizo, Emily. Me protejo de un vampiro en la biblioteca hoy, y mañana lo hago de una pregunta difícil en una clase. Pronto me encontraría eligiendo temas de investigación cuyo resultado ya conocería y solicitando subvenciones, segura de que las iba a conseguir. Para mí es importante haber ganado mi reputación por mí misma. Si empiezo a usar magia, nada me pertenecerá del todo. No quiero ser la siguiente bruja Bishop. —Abrí la boca para hablarle a Emily del Ashmole 782, pero algo hizo que volviera a cerrarla.

 

—Lo sé, lo sé, querida. —La voz de Emily era tranquilizadora—. Comprendo. Pero Sarah no puede evitar preocuparse por tu seguridad. Tú eres la única familia que le queda.

 

Me pasé los dedos entre el pelo hasta dejarlos apoyados en las sienes. Las conversaciones de este tipo siempre me hacían pensar en mis padres. Vacilé, reticente a mencionar la única preocupación que me quedaba.

 

— ¿De qué se trata? —preguntó Emily. Su sexto sentido había percibido mi malestar.

 

—Él sabía mi nombre. Nunca lo había visto antes, pero sabía quién era yo.

 

Emily analizó las posibilidades.

 

En la solapa de la sobrecubierta de tu último libro hay una fotografía tuya, ¿no?

Mi respiración (no me había dado cuenta de que la estaba conteniendo) salió con un suave silbido.

—Sí. Eso debe de ser. Seguramente son tonterías mías. ¿Le darás un beso a Sarah de mi parte?

 

—Claro que se lo daré. Ah, Bella, ten cuidado. Los vampiros ingleses podrían no portarse tan bien con las brujas como los estadounidenses.

 

Sonreí, pensando en la formal reverencia de Edward Cullen.

 

—Tendré cuidado. Pero no te preocupes, probablemente no volveré a verlo.

Emily guardó silencio.

 

— ¿Emily? —Yo esperaba una respuesta.

—El tiempo lo dirá.

Emily no era tan buena para ver el futuro como se decía que había sido mi madre, pero algo la estaba molestando. Convencer a una bruja de que compartiera una vaga premonición era casi imposible. No iba a decirme qué era lo que la preocupaba respecto a Edward Cullen. Todavía no.

 

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