EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 20: CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 20

 

Afortunadamente, Esme estuvo ausente a la hora de comer. Después quise ir al estudio de Edward directamente para empezar a examinar el Aurora Consurgens, pero él me convenció de que tomara un baño primero. Me aseguró que eso haría que la inevitable rigidez de los músculos fuera más soportable. A medio camino escaleras arriba, tuve que detenerme para frotarme la pierna, víctima de un calambre. Iba a pagar caro el entusiasmo de la mañana.

El baño fue algo celestial: largo, caliente y relajante. Me puse unos pantalones negros flojos, un jersey y un par de calcetines y me dirigí silenciosamente al piso de abajo, donde estaba la chimenea encendida. Mi piel se puso de color naranja y rojo mientras estiraba las manos hacia las llamas. ¿Cómo sería eso de controlar el fuego? Un hormigueo en mis dedos fue la respuesta a esa pregunta, y los metí en los bolsillos para mayor seguridad.

Edward levantó la vista en su escritorio.

Tu manuscrito está junto a tu ordenador.

Sus tapas negras me atrajeron con la fuerza de un imán. Me senté a la mesa y las abrí, sosteniendo con cuidado el libro. Los colores eran aún más brillantes de lo que recordaba. Después de mirar a la reina durante varios minutos, pasé la primera página.

Incipit tractatus Aurora Consurgens intitulatus. Las palabras eran familiares —«Aquí comienza el tratado llamado El despertar de la Aurora»— y sin embargo seguía notando el placentero estremecimiento que sentía cuando veía por primera vez un manuscrito. «Todo lo bueno viene con ella. Es conocida como la Sabiduría del Sin, que grita en las calles y a las multitudes», leí en silencio, traduciendo del latín. Era una hermosa obra, llena de paráfrasis de las Escrituras así como de otros textos.

¿Tienes una Biblia aquí? —Sería prudente tener una a mano según fuera avanzando en el manuscrito.

Sí..., pero no estoy seguro de dónde está. ¿Quieres que te la busque? —Edward empezó a ponerse de pie, pero sus ojos seguían pegados a la pantalla de su ordenador.

No. Ya la busco yo. —Me levanté y pasé el dedo por el borde del estante más cercano. Los libros de Edward estaban ordenados no por tamaño sino en una línea de tiempo continua. Los que estaban en la primera estantería eran tan antiguos que no me atreví a imaginar lo que contenían: ¿las obras pérdidas de Aristóteles, quizás? Todo era posible.

Más o menos la mitad de los libros de Edward estaban colocados en los estantes con el lomo hacia dentro para proteger sus frágiles bordes. Muchos de ellos tenían marcas de identificación escritas sobre los bordes de las páginas, y gruesas letras negras revelaban un título aquí, el nombre de un autor allá. A medio camino alrededor de la habitación, los libros empezaron a aparecer con el lomo hacia fuera, sus títulos y autores grabados en oro y plata.

Pasé junto a los manuscritos con sus páginas gruesas y desiguales, algunos con pequeñas letras griegas en el borde delantero.

Seguí avanzando, buscando un libro grande, gordo e impreso. Mi dedo índice se paralizó ante uno encuadernado en cuero marrón con la cubierta dorada.

Edward, por favor, dime que Biblia Sacra 1450 no es lo que pienso que es.

Está bien, no es lo que piensas que es —respondió automáticamente mientras sus dedos se movían a una velocidad más que humana sobre las teclas. Casi no prestaba atención a lo que yo estaba haciendo y ninguna en absoluto a lo que estaba diciendo.

Dejé la Biblia de Gutenberg donde estaba y continué recorriendo los estantes, con la esperanza de que no fuera la única accesible para mí. Mi dedo se paralizó otra vez en un libro con un rótulo que decía: Piezas teatrales de Will.

¿Estos libros son regalo de tus amigos?

La mayoría de ellos, sí. —Edward ni siquiera levantó la vista.

Como la imprenta alemana, los primeros tiempos del teatro inglés eran tema para una discusión posterior.

En su mayor parte, los libros de Edward estaban en perfectas condiciones. Esto no resultaba del todo sorprendente, teniendo en cuenta quién era el propietario. Algunos, sin embargo, estaban muy usados. Un libro delgado y alto en el estante inferior, por ejemplo, tenía las esquinas tan gastadas y ajadas que se podía ver la madera que salía a través del cuero. Con curiosidad por ver qué había hecho que este libro fuera un favorito, lo saqué y abrí sus páginas. Era el libro de anatomía de Vesalius de 1543, el primero en mostrar cuerpos humanos disecados con gran detalle.

Entonces me puse a buscar nueva información sobre Edward, busqué el siguiente libro que mostrara señales de mucho uso.

Esta vez se trataba de un volumen más pequeño y más grueso. Escrito en tinta en el borde exterior estaba el título: De motu.

El estudio de la circulación de la sangre de William Harvey y su explicación de cómo el corazón bombeaba debía de haber sido una lectura interesante para los vampiros cuando fue publicado por primera vez en la década de 1620, aunque seguramente ellos ya tendrían alguna idea de que podría ser así.

Los libros más desgastados de Edward incluían obras sobre electricidad, microscopia y fisiología. Pero el libro más ajado que había visto hasta ese momento estaba colocado en los estantes del siglo XIX. Era una primera edición de El origen de las especies, de Darwin.

Miré con disimulo a Edward y saqué el libro del estante con la cautela de un ladrón de tiendas. Su encuadernación de tela verde, con el título y el autor estampados en oro, estaba deshilachada por el uso. Edward había escrito su nombre en un hermoso grabado en cobre en la guarda.

Había una carta doblada en su interior.

«Estimado señor —comenzaba—. Su carta del 15 octubre me ha llegado por fin. Estoy avergonzado de mi lentitud para responder. Durante muchos años he estado reuniendo todos los datos que he podido con respecto a la diferencia y el origen de las especies, y su aprobación de mis razonamientos es muy bienvenida, ya que mi libro pasará pronto a las manos del editor». Estaba firmada por «C. Darwin», y la fecha era 1859.

Los dos hombres habían estado intercambiándose cartas apenas unas semanas antes de la publicación de El origen en noviembre.

Las páginas del libro estaban cubiertas con las notas del vampiro a lápiz y a tinta, dejando apenas algún centímetro cuadrado de papel en blanco. Tres capítulos tenían muchos más comentarios que el resto. Eran los capítulos sobre el instinto, el hibridismo y las afinidades entre las especies.

Al igual que el tratado de Harvey sobre la circulación de la sangre, el séptimo capítulo de Darwin, sobre los instintos naturales, debió de ser una lectura apasionante para los vampiros. Edward había subrayado pasajes específicos y escrito por encima y por debajo de las líneas, así como en los márgenes a medida que se entusiasmaba con las ideas de Darwin. «Por lo tanto, podemos llegar a la conclusión de que los instintos internos han sido adquiridos y los instintos naturales se han perdido en parte por el hábito, y en parte por la selección y acumulación hecha por el hombre a lo largo de sucesivas generaciones de los hábitos mentales y las acciones peculiares, que aparecieron primero por lo que en nuestra ignorancia llamamos un accidente». Los comentarios escritos por Edward incluían preguntas acerca de qué instintos podrían haber sido adquiridos y si los accidentes eran posibles en la naturaleza. « ¿Puede ser que nosotros hayamos mantenido como instintos lo que los humanos han abandonado por accidente y por hábito?», preguntaba en el margen inferior. No tenía yo necesidad de preguntarme quiénes estaban incluidos en ese «nosotros». Se refería a las criaturas, no sólo a los vampiros, sino a los brujos y a los daimones también.

En el capítulo sobre hibridismo, el interés de Edward se había centrado en los problemas del cruzamiento y la esterilidad.

«Los primeros cruces entre formas suficientemente distintas como para ser clasificadas como especies, y sus híbridos — escribió Darwin— son, por lo general, pero no de manera universal, estériles». Un dibujo de un árbol genealógico llenaba los márgenes junto al pasaje subrayado. Había un signo de interrogación donde estaban las raíces y cuatro i unas. « ¿Por qué la endogamia no ha conducido a la esterilidad o la demencia?» se preguntaba Edward en el tronco del árbol. En la parte de arriba de la página, había escrito: « ¿Una especie o cuatro?».

Seguí lo escrito con el dedo. Esa era mi especialidad, convertir los garabatos de los científicos en algo sensato para todos los demás. En su última nota, Edward había usado una técnica familiar de responder sus pensamientos. Había escrito en una combinación de francés y latín y utilizado una abreviatura arcaica para los daimones para mayor seguridad en la que las consonantes, salvo la primera y la última, habían sido reemplazadas con líneas sobre las vocales. De esa manera nadie que hojeara su libro vería la palabra «daimones» ni se detendría en ella para examinarla en detalle.

« ¿Cómo son hechos los daimones?», se había preguntado Edward en 1859. Todavía estaba buscando la respuesta un siglo y medio después.

Cuando Darwin empezó a hablar de las afinidades entre especies, la pluma de Edward no había dejado de correr por toda la página, haciendo casi imposible leer el texto impreso. Junto a un pasaje que explica: «Desde el primer amanecer de la vida, todos los seres orgánicos se parecen entre sí en grados descendentes, de modo que pueden ser clasificados en grupos debajo de grupos», Edward había escrito «orígenes» en grandes letras mayúsculas. Unas pocas líneas más abajo, otro pasaje había sido subrayado dos veces: «La existencia de grupos habría significado simplicidad si un grupo hubiera sido exclusivamente apto para habitar la tierra y el otro en el agua; uno que se alimenta de carne, otro de materia vegetal, etcétera; pero las cosas son muy diferentes en la naturaleza; pues es bien sabido que comúnmente incluso los miembros del mismo subgrupo tienen hábitos diferentes».

¿Acaso Edward creía que la dieta del vampiro era un hábito más que una característica que define a la especie? Al seguir leyendo, encontré la siguiente pista: «Finalmente, las diferentes clases de datos que han sido considerados en este capítulo me parece que proclaman, muy claramente, que las innumerables especies, los géneros y las familias de seres orgánicos, con que este mundo está poblado, todos descienden, cada uno dentro de su propia clase o grupo, de progenitores comunes, y todos han sido modificados en el transcurso de la descendencia». En los márgenes, Edward había escrito «progenitores comunes» y «ce qui explique tout».

El vampiro creía que la monogénesis lo explicaba todo, o por lo menos lo creía en 1859. Edward pensaba que era posible que los daimones, los humanos, los vampiros y los brujos compartiesen ancestros comunes. Nuestras considerables diferencias eran producto de la descendencia, el hábito y la selección. Me había respondido con evasivas en su laboratorio cuando le pregunté si éramos una especie o cuatro, pero no podía hacer lo mismo en su biblioteca.

Edward seguía concentrado en su ordenador. Cerré las tapas del Aurora Consurgens para proteger sus páginas y abandoné mi búsqueda de una Biblia más común; llevé su ejemplar de Darwin junto al fuego y me hice un ovillo en el sofá. Lo abrí, con el objetivo de comprender al vampiro a partir de las notas que había escrito en su libro.

Él todavía era un misterio para mí..., quizás todavía más allí, en Sept Tours. Edward en Francia era diferente del Edward en Inglaterra. Nunca se había sumergido en su trabajo de esta manera. En este lugar, sus hombros no estaban ferozmente tensos, sino relajados, y se mordía el labio inferior con su ligeramente alargado y afilado colmillo mientras escribía en el teclado. Era una señal de concentración, como lo era la ligera arruga entre sus ojos. Edward no me prestaba atención, sus dedos volaban sobre las teclas, haciendo ruido en el ordenador con mucha fuerza. Seguramente cambiaba de portátil muy a menudo, debido a sus delicadas partes de plástico. Llegó al final de una frase, se reclinó en su silla y se estiró. Luego bostezó.

Nunca lo había visto bostezar antes. ¿Su bostezo, al igual que Ion hombros flojos, era una señal de relajación? Al díasiguiente de haber coincido con él en la biblioteca, Edward me había dicho que le gustaba conocer su entorno. Y aquí élconocía cada centímetro del edificio, y todos los olores le eran familiares, como lo eran todas las criaturas que andaban cerca.

Y también estaba la relación con su madre y con Marthe. Aquella rara colección de vampiros era una familia, y me habían aceptado sólo por Edward.

Volví a Darwin. Pero el baño, el calor del fuego y el constante ruido de fondo de sus dedos sobre el teclado me fueron adormeciendo. Me desperté tapada con una manta. Sobre el origen de las especies estaba cerca, en el suelo, cuidadosamente cerrado con un papel que señalaba el lugar donde me había quedado dormida leyendo.

Me ruboricé.

Me había atrapado husmeando.

Buenas tardes —saludó Edward desde el sofá que estaba enfrente. Metió un trozo de papel en el libro que estaba leyendo y lo apoyó en sus rodillas —. ¿Quieres un poco de vino?

Eso del vino me resultaba sumamente atractivo.

Sí, por favor.

Edward se dirigió a una mesita del siglo XVIII cerca del descansillo de la escalera. Había una botella sin etiqueta, destapada, con el corcho a un lado. Sirvió dos copas y me dio una antes de sentarse. Olí, y me anticipé a su primera pregunta:

Frambuesas y rocas.

Para ser una bruja eres bastante buena en esto. —Edward asintió con la cabeza en un gesto de aprobación.

¿Qué es lo que estoy bebiendo? —pregunté, tomando un sorbo —. ¿Es antiguo? ¿Único?

Edward echó la cabeza hacia atrás y se rió.

Nada de eso. Habrá sido embotellado probablemente hace unos cinco meses. Es un vino local, de los viñedos junto al camino. Nada raro, nada especial.

Tal vez no fuera raro ni especial, pero estaba fresco y sabía a madera y a tierra, como el aire en torno a Sept Tours.

Veo que dejaste de buscar una Biblia y la cambiaste por algo más científico. ¿Estabas disfrutando con Darwin? —preguntó amablemente después de observarme beber durante un instante.

¿Todavía crees que las criaturas y los humanos descienden de ancestros comunes? ¿Es realmente posible que las diferencias entre nosotros sean simplemente raciales?

Hizo un ruidito de impaciencia.

Te dije en el laboratorio que no lo sabía.

Estabas seguro en 1859. Y pensabas que beber sangre podría ser sólo un hábito alimenticio, no un rasgo de diferenciación.

¿Sabes cuántos avances científicos ha habido desde los tiempos de Darwin hasta hoy? Un científico tiene derecho a cambiar de opinión cuando sale a la luz nueva información. —Bebió un poco de vino y apoyó la copa sobre la rodilla, haciéndola girar de un lado a otro de modo que el fuego jugó con el líquido—. Además, ya no hay demasiadas pruebas científicas para las teorías humanas de las diferencias raciales. La investigación moderna indica que la mayoría de las teorías sobre la raza no son más que un método humano anticuado para explicar las diferencias fácilmente observables con el otro.

La cuestión de por qué estás aquí, por qué estamos todos aquí, te consume realmente —reflexioné con lentitud—. He podido verlo en cada página del libro de Darwin.

Edward examinó su vino.

Es la única pregunta que vale la pena hacer.

Su voz era suave, pero su expresión era severa, con sus líneas afiladas y la frente arrugada. Yo hubiera querido suavizar esas líneas y levantar sus facciones para convertirlas en una sonrisa, pero me quedé sentada mientras la luz del fuego bailaba sobre su piel blanca y su pelo broncíneo. Edward cogió su libro otra vez y lo meció entre sus dedos largos, mientras su copa devino reposaba en la otra mano.

Yo tenía la mirada fija en el fuego mientras la luz iba desapareciendo. Cuando un reloj sobre el escritorio dio las siete,

Edward dejó el libro.

¿Nos reunimos con Esme en el salón antes de cenar?

Si respondí, relajando un poco los hombros—. Pero deja que me cambie primero. — Mi vestuario no podía competir con el de Esme, pero no quería que Edward se sintiera demasiado avergonzado de mí. Como siempre, él parecía preparado para asistir a una reunión o para dar un paseo por Milán con un simple par de pantalones de lana negros y un nuevo ejemplar de mi interminable provisión de jerséis. Mis recientes encuentros con él me habían convencido de que eran todos de cachemira, gruesa y exquisita.

Arriba, rebusqué entre mis pertenencias de la bolsa de lona y seleccioné un par de pantalones grises y un jersey azul zafiro hecho .le una lana finamente tejida con cuello en forma de embudo y mangas acampanadas. Mi pelo estaba ondulado gracias al baño que me había dado antes y a que había terminado de secarse aplastado debajo de mi cabeza sobre el sofá.

Satisfechas las condiciones mínimas para estar presentable, me calcé los mocasines y empecé a bajar las escaleras. Los finos oídos de Edward habían captado el ruido de mis movimientos y me esperaba en el descansillo. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron y mostró una amplia y lenta sonrisa.

Me gustas tanto vestida de azul como cuando vistes de negro. Estás hermosa —susurró, besándome formalmente en ambas mejillas. La sangre subió hacia ellas cuando Edward me levantó el pelo alrededor de los hombros e hizo pasar los mechones entre sus largos dedos blancos—. Y ahora, no dejes que Esme te ponga nerviosa, diga lo que diga.

Lo intentaré —dije con una risita, mirándolo con aire vacilante.

Cuando llegamos al salón, Marthe y Esme ya estaban allí. Su madre estaba rodeada de periódicos escritos en cada una de las más importantes lenguas europeas, además de uno en hebreo y otro en árabe. Marthe, por su parte, estaba leyendo una novela de misterio en edición de bolsillo, con una tapa chillona. Sus ojos negros corrían sobre las líneas impresas a una velocidad envidiable.

Buenas noches, maman —saludó Edward, acercándose a darle un beso a Esme en sus frías mejillas. Las fosas nasales de ella se dilataron cuando él se apartó, y sus ojos fríos se fijaron en los míos airadamente.

Yo sabía qué era lo que me había hecho acreedora a tan sombría mirada.

Edward tenía mi olor.

Ven, niña —invitó Marthe, palmeando el almohadón junto a ella y echándole una mirada de advertencia a la madre de Edward. Esme cerró los ojos. Cuando los abrió otra vez, la cólera había desaparecido para ser reemplazada por algo parecido a la resignación.

Gab es einen anderen Tod —murmuró Esme a su hijo cuando Edward cogió Die Welt y empezó a mirar los titulares con unos ruidos de desagrado.

¿Dónde? —pregunté. Se había encontrado otro cadáver sin sangre. Si Esme creía que iba a dejarme fuera de la conversación hablando alemán, sería mejor que se lo pensara dos veces.

Múnich —informó Edward con la cara metida entre las páginas—. Por Dios, ¿por qué nadie hace nada al respecto?

Debemos ser cuidadosos con lo que deseamos, Edward —dijo Esme. Bruscamente cambió de tema—: ¿Qué tal fue tu paseo a caballo, Bella?

Edward observó con cautela a su madre por encima de los titulares de Die Welt.

Maravilloso. Gracias por dejarme montar a Rakasa —respondí, apoyando la espalda junto a Marthe y obligándome a mirar a Esme a los ojos sin pestañear.

Es demasiado obstinada para mi gusto —señaló, para luego dirigir la atención a su hijo, que tuvo el buen sentido de meterla nariz otra vez en su periódico —. Fiddat es mucho más dócil. A medida que envejezco, encuentro que esa cualidad esadmirable en los caballos.

«Y también en los hijos», pensé.

Marthe me sonrió de un modo alentador y se levantó para ocuparse de algo que había sobre el aparador. Le sirvió una copa grande de vino a Esme y una mucho más pequeña a mí. Marthe volvió a la mesa y regresó con otro vino para Edward.

Este lo olió para confirmar su calidad.

Gracias, maman —dijo, levantando su copa con un gesto de deferencia.

Hein, no es para tanto —respondió Esme, tomando ella también un sorbo del mismo vino.

No, no es para tanto. Sólo es uno de mis favoritos. Gracias por recordarlo. —Edward paladeó los sabores del vino antes de tragar el líquido.

¿A todos los vampiros les gusta tanto el vino como a ti? —le pregunté a Edward mientras olía aquel vino picante—.

Bebes constantemente, y nunca te pones ni siquiera ligeramente alegre.

Edward mostró una gran sonrisa.

A la mayoría de los vampiros les gusta mucho más. En cuanto a emborracharse, nuestra familia siempre ha sido conocida por su admirable autodominio, ¿verdad, maman?

Esme dejó escapar un bufido muy poco digno de una dama.

Ocasionalmente. Con respecto al vino, quizás.

Deberías haber sido diplomática, Esme. Eres muy buena dando respuestas poco comprometidas —dije.

Edward estalló en una carcajada.

Dieu, nunca pensé que llegaría el día en que mi madre fuera considerada diplomática. Y menos su lenguaje. Esme siempre ha sido mucho mejor con la diplomacia de la espada.

Marthe se rió con disimulo para mostrarse de acuerdo.

Ambas, Esme y yo, nos mostramos indignadas, lo cual sólo consiguió que dejara escapar otra carcajada.

La atmósfera durante la cena fue considerablemente más distendida de lo que lo había sido la noche anterior. Edward estaba sentado a la cabecera de la mesa, con Esme a su izquierda y conmigo a su derecha. Marthe se movía sin cesar yendo de la cocina a la chimenea y luego a la mesa, sentándose de vez en cuando para tomar un sorbo de vino y hacer algunas pequeñas contribuciones a la conversación.

Platos llenos de comida iban y venían. Había de todo, desde sopa de champiñones silvestres hasta codornices y delicadas tajadas de carne de ternera. Me maravillé en voz alta de que alguien que ya no comía alimentos cocinados pudiera tener tan buena mano con las especias. Marthe se ruborizó y mostró sus hoyuelos, pero intentó aplastar con la mirada a Edward cuando éste trató de contar historias de sus más espectaculares desastres culinarios.

¿Recuerdas el pastel de paloma viva? —Él se rió entre dientes—. Nadie te explicó que tenías que tener a las aves sin comer durante veinticuatro horas antes de meter el pastel en el horno porque, si no, tendría el aspecto del palo de un gallinero. —

Eso le valió una colleja en la parte de atrás del cráneo.

Edward —le advirtió Esme, secándose las lágrimas de los ojos después de una larga carcajada—, no debes burlarte de Marthe. Tú también has tenido tus propios desastres a lo largo de los años.

Y yo los he visto todos —informó Marthe, que llevaba una ensalada. Su inglés se hacía más fluido a medida que pasaban las horas, ya que cambiaba a este idioma cada vez que hablaba delante de mí. Regresó al aparador y fue a buscar un tazón de nueces, que puso entre Edward y Esme—. Uno fue cuando inundaste el castillo con tu idea de almacenar agua en el techo —dijo, y comenzó a enumerar con los dedos—. Dos, cuando te olvidaste de cobrar los impuestos. Era la primavera, estabas aburrido y entonces te levantaste una mañana y te fuiste a Italia a hacer la guerra. Tu padre tuvo que pedir perdón de rodillas al rey. ¡Y después ocurrió lo de Nueva York! —gritó triunfal.

Los tres vampiros continuaron intercambiando recuerdos. Pero ninguno de ellos habló del pasado de Esme. Cuando surgía algo que se relacionaba con ella, o con el padre de Edward o con su hermana, la conversación tomaba elegantemente otro rumbo. Me di cuenta de ese esquema y me preguntaba cuál era la razón, pero no dije nada, contenta con dejar que la velada transcurriera como ellos quisieran y extrañamente reconfortada por formar parte de una familia otra vez, aunque se tratara de una familia de vampiros.

Después de la cena regresamos al salón, donde el fuego era más grande y más impresionante que antes. Las chimeneas del castillo se iban caldeando con cada tronco que se arrojaba. El fuego aumentaban la temperatura y el resultado era que la habitación se notaba casi cálida. Edward se aseguró de que Esme estuviera cómoda y le sirvió otra copa de vino antes de dirigirse a un equipo de música cercano. Marthe, por su parte, me hizo un té y puso en mis manos la taza con un plato pequeño.

Bebe —ordenó, con sus ojos atentos. Esme también me observó mientras yo bebía y le dirigió una larga mirada a Marthe—. Te ayudará a dormir.

¿Lo has preparado tú? —Tenía sabor a hierbas y a flores. Normalmente no me gustaba el té de hierbas, pero éste sabía fresco y ligeramente amargo.

Sí —respondió, levantando la barbilla ante la mirada de Esme—. Lo hago desde hace mucho tiempo. Me enseñó mi madre. También te enseñaré a ti.

El sonido de la música de baile inundó la habitación, vivaz y rítmica. Edward cambió la posición de los sillones junto a la chimenea para dejar un espacio de suelo libre.

Vóles dangar ambieu? —le preguntó Edward a su madre, estirando ambas manos.

La sonrisa de Esme era radiante, lo cual transformaba las encantadoras y frías facciones de su rostro en algo de hermosura indescriptible.

Oc —respondió ella, poniendo sus diminutas manos en las de él. Ambos ocuparon sus lugares delante del fuego, a la espera de que comenzara la siguiente canción.

Cuando Edward y su madre empezaron a bailar, hicieron que Fred Astaire y Ginger Rogers parecieran torpes. Sus cuerpos se unían y se separaban, giraban en círculos y se apartaban el uno del otro para volver sobre sí girando. Un ligerísimo toque de Edward hacía que Esme se moviera y la más leve sugerencia de ondulación o vacilación de Esme provocaba en él un movimiento de respuesta.

Esme hizo una reverencia llena de gracia, y Edward le correspondió con otra en el momento en que la música llegó a su fin.

¿Qué era eso? —pregunté.

Al principio era una tarantela explicó Edward, acompañando a su madre de regreso al sillón—, pero maman nunca puede limitarse sólo a una danza. Así que había elementos de la volta en medio, y hemos terminado con un minué, ¿no? —

Esme asintió con la cabeza y extendió la mano para tocarle la mejilla.

Siempre fuiste un gran bailarín —dijo orgullosamente.

Ah, pero no tan bueno como tú, y ciertamente no tan bueno como mi padre —dijo Edward, acomodándola en su sillón.

Los ojos de Esme se oscurecieron, y una desgarradora expresión de tristeza cruzó su rostro. Edward le cogió la mano y le rozó los nudillos con los labios. Esme logró devolverle una pequeña sonrisa a cambio.

Ahora es tu turno —dijo, acercándose a mí.

No me gusta bailar, Edward —protesté, estirando los brazos para mantenerlo alejado.

Me resulta difícil de creer —aseguró, tomando mi mano derecha con su izquierda y acercándome a él —. Retuerces el cuerpo en formas increíbles, te deslizas sobre el agua en un bote no más ancho que una pluma y montas como el viento.

Bailar debería ser natural para ti.

La siguiente canción sonaba como algo que podía haber sido popular en los salones de baile parisinos de los años veinte.

Notas de trompeta y tambores llenaron la habitación.

Edwad, sé cuidadoso con ella —le advirtió Esme mientras me llevaba por la pista.

No se va a romper, maman. —Edward comenzó a bailar, a pesar de mis mejores esfuerzos por seguir su ritmo con mis pies a cada momento. Con su mano derecha en mi cintura, me dirigió suavemente a dar los pasos correctos.

Empecé a pensar en dónde estaban mis piernas en un esfuerzo por ayudar en el proceso y seguirlo, pero eso sólo sirvió para empeorar las cosas. Mi espalda se agarrotó y Edward me agarró más fuerte.

Relájate —murmuró en mi oído —. Tienes que dejarte llevar, y estás haciendo lo contrario.

No puedo evitarlo respondí, también susurrando, sin dejar de agarrarme a su hombro como si fuera un salvavidas.

Edward hizo que giráramos otra vez.

Sí, claro que puedes. Cierra los ojos, deja de pensar en ello y déjame a mí hacer el resto.

Dentro del círculo de sus brazos, era fácil hacer lo que indicaba. Sin las formas y los colores de la habitación que giraban viniendo hacia a mí de todas partes, pude relajarme y dejar de preocuparme de que fuéramos a chocar. Gradualmente, el movimiento de nuestros cuerpos en la oscuridad se convirtió en algo placentero. Pronto fue imposible concentrarme no en lo que yo estaba haciendo, sino en lo que mis piernas y brazos me estaban diciendo que él estaba a punto de hacer. Tuve la sensación de estar flotando.

Edward. —La voz de Esme tenía un cierto tono de precaución—. Le chatoiement.

Lo sé —murmuró él. Los músculos en mis hombros se pusieron tensos por la preocupación—. Confía en mí —me dijo en voz baja al oído—. Yo te sostengo.

Mantuve los ojos fuertemente cerrados y suspiré con felicidad. Continuamos girando juntos. Edward me soltó delicadamente, desenrollándome hasta la punta de mis dedos, luego me hizo volver rodando a lo largo de su brazo hasta detenerme, con la espalda aprentada contra su pecho. La música terminó.

Abre los ojos —dijo con suavidad.

Abrí los párpados lentamente. La sensación de flotar no desapareció. Bailar era mejor de lo que yo había esperado, aunque había que reconocer que lo hacía con una pareja que había estado bailando durante más de un milenio y no me había pisado ni una vez.

Levanté la cara para darle las gracias, pero la suya estaba mucho más cerca de lo esperado.

Mira hacia abajo —dijo Edward.

Al mover la cabeza en la dirección contraria vi que los dedos de mis pies se estaban moviendo varios centímetros por encima del suelo. Edward me soltó. No me estaba sosteniendo.

Yo me estaba sosteniendo a mí misma.

El aire me estaba sosteniendo.

Al darme cuenta de ello, el peso regresó a la mitad inferior de mi cuerpo. Edward me agarró ambos codos para evitar que mis pies golpearan contra el suelo.

Desde su asiento junto al fuego, Marthe tarareó una melodía entre dientes. Esme giró la cabeza como un látigo, con los ojos entrecerrados. Edward me sonrió de modo tranquilizador, mientras yo me concentraba en la extraña sensación de la tierra debajo de mis pies. ¿El suelo siempre había sido tan activo? Era como si mil manos diminutas estuvieran esperando debajo de las suelas de mis zapatos para recibirme o para darme un empujón.

¿Ha sido divertido? —preguntó Edward mientras las últimas notas de la canción de Marthe se desvanecían. Sus ojos brillaban.

Ha sido divertido —contesté riéndome, después de considerar su pregunta.

Tenía la esperanza de que lo fuera. Has estado practicando durante años. Ahora tal vez montes con los ojos abiertos para variar. — Me envolvió en un abrazo lleno de felicidad y posibilidades.

Esmw empezó a cantar la misma canción que Marthe había estado tarareando.

 

 

Quienquiera que la vea bailar

y mover su cuerpo tan elegantemente

podría decir, en verdad,

que en todo el mundo no tiene igual

nuestra alegre reina.

alejaos, alejaos los celosos,

vamos, vamos,

bailemos juntos, juntos.

 

 

«Alejaos, alejaos los celosos —repitió Edward mientras el eco final de la voz de su madre se desvanecía—, bailemos juntos».

Volví a reírme.

Contigo bailaré. Pero hasta que descubra cómo funciona este asunto de volar, no habrá ninguna otra pareja.

Si hablamos con propiedad, estabas flotando, no volando me corrigió Edward.

Flotar, volar..., llámalo como quieras, pero será mejor no hacerlo con desconocidos.

De acuerdo —aceptó.

Marthe había dejado el sofá para colocarse en un sillón cerca de Esme. Edward y yo nos sentamos juntos, con nuestras manos todavía entrelazadas.

¿Ésta ha sido tu primera vez? —preguntó Esme, con perplejidad.

Bella no usa la magia, maman, salvo para cosas pequeñas —explicó.

Está llena de poder, Edward. La sangre de bruja canta en sus venas. Debería poder usarlo para cosas grandes también.

El frunció el ceño.

Depende de ella usarlo o no.

¡Basta de tanta niñería! —dijo ella, volviendo su atención hacia mí—. Es hora de que crezcas, Bella, y aceptes la responsabilidad de ser quien eres.

Edward gruñó en voz baja.

¡No me gruñas, Edward de Cullen! Estoy diciendo la verdad.

Le estás diciendo lo que debe hacer. No es asunto tuyo.

¡Ni tuyo, hijo mío! —replicó Esme.

¡Disculpadme! —Mi agudo tono atrajo su atención, y los Cullen, madre e hijo, me miraron—. Es decisión mía si voy a usar o no mi magia. Y cómo hacerlo. Pero —dije volviéndome hacia Esme— está claro que no puedo ignorar ese poder sin más ni más. Parece que está saliendo a borbotones de mí. Tengo que aprender a controlarlo, al menos.

Esme y Edward siguieron mirándome. Finalmente, Esme asintió con la cabeza. Edward hizo lo mismo.

Permanecimos sentados junto al fuego hasta que los troncos se consumieron por completo. Edward bailó con Marthe, y uno de los dos de vez en cuando se ponía a cantar cuando una pieza musical le recordaba otra noche, junto a otro fuego. Pero yo no volví a bailar, y Edward no me presionó para que lo hiciera.

Finalmente se puso de pie.

Voy a llevar a su cama a la única de todos nosotros que necesita dormir.

Yo también me levanté, alisándome los pantalones contra los muslos.

Buenas noches, Esme. Buenas noches, Marthe. Gracias a ambas por una cena encantadora y una noche sorprendente.

Marthe me devolvió una sonrisa. Esme se esforzó, pero sólo logró una tensa mueca.

Edward me dejó ir delante y me puso suavemente la mano en la parte de atrás de la cintura mientras subíamos las escaleras.

Podría leer un rato —dije, volviéndome hacia él cuando llegamos a su estudio.

Estaba directamente detrás de mí, tan cerca que el ruido suave y áspero de su respiración era audible. Tomó mi cara en sus manos.

¿Qué clase de hechizo me has lanzado? —Observó mi rostro—. No son sólo tus ojos..., aunque ellos hacen que me resulte imposible pensar correctamente..., ni tampoco el hecho de que huelas como la miel. —Hundió su cara en mi cuello y los dedos de una mano se metieron suavemente en mi cabello mientras la otra se deslizaba por mi espalda, empujando mis caderas hacia él.

Mi cuerpo se relajó sobre el suyo, como si encajara en él perfectamente.

Es tu audacia —murmuró contra mi piel —, y la manera en que te mueves sin pensar, y el reflejo trémulo que despides cuando te concentras... o cuando vuelas.

Arqueé mi cuello, exponiendo la piel para que la rozara. Edward giró mi cara lentamente hacia él buscando con su pulgar la calidez de mis labios.

¿Sabías que frunces la boca cuando duermes? Das la impresión de que tal vez te desagraden tus propios sueños, pero prefiero pensar que deseas ser besada. —Parecía más francés con cada palabra que pronunciaba.

Consciente de la presencia desaprobatoria de Esme en el piso de abajo, así como de su fino oído de vampiro, traté de apartarme. No fui convincente y Edward apretó sus brazos sobre mí.

Edward, tu madre...

No me dejó terminar la frase. Con un sonido suave y satisfecho, deliberadamente puso sus labios sobre los míos y me besó, con suavidad pero de manera completa, hasta que un hormigueo dominó lodo mi cuerpo, no sólo mis manos. Lo besé a mi vez, con una sensación simultánea de flotar y de caer hasta que no tuve clara conciencia de dónde terminaba mi cuerpo y comenzaba el suyo. Su boca se deslizó sobre mis mejillas y mis párpados. Cuando me rozó la oreja, ahogué un gemido. Los labios de Edward se curvaron en una sonrisa, y los apretó otra vez contra los míos.

Tus labios son tan rojos como las amapolas, y tu pelo está tan vivo... —dijo cuando terminó de besarme con una intensidad que me dejó sin aliento.

¿Qué ocurre contigo y mi pelo? ¿Por qué alguien con una cabellera como la tuya se impresiona con esto? —dije, agarrando un mechón y tirando de él—. Es algo que no comprendo. El cabello de Esme parece de seda, igual que el de Marthe. El mío es un lío... con todos los colores del arco iris y encima rebelde.

Por eso lo adoro —dijo Edward, liberando suavemente los mechones—. Es imperfecto, como la vida. No es pelo de vampiro, brillante y perfecto. Me gusta que no seas un vampiro, Bella.

Y a mí me gusta que tú seas un vampiro, Edward.

Una sombra cruzó sus ojos y desapareció en un instante.

Me gusta tu fuerza —dije, besándolo con el mismo entusiasmo con el que él me había besado—. Me gusta tu inteligencia.

A veces hasta me gusta tu modo autoritario. Pero sobre todo —froté suavemente la punta de mi nariz contra la suya— me gusta el olor que exhalas.

¿En serio?

En serio. —Metí la nariz en el hueco entre sus clavículas. Había descubierto que era la parte más perfumada y dulce de él.

Es tarde. Tienes que descansar. — Me soltó de mala gana.

Ven a la cama conmigo.

Abrió sus ojos con sorpresa ante esa invitación y la sangre subió hacia mi cara.

Edward llevó mi mano a su corazón. Éste latió una vez, con fuerza.

Iré —dijo—, pero no para quedarme. Tenemos tiempo, Bella. Sólo me conoces desde hace unas pocas semanas. No hay necesidad de apresurarse.

Eran las palabras de un vampiro.

Vio mi desilusión y me atrajo hacia él para darme otro beso prolongado.

Un adelanto —dijo al finalizar— de lo que vendrá. Con el tiempo.

Ya había pasado suficiente tiempo. Pero mis labios se congelaban y ardían alternativamente, haciendo que me preguntara, por un fugaz segundo, si estaba tan preparada como pensaba.

Arriba, la habitación estaba profusamente iluminada por las velas y cálida gracias al fuego. Resultaba un misterio de qué forma se las había arreglado Marthe para subir allí, cambiar docenas de velas y encenderlas para que todavía estuvieran ardiendo a la hora de acostarse, pero la habitación no tenía ni un solo enchufe eléctrico, de modo que me sentí doblemente agradecida por sus esfuerzos.

Mientras me cambiaba en el baño detrás de una puerta parcialmente cerrada, oí los planes de Edward para el día siguiente.

Estos incluían una larga caminata, otro largo paseo a caballo y más trabajo en el estudio.

Estuve de acuerdo con todo, siempre que el trabajo ocupara el primer lugar. El manuscrito de alquimia me estaba llamando y yo estaba ansiosa por estudiarlo más profundamente.

Subí a la enorme cama con dosel de Edward y él ajustó las sábanas alrededor de mi cuerpo antes de apagar las velas con los dedos.

Cántame algo —dije, observando sus largos dedos que se movían sin temor sobre las llamas—. Una canción antigua..., una que le guste a Marthe. La pícara preferencia de ella por las canciones de amor no me había pasado inadvertida.

Guardo silencio durante algunos momentos mientras camina por la habitación, apagando las velas y arrastrando sombras detrás de él a medida que la habitación se iba oscureciendo. Empezó a cantar con su rica voz de barítono:

 

Ni muer ni viu ni no guaris,

ni mal nom sent e si Tai gran,

quar des'amor no suy devis.

Ni no sai si ja n'aurai ni quan,

qu'en lieys es tota le mercés

que-m pot sorzer o decaer.

 

La canción estaba llena de anhelos y exhalaba tristeza. Cuando regresó a mi lado, la canción había terminado. Edward dejó una vela encendida junto a la cama.

¿Qué significa la letra? —busqué su mano.

«Ni morir, ni vivir, ni curar, no hay dolor en mi enfermedad, porque no estoy lejos de su amor». —Se inclinó sobre mí y me besó en la frente—. «No sé si alguna vez lo tendré, pues toda la piedad que me hace crecer o decaer está en su poder».

¿Quién escribió eso? —quise saber, impresionada por lo apropiado de las palabras cuando eran cantadas por un vampiro.

Mi padre lo escribió para Esme. Aunque otra persona se llevó la fama —explicó Edward con sus ojos brillantes y una amplia y satisfecha sonrisa. Tarareó la canción entre dientes mientras bajaba. Permanecí acostada en su cama, sola, con la mirada fija en la última vela hasta que se consumió por completo.

 

 

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