EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151980
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 54: CAPÍTULO 54

Capítulo 11

 

Reúnete conmigo en el almacén de heno cuando vuelvas del pueblo.

Carlisle, que había retomado el irritante hábito de aparecer y desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, se presentó ante nosotros en la biblioteca.

Levanté la vista del libro y fruncí el ceño.

—¿Qué hay en el almacén de heno?

—Heno. —Las revelaciones de Edward en la iglesia habían hecho que estuviera aún más inquieto e irascible—.

Le estoy escribiendo al nuevo papa, padre. Alain me ha dicho que el cónclave anunciará hoy que el pobre Niccolò ha sido elegido a pesar de suplicar que le ahorraran la carga del oficio. ¿Qué son los deseos de un hombre comparadas

con las aspiraciones de Felipe de España y Carlisle de Cullen?

Carlisle alargó la mano hacia el cinturón. Se oyó una sonora palmada, procedente de donde se encontraba Edward. Este atrapó una daga entre las manos justo cuando la punta rozaba ya su esternón.

—Su santidad puede esperar —dijo Carlisle, valorando la posición del arma—. Debería haberme dirigido a Bella.

Habrías sido más rápido.

—Perdona que te arruine el juego —replicó Edward, con gélida ira—. Hace tiempo que nadie me lanza un cuchillo. Me temo que he perdido la práctica.

—Si no estás en el granero antes de que el reloj marque las dos, vendré a buscarte. Y traeré algo más que esta daga.

—Dicho eso, se la arrebató a Edward de las manos y bramó llamando a Alain, que estaba justo detrás de él—.

Nadie debe ir al granero de abajo hasta que yo diga lo contrario —dijo Carlisle, mientras volvía a envainar el arma en la funda de cuero.

—Ya lo había captado, sieur.

Aquello era lo más cercano a un reproche que Alain jamás había sido capaz de pronunciar.

—Estoy harta de vivir con tanta testosterona. Poco me importa lo que Esme piense de las brujas, me gustaría que estuviera aquí. Y antes de que preguntéis qué es la testosterona: sois vos —dije, señalando con el dedo a

Carlisle—. Y vuestro hijo no es mucho mejor.

—¿Compañía de mujeres, eh? —Carlisle se tiró de la barba y miró a Edward, calculando abiertamente cuánto más podía presionar a su hijo—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Mientras esperamos a que la bruja de Bella llegue de Lyon, deberíamos enviársela a Margot para que le enseñe cómo debe comportarse una verdadera mujer francesa.

—Lo que Rose y Margot hacen en Usson es peor que cualquier cosa que hayan hecho en París. Esa mujer no es un modelo apropiado para nadie, y mucho menos para mi esposa —le dijo Edward a su padre con una mirada

fulminante—. A menos que sean más cuidadosos, la gente acabará enterándose de que el carísimo asesinato de Louis meticulosamente planeado fue una farsa.

—Para estar casado con una bruja, juzgas con celeridad las pasiones de los demás, Edward. Louis es tu hermano.

«Dios nos asista, otro hermano».

—¿Pasiones? —Edward enarcó una ceja—. ¿Así llamas a llevarse una retahíla de hombres y mujeres a la cama?

—Hay innumerables maneras de amar. Lo que Margot y Louis hagan no es asunto tuyo. La sangre de Esme corre por las venas de Louis y él siempre tendrá mi lealtad; al igual que tú, a pesar de tus propias y considerables

transgresiones.

Carlisle desapareció con un movimiento borroso.

—¿Cuántos De Cullen hay? ¿Y por qué todos tenéis que ser hombres? —pregunté, cuando se volvió a hacer el silencio.

—Porque las hijas de Carlisle eran tan aterradoras que celebramos un consejo familiar y le rogamos que dejara de hacerlas. Stasia es capaz de arrancar la pintura de las paredes con solo mirarlas y Verin hace que ella parezca dócil. En cuanto a Freyja… Bueno, Carlisle le puso el nombre de la diosa escandinava de la guerra por alguna razón.

—Tienen una pinta maravillosa —afirmé, antes de darle un fugaz beso en la mejilla—. Ya me hablarás de ellas más tarde. Estaré en la cocina, intentando tapar las fugas de esa caldera agujereada a la que Marthe llama alambique.

—Puedo echarle un vistazo, si quieres. Tengo buena mano con el instrumental de laboratorio —se ofreció Edward. Estaba deseando hacer algo que lo mantuviera alejado de Carlisle y el misterioso almacén de heno. Yo lo entendía, pero no había manera de evitar a su padre.

Carlisle simplemente invadiría mi bodega para importunarlo allí.

—No es necesario —dije por encima del hombro mientras me iba—. Todo está bajo control.

Pero resultó que nada lo estaba. Mis niños de los fuelles, de ocho años, habían dejado que se apagara el fuego, pero no sin antes permitir que las llamas crecieran demasiado y crearan un denso residuo negro en la base del

aparato de destilación. Hice algunas anotaciones en los márgenes de uno de los libros de alquimia de los De Cullen sobre lo que había salido mal y cómo solucionarlo, mientras Thomas, el más fiable de mis dos jóvenes ayudantes, avivaba el fuego. No era la primera vez que hacía uso de los amplios y limpios márgenes del libro y algunos de los anteriores garabatos habían resultado

bastante útiles. Puede que, llegado el momento, los míos también lo fueran.

Étienne, mi otro ayudante descarriado, entró corriendo en la habitación, susurró algo al oído de su compañero y recibió algo brillante a cambio.

Milord encore —le respondió el niño en un murmullo.

—¿Qué estáis apostando, Thomas? —pregunté. Ambos se me quedaron mirando inexpresivamente y se encogieron de hombros. Había algo en su estudiada inocencia que me hizo temer por la integridad de Edward—. El almacén de heno. ¿Dónde está? —dije, arrancándome el delantal.

Muy a regañadientes, Thomas y Étienne me llevaron por la puerta principal del castillo hacia una estructura de madera y piedra que tenía un tejado considerablemente inclinado. Una rampa ascendía hacia las anchas puertas con barrotes de la entrada, pero los niños señalaron una escalera apoyada contra el extremo más lejano. Los travesaños se perdían en la fragante oscuridad.

Thomas fue el primero en subir, haciendo gestos con las manos para que no hiciéramos ruido e implorándome que guardara silencio con contorsiones faciales dignas de un actor de película muda. Étienne sujetó la escalera mientras yo subía y el herrero del pueblo me arrastró hacia el

polvoriento altillo.

Mi aparición fue recibida con interés, aunque no con sorpresa, por la mitad de los empleados de Sept-Tours. Me había parecido extraño que hubiera solo un guarda de servicio en la puerta principal. El resto de ellos estaban

allí, junto con Catrine, su hermana mayor, Jehanne, la mayoría de los empleados de la cocina, el herrero y los mozos de cuadra.

Un zumbido ligeramente agudo, diferente a cualquier cosa que hubiera oído antes, captó mi atención. El agudo repiqueteo y el entrechocar de metales eran más reconocibles. Edward y su padre se habían dejado de palabrería y habían pasado a la lucha armada. Levanté una mano para ahogar un grito cuando la punta de la espada de Carlisle atravesó el hombro de Edward. Diagonales de sangre cubrían sus camisas, bombachos y calzas. Era obvio

que llevaban luchando un buen rato y que aquello no era ningún enfrentamiento amistoso de esgrima.

Alain y Pierre estaban de pie, en silencio, pegados a la pared del fondo. A su alrededor, el suelo parecía un alfiletero, erizado con una serie de armas descartadas clavadas en el suelo de tierra prensada. Los dos sirvientes

de los De Cullen eran perfectamente conscientes de lo que pasaba a su alrededor, hasta de mi llegada. Levantaron la vista una fracción de segundo hacia el altillo y se miraron, preocupados. Edward era totalmente ajeno a ello.

Estaba de espaldas a mí y el resto de fuertes olores del granero disfrazaban mi presencia. Carlisle, que estaba frente a mí, también parecía ignorarlo, o no le importaba.

La hoja de Edward atravesó directamente el brazo de su padre. Cuando este hizo un gesto de dolor, su hijo esbozó una sonrisa burlona.

—No consideres doloroso lo que es bueno para ti — murmuró Edward.

—Nunca debí enseñarte griego… ni inglés. Tus conocimientos de ambas lenguas me han ocasionado infinidad de problemas —respondió Carlisle,

imperturbable, mientras liberaba el brazo del estoque.

Las espadas entrechocaban, colisionaban con sonidos metálicos y giraban. Edward tenía una ligera ventaja de peso y el hecho de que tuviera los brazos y las piernas más largos aumentaba su radio de alcance y la envergadura de sus embestidas. Estaba luchando con una larga espada estrecha y afilada que a veces manejaba con una mano y a veces con dos. Movía constantemente la empuñadura en la mano para contrarrestar los movimientos de su padre. Pero Carlisle tenía más fuerza y asestaba duras estocadas con una espada más corta que blandía fácilmente con una sola

mano. Carlisle también llevaba un escudo redondo, que usaba para desviar los golpes de Edward. Si Edward había hecho uso de tal ventaja defensiva, ya no la tenía. Aunque los dos hombres estaban al mismo nivel físico, su estilo a

la hora de luchar era totalmente diferente. Carlisle se estaba divirtiendo y no dejaba de hacer comentarios mientras se enfrentaban. Edward, por su parte, permanecía prácticamente en silencio y concentrado, sin dar muestras, más que por el movimiento de una ceja, de que estaba escuchando lo que su padre decía.

—He estado pensando en Bella. Ni la tierra ni el océano crean criaturas más salvajes y monstruosas que las mujeres —dijo Carlisle, pesaroso.

Edward arremetió contra él y su espada zumbó a una velocidad increíble dibujando un amplio arco hacia el cuello de su padre. Parpadeé y, en esa fracción de segundo, Carlisle se las arregló para ocultarse tras el estoque.

Reapareció al otro lado de Edward rebanándole la pantorrilla a su hijo.

—Tu técnica está descontrolada esta mañana. ¿Algo va mal? —preguntó Carlisle. Aquella pregunta tan directa atrajo la atención de su hijo.

—Dios santo, eres imposible. Sí. Algo va mal —dijo Edward con los dientes apretados. Se balanceó de nuevo y la espada rebotó en el escudo que Carlisle levantó rápidamente—. Tus constantes intromisiones me están

volviendo loco.

—Aquellos a quienes los dioses desean destruir son los primeros en volverse locos. —Las palabras de Carlisle hicieron vacilar a Edward. Carlisle se aprovechó del traspié y le dio un golpe en la espalda con la espada plana.

Edward maldijo.

—¿Ya has revelado tus mejores trucos? —le preguntó a su padre, desafiándolo. Entonces me vio.

Lo que sucedió después tuvo lugar en un abrir y cerrar de ojos. Edward empezó a levantarse de la posición de ataque en la que estaba agachado sin dejar de mirar hacia el altillo del henar, donde yo me encontraba. La espada de Carlisle cayó, dibujó un círculo y le arrancó la espada de la mano a

Edward. Con ambas espadas en su poder, Carlisle tiró una contra la pared y situó la otra a la altura de la yugular de Edward.

—Te he enseñado a hacerlo mejor, Edward. No piensas. No parpadeas. No respiras. Cuando luchas por sobrevivir, lo único que haces es reaccionar. —Carlisle alzó la voz—. Ven aquí, Bella.

El herrero me ayudó con pesar a acceder a otra escalera.

«La que os espera», insinuaba su expresión. Aterricé en el suelo detrás de Carlisle.

—¿Has perdido por culpa de ella? —preguntó este, presionando la espada contra el cuerpo de su hijo hasta que apareció un oscuro hilo de sangre.

—No sé a qué te refieres. Déjame ir. —Alguna extraña emoción se apoderó de Edward. Sus ojos se oscurecieron y agarró de un zarpazo a su padre por el pecho. Di un paso hacia él.

Un brillante objeto voló hacia mí con un silbido, deslizándose entre mi brazo izquierdo y mi torso. Carlisle me había lanzado un arma sin apenas volverse para comprobar el objetivo, aunque ni siquiera me había rozado.

La daga me clavó la manga a uno de los travesaños de la escalera y, cuando me solté el brazo, la tela se rasgó por encima del codo, dejando a la vista la cicatriz irregular.

—A eso me refiero. ¿Le quitaste el ojo de encima a tu oponente? ¿Fue así como estuviste a punto de morir, y Bella contigo? —Carlisle estaba más enfadado de lo que jamás lo había visto.

La atención de Edward se fijó de nuevo fugazmente en mí. No duró más de un segundo, pero fue el tiempo suficiente para que Carlisle cogiera otra daga que llevaba oculta en la bota. La hundió en la carne del muslo de

Edward.

—Presta atención al hombre que te apunta con la espada a la garganta. Si no lo haces, ella está muerta. —Luego, Carlisle se dirigió a mí sin volverse—. En cuanto a ti, Bella, aléjate de Edward cuando está luchando.

Edward alzó la vista hacia su padre con los negros ojos brillando de desesperación, mientras se le dilataban las pupilas. Ya había visto antes aquella reacción, y solía significar que estaba perdiendo el control.

—Suéltame. Necesito estar con ella. Por favor.

—Lo que necesitas es dejar de mirar atrás y aceptar lo que eres: un guerrero manjasang con responsabilidades hacia su familia. Cuando pusiste el anillo de tu madre en el dedo de Bella, ¿te tomaste tu tiempo para reflexionar sobre las promesas que implicaba? —dijo Carlisle, en voz

cada vez más alta.

—Toda mi vida y el final de la misma. Y una advertencia para recordar el pasado.

Edward intentó darle una patada a su padre, pero Carlisle anticipó el movimiento y bajó la mano para girar el cuchillo que continuaba hundido en la pierna de su hijo.

Edward siseó de dolor.

—Siempre te acompaña la oscuridad, nunca la luz —dijo Carlisle, antes de soltar una imprecación. Luego dejó caer la espada y le dio una patada para dejarla fuera del alcance de Edward, mientras apretaba los dedos alrededor del cuello de su hijo—. ¿Veis sus ojos, Bella?

—Sí —susurré.

—Dad un paso más hacia mí.

Cuando lo hice, Edward empezó a retorcerse, como si su padre estuviera ejerciendo una presión demoledora sobre su tráquea. Grité y la refriega empeoró.

—Edward tiene rabia de sangre. Nosotros, los manjasang, estamos más cerca de la naturaleza que el resto de las criaturas; somos puros depredadores, no importa cuántas lenguas hablemos o la delicadeza de

nuestras ropas. El lobo que hay en él está intentando liberarse para poder matar.

—¿Rabia de sangre? —pregunté, en un susurro.

—No todos los de nuestra especie somos propensos a ello. La enfermedad está en la sangre de Esme, pasó de su hacedora a sus hijos. Esme y Louis se libraron, pero Edward y Rose no. Y el hijo de Edward, Benjamin, también sufre la dolencia.

Aunque no sabía nada de ese hijo, Edward me había contado historias espeluznantes sobre Rose. Esa misma tendencia al exceso, de transmisión sanguínea, se encontraba también en la sangre de Edward… y podría

contagiar a cualquiera de los hijos que pudiéramos tener.

Justo cuando creía que conocía todos los secretos que alejaban a Edward de mi cama, allí había otro: el temor a aquella enfermedad hereditaria.

—¿Qué es lo que la desencadena? —dije, obligando a aquellas palabras a superar la tirantez de mi garganta.

—Muchas cosas, y es peor cuando está cansado o hambriento. Edward no es dueño de sí mismo cuando la rabia lo invade, y puede hacerle actuar contra su propia naturaleza.

«Eleanor. ¿Podría ser que fuera así como había muerto uno de los grandes amores de Edward, atrapada entre un Edward rabioso y un Emmett en Jerusalén?». Las repetidas advertencias que me hacía sobre su posesividad y el peligro que podría significar ya no parecían vanas. Al igual que mis ataques de pánico, aquello era una reacción fisiológica que Edward nunca sería capaz de controlar por completo.

—¿Es por eso por lo que le ordenasteis bajar aquí hoy?

¿Para obligarle a mostrar sus puntos débiles al mundo? — le pregunté furiosa a Carlisle—. ¿Cómo habéis podido hacerlo? ¡Sois su padre!

—Somos una raza traicionera. Puede que un día me vuelva contra él. —Carlisle se encogió de hombros—. O podría volverme contra vos, bruja.

Al oír aquello, Edward invirtió los roles y empezó a empujar a Carlisle hacia la pared del fondo. Antes de que pudiera sacar ventaja, Carlisle lo agarró por el cuello.

Ambos permanecieron de pie, nariz con nariz.

—Edward —dijo Carlisle secamente.

Su hijo continuaba empujando y su humanidad había desaparecido. El único deseo de Edward era vencer a su oponente, o matarlo si así debía ser. Había habido momentos en nuestra breve relación en que las aterradoras

leyendas humanas sobre los vampiros tenían sentido, y aquel era uno de ellos. Pero yo quería que mi Edward regresara. Di un paso hacia él, pero solo conseguí que su rabia aumentara.

—No os acerquéis más, Bella.

—No queréis hacer eso, milord —dijo Pierre, aproximándose a su señor. Extendió un brazo. Oí un chasquido y observé cómo el brazo del sirviente caía inútil a un lado con el hombro y el codo rotos, además de ver

manar sangre de una herida que tenía en el cuello. Pierre hizo un gesto de dolor, mientras levantaba los dedos para presionar el salvaje mordisco.

—¡Edward! —grité.

Fue lo peor que pude haber hecho. Al oír mi angustia, se

volvió más salvaje. Ahora Pierre no era más que un obstáculo para él. Edward lo lanzó al otro lado de la estancia, donde chocó contra la pared del almacén de heno, todo ello sin dejar de apretar con una mano el cuello de su

padre.

—Silencio, Bella. Edward está más allá de los límites de la razón. ¡Edward! —Carlisle ladró su nombre.

Edward dejó de intentar empujar a su padre para alejarlo de mí, aunque no lo soltó—. Sé lo que has hecho. —

Carlisle esperó a que Edward se diera cuenta de lo que estaba diciendo—. ¿Me oyes, Edward? Conozco mi futuro. Habrías contenido la rabia si hubieras podido.

Carlisle había deducido que su hijo lo había matado, pero no cómo ni por qué. La única explicación que podía encontrar era la enfermedad de Edward.

—No lo sabes —dijo Edward, paralizado—. No es posible. —Te comportas como siempre que te lamentas de un asesinato: pareces culpable, furtivo y distraído —dijo Carlisle—. Te absolvo, Edward.

—Me llevaré a bella —dijo Edward con súbita lucidez —. Continuemos nosotros, Carlisle.

—No. Nos enfrentaremos a ello juntos, los tres —dijo Carlisle, con el rostro rebosante de compasión. Estaba equivocada. Carlisle no estaba intentando acabar con Edward, sino con su sentimiento de culpa. Carlisle no le había fallado a su hijo, después de todo.

—¡No! —gritó Edward, intentando zafarse de él. Pero Carlisle era más fuerte.

—Te perdono —repitió su padre, rodeando a su hijo con los brazos en un feroz abrazo—. Te perdono. Edward se estremeció una vez, su cuerpo tembló de la cabeza a los pies y luego se quedó sin vida, como si algún

espíritu maligno lo hubiera abandonado.

Je suis désolé —susurró, arrastrando las palabras emocionado—. Lo siento mucho.

—Y yo te he perdonado. Ahora debes dejarlo atrás. — Carlisle soltó a su hijo y me miró—. Acercaos a él, Bella, sed precavida. Continúa sin ser él mismo.

Ignoré a Carlisle y fui rápidamente hacia Edward. Él me estrechó entre sus brazos y respiró mi aroma como si este tuviera la fuerza que lo sustentaba. Pierre avanzó, también, con el brazo ya curado. Le tendió a Edward un

paño para las manos, que tenía manchadas de sangre. La feroz mirada de Edward mantenía a su sirviente a varios pasos de distancia, mientras el paño blanco ondeaba como una bandera de rendición. Carlisle retrocedió unos cuantos pasos y Edward clavó los ojos en aquel repentino movimiento.

—Son tu padre y Pierre —dije, tomando el rostro de Edward entre las manos. Paulatinamente, el negro de sus ojos se fue retrayendo mientras el anillo de un iris verde oscuro aparecía primero, luego un trozo de gris y luego el característico verde  que bordeaba la pupila.

—Dios santo. —Edward parecía disgustado. Me cogió las manos y las apartó de su cara—. Hacía siglos que no perdía así el control.

—Estás débil, Edward, y tienes la rabia de sangre demasiado a flor de piel. Si la Congregación cuestionara tu derecho a estar con Bella y respondieras así, estarías perdido. No podemos dejar que quepa la menor duda de que

se trata de una De Cullen. —Carlisle se pasó el pulgar ostensiblemente por los dientes de abajo. De la herida brotó una sangre de color púrpura oscuro—. Ven aquí, hija.

—¡Carlisle! —Edward me hizo retroceder, anonadado

—. ¡Tú nunca…!

—«Nunca» es demasiado tiempo. No finjas saber más de mí que de ti, Edward. —Carlisle me observó con seriedad—. No hay nada que temer, Bella. —Miré a Edward para asegurarme de que aquello no iba a dar lugar a un nuevo brote de rabia.

—Ve con él.

Edward me soltó, mientras las criaturas del altillo observaban fascinados.

—Los manjasang crean familias por medio de la muerte y la sangre —dijo Carlisle cuando me personé ante él. Sus palabras hicieron vibrar de miedo mis huesos instintivamente. Emborronó el pulgar dibujando una curva

que comenzaba en el centro de la frente, cerca del nacimiento del pelo, me pasaba por la sien y terminaba en la ceja—. Con esta marca has muerto, eres una sombra entre los vivos sin clan ni familia. —El pulgar de Carlisle regresó al lugar donde había empezado y trazó el reflejó de la marca en el otro lado, finalizando entre mis cejas. Mi tercer ojo de bruja hormigueó al notar la fría sensación de la sangre del vampiro—. Con esta marca has renacido, eres

mi hija por un juramento de sangre y por siempre serás miembro de mi familia.

Los almacenes de heno también tenían esquinas. Las palabras de Carlisle las encendieron con trémulas hebras de color —no solo azules y ambarinas, sino también verdes y doradas—. El sonido que emitían los hilos se levantaron

en un suave lamento de protesta. Después de todo, otra familia me esperaba en otra época. Pero los murmullos de aprobación que se oyeron en el granero pronto ahogaron aquel sonido. Carlisle alzó la vista hacia el altillo como si,

por primera vez, se hubiera percatado de que tenía espectadores.

—En cuanto a vosotros…, madame tiene enemigos.

¿Quién está dispuesto a defenderla cuando milord no pueda? —Aquellos que tenían algunos conocimientos de inglés tradujeron la pregunta a los demás.

Mais il est debout —protestó Thomas, señalando a Edward.

Carlisle se ocupó de Edward, que se había levantado, y, sujetando la pierna herida de su hijo por la rodilla, le hizo tumbarse de espaldas con un ruido sordo.

—¿Quién está con madame? —repitió Carlisle, presionando el cuello de Edward suavemente con la bota.

Moi.

Fue Catrine, mi asistenta y doncella daimónica, la primera en hablar.

Moi aussi —manifestó Jehanne, quien, aunque era mayor que ella, seguía a su hermana adondequiera que fuera.

Una vez que las chicas hubieron declarado su lealtad, Thomas y Étienne unieron su suerte a la mía, al igual que el herrero y Chef, que había aparecido en el altillo con un cesto de guisantes secos. Este miró a sus ayudantes, que accedieron también a regañadientes.

—Los enemigos de madame llegarán sin avisar, así que debéis estar preparados. Catrine y Jehanne los distraerán.

Thomas mentirá. —Los adultos se rieron con complicidad —. Étienne, tú debes ir corriendo a buscar ayuda, preferiblemente a milord. En cuanto a ti, ya sabes qué hacer —le dijo Carlisle a Edward en tono grave.

—¿Y mi función? —pregunté.

—Pensar, como has hecho hoy. Pensar… y sobrevivir.

—Dicho aquello, Carlisle dio unas palmadas—. Basta de diversión. Volved al trabajo.

Entre quejas bienintencionadas, la gente del altillo del heno se dispersó para reanudar sus tareas. Con un movimiento de cabeza, Carlisle envió a Alain y a Pierre tras ellos. Carlisle los siguió y se quitó la camisa mientras

se iba. Curiosamente, volvió y arrojó la prenda arrugada a mis pies. Acurrucado en ella, había un copo de nieve.

—Ocúpate de la herida que tiene en la pierna y de la de encima del riñón, que es más profunda de lo que hubiera deseado —me ordenó Carlisle. Luego, él también desapareció.

Edward se puso de rodillas y empezó a temblar. Lo agarré por la cintura y lo tumbé suavemente en el suelo.

Edward intentó zafarse y estrecharme entre sus brazos.

—No seas terco —dije—, no necesito consuelo. Deja que yo te cuide a ti por una vez.

Inspeccioné las heridas, empezando por las que Carlisle había señalado. Con la ayuda de Edward, retiré las calzas desgarradas de la herida del muslo. La daga había penetrado profundamente, pero el corte ya se estaba cerrando gracias a las propiedades curativas de la sangre de los vampiros. De todos modos, puse una bola de nieve alrededor: Edward me había asegurado que eso ayudaría, aunque su carne exhausta no estaba mucho más tibia. La herida del riñón también se estaba curando, pero el cardenal que la rodeaba me llevó a compadecerme y a hacer un gesto de dolor.

—Creo que sobrevivirás —dije, mientras ponía una última bola de nieve en su sitio, bajo su costado izquierdo.

Le aparté el pelo de la frente con una caricia. Una mancha de sangre medio seca que tenía al lado del ojo había capturado algunos mechones negros. Dulcemente, los liberé.

—Gracias, mon coeur. Ya que me estás limpiando, ¿te importaría que te devolviera el favor y te quitara la sangre de Carlisle de la frente? —Edward parecía avergonzado —. Es por el olor, ¿sabes? No me gusta que huelas a él.

Temía que regresara la rabia de sangre. Yo misma me froté la piel y mis dedos salieron teñidos de negro y rojo.

—Debo de parecer una sacerdotisa pagana.

—Sí, más que habitualmente. —Edward cogió un poco de la nieve que tenía en el muslo y la usó junto con el dobladillo de su camisa para retirar el rastro que quedaba de mi adopción.

—Háblame de Benjamin —dije, mientras me limpiaba la cara.—

Convertí a Benjamin en vampiro en Jerusalén. Le di mi sangre con la intención de salvarle la vida. Pero al hacerlo lo despojé de la razón. Y también del alma.

—¿Y tiene tu tendencia a la rabia?

—¡Tendencia! Parece que hablas de tener la tensión alta.

—Edward sacudió la cabeza, sorprendido—. Ven. Te congelarás si te quedas ahí más tiempo.

Lentamente, regresamos al palacete cogidos de la mano.

Por una vez, ninguno de nosotros se preocupó por quién estaría mirando o por lo que pensarían si lo hicieran.

La nieve estaba cayendo y hacía que el adusto paisaje invernal moteado volviera a parecer suave. Levanté la vista hacia Edward bajo la luz que se iba apagando y vi a su padre una vez más en los duros rasgos de su rostro y en la manera en que sus hombros se combaban bajo las cargas que soportaban.

Al día siguiente era la fiesta de San Nicolás y el sol brillaba sobre la nieve que había caído esa semana. El palacete se había animado considerablemente con aquel clima más benévolo, aunque todavía era Adviento, un período sombrío de reflexión y oración. Tarareando entre dientes, me dirigí a la biblioteca para recuperar mi alijo de libros de alquimia.

Aunque llevaba unos cuantos a la bodega cada día, tenía cuidado de devolverlos. Había dos hombres hablando dentro de la sala llena de libros. Reconocí el tono tranquilo, casi perezoso, de Carlisle. El otro no me

resultaba familiar. Abrí la puerta.

—Ya está aquí —dijo Carlisle mientras entraba. El hombre que estaba con él se volvió y la piel me hormigueó.

—Me temo que su francés no es demasiado bueno y su latín es aún peor —dijo Carlisle, excusándose—. ¿Habláis inglés?

—Lo suficiente —respondió el brujo. Sus ojos recorrieron mi cuerpo e hicieron hormiguear mi piel—. La muchacha parece gozar de buena salud, pero no debería estar aquí entre vuestra gente, sieur.

—Con gusto me libraría de ella, monsieur Champier, pero no tiene ningún sitio adonde ir y necesita la ayuda de un hermano brujo. Por eso os he hecho llamar. Venid, madame Masen —dijo Carlisle, mientras me hacía un gesto para que me acercara.

Cuanto más cerca estaba, más incómoda me sentía. El aire parecía estar saturado, rebosante de una corriente casi eléctrica. El ambiente estaba tan cargado que casi esperaba oír un trueno. James Knox me había invadido la mente y Jane me había infligido un gran dolor en La Pierre, pero ese brujo era diferente y, en cierto modo, incluso más peligroso. Pasé rápidamente por delante de este y miré a Carlisle, exigiéndole una explicación sin mediar palabra.

—Este es André Champier —me dijo—. Es tipógrafo y vive en Lyon. Tal vez hayáis oído hablar de su primo, el apreciado físico que lamentablemente ya ha abandonado este mundo y no podrá compartir sus conocimientos sobre

asuntos filosóficos y médicos.

—No —susurré. Miré a Carlisle, con la esperanza de que me diera alguna pista de lo que esperaba que hiciera—.

Creo que no.

Champier inclinó la cabeza para agradecer los cumplidos de Carlisle.

—No llegué a conocer a mi primo, sieur, dado que falleció antes de que yo naciera. Pero es un placer oíros hablar de él con tanto respeto. —Teniendo en cuenta que el tipógrafo parecía al menos veinte años mayor que Carlisle,

debía de saber que los De Cullen eran vampiros.

—Era un gran estudioso de la magia, como vos. —El comentario de Carlisle era típicamente natural, lo que impedía que sonara obsequioso. Me lo explicaba a mí—.

Este es el brujo al que mandé llamar poco después de vuestra llegada, creyendo que podría ser capaz de ayudarnos a resolver el misterio de vuestra magia. Asegura haber sentido vuestro poder cuando se encontraba a cierta distancia de Sept-Tours.

—Aunque al parecer el instinto me ha fallado — murmuró Champier—. Ahora que estoy con ella, después de todo no parece que tenga demasiado poder. Puede que no sea la bruja inglesa de la que habla la gente en Limoges.

—¿En Limoges, eh? Qué extraordinario que las noticias sobre ella viajen tan lejos y tan rápido. Pero madame Masen es, afortunadamente, la única inglesa errante que hemos tenido que acoger, monsieur Champier. —Los

hoyuelos de Carlisle hicieron acto de presencia un instante mientras se servía un poco de vino—. Ya es suficientemente penoso que el país esté plagado en esta época del año de vagabundos franceses como para que nos

invadan también los extranjeros.

—Las guerras han expulsado a muchos de ellos de sus hogares.

Champier tenía un ojo azul y otro marrón. Era una señal de que se trataba de un poderoso vidente. El brujo tenía una fuerte energía que se alimentaba del poder latente en la atmósfera que lo rodeaba. Instintivamente, di un paso atrás.

—¿Es eso lo que os ha sucedido, madame?

—Quién sabe qué horrores habrá visto o vivido —dijo Carlisle, encogiéndose de hombros—. Su esposo llevaba diez días muerto cuando la encontramos en una granja aislada. Madame Masen podría haber caído en las garras

de todo tipo de depredadores. —El mayor de los De Cullen tenía tanto talento para inventar biografías como su hijo o como Christopher Marlowe.

—Descubriré lo que le ha sucedido. Dadme la mano. —

Como no le hice caso al momento, Champier se impacientó. Entonces chascó los dedos y mi brazo izquierdo salió disparado hacia él. Un pánico agudo y

amargo me invadió mientras me agarraba la mano. Acarició la piel de la palma, avanzando con parsimonia sobre cada dedo en una íntima búsqueda de información. El estómago me dio un vuelco.

—¿Su piel os permite conocer sus secretos? —preguntó Carlisle con voz solo de ligera curiosidad, aunque le vibraba un músculo en el cuello.

—La piel de una bruja puede leerse como un libro. —

Champier frunció el ceño y se llevó los dedos a la nariz.

Olisqueó. Puso mala cara—. Lleva demasiado tiempo entre manjasang. ¿Quién se ha estado alimentando de ella?

—Eso está prohibido —dijo Carlisle con voz aterciopelada—. Nadie en mi hogar ha derramado la sangre de la muchacha, ni gratuitamente ni para sustentarse.

—Los manjasang pueden leer la sangre de una criatura con la misma facilidad que yo puedo leer su piel. —

Champier me tiró del brazo y me subió la manga, rompiendo el fino cordón que sujetaba el puño a la muñeca —. ¿Lo veis? Alguien ha estado disfrutando de ella. No soy el único que desea saber más de esta bruja inglesa.

Carlisle se inclinó para inspeccionar más de cerca el codo expuesto y noté su aliento como una nube fría sobre la piel. Mi pulso bombeaba un tatuaje de alarma. ¿Qué pretendía Carlisle? ¿Por qué el padre de Edward no paraba

aquello?

—La herida es demasiado antigua como para que se la hayan hecho aquí. Como ya he dicho, solo lleva en Saint- Lucien una semana.

«Pensar. Sobrevivir». Repetí las instrucciones que Carlisle me había dado el día anterior.

—¿Quién os ha robado la sangre, hermana? —preguntó Champier.

—Es un corte de un cuchillo —dije, vacilante—. Me lo hice yo misma.

No es que fuera mentira, pero tampoco era toda la verdad. Recé para que la diosa lo pasara por alto. Mis plegarias no fueron atendidas.

Madame Masen me está ocultando algo… y también a vos, creo. Debo informar de ello a la Congregación. Es mi deber, sieur. —Champier miró expectante a Carlisle.

—Desde luego —murmuró este—. No me interpondría entre vos y vuestra obligación ni en sueños. Me gustaría servir de ayuda.

—Si pudierais sujetarla, os lo agradecería. Debemos ahondar más para descubrir la verdad —dijo Champier—. A la mayoría de las criaturas el examen les parece doloroso e incluso aquellas que no tienen nada que ocultar se resisten instintivamente a que un brujo las toque.

Carlisle tiró de mí desembarazándome de Champier y me sentó bruscamente en su silla. Me puso una mano alrededor del cuello y la otra en la coronilla.

—¿Así?

—Eso es ideal, sieur. —Champier se puso de pie delante de mí, frunciendo el ceño al verme la frente—. Pero ¿qué es esto? —Sus dedos manchados de tinta me acariciaron la faz. Sentía sus manos como si fueran escalpelos. Me quejé y me retorcí.

—¿Por qué cuando la tocáis siente tanto dolor? — preguntó Carlisle.

—Es el acto de la lectura lo que lo inflige. Imaginad que es como extraer un diente —explicó Champier. Levantó los dedos un breve y dichoso momento—. Le extraeré los pensamientos y los secretos de raíz, en lugar de permitir

que supuren. Es más doloroso, pero no se deja nada en el tintero y proporciona una imagen más clara de lo que está intentando ocultar. Este es el gran beneficio de la magia y de una educación universitaria, ¿sabéis? La brujería y las artes tradicionales saben que las mujeres son zafias,

incluso supersticiosas. Mi magia es precisa.

—Un momento, monsieur. Debéis perdonar mi ignorancia. ¿Estáis diciendo que esta bruja no guardará recuerdo alguno de lo que le habéis hecho o del dolor que le habéis causado?

—En absoluto, salvo la sensación residual de haber perdido algo que en su día había tenido. —Los dedos de Champier continuaron acariciándome la frente. Frunció el ceño—. Pero esto es muy extraño. ¿Por qué habrá puesto

aquí su sangre un manjasang?

El hecho de ser adoptada por el clan de Carlisle era un recuerdo que no tenía ninguna intención de que Champier tuviera. Ni tampoco quería que curioseara entre las memorias que tenía de cuando enseñaba en Yale, de Sarah y Emily o de Edward. «Mis padres». Clavé los dedos en los

brazos de la silla mientras un vampiro me sostenía la cabeza y un brujo se disponía a hacer inventario y robarme los pensamientos. Aun así, ni un susurro de viento de bruja ni un destello de fuego de bruja acudieron en mi ayuda. Mi poder había enmudecido por completo.

—Fuisteis vos quien marcó a esta bruja —dijo Champier bruscamente, con mirada acusadora.

—Sí. —Carlisle no ofreció ningún tipo de explicación.

—Eso es realmente inadmisible, sieur. —Sus dedos

continuaron sondeando mi mente. Champier abrió los ojos, maravillado—. Pero esto es imposible. ¿Cómo va a ser una…? —Dio un respingo y bajó la cabeza hacia el pecho.

Una daga sobresalía entre dos de las costillas de Champier, mientras el filo permanecía profundamente clavado en su pecho. Yo rodeaba con fuerza la empuñadura con los dedos. Cuando intentó sacarla, yo la empujé más

aún. Al brujo empezaron a fallarle las rodillas.

—Déjalo, Bella —me ordenó Carlisle, al tiempo que

estiraba el brazo para abrirme la mano—. Va a morir y, cuando lo haga, caerá. No puedes levantar un peso muerto.

Pero yo no podía soltar la daga. El hombre seguía vivo y, mientras respirara, Champier podría arrebatarme lo que era mío.

Un rostro blanco de ojos negros apareció fugazmente por encima del hombro de Champier, antes de que una potente mano le arrancara la cabeza colgando hacia un lado con un crujido de huesos y tendones. Edward se apoderó del cuello del hombre y bebió, ansioso.

—¿Dónde estabas, Edward? —le espetó Carlisle—.

Debes actuar con rapidez. Bella lo atacó antes de que acabara de expresar lo que pensaba.

Mientras Edward bebía, Thomas y Étienne entraron a todo correr en la habitación, con una asombrada Catrine a remolque. Se detuvieron en seco, estupefactos. Alain y Pierre se quedaron parados en el vestíbulo con el herrero, Chef y los dos soldados que solían estar de pie al lado de la

puerta principal.

Vous avez bien fait —les aseguró Carlisle—. Todo ha acabado.

—Se suponía que tenía que pensar. —No sentía los dedos, pero al parecer tampoco podía separarlos aún de la daga.

—Y sobrevivir. Lo has hecho de forma admirable — replicó Carlisle.

—¿Está muerto? —pregunté con voz ronca.

Edward retiró la boca del cuello del brujo.

—Sin duda alguna —dijo Carlisle—. Bien, supongo que hay un entrometido calvinista menos por el que preocuparse. ¿Le había dicho a alguno de sus amigos que venía aquí?

—No que yo sepa —dijo Edward. Lentamente, sus ojos volvieron a ser grises mientras me observaba—. Bella. Mi amor. Déjame coger la daga. —En algún lugar distante, algo metálico cayó al suelo, seguido del golpe sordo de los

restos mortales de André Champier. Unas manos familiares agradablemente frías me sujetaron la barbilla.

—Descubrió algo de Bella que le sorprendió —dijo Carlisle.

—Ya lo he visto. Pero la daga le alcanzó el corazón antes de que pudiera descubrir qué era. —Edward me atrajo dulcemente hacia sus brazos. Los míos se habían quedado muertos y no ofrecí resistencia.

—No pensé, no fui capaz de pensar, Edward. Champier estaba a punto de robarme los recuerdos, de extraerlos de raíz. Los recuerdos son lo único que tengo de mis padres.

¿Y si llego a olvidar mis conocimientos de historia?

¿Cómo podría volver a casa y seguir dando clases después de eso?

—Hiciste lo correcto. —Edward tenía un brazo enroscado alrededor de mi cintura. Con el otro me rodeaba los hombros, estrechando una de mis mejillas contra su pecho—. ¿De dónde sacaste el cuchillo?

—De mi bota. Debió de ver cómo lo guardaba ahí ayer —replicó Carlisle.

—¿Lo ves? Estabas pensando, ma lionne. —Edward apretó los labios contra mi pelo—. ¿Qué demonios trajo a Champier a Saint-Lucien?

—Yo lo hice —respondió Carlisle.

—¿Nos has traicionado con Champier? —Edward se volvió hacia su padre—. ¡Es una de las criaturas más abominables de toda Francia!

—Necesito confiar en ella, Edward. Bella conoce demasiados secretos nuestros. Tenía que saber que podría mantenerlos a salvo, incluso de su propia gente. —Carlisle no parecía arrepentido—. Yo no corro riesgos con mi

familia.

—¿Y habrías detenido a Champier antes de que le robara los pensamientos? —preguntó Edward, con los ojos cada vez más negros.

—Depende.

—¿De qué? —preguntó Edward explotando y estrechándome con más fuerza.

—Si Champier hubiera llegado hace tres días, no habría interferido. Habría sido un asunto entre brujos y no merecería la pena para la hermandad.

—Habrías permitido que mi pareja sufriera. —El tono de Edward revelaba su incredulidad.

—Hasta ayer, habría sido responsabilidad tuya intervenir en defensa de tu pareja. En caso de que hubieras fallado, se demostraría que tu compromiso con la bruja no era lo que debería ser.

—¿Y hoy? —pregunté.

Carlisle me observó.

—Hoy eres mi hija. Por lo tanto, no, no habría permitido que el ataque de Champier llegara mucho más lejos. Pero no tuve la necesidad de hacer nada, Bella. Te salvaste tú misma.

—¿Por eso me convertisteis en vuestra hija? ¿Por qué Champier estaba en camino? —susurré.

—No. Tú y Edward sobrevivisteis a una prueba en la iglesia y a otra en el almacén de heno. El juramento de sangre ha sido simplemente el primer paso para convertirte en una De Cullen. Y ha llegado el momento de llegar hasta el final. —Carlisle se volvió hacia el segundo de a bordo—. Trae al cura, Alain, y dile a la gente del pueblo que se reúna en la iglesia el sábado. Milord se va a casar, con Biblia, cura y todo el pueblo de Saint-Lucien como testigo de la ceremonia. No quedará ningún cabo suelto en este casamiento.

—Lo he matado. —Solo para asegurarme de que el mensaje quedaba claro, señalé el cadáver del suelo.

—Alain, Pierre, por favor, llevaos a monsieur Champier.

Está alterando a madame. El resto tenéis demasiadas cosas que hacer para quedaros aquí papando moscas. —Carlisle esperó a que estuviéramos los tres solos antes de continuar.

—Recuerda bien lo que te digo, Bella: tu amor por mi hijo segará vidas. Algunos se sacrificarán. Otros morirán porque alguien debe hacerlo y en tu mano estará decidir si lo harás tú, ellos o alguien a quien amas. Por tanto, debes preguntarte lo siguiente: ¿qué importa quién aseste el golpe mortal? Si no lo haces tú, lo hará Edward. ¿Preferirías que fuera él quien cargara con el peso de la muerte de Champier sobre su conciencia?

—Por supuesto que no —aseguré al instante.

—¿Pierre, entonces? ¿O Thomas?

—¿Thomas? ¡Si solo es un niño! —protesté.

— E s e niño ha prometido interponerse entre tus enemigos y tú. ¿Has visto lo que llevaba en las manos? El atizador de la bodega. Thomas limó la punta metálica para convertirlo en un arma. Si tú no hubieras matado a Champier, ese niño se lo habría espetado en las tripas a la primera oportunidad.

—No somos animales, sino criaturas civilizadas — alegué—. Deberíamos ser capaces de hablar de esto y solucionar nuestras diferencias sin derramamiento de sangre.

—Una vez me senté a una mesa y hablé durante tres horas con un hombre: un rey. Sin duda, tú y muchos otros lo habrían considerado una criatura civilizada. Al final de la conversación, ordenó la muerte de miles de hombres, mujeres y niños. Las palabras matan tanto como las espadas.

—No está acostumbrada a nuestras maneras, Carlisle — le advirtió Edward.

—Pues entonces necesita habituarse. El momento de la diplomacia ha pasado.

Carlisle no alzó la voz en ningún momento y esta no perdió su habitual monotonía. Tal vez con Edward pudiera interpretar las señales, pero su padre todavía no había revelado nunca sus sentimientos más profundos.

—No se hable más. El sábado Edward y tú os desposaréis. Dado que eres mi hija de sangre además de por apellido, te casarás no solo como una buena cristiana, sino de una manera que honrará a mis ancestros y a sus dioses. Esta es la última oportunidad de decir no, Bella. Si lo has reconsiderado y ya no quieres a Edward ni la vida, y la muerte, que implica casarte con él, me aseguraré de que regreses sana y salva a Inglaterra.

Edward me alejó de él. Fue solo cuestión de centímetros, pero era mucho más simbólico que todo eso.

Incluso entonces me estaba dando la oportunidad de elegir, aunque él ya lo había hecho hacía tiempo. Y yo también.

—¿Quieres casarte conmigo, Edward? —Teniendo en cuenta que era una asesina, me pareció apropiado preguntarle.

Carlisle tosió como si se hubiera atragantado.

—Sí, Bella. Quiero casarme contigo. Ya lo he hecho, pero volveré a hacerlo gustoso para complacerte.

—Me bastaba con la primera vez. Esta es por tu padre.

Me resultaba imposible seguir pensando en el matrimonio cuando las piernas todavía me temblaban y el suelo estaba lleno de sangre.

—Entonces estamos todos de acuerdo. Acompaña a Bella a su habitación. Será mejor que se quede allí hasta que tengamos la certeza de que los amigos de Champier no andan cerca. —Carlisle se detuvo de camino a la puerta—.

Has encontrado una mujer digna de ti, con coraje y esperanza en abundancia, Edward.

—Lo sé —dijo Edward, cogiéndome de la mano.

—Y has de saber también esto: tú eres igualmente digno de ella. Deja de lamentarte por tu vida. Empieza a vivirla.

 

Capítulo 53: CAPÍTULO 53 Capítulo 55: CAPÍTULO 55

 


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