EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 8: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 8

 

Sinceramente, este coche es demasiado llamativo.

El pelo se enredaba entre mis dedos, siseando y soltándose mientras yo trataba de apartármelo de la cara.

Cullen estaba apoyado sobre un lateral de su Jaguar con aspecto pulcro y relajado. Incluso con sus prendas de yoga, de color gris y negro, como era de esperar, estaba inmaculado, aunque considerablemente menos formal que con la ropa que llevaba en la biblioteca.

Al contemplar las finas líneas del coche negro y al elegante vampiro, me sentí inexplicablemente irritada. No había tenido un buen día. La cinta transportadora de la biblioteca se había estropeado, y tardaron un tiempo interminable en ir a buscar mis manuscritos. Mi discurso de apertura seguía sin avanzar, y estaba empezando a mirar el calendario con preocupación, imaginando una sala llena de colegas que me acosaban con preguntas difíciles. Estábamos casi en el mes de octubre, y el discurso era en noviembre.

— ¿Crees que un utilitario sería un subterfugio mejor? —preguntó, extendiendo la mano para coger mi esterilla de yoga.

—No, realmente no. — Allí, de pie en el crepúsculo de otoño, no podía ser otra cosa que un vampiro; sin embargo, la creciente oleada de estudiantes y profesores pasaban junto a él sin volver ni siquiera la cabeza. Si ellos no podían intuir lo que era, ver lo que era, allí, al aire libre, el coche era algo irrelevante. La irritación creció bajo mi piel.

— ¿He hecho algo malo? —Sus ojos color gris verdoso estaban muy abiertos, con aire inocente. Abrió la puerta del vehículo y respiró hondo cuando me deslicé junto a él para subir.

Mi enfado estalló.

— ¿Estás olfateándome? —Después de lo ocurrido el día anterior sospechaba que mi cuerpo le estaba dando toda clase de información que yo no quería que él recibiera.

—No me tientes — murmuró, al cerrar la puerta conmigo dentro. El pelo de mi nuca se erizó ligeramente cuando la insinuación de sus palabras se hizo clara. Abrió con rapidez el maletero y metió allí mi esterilla.

El aire de la noche inundó el coche cuando el vampiro subió sin el menor esfuerzo visible ni incomodidad al doblar las rodillas. Frunció el ceño e hizo un gesto que indicaba compasión.

— ¿Un mal día?

Le dirigí una mirada fulminante. Cullen sabía exactamente cómo había sido mi día. El y Alice habían estado en la sala Duke Humphrey otra vez, manteniendo a las otras criaturas alejadas de mí alrededor. Cuando nos fuimos para cambiarnos de ropa para la clase de yoga, Alice se había quedado atrás para asegurarse de que no nos seguían una fila de daimones... o algo peor.

Cullen puso en marcha el coche y avanzó por la carretera de Woodstock sin hacer el menor intento de entablar conversación. Por allí sólo había casas.

— ¿Adónde vamos? —pregunté con desconfianza.

—A clase de yoga —respondió tranquilamente—. A juzgar por tu humor, yo diría que lo necesitas.

— ¿Y dónde es esa clase de yoga? —quise saber. Íbamos rumbo al campo, en dirección a Blenheim.

— ¿Has cambiado de idea? —La voz de Edward tenía un toque de exasperación—. ¿Te llevo de vuelta a la academia de High Street?

Me estremecí al recordar la clase tan poco estimulante de la noche anterior.

—No.

—Entonces, relájate. No te voy a raptar. Puede ser agradable dejar que otra persona tome las decisiones. Además, es una sorpresa.

—Hummm —replique. Encendió el equipo de música, y de los altavoces salió música clásica.

—Deja de pensar y escucha —sugirió—. Es imposible estar tenso con Mozart cerca.

Casi sin reconocerme a mí misma, me acomodé en mi asiento con un suspiro y cerré los ojos. El movimiento del Jaguar era tan sutil y los sonidos del exterior tan amortiguados que me sentí como suspendida por encima del suelo, sostenida por manos invisibles, musicales.

El coche disminuyó la velocidad y nos acercamos a unos portones de hierro tan altos que ni siquiera yo, con mi experiencia, podría haberlos escalado. Las paredes a ambos lados eran de cálidos ladrillos rojos, con formas irregulares e intrincados dibujos entrelazados. Me incorporé enderezándome un poco.

—No puedes verlo desde aquí —aclaró Cullen, riéndose. Bajó su ventanilla y marcó una serie de números en un teclado.

Se oyó un sonido y los portones se abrieron.

La grava crujió bajo los neumáticos cuando pasamos por otra entrada todavía más antigua que la primera. No había allí portones con herrajes que se desplazaban, sino sólo un pasaje abovedado en medio de muros de ladrillo que eran mucho más bajos que los que liaban a la carretera de Woodstock. El túnel tenía una diminuta sala encima, con ventanas por todos lados como una linterna. A la izquierda de la puerta aparecía una magnífica torre con la entrada de ladrillos con chimeneas retorcidas y vidrieras. Una pequeña placa de bronce con bordes oxidados decía: EL VIEJO PABELLÓN.

—Qué bonito —susurré.

—Me imaginé que te gustaría. —El vampiro parecía contento.

En medio de la oscuridad cada vez más intensa, entramos en un parque. Una pequeña manada de ciervos huyó veloz al escuchar el ruido del coche para saltar hacia las protectoras sombras mientras los faros del Jaguar iluminaban la zona.

Ascendimos por una suave inclinación del terreno y giramos en una curva del sendero de la entrada. El coche disminuyó la velocidad a paso de tortuga al llegar a la cima de la elevación y los faros penetraron la oscuridad.

—Allí —dijo Cullen, señalando con su mano izquierda.

Una casa de dos pisos estilo Tudor rodeaba un patio central. Sus ladrillos brillaban gracias a poderosos reflectores cuya luz se abría paso por entre las ramas de los robles retorcidos para iluminar la fachada del edificio.

Me quedé tan asombrada que se me escapó una imprecación. Cullen me miró sin comprender; luego se rió entre dientes.

Llevó el coche por el sendero circular del frente y aparcó detrás de un Audi deportivo último modelo. Había ya una docena de vehículos allí, y más faros seguían apareciendo por la elevación del terreno.

— ¿Estás seguro de que mi nivel será suficiente? —Yo practicaba yoga desde hacía más de una década, pero eso no quería decir que fuera una experta. Nunca se me ocurrió preguntar si aquélla era una de esas clases donde la gente hacía equilibrio sobre un antebrazo con los pies suspendidos en el aire.

—Es una clase para todos los niveles —me aseguró.

—Está bien. —Mi ansiedad subió un punto, a pesar de su tranquilizadora respuesta.

Cullen sacó nuestras esterillas de yoga del maletero. Con movimientos lentos, mientras los últimos en llegar se dirigían a la amplia entrada, llegó finalmente hasta mi puerta y estiró la mano. «Esto es nuevo», pensé antes de poner mi mano sobre la suya. Todavía no me sentía del todo cómoda cuando nuestros cuerpos entraban en contacto. Su piel era notablemente fría y el contraste entre nuestras temperaturas corporales me desconcertó.

El vampiro me sostuvo delicadamente la mano y tiró con suavidad para ayudarme a bajar del coche. Antes de soltarme, medio un ligero apretón alentador. Estupefacta, lo miré a los ojos y lo sorprendí haciendo lo mismo. Ambos apartamos lamirada desconcertados.

Entramos en la casa por otra puerta de arco y accedimos a un patio central. La mansión estaba en un asombroso estado de conservación. No se había permitido que arquitectos posteriores abrieran simétricas ventanas georgianas o añadieran recargados invernaderos Victorianos al edificio. Parecía que retrocedíamos en el tiempo.

—Increíble —murmuré.

Cullen sonrió y me condujo por una gran puerta de madera abierta de par en par, sostenida con topes de hierro. Me quedé con la boca abierta. El exterior era extraordinario, pero el interior era impresionante. Kilómetros de paneles de madera tallada se extendían en todas direcciones, pulidos y brillantes. Alguien había encendido un fuego en la enorme chimenea de aquella sala. Una única mesa y algunos bancos parecían tan antiguos como la casa, y la luz eléctrica era la única prueba de que estábamos en el siglo XXI.

Había hileras de zapatos delante de los bancos y montones de jerséis y abrigos cubrían sus oscuras superficies de roble.

Cullen dejó sus llaves sobre la mesa y se quitó los zapatos. Me quité los míos con los pies y lo seguí.

— ¿Recuerdas que te acabo de decir que ésta era una clase para todos los niveles? —preguntó el vampiro cuando llegamos a una puerta que aparecía en medio de los paneles de madera. Levanté la vista y asentí con la cabeza—. Lo es. Pero sólo hay una manera de entrar en esta habitación... tienes que ser uno de nosotros.

Abrió la puerta. Docenas de ojos curiosos se movieron, buscaron y quedaron fijos en dirección a mí. La habitación estaba llena de daimones, brujas y vampiros. Estaban sentados sobre colchonetas de brillantes colores —algunos con las piernas cruzadas, otros arrodillados— esperando a que comenzara la clase. Algunos de los daimones tenían auriculares metidos en las orejas. Las brujas chismorreaban produciendo un murmullo regular. Los vampiros estaban sentados en silencio y sus caras no mostraban demasiada emoción.

Abrí la boca con un gesto de sorpresa.

—Lo siento —se disculpó Cullen—. Tenía miedo de que no vinieras si te lo decía... y de verdad es la mejor clase que hay en Oxford.

Una bruja alta de pelo corto, negro azabache, y piel color café con leche se acercó a nosotros, y el resto de los allí presentes se volvió para reanudar sus meditaciones silenciosas. (Cullen, que se había puesto ligeramente tenso cuando entramos, se relajó de manera visible cuando la bruja se aproximó a nosotros).

—Edward —su voz ronca estaba marcada con un ligero acento indio—, bienvenido.

—Amira. —Movió la cabeza a manera de saludo—. Esta es la mujer de la que te hablé, Bella Bishop.

La bruja me miró detenidamente mientras sus ojos recorrían cada detalle de mi rostro. Sonrió.

—Bella, mucho gusto. ¿Eres nueva en esto del yoga?

—No. —Mi corazón latió con una nueva oleada de ansiedad—. Pero es la primera vez que vengo aquí.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Bienvenida al Viejo Pabellón.

Me pregunté—si allí alguien sabía algo del Ashmole 782, pero no había ni un rostro conocido y la atmósfera en la sala era relajada y abierta, sin nada de la habitual tensión entre las criaturas.

Una mano cálida y firme envolvió mi muñeca, y mi corazón de inmediato latió más lentamente. Miré a Amira sorprendida.

¿Cómo había hecho eso?

Me soltó la muñeca y mi pulso siguió estable.

—Creo que tú y Bella estaréis más cómodos aquí —le dijo a Cullen—. Acomodaos y empezamos.

Desenrollamos nuestras esterillas en la parte posterior de la sala, cerca de la puerta. No había nadie inmediatamente a mi derecha, pero más allá, después de un pequeño espacio libre, había dos daimones sentados en la postura del loto con los ojos cerrados. Sentí un hormigueo en el hombro. Me sobresalté, preguntándome quién me estaría mirando. Esa sensación desapareció rápidamente.

«Lo siento», dijo una voz culpable muy claramente dentro de mi cráneo.

La voz venía de la parte delantera de la sala, de la misma dirección que había venido el hormigueo. Amira frunció un poco el ceño mirando a alguien en la primera fila antes de hacer que todos le prestaran atención.

Por pura costumbre, mi cuerpo se dobló obedientemente en una postura de piernas cruzadas cuando ella empezó a hablar, y al cabo de unos segundos Cullen hizo lo mismo.

—Es el momento de cerrar los ojos. —Amira cogió un pequeño mando a distancia y las suaves notas de un cántico de meditación salieron de las paredes y del techo. El sonido parecía medieval y uno de los vampiros suspiró con felicidad.

Recorrí el lugar con la mirada, distraída por el ornamentado artesonado de lo que en el pasado debía de haber sido el gran salón de la mansión.

—Cierra los ojos —sugirió Amira otra vez con suavidad—. Puede ser difícil abandonar nuestras inquietudes, nuestras preocupaciones, nuestros egos. Esa es la razón por la que estamos aquí esta noche.

Las palabras resultaban familiares —había escuchado variaciones sobre ese tema antes, en otras clases de yoga—, pero adquirían un nuevo significado en esta sala.

—Estamos aquí esta noche para aprender a administrar nuestra energía. Nos pasamos todo el tiempo esforzándonos y tratando de ser algo que no somos. Dejemos que esos deseos se alejen. Respetemos lo que cada uno de nosotros es.

Amira nos guió en algunos suaves estiramientos y nos hizo poner de rodillas para calentar la columna vertebral antes de desplazar la espalda hacia la postura del perro boca abajo. Mantuvimos la postura durante algunas respiraciones antes de llevar las manos a los tobillos y ponernos de pie.

—Los pies echan raíces en la tierra —fue la siguiente instrucción—, adoptemos la postura de la montaña.

Me concentré en mis pies y sentí una inesperada sacudida del suelo. Abrí los ojos desmesuradamente.

Seguimos a Amira cuando empezó con sus vinyasas. Alzamos los brazos hacia el techo antes de bajarlos de nuevo para poner las manos cerca de los pies. Nos pusimos a medias de pie, con la espalda paralela al suelo, antes de inclinarnos y echar nuestras piernas hacia atrás en posición para hacer flexiones. Docenas de daimones, vampiros y brujas hacían subir y bajar sus cuerpos en elegantes curvas. Continuamos doblándonos y levantándonos, llevando una vez más los brazos por encima de la cabeza hasta unir ligeramente las palmas. Luego Amira nos liberó para que nos moviéramos libremente. Apretó un botón en el mando a distancia del equipo de música y una versión lenta y melódica de Rocket Man de Elton John inundó la sala.

La música era curiosamente apropiada, y repetí los conocidos movimientos siguiendo el ritmo, dirigiendo la respiración hacia mis músculos tensos y dejando que el flujo de la clase empujara fuera de mi cabeza todo pensamiento. Después de haber empezado la serie de posturas por tercera vez, la energía en la habitación cambió.

Tres brujas estaban flotando unos treinta centímetros por encima de las tablas del suelo de madera.

—Permanezcan en el suelo —dijo Amira en un tono neutro.

Dos de ellas regresaron tranquilamente al suelo. La tercera tuvo que bajar la cabeza para volver, y aun así sus manos llegaron al suelo antes que los pies.

Tanto los daimones como los vampiros estaban teniendo problemas con el ritmo. Algunos de los daimones se estaban moviendo tan lentamente que me pregunté si no estarían atascados. A los vampiros les pasaba lo contrario: sus fuertes músculos se contraían para luego saltar con súbita fuerza.

—Con suavidad —murmuró Amira—. No hay necesidad de empujar ni de hacer esfuerzos.

Poco a poco, la energía de la sala se asentó otra vez. Amira nos condujo a través de una serie de posturas de pie. En esto los vampiros se sentían evidentemente cómodos, capaces como eran de mantenerlas durante varios minutos sin ningún esfuerzo.

Al cabo de un rato, ya no me importó ni quién estaba en la sala conmigo ni si yo podía estar o no a la altura de los demás.

Sólo existía el momento y el movimiento.

Cuando nos echamos en el suelo para los arcos hacia abajo y las inversiones, todos estábamos empapados, menos losvampiros, que ni siquiera sudaban lo más mínimo. Algunos llevaron a cabo temerarias posturas de equilibrio sobre los brazosy las manos, pero yo no pude. Quien sí lo hizo fue Cullen. En un momento pareció estar tocando el suelo sólo con laoreja y todo su cuerpo permanecía perfectamente equilibrado sobre él.

La parte más difícil de cualquier práctica para mí era la postura final, savasana, la postura del cadáver. Me resultaba casi imposible permanecer echada inmóvil sobre mi espalda. El hecho de que todos los demás encontraran que eso era relajante no hizo más que aumentar mi ansiedad. Permanecí tendida lo más serenamente posible, con los ojos cerrados, tratando de no moverme en lo más mínimo. Unos pies hicieron un leve ruido al moverse entre el vampiro y yo.

—Bella —susurró Amira—, esta postura no es para ti. Ponte de costado.

Abrí de golpe los ojos. Miré a los grandes ojos negros de la bruja, molesta porque hubiera descubierto mi secreto.

—Hazte un ovillo. —Perpleja, obedecí. Mi cuerpo se relajó instantáneamente. Me dio una palmadita en el hombro—.

Mantén también los ojos abiertos.

Me había vuelto hacia Cullen. Amira había bajado las luces, pero el brillo de la piel luminosa de Edward me permitió ver claramente sus facciones.

De perfil parecía un caballero medieval tendido encima de una tumba en la abadía de Westminster: piernas largas, torso largo, brazos largos y un rostro excepcionalmente fuerte. Había algo antiguo en su aspecto, aunque parecía ser apenas unos años mayor que yo. Mentalmente seguí la línea de su frente con un dedo imaginario, que comenzó lentamente desde la desigual línea del pelo hasta el prominente hueso sobre el ojo con sus cejas gruesas y oscuras. Mi dedo imaginario llegó hasta la punta de su nariz y el arco de sus labios.

Conté mientras él respiraba. Al llegar a doscientos su pecho se elevó. No exhaló hasta mucho, mucho tiempo después.

Finalmente Amira nos dijo que ya era hora de reincorporarse al mundo exterior. Edward se volvió hacia mí y abrió los ojos.

Su rostro se suavizó, y el mío hizo lo mismo. Había movimiento por todas partes a nuestro alrededor, pero lo socialmente correcto no ejercía ningún efecto en mí. Permanecí donde estaba, mirando a un vampiro a los ojos. Edward esperó, completamente inmóvil, observándome mientras yo lo miraba. Cuando me incorporé, la sala giró a causa del súbito movimiento de la sangre por todo mi cuerpo.

Por fin, la sala dejó de moverse y la sensación de mareo desapareció. Amira dio por finalizada la práctica con un cántico y tocó unas diminutas campanitas de plata que estaban atadas a sus dedos. La clase había terminado.

Se produjeron gentiles murmullos en toda la sala mientras los vampiros saludaban a sus congéneres y las brujas y brujos hacían lo mismo. Los daimones eran más entusiastas y concertaban citas para encuentros de medianoche en los clubes de

Oxford, preguntando dónde se podía escuchar el mejor jazz. Me di cuenta, con una sonrisa, de que seguían a la energía, y recordé la descripción de Agatha sobre aquello que arrastraba el alma de un daimón. Dos banqueros de inversiones de

Londres —ambos vampiros— estaban hablando de una racha de homicidios sin resolver en la capital. Pensé en Westminster y sentí un chispazo de inquietud. Edward los miró con el ceño fruncido, y ellos, entonces, empezaron a organizar la agenda del día siguiente.

Todos tenían que pasar en fila junto a nosotros para marcharse. Las brujas y los brujos nos saludaron con la cabeza, llenos de curiosidad. Hasta los daimones nos miraron a los ojos, sonriendo e intercambiando miradas significativas. Los vampiros evitaron mirarme directamente, pero todos saludaron a Cullen.

Al final, sólo Amira, Edward y yo permanecimos allí. Ella cogió su esterilla y se acercó a nosotros con paso silencioso.

—Buen trabajo, Bella —me dijo.

—Gracias, Amira. Ésta es una clase que nunca olvidaré.

—Serás bienvenida en cualquier momento. Con Edward o sin él —añadió a la vez que le daba ligeras palmaditas en el hombro a Cullen—. Tenías que haberla avisado.

—Tenía miedo de que Bella no viniera. Y estaba seguro de que le iba a gustar, si se lo permitía. —Me dirigió una tímidamirada.

—Apagad las luces antes de iros, por favor —nos pidió Amira hablando por encima del hombro, ya en medio de la sala.

Recorrí con la mirada la extraordinaria joya que era aquel gran salón.

—Esto ha sido una sorpresa —dije sin mostrar emoción alguna. No estaba todavía dispuesta a perdonarlo.

Se acercó a mí por detrás, rápido y silencioso.

—Agradable, espero. ¿Te ha gustado la clase?

Asentí lentamente con la cabeza y me volví para responder. Él estaba inquietantemente cerca, y la diferencia de nuestras alturas hizo que tuviera que levantar mis ojos para no quedarme mirando directamente a su esternón.

—Me ha gustado.

En la cara de Edward apareció aquella gran sonrisa suya que hacía detenerse el corazón.

—Me alegro.

Era difícil liberarse de la atracción ejercida por sus ojos. Para romper su hechizo, me agaché y empecé a enrollar mi esterilla.

Edward apagó las luces y recogió sus cosas. Nos pusimos los zapatos en la galería, donde el fuego se había reducido a brasas.

Cogió las llaves.

— ¿Puedo invitarte a un té antes de regresar a Oxford?

— ¿Dónde?

—Vamos a la casa del guardia de la entrada —informó Edward con toda naturalidad.

— ¿Hay un café ahí?

—No, pero hay una cocina. Y también un sitio para sentarse. Soy capaz de hacer té —bromeó.

—Edward —dije impresionada—, ¿ésta es tu casa?

Ya nos habíamos detenido en la entrada, que daba acceso a los jardines delanteros. Miré la piedra angular en el arco sobre la puerta: 1536.

—Yo la construí —respondió mirándome fijamente.

Edward Cullen tenía por lo menos quinientos años.

—El botín de la Reforma —continuó—. Enrique me dio la tierra con la condición de que demoliera la abadía que se levantaba en este lugar y comenzara de nuevo. Salvé lo que pude, pero no fue fácil. El rey estaba de un humor horrible ese año. Quedó algún ángel aquí y allá, y algunas sillerías cuya destrucción me resultó intolerable. Aparte de eso, el resto de la construcción es nueva.

—Jamás había oído a nadie que al hablar de una casa construida a principios del siglo XVI usara la expresión «construcción nueva». —Traté de ver el edificio no sólo a través de los ojos de Edward, sino también como una parte de él. Esa era la casa en la que había querido vivir hacía casi quinientos años. Al mirarla, lo conocía mejor a él. Era serena y silenciosa, igual que él. Y sobre todo, era sólida y auténtica. No había nada superfluo, ninguna ornamentación adicional, ninguna distracción.

—Es hermosa —dije sencillamente.

—Es demasiado grande para vivir en ella ahora —respondió—, por no hablar de su extrema fragilidad. Cada vez que abro una ventana, parece que siempre se cae algo, a pesar del cuidadoso mantenimiento. Dejo que Amira viva en algunas de las habitaciones y abra la casa a sus estudiantes algunas veces a la semana.

— ¿Vives en la entrada, en la casa del guardia? —pregunté cuando cruzamos el espacio abierto pavimentado con adoquines y ladrillos hacia el coche.

—Parte del tiempo. Vivo en Oxford durante la semana, pero vengo aquí los fines de semana. Es más tranquilo.

Pensé que debía de resultar un gran esfuerzo para un vampiro vivir rodeado de ruidosos estudiantes universitarios cuyas conversaciones no podía evitar oír, aunque quisiera.

Subimos al coche y recorrimos la breve distancia hasta la casa del guardia de la entrada. La fachada de la casa tenía algunosdetalles y adornos más que la parte que acabábamos de dejar. Observé las elaboradas chimeneas y los complicados dibujos enlos muros de ladrillo.

Edward gruñó.

—Lo sé, las chimeneas fueron un error. El cantero estaba deseando trabajar en ellas. Su primo trabajaba para Wolsey en Hampton Court, y el hombre no aceptó mis negativas.

Accionó un interruptor de la luz cerca de la puerta, y la sala principal de la casa del guardia quedó bañada por un brillo dorado.

Tenía un práctico enlosado de piedra y una enorme chimenea también de piedra donde se podría haber asado un buey entero.

— ¿Tienes frío? —preguntó Edward, dirigiéndose a la parte de aquel espacio que había sido convertida en una cocina elegante y moderna. Estaba dominada por un gran frigorífico y no por la cocina. Traté de no pensar qué podría guardar allí.

—Un poco. —Me ajusté la chaqueta. El tiempo estaba todavía relativamente cálido en Oxford, pero mi transpiración, al secarse, hacía que notara frío el aire de la noche.

—Enciende el fuego, entonces —sugirió Edward. Ya estaba preparado y lo encendí con unas cerillas largas que saqué de una antigua jarra de peltre.

Edward puso el agua al fuego y yo recorrí la sala, fijándome en todos los elementos que me hablaban de sus gustos. Se inclinaba predominantemente por el cuero marrón y la madera oscura y pulida, que se destacaban agradablemente contra las losas de piedra. Una antigua alfombra de cálidos tonos rojos, azules y ocres daba un toque de color. Sobre la repisa de la chimenea había un retrato enorme de una hermosa mujer de cabello Rubio de finales del siglo XVII con un vestido amarillo.

Sin duda, había sido pintado por sir Peter Lely.

Edward se dio cuenta de mi interés.

—Mi hermana Rosalie —explicó, acercándose a la encimera con una bandeja de té con todo lo necesario. Miró el lienzo, con expresión de tristeza en el rostro—. Dieu, qué hermosa era.

— ¿Qué le pasó?

—Fue a Barbados, decidida a convertirse en reina de las Indias. Tratamos de hacerle entender que su gusto por los caballeros jóvenes seguramente no pasaría inadvertido en una isla pequeña, pero no quiso escucharnos. A Rosalie le encantaba la vida en la plantación. Invirtió en azúcar... y en esclavos. —Una sombra le cruzó por la cara—. Durante una de las rebeliones en la isla, los propietarios de las otras plantaciones, que habían descubierto su condición, decidieron deshacerse de ella. Le cortaron la cabeza y el cuerpo de Rosalie fue descuartizado para luego ser quemado. Les echaron la culpa de todo a los esclavos.

—Cuánto lo siento —dije, sabiendo que las palabras eran inadecuadas ante semejante perdida.

Logró mostrar una pequeña sonrisa.

— La muerte fue simplemente tan terrible como la mujer que la sufrió. Quería a mi hermana, pero ella no hizo que fuera fácil. Adquirió todos los vicios de cada época en la que vivió. Si había algún exceso que adquirir, Rosalie lo encontraba. —

Edward se apartó con dificultad del rostro frío y hermoso de su hermana—. ¿Sirves tú el té? —me pidió. Puso la bandeja en una mesa baja de brillante roble delante de la chimenea entre dos sofás de cuero con demasiado relleno.

Acepté, encantada de levantar el ánimo, aunque yo tenía muchas preguntas que hacer en lugar de centrarme en una animada velada de charla. Los enormes ojos caramelo de Rosalie me observaban y tuve cuidado de no derramar ni una gota de líquido sobre la superficie de lustrosa madera de la mesa por si acaso alguna vez le había pertenecido. Edward había recordado poner la jarra grande de leche y el azúcar, y manipulé mi té hasta que adquirió el color exacto antes de arrellanarme entre los almohadones con un suspiro.

Edward sostuvo cortésmente su taza sin llevarla ni una vez hasta sus labios.

—No tienes que hacerlo por mí, ¿eh? —dije, mirando la taza en sus manos.

—Lo sé. —Se encogió de hombros—. Es un hábito, y es reconfortante hacer todos estos gestos familiares.

— ¿Cuándo empezaste a practicar yoga? —pregunté, cambiando de tema.

—En el momento en que Rosalie se fue a Barbados. Viajé a las otras Indias, las Indias Orientales, y estuve en Goa durante los monzones. No había mucho que hacer, excepto beber demasiado y aprender cosas sobre la India. Los yoguis eran diferentes entonces, más espirituales que la mayoría de los maestros de hoy. Conocí a Amira hace unos años, cuando fui a un congreso en Bombay. Apenas la oí dirigir una clase, me quedó claro que tenía el don de los antiguos yoguis, y no compartía la desconfianza que algunas brujas tienen acerca de confraternizar con vampiros. —Había un toque de amargura en su voz.

— ¿La invitaste a venir a Inglaterra?

—Le expliqué cómo podrían ser las cosas aquí, y aceptó intentarlo. Hace ya casi diez años y la clase se llena todas las semanas. Por supuesto, Amira da clases particulares también. Sobre todo a humanos.

—No estoy acostumbrada a ver brujas, vampiros y daimones compartiendo algo..., y menos una clase de yoga —confesé. Los tabúes en contra de mezclarse con otras criaturas eran poderosos—. Si me hubieras dicho que era posible, no te habría creído.

—Amira es una optimista, y le encantan los desafíos. No fue fácil al principio. Los vampiros se negaban a estar en la misma habitación con los daimones en los primeros tiempos, y por supuesto nadie confiaba en las brujas cuando empezaron a aparecer. —Su voz reveló sus propios prejuicios —. Ahora la mayoría de los que asisten acepta que somos más parecidos que diferentes y nos tratamos con cortesía.

—Podemos tener aspectos similares —dije, tomando un sorbo de té y recogiendo las rodillas hacia el pecho—, pero ciertamente no sentimos de la misma manera.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó él, mirándome con atención.

—La manera en que sabemos que alguien es uno de nosotros..., una criatura —respondí, un tanto confusa—. Los golpecitos, el hormigueo, el frío.

Edward sacudió la cabeza.

—No, no lo sé. No soy brujo.

— ¿Puedes notar cuando te miro? —quise saber.

—No. ¿Puedes tú? —Sus ojos eran cándidos y me provocaron la reacción habitual en la piel.

Asentí con la cabeza.

—Dime qué es lo que se siente. —Se inclinó hacia delante. Todo parecía perfectamente normal, pero me daba la sensación de que me estaba tendiendo una trampa.

—Se siente... frío —expliqué lentamente, no muy segura de cuánta información debía proporcionarle—, como si se formara hielo bajo mi piel.

—Eso parece desagradable. — Frunció el entrecejo ligeramente.

—No lo es —respondí sinceramente—. Sólo un poco extraño. Los daimones son los peores... cuando me miran fijamente, es como ser besada. —Puse cara rara.

Edward se rió y dejó su té sobre la mesa. Apoyó los codos sobre las rodillas y mantuvo su cuerpo inclinado hacia el mío.

—Así que usas un poco de tus poderes de bruja.

La trampa se cerró de golpe.

Miré hacia el suelo, furiosa. Mis mejillas se ruborizaron.

— ¡Ojala nunca hubiera abierto el Ashmole 782 ni hubiera cogido aquella maldita revista del estante! Ésa fue sólo la quinta vez que usé la magia este año, y lo de la lavadora no puede ser tenido en cuenta porque si no hubiera usado un hechizo, el agua habría causado una inundación y arruinado el apartamento de abajo.

Alzó las dos manos en un ademán de rendición.

—Bella, no me importa si usas magia o no. Pero me sorprende lo mucho que la usas.

—No uso magia, o poderes, o brujería, o como quieras llamarlo. Yo no soy de esos. —Dos manchas rojas ardían en mis mejillas.

—Es lo que eres. Lo llevas en la sangre. En los huesos. Naciste bruja, de la misma forma que naciste con el pelo castaño y los ojos chocolate.

Nunca he podido explicarle a nadie mis razones para evitar la magia. Sarah y Emily nunca lo habían comprendido. Edward tampoco iba a hacerlo. Mi té se enfrió, y mi cuerpo siguió hecho una tensa pelota mientras me esforzaba por evitar su escrutinio.

—No quiero ese don —dije finalmente con los dientes apretados—, y nunca lo pedí.

— ¿Qué tiene de malo? Te alegraste por el poder de la empatía de Amira esta noche. Ésa es una gran parte de su magia.

Tener los talentos de una bruja no es mejor ni peor que tener talento para la música o para escribir poesía... Sólo es diferente.

—No quiero ser diferente —repliqué con cierta ferocidad—. Quiero una vida normal y corriente... como la que disfrutan los humanos. —«Una que no implique muerte y peligro, además del miedo a ser descubierta», pensé, con la boca bien cerrada conteniendo esas palabras—. Tú seguramente desearías ser normal.

—Puedo decirte como científico, Bella, que no existe eso que tú llamas «normalidad». —Su voz estaba perdiendo su cuidadosa suavidad—. La «normalidad» es un cuento para hacer dormir a los niños..., una fábula que los humanos se repiten para sentirse mejor cuando se enfrentan a las pruebas abrumadoras de que la mayoría de las cosas que suceden a su alrededor no son de ninguna manera «normales».

Nada de lo que él dijera iba a quitarme la convicción de que era peligroso ser una criatura en un mundo dominado por seres humanos.

—Bella, mírame.

Luchando contra todos mis instintos, hice lo que me decía.

—Estás tratando de dejar la magia de lado, tal como crees que tus científicos hicieron hace cientos de años. El problema es —continuó en voz baja— que no sirvió de nada. Ni siquiera los humanos pudieron sacar del todo la magia de su mundo. Tú misma lo dijiste. Siempre vuelve.

—Esto es diferente —susurré —. Esta es mi vida. Puedo controlarla.

—No es diferente. —Su voz sonaba serena y segura—. Puedes tratar de mantener alejada a la magia, pero no servirá de nada, como no le sirvió a Robert Hooke ni a Isaac Newton. Ambos sabían que no existía nada semejante a un mundo sin magia. Hooke era brillante, con su habilidad para resolver problemas científicos en tres dimensiones, para construir instrumentos y para llevar a cabo experimentos. Pero nunca desarrolló todo su potencial porque temía demasiado a los misterios de la naturaleza. ¿Y Newton? Él tenía el intelecto más intrépido que jamás he conocido. Newton no tenía miedo de lo que no podía ser visto y explicado fácilmente..., él aceptaba todo. Como historiadora que eres, sabes que fueron la alquimia y su creencia en fuerzas invisibles, fuerzas poderosas de crecimiento y cambio, las que le llevaron a la teoría de la gravedad.

—Entonces yo soy Robert Hooke en esta historia —repliqué—. No necesito ser una leyenda como Newton. —«Igual que mi madre».

—Los miedos de Hooke lo volvieron amargado y envidioso —advirtió Edward—. Se pasó la vida mirando por encima del hombro y diseñando los experimentos de otras personas. No es manera de vivir.

—No voy a utilizar la magia en mi trabajo —insistí tercamente.

—Tú no eres Hooke, Bella —Edward dijo con aspereza—. Él era sólo un humano y arruinó su vida tratando de resistirse al atractivo de la magia. Tú eres una bruja. Si haces lo mismo, eso te destruirá.

El miedo comenzó a abrirse camino como un gusano dentro de mis pensamientos, apartándome de Edward Cullen. Era seductor, y hacía que pareciera que uno podía ser una criatura sin preocupaciones ni consecuencias. Pero era un vampiro, y no se podía confiar en él. Y además estaba equivocado acerca de la magia. Tenía que estar equivocado. En caso contrario toda mi vida había sido una lucha infructuosa contra un enemigo imaginario.

Además, era culpa mía que yo estuviera asustada. Yo había permitido que la magia entrara en mi vida — en contra de mispropias reglas— y un vampiro se había deslizado hacia dentro con ella. Docenas de criaturas lo habían seguido. Al recordarla manera en que la magia había contribuido a la pérdida de mis padres, sentí el comienzo del pánico en la respiraciónentrecortada y la quemazón en la piel.

—Vivir sin la magia es la única manera que conozco de sobrevivir, Edward. —Respiré lentamente para que esos sentimientos no echaran raíces, pero era difícil con los fantasmas de mis padres en la habitación.

—Estás viviendo una mentira, y para colmo, es una mentira poco convincente. Tú crees que pasas por un humano. —El tono de Edward era aséptico, casi médico—. No engañas a nadie más que a ti misma. Los he visto observándote. Saben que eres diferente.

—Eso es una tontería.

—Cada vez que miras a Sean, haces que se quede mudo.

—Estaba enamorado de mí cuando yo era una estudiante de posgrado —repliqué con desdén.

—Sean todavía sigue enamorado de ti… pero ésa no es la cuestión. ¿Acaso el señor Johnson es uno de tus admiradores también? Él se siente casi tan mal como Sean, temblando ante el menor cambio en tu humor, y se preocupa si tienes que sentarte en un sitio diferente del habitual. Y no son sólo los humanos. Asustaste a Dom Berno casi hasta matarlo cuando te diste la vuelta y lo miraste furiosa.

— ¿Ese monje de la biblioteca? —La incredulidad resonó en mi voz—. ¡Tú lo asustaste, no yo!

—Conozco a Dom Berno desde 1718 —explicó Edward con cierta ironía—. Y él me conoce demasiado como para tenerme miedo. Coincidimos durante una estancia en la residencia del duque de Chandos, donde él cantaba el papel de Damon en Asis y Galatea, de Haendel. Te aseguro que fue tu poder y no el mío el que lo sobresaltó.

—Este es un mundo humano, Edward, no un cuento de hadas. Los humanos nos superan en número y nos tienen miedo. Y no hay nada más poderoso que el miedo humano..., más que la magia, más que la fuerza de los vampiros. Nada es más poderoso.

—Tener miedo y negar la realidad es lo que los humanos hacen mejor, Bella, pero ése no es un camino que esté abierto para una bruja.

—Yo no tengo miedo.

—Sí que tienes miedo —insistió en voz baja, poniéndose de pie—. Y creo que es hora de que te lleve a casa.

—Mira —dije, dejando que mi necesidad de información acerca del manuscrito apartara cualquier otro pensamiento—, ambos estamos interesados en el Ashmole 782. Un vampiro y una bruja no pueden ser amigos, pero quizás podamos trabajar juntos.

—No estoy tan seguro. —El tono de Edward era impasible.

Hicimos el viaje de vuelta a Oxford en silencio. Los humanos se equivocan por completo cuando se trata de vampiros, reflexioné. Para que parezcan seres horribles, los humanos imaginan que están sedientos de sangre. Pero era la actitud distante de Edward, combinada con sus destellos de cólera y los cambios bruscos en su estado de ánimo, lo que me asustaba.

Cuando llegamos a la entrada del New College, Edward sacó mi esterilla del maletero.

—Que tengas un buen fin de semana —me deseó sin emoción.

—Buenas noches, Edward. Gracias por llevarme a clase de yoga. —Mi voz era tan carente de emoción como la suya, y decididamente me negué a mirar atrás, aunque noté sus ojos fríos fijos sobre mí mientras me alejaba.

 

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