EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 46: CAPÍTULO 46

Capítulo 46

 

El lunes por la mañana me encerré en el despacho de Edward, que estaba situado entre los aposentos de Pierre y una habitación más pequeña que se usaba para los asuntos de la propiedad, desde la que se veían la casa del guarda y la carretera de Woodstock.

La mayoría de los chicos —ahora que los conocía mejor, me parecía un término colectivo mucho más apropiado que el grandilocuente «Escuela de la Noche»— estaban recluidos en lo que Edward denominaba la «sala de desayuno», bebiendo cerveza y vino y aplicando su desbordante imaginación a mi historia personal. Walter me aseguró que, cuando la hubieran completado, explicaría mi repentina aparición en Woodstock a los residentes curiosos y mitigaría las preguntas sobre mi acento y mis hábitos extraños.

Lo que habían tramado hasta el momento era en exceso melodramático. No era de extrañar, dado que nuestros dos escritores residentes, Kit y George, eran los que proponían los elementos clave de la trama. Entre los personajes se incluían unos padres franceses muertos, unos nobles avariciosos que habían explotado a una huérfana indefensa (yo) y unos ancianos lascivos decididos a despojarme de mi virtud. La historia tomaba un rumbo épico con mis pruebas espirituales y la conversión del catolicismo al calvinismo. Estas derivaron en un exilio voluntario en las costas protestantes de Inglaterra, en años de miserable pobreza y en el rescate fortuito de Edward y su instantánea estima. George (que realmente tenía un poco de complejo de maestro rural) prometió instruirme en los detalles cuando le hubieran dado las últimas pinceladas a la historia.

Estaba disfrutando de un poco de calma, un bien poco frecuente en una casa isabelina de aquel tamaño llena de gente. Como un niño conflictivo, Kit elegía invariablemente el peor momento para entregar el correo, anunciar la cena o pedirle ayuda a Edward con algún problema. Y, lógicamente, Edward estaba deseando estar con unos amigos a los que no esperaba volver a ver jamás.

En ese momento se encontraba con Walter y yo estaba dedicando mi atención a un pequeño libro, mientras esperaba a que volviera. Había dejado su mesa, al lado de la ventana, llena de bolsas de plumas afiladas y tarritos de cristal llenos de tinta. Había otras herramientas esparcidas alrededor: una barra de cera para sellar la correspondencia, un fino cuchillo para abrir cartas, una vela, un salero de plata… Ese último no estaba lleno de sal, sino de arena, como habían revelado mis huevos arenosos de esa mañana.

En mi mesa había un salero similar para fijar la tinta a la hoja y evitar que se emborronara, un único frasco de tinta negra y los restos de tres plumas. En ese momento estaba destrozando una cuarta en un esfuerzo por llegar a dominar las complicadas volutas de la escritura isabelina. Hacer una lista de tareas debería haber sido coser y cantar. Como historiadora, me había pasado años leyendo caligrafías antiguas y sabía exactamente el aspecto que tenían que tener las letras, qué palabras eran la más comunes y la cambiante ortografía que debía utilizar en una época en la que escaseaban los diccionarios y las reglas gramaticales.

Resultó que lo más complicado no era saber qué hacer, sino hacerlo. Después de haber trabajado durante años para llegar a ser una experta, volvía a ser una estudiante. Solo que, esta vez, mi objetivo no era entender el pasado, sino vivir en él. Por el momento había sido una experiencia humillante, y lo único que había conseguido había sido emborronar la primera página del libro de bolsillo en blanco que Edward me había regalado esa mañana.

«Es el equivalente isabelino a un portátil», me había explicado, tendiéndome el fino tomo. «Eres una mujer de letras y necesitas dónde meterlas».

Abrí una rendija de la apretada cubierta, lo que liberó el olor a nuevo del papel. Las mujeres más virtuosas de la época usaban aquellos librillos para sus oraciones.

Bella

Había un denso borrón en el lugar donde había presionado al principio de la be y, cuando llegué a la última a, la pluma se había quedado sin tinta. Aun así, había conseguido un ejemplo perfectamente digno de la letra itálica de la época. Mi mano se movía mucho más despacio que la de Edward cuando escribía cartas, con aquella serpenteante escritura de ministro. Su letra era como la de los abogados, los doctores y otros profesionales, pero, para mí, por el momento, se me hacía demasiado difícil.

Bishop

Eso quedó aún mejor. Pero mi sonrisa se esfumó rápidamente y me puse manos a la obra con mi otro apellido: ahora estaba casada. Mojé la pluma en la tinta.

De Cullen

Bella de Cullen. Sonaba a condesa, no a historiadora.

Una gota de tinta húmeda se cayó sobre la hoja que tenía debajo. Ahogué un improperio dedicado a la mancha negra.

Por suerte, no había emborronado mi nombre. Aunque lo cierto era que aquel tampoco lo era. Esparcí la gota sobre el «De Cullen». Todavía se podía leer…, pero a duras penas. Afiancé la mano y dibujé con parsimonia las letras correctas. Masen

Ese era ahora mi nombre. Bella Masen, esposa del más oscuro personaje relacionado con la misteriosa Escuela de la Noche. Examiné la hoja con mirada crítica. Mi caligrafía era un desastre. No se parecía en nada a la letra pulcra y redondeada del químico Robert Boyle ni a la de su brillante hermana, Katherine. Esperaba que la escritura de las mujeres en la década de 1590 fuera mucho más desastrosa que en la de 1690. Unos cuantos golpes de pluma más y una floritura final y habría acabado.

Compendio

Se oyeron voces masculinas en el exterior. Dejé la pluma, fruncí el ceño y fui hacia la ventana.

Edward y Walter estaban debajo. Los paneles de vidrio ahogaban sus palabras, pero el tema de conversación era obviamente desagradable, a juzgar por la expresión atormentada de Edward y la línea encrespada de las cejas de Raleigh. Cuando Edward hizo un gesto displicente y dio media vuelta para alejarse caminando, Walter lo detuvo con mano firme.

Algo le preocupaba a Edward desde que había recibido el primer lote de correo esa mañana. El silencio se había cernido sobre él y había cogido el zurrón sin abrirlo.

Aunque había explicado que las cartas tenían que ver con asuntos ordinarios relacionados con la propiedad, con certeza allí había algo más que demandas de impuestos y facturas pendientes de cobro.

Apreté la cálida palma de la mano contra el frío panel, como si solo fuera el cristal lo que se interponía entre Edward y yo. El juego de temperaturas me recordó el contraste entre una bruja de sangre caliente y un vampiro de sangre fría. Regresé a mi asiento y cogí la pluma.

—Has decidido dejar tu huella en el siglo XVI, después de todo. —De pronto, Edward estaba a mi lado. El movimiento de la comisura de sus labios indicaba regocijo, pero no disfrazaba por completo su tensión. —Todavía no estoy segura de que crear un recuerdo permanente de mi estancia aquí sea una buena idea — confesé—. Algún futuro estudioso podría darse cuenta de que hay algo raro en ello. —«De la misma manera que Kit había sabido que había algo en mí que no encajaba».

—No te preocupes. El libro no saldrá de la casa. — Edward cogió el montón de correo.

—No puedes estar seguro de ello —repliqué.

—Dejemos que la historia se ocupe de sí misma, Bella —dijo resueltamente, como si la cuestión quedara zanjada.

Pero yo no podía dejar de pensar en el futuro, ni de preocuparme por los efectos que nuestra presencia en el pasado podría causar sobre él.

—Sigo sin creer que debamos dejar que Kit se quede con esa pieza de ajedrez. —El recuerdo de Marlowe blandiendo triunfante la diminuta figura de Diana me atormentaba. Hacía las veces de reina blanca en el valioso juego de ajedrez de plata de Edward y había sido uno de los objetos que yo había usado para hacernos llegar al lugar correcto del pasado. Dos jóvenes daimones desconocidos, Sophie Norman y su marido Nathaniel Wilson, la habían entregado inesperadamente en casa de mis tías, en Madison, justo cuando estábamos decidiendo que viajaríamos en el tiempo.

—Kit la ganó limpiamente anoche, como se suponía que debía hacer. Al menos esta vez pude ver cómo lo logró. Me distrajo con la torre. —Edward garabateó una nota con envidiable velocidad antes de doblar las hojas en un pulcro paquete. Dejó caer una gota fundida de bermellón en los extremos de la carta antes de presionar el anillo de sello sobre ella. La superficie dorada del anillo lucía el sencillo glifo del planeta Júpiter, en lugar del elaborado emblema que Jane había marcado con fuego en mi piel. La cera crujió al enfriarse—. De alguna manera, la cuestión es que mi reina blanca pasó de Kit a una familia de brujas de Carolina del Norte. Tenemos que confiar en que eso volverá a suceder, con o sin nuestra ayuda.

—Antes Kit no me conocía. Y no le caigo bien.

—Razón de más para no preocuparse. Mientras le duela contemplar su parecido con Diana, no será capaz de separarse de ella. Christopher Marlowe es un masoquista de primera. —Edward cogió otra carta y la abrió con el cuchillo.

Inspeccioné el resto de objetos que había sobre mi mesa y cogí un montoncito de monedas. En mis estudios de posgrado, el conocimiento práctico del dinero en la época isabelina había brillado por su ausencia. Así como la administración del hogar, el orden correcto de colocación de las prendas de ropa interior, las formas de dirigirse a los sirvientes o cómo hacer una medicina para el dolor de cabeza de Tom. Las discusiones con Françoise sobre mi guardarropa ponían de manifiesto mi ignorancia sobre los nombres comunes de los colores ordinarios. El «verde caca de ganso» me sonaba, pero el peculiar tono del marrón entrecano conocido como «pelo de rata», en absoluto. Las experiencias que había vivido hasta entonces habían logrado que quisiera estrangular al primer historiador sobre los Tudor que encontrara al volver, por grave incumplimiento del deber.

Pero la necesidad imperiosa de familiarizarme con los detalles de la vida diaria hizo que pronto olvidara mi irritación. Examiné las monedas que tenía en la palma de la mano, buscando un penique de plata. Era la piedra angular sobre la que se erigían mis precarios conocimientos. La moneda no era mayor que mi pulgar, fina como una oblea, y tenía el mismo perfil de la reina Isabel que la mayoría de las otras. Organicé el resto según su valor relativo y empecé a enumerarlas por orden en la siguiente página en blanco de mi libro.

—Gracias, Pierre —murmuró Edward sin apenas levantar la vista, cuando su sirviente se llevó con rapidez las cartas y depositó más correspondencia aún sobre la superficie de la mesa.

Escribíamos guardando un amigable silencio. En cuanto terminé con la lista de monedas, intenté recordar lo que Charles, el lacónico cocinero de la casa, me había enseñado sobre la elaboración del vino con especias. ¿O era sobre el ponche?

Vino con especias para dolores de cabeza

Satisfecha con la línea relativamente recta del texto, tres diminutas manchas y la temblorosa uve, continué.

Poner el agua a hervir. Batir dos yemas de huevo. Añadir vino blanco y batir un poco más.

Cuando el agua hierva, dejarla enfriar antes de añadir el vino y los huevos. Remover hasta que vuelva a hervir y añadir azafrán y miel.

La mezcla resultante era repugnante —exageradamente amarilla y con la consistencia del requesón grumoso derretido—, pero Tom se lo había tragado sin rechistar.

Más tarde, cuando le pregunté a Charles la proporción adecuada de miel y vino, se había llevado las manos a la cabeza con disgusto por mi ignorancia y se había ido indignado, sin mediar palabra.

Vivir en el pasado siempre había sido mi deseo secreto, pero era mucho más difícil de lo que jamás había imaginado. Suspiré.

—Vas a necesitar algo más que ese libro para sentirte como en casa aquí. —Los ojos de Edward no abandonaron la correspondencia—. También deberías tener una habitación propia. ¿Por qué no te quedas con esta? Tiene la suficiente luz como para servir de biblioteca. O podrías convertirla en un laboratorio de alquimia… Aunque puede que quieras un sitio más privado, si tienes pensado transformar el plomo en oro. Hay un cuarto al lado de la cocina que podría servir.

—Puede que la cocina no sea lo ideal. Charles no tiene buena opinión de mí —respondí.

—No tiene buena opinión de nadie. Ni tampoco Françoise. Salvo de Charles, por supuesto, al que venera como a un santo incomprendido a pesar de su afición a la bebida.

Unas sólidas pisadas retumbaron en el pasillo. La recriminadora Françoise apareció en el umbral. —Hay unos hombres que preguntan por la señora Masen —anunció, haciéndose a un lado para dejar a la vista a un septuagenario de cabello gris con manos callosas y a un hombre mucho más joven que cambiaba el peso de un pie al otro. Ninguno de aquellos hombres era una criatura.

—Somers —Edward frunció el ceño—. ¿Y ese joven es Joseph Bidwell?

—Sí, señor Masen. —El joven se quitó el sombrero de la cabeza.

—La señora Masen os permitirá tomarle las medidas ahora —dijo Françoise.

— ¿Las medidas? —La mirada que Edward nos dirigió a Françoise y a mí exigía una respuesta… urgente.

—Zapatos. Guantes. Para el guardarropa de madame — dijo Françoise. A diferencia de las enaguas, los zapatos no eran prácticamente talla única.

—Le pedí a Françoise que los hiciera llamar —expliqué, con la esperanza de que Edward se pusiera de mi lado. Los ojos de Somers se abrieron de par en par al oír mi extraño acento, antes de que su rostro regresara a una expresión de deferencia neutra.

—El viaje de mi esposa ha sido inusitadamente difícil — dijo Edward con suavidad, acudiendo a mi lado— y sus enseres se extraviaron. Lamentablemente, Bidwell, no tenemos zapatos para que copiéis. —Posó una mano de advertencia en mi hombro, con la esperanza de silenciar cualquier otro comentario.

— ¿Me permitís, señora Masen? —preguntó Bidwell, inclinándose hasta que sus dedos pendieron sobre los cordones que me sujetaban al pie un par de zapatos que no me quedaban bien. Aquel calzado prestado demostraba que no era quien pretendía ser.

—Por favor —replicó Edward antes de que yo pudiera responder. Françoise me miró con empatía. Sabía lo que era que Edward Masen te hiciera callar.

El joven se sobresaltó al entrar en contacto con un pie cálido de pulso rítmico. Obviamente, esperaba una extremidad más fría, menos viva.

—A lo tuyo —dijo Edward con aspereza.

—Señor. Mi señor. Señor Masen. —El joven dejó escapar los títulos que tenía más a mano, salvo «su majestad» y «príncipe de las tinieblas». Aunque esos últimos iban implícitos.

— ¿Dónde está tu padre, muchacho? —La voz de Edward se suavizó.

—Está indispuesto, lleva en la cama cuatro días, señor Masen. —Bildwell sacó un pedazo de fieltro de una bolsa que llevaba atada alrededor de la cintura y puso mis pies sobre él, mientras trazaba el contorno con una barrita de carbón. Hizo algunas anotaciones en el fieltro, acabó con rapidez y me soltó el pie. Bidwell sacó un curioso libro hecho de retales cuadrados de cuero de colores sujetos entre sí con correas de cuero y me lo ofreció.

— ¿Qué colores son los más populares, señor Bidwell? —pregunté, mientras hojeaba las muestras de piel.

Necesitaba consejo, no un test de opciones múltiples.

—Las mujeres que van a la corte suelen llevar blanco estampado en oro o plata.

—No vamos a ir a la corte —aseguró Edward de inmediato.

—Entonces el negro y el bonito pardo rojizo. —Bildwell levantó un parche de piel de color caramelo para su aprobación. Edward la dio antes de que yo pudiera decir una palabra.

Entonces le llegó el turno al anciano. Él también se sorprendió cuando me tomó la mano y notó las callosidades que tenía en la palma. Las damas bien educadas que se casaban con hombres como Edward no remaban en barcos. Somers se fijó en el bulto de mi dedo corazón. Las damas tampoco tenían bultos por sujetar las plumas con demasiada fuerza. Me deslizó en la mano derecha un guante suave como la mantequilla que era demasiado grande. Una aguja enhebrada con un tosco hilo estaba sujeta en el dobladillo.

— ¿Tiene tu padre todo lo que necesita, Bidwell? — preguntó Edward al zapatero.

—Sí, gracias, señor Masen —respondió Bidwell con una inclinación de cabeza.

—Charles le enviará natillas y venado. —Los ojos verdes de Matthew observaron la delgada complexión del joven—. Y también un poco de vino.

—El señor Bidwell os agradecerá vuestra bondad —dijo Somers, mientras con los dedos atravesaba la piel con el hilo para que el guante se ajustara a la perfección.

— ¿Hay alguien más convaleciente? —preguntó Edward.

—La hija de Rafe Meadows estuvo enferma con unas fiebres terribles. Temíamos por el viejo Edward, pero solo tiene un poco de calentura —replicó Somers lacónicamente.

—Confío en que la hija de Meadows se haya recuperado.

—No. —Somers partió el hilo—. La enterraron hace tres días, que Dios la tenga en su gloria.

—Amén —dijeron todos los de la sala. Françoise levantó las cejas y señaló bruscamente con la cabeza en dirección a Somers. Yo me uní con retraso.

Cuando concluyeron sus asuntos y prometieron que tendrían listos los zapatos y los guantes a lo largo de la semana, ambos hombres hicieron sendas reverencias y se retiraron. Françoise dio media vuelta con intención de seguirlos, pero Edward la detuvo.

—No más visitas para Bella. —La seriedad de su tono de voz no dejaba lugar a dudas—. Ve a ver si Edward Camberwell tiene a alguien que lo cuide y suficiente comida y bebida.

Françoise hizo una reverencia de aquiescencia y se retiró con otra mirada compasiva.

—Me temo que los hombres del pueblo saben que no soy de aquí. —Me pasé una mano temblorosa por la frente —. Mis vocales son un problema. Y mis frases van hacia abajo cuando deberían ir hacia arriba. ¿Y cuándo se supone que hay que decir «amén»? Alguien tiene que enseñarme a rezar, Edward. Tengo que empezar por algún sitio, y…

—Tranquilízate —dijo este, deslizando las manos alrededor de mi cintura encorsetada. Aun a través de varias capas de ropa, su tacto era tranquilizador—. Esto no es la defensa de una tesis de Oxford ni estás haciendo tu presentación en los escenarios. Atiborrarte de información y ensayar un papel no va a ayudar. Deberías haberme preguntado antes de hacer venir a Bidwell y Somers.

— ¿Cómo puedes fingir ser alguien nuevo, otra persona, una y otra vez? —Me asombraba. Edward había hecho aquello en innumerables ocasiones a lo largo de los siglos, fingiendo morir solo para volver a emerger hablando un idioma distinto en un país diferente donde lo conocían por otro nombre.

—El primer truco es dejar de fingir. —Mi confusión debió de hacerse evidente, así que continuó—. Recuerda lo que te dije en Oxford. No puedes vivir una mentira, ya sea disfrazarte de humana cuando en realidad eres una bruja o intentar pasar por isabelina cuando vienes del siglo XXI. En este momento, esta es tu vida. Intenta no pensar en ella como un papel.

—Pero mi acento, la forma en que camino… —Hasta yo me había dado cuenta de lo largos que eran mis pasos en relación a los de las otras mujeres de la casa, pero la descarada mofa de Kit sobre mi manera masculina de andar lo había dejado claro.

—Te amoldarás. Mientras tanto, la gente hablará. Pero no importa la opinión de nadie de Woodstock. Pronto se acostumbrarán a ti y las habladurías cesarán.

Lo miré, dubitativa.

—No sabes mucho de habladurías, ¿verdad?

—Lo suficiente como para comprender que no eres más que la curiosidad de la semana. —Le echó un vistazo a mis libros y se fijó en las gotas y en la indecisa caligrafía—.

Aprietas demasiado la pluma. Por eso se te rompe la punta constantemente y la tinta no fluye. Y también te tomas demasiado en serio tu nueva vida.

—Nunca creí que sería tan difícil.

—Tú aprendes rápido y, mientras permanezcas en la seguridad del Viejo Pabellón, estarás entre amigos. Pero no más visitas por el momento. Ahora dime, ¿qué has estado escribiendo?

—Mi nombre, básicamente.

Edward pasó unas cuantas páginas del libro, examinando lo que había manuscrito.

Levantó una ceja.

— ¿También estás preparando el examen de economía y gastronomía? ¿Por qué no escribes mejor sobre lo que sucede y sobre la casa?

—Porque tengo que saber cómo arreglármelas en el siglo XVI. Por supuesto, un diario también podría ser útil.

—Consideré la posibilidad. Desde luego, me ayudaría a resolver lo del sentido del tiempo, que tenía todavía hecho un lío—. No debería usar el nombre completo. La gente en 1590 usaba las iniciales para ahorrar papel y tinta. Y nadie reflexionaba sobre pensamientos o emociones. Registraban el tiempo y las fases de la luna.

—Tienes el récord de las mejores notas en inglés del siglo XVI —dijo Edward, sonriendo.

— ¿Las mujeres escriben las mismas cosas que los hombres?

Mi marido me sujetó la barbilla entre los dedos.

—Eres imposible. Deja de preocuparte por lo que hace el resto de las mujeres. Sé tú misma, eres extraordinaria.

—Asentí y me besó antes de regresar a su mesa.

Sujetando la pluma lo más holgadamente posible, empecé una página nueva. Decidí usar símbolos astrológicos para los días de la semana y registrar el tiempo, además de hacer unas cuantas anotaciones crípticas sobre la vida en el Viejo Pabellón. De esa manera, nadie que las leyera en un futuro encontraría nada de extraordinario en ellas. O eso esperaba.

31 de octubre de 1590, lluvia, escampando

Este día me presentaron al buen amigo de mi marido, CM.

1 de noviembre de 1590, frío y seco

En las primeras horas de la mañana conocí a GC. Tras la salida del sol, llegaron TH, HP y WR, todos ellos amigos de mi esposo. Hubo luna llena.

Algunos futuros estudiosos podrían sospechar que esas iniciales hacían referencia a la Escuela de la Noche, sobre todo teniendo en cuenta la presencia del apellido Masen en la primera página, pero no había manera de demostrarlo.

Además, en esos tiempos pocos eruditos estaban interesados en aquel grupo de intelectuales. Educados al mejor estilo renacentista, los miembros de la Escuela de la Noche eran capaces de pasar del lenguaje antiguo al moderno con alarmante velocidad. Todos ellos conocían a la perfección a Aristóteles. Y cuando Kit, Walter y Edward empezaban a hablar de política, su dominio de la historia y la geografía hacía casi imposible para cualquier otra persona seguirlos. De vez en cuando, George y Tom conseguían colar una opinión, pero el tartamudeo y la ligera sordera de Henry hacían que fuera imposible su plena participación en las intrincadas discusiones. Se pasaba la mayor parte del tiempo observando al resto con una tímida deferencia que resultaba entrañable, dado que el conde tenía más alto rango que ninguna otra persona de la sala. Si no fueran tantos, yo también podría haber participado.

En cuanto a Eward, atrás habían quedado las meditaciones melancólicas sobre los resultados de sus pruebas y la preocupación por el futuro de las especies. Yo me había enamorado de ese Edward, pero me había sorprendido a mí misma volviendo a hacerlo de esa versión del siglo XVI, embelesada por cada una de sus carcajadas y por todas las veloces réplicas que hacía cuando las batallas que libraban giraban en torno a puntos clave de filosofía. Edward hacía bromas a la hora de la cena y tarareaba canciones por los pasillos. Se peleaba con los perros al lado de la chimenea de la habitación, dos enormes mastines peludos llamados Anaximandro y Pericles. En el Oxford moderno o en Francia, Edward siempre parecía estar un poco triste. Pero allí en Woodstock era feliz, incluso cuando lo sorprendía mirando a sus amigos como si no pudiera creer que fueran reales.

— ¿Eras consciente de cuánto los echabas de menos? — le pregunté, incapaz de evitar interrumpir su trabajo.

—Los vampiros no podemos obsesionarnos con las personas que dejamos atrás —replicó—. Nos volveríamos locos. He tenido más cosas para recordarlos de las que suele ser habitual: sus palabras, sus retratos. Sin embargo, me había olvidado de los pequeños detalles: de una expresión peculiar o del sonido de sus risas.

—Mi padre guardaba caramelos en el bolsillo —susurré —. No me acordaba de ellos hasta La Pierre.

—Cuando cerraba los ojos, todavía era capaz de oler aquellos pequeños caramelos y oír el frufrú del celofán contra el suave paño de sus camisas.

—Y ahora no renunciarías a ese recuerdo ni para deshacerte del dolor —dijo Edward con dulzura.

Levantó otra carta y arañó la hoja con la pluma. El tenso aspecto de concentración regresó a su cara, junto con una pequeña arruga sobre el puente de la nariz. Imité el ángulo en que sujetaba la pluma, el tiempo que pasaba hasta que la mojaba en la tinta. Era cierto que resultaba más fácil escribir cuando no sujetabas la pluma con demasiada fuerza. Posé la pluma sobre el papel y me dispuse a continuar escribiendo.

Ese día era la festividad de difuntos, el día en que tradicionalmente se recordaba a los muertos. Toda la gente de la casa hablaba de la gruesa capa de escarcha que había helado las hojas del jardín. Al día siguiente haría aún más frío, había prometido Pierre.

2 de noviembre de 1590, escarcha

Medidas para zapatos y guantes. Françoise cosiendo.

Françoise me estaba haciendo una capa para mantener a raya el frío, y un conjunto de ropa para el clima invernal que se aproximaba. Se había pasado en los desvanes toda la mañana, rebuscando entre el guardarropa abandonado de Rose de Cullen. Los vestidos de la hermana de Edward estaban sesenta años pasados de moda, con sus escotes cuadrados y las mangas en forma de campana, pero Françoise los estaba alterando para que encajaran mejor en lo que Walter y George insistían en que era el estilo actual, además de con mi porte menos escultural. En concreto, no le complacía en absoluto romper las costuras de un traje de color negro y plata particularmente espléndido, pero Edward había insistido. Con la Escuela de la Noche como residentes, necesitaba ropa formal además de conjuntos más prácticos.

—Pero lady Rose se casó con ese vestido, señor — protestó Françoise.

—Sí, con un tipo de ochenta y cinco años sin ningún vástago vivo, con problemas de corazón y numerosas propiedades rentables. Creo que esa cosa ha amortizado más del doble de lo que la familia invirtió en él — respondió Edward—. Servirá para Bella hasta que le puedas hacer algo mejor.

En mi libro no podía hacer referencia a esa conversación, desde luego. Sin embargo, había elegido las palabras cuidadosamente para que no significaran nada para nadie más, aun cuando para mí conjuraran vívidas imágenes de personas en particular, sonidos y conversaciones. Si este libro sobrevivía, cualquier futuro lector encontraría estériles y áridos aquellos detalles insignificantes de mi vida. Los historiadores estudiaban detenidamente los documentos como aquel con la esperanza vana de descubrir la vida rica y compleja oculta tras las simples líneas de texto.

Edward maldijo entre dientes. No era la única en aquella casa que escondía algo.

Mi esposo ha recibido muchas cartas hoy y me ha regalado este libro para que guarde mis recuerdos.

Mientras levantaba la pluma para rellenarla de tinta,

Henry y Tom entraron en la sala buscando a Edward. Mi tercer ojo se abrió de par en par, sorprendiéndome con su repentina atención. Desde que habíamos llegado, el resto de mis incipientes poderes —de bruja de fuego, de bruja de agua y de bruja de viento— habían estado extrañamente ausentes. Con la inesperada percepción adicional que me proporcionaba mi tercer ojo de bruja, podía distinguir no solo la intensidad blanca y roja de la atmósfera que rodeaba a Edward, sino también la luz plateada de Tom y el resplandor apenas perceptible negro y verde de Henry, todos ellos tan personales como una huella dactilar.

Volví a pensar en los jirones de color azul y ámbar que había visto en aquella esquina del Viejo Pabellón y me pregunté qué podría significar la desaparición de ciertos poderes y la aparición de otros. Además, estaba el episodio de aquella mañana…

Algo en la esquina me había llamado la atención, otro brillo ambarino salpicado de matices azulados. Se escuchó un eco, algo tan leve que, más que oírse, se sentía. Cuando volví la cabeza para ver de dónde procedía, la sensación se desvaneció. En mi ángulo de visión periférica latían unos filamentos, como si el tiempo me estuviera haciendo señales para que regresara a casa.

Desde la primera vez que había viajado en el tiempo en Madison, cuando me había desplazado solo unos cuantos minutos, para mí el tiempo se había convertido en una sustancia hecha de hilos de luz y color. Con la concentración suficiente, era capaz de centrarme en una única hebra y seguirla hasta su fuente. Ahora, después de haber viajado unos cuantos siglos, sabía que aquella aparente simplicidad ocultaba los nudos de posibilidades que vinculaban un número inimaginable de pasados con un millón de presentes y un incalculable número indeterminado de futuros. Isaac Newton creía que el tiempo era una fuerza esencial de la naturaleza que no podía ser controlada. Después de lo que me había costado regresar a 1590, estaba dispuesta a darle la razón.

— ¿Bella? ¿Te encuentras bien? —La insistente voz de Edward interrumpió mis ensoñaciones. Sus amigos me observaban, preocupados.

—Estoy bien —dije automáticamente.

—No lo estás. —Dejó caer la pluma sobre la mesa—. Tu olor ha cambiado. Y creo que tu magia también podría estar haciéndolo. Kit tiene razón. Debemos encontrarte una bruja cuanto antes.

—Es demasiado pronto para traer una bruja —protesté —. Es importante que tenga aspecto y hable como si fuera de aquí.

—Cualquier otra bruja se dará cuenta de que eres una viajera del tiempo —dijo Edward con indiferencia—. Lo tendrá en cuenta. ¿O es que hay algo más?

Negué con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.

Edward no había necesitado ver el tiempo desenvolviéndose en la esquina para intuir que algo no encajaba. Si él mismo sospechaba que sucedía algo más con mi magia de lo que estaba dispuesta a revelar, no habría manera de ocultar mis secretos a cualquier bruja que pronto pudiera visitarme.

 

 

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