EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151986
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 67: CAPÍTULO 67

Capítulo 67

 

¿Piensa esa cosa seguir haciendo eso?

Me puse en pie frunciendo el ceño y con las manos en las caderas, mientras alzaba la vista hacia el techo de la casa de Susanna.

—«Ella», Bella. Tu dragón es hembra —dijo Catherine, que también estaba mirando al techo, pasmada.

—Ella. Eso. Esa cosa —repliqué, señalando hacia arriba.

Estaba intentando tejer un hechizo, cuando mi dragón había abandonado su confinamiento dentro de mi caja torácica.

Otra vez. Ahora estaba pegada al techo, exhalando ráfagas de humo y haciendo castañetear los dientes, agitada—. No puedo tenerlo, tenerla, volando por la habitación cada vez que le apetece —señalé. Las repercusiones serían serias si se escapaba en Yale, entre los estudiantes.

—El hecho de que tu dragón escupe fuego se libere es simplemente un síntoma de un problema mucho más serio —me aseguró Goody Alsop, mientras me tendía un puñado de hebras de seda de vivos colores anudado en la parte superior. Los extremos caían sueltos como los lazos de un mayo y sumaban nueve entre todos: rojo, blanco, negro, plata, oro, verde, marrón, azul y amarillo.

Eres una tejedora y debes aprender a controlar tu poder.

—Soy muy consciente de ello, Goody Alsop, pero todavía no veo cómo esos… hilos para bordar… pueden ayudar —dije, porfiadamente. El dragón escupe fuego graznó para darme la razón haciéndose más corpóreo con el

sonido, para regresar de inmediato a su típico contorno ahumado.

—¿Y qué sabes tú de ser una tejedora? —preguntó Goody Alsop, bruscamente.

—No mucho —confesé.

—Bella debería beber esto antes —recomendó Susanna, aproximándose a mí con una taza humeante. Los aromas de la manzanilla y la menta llenaron el aire. Mi dragón inclinó la cabeza con interés—. Es una pócima calmante y puede que tranquilice a su bestia.

—El dragón no me preocupa demasiado —dijo Catherine con desdén—. Hacer que obedezcan siempre es difícil, tanto como intentar poner freno a un daimón que está empeñado en hacer alguna diablura.

Pensé que, para ella, era fácil decirlo. No tenía que persuadir a la bestia para que volviera a meterse en el interior.

—¿Qué plantas lleva la tisana? —pregunté, mientras bebía un sorbo del brebaje de Susanna. Tras lo del té de Marthe, desconfiaba un poco de los mejunjes de hierbas.

La pregunta no hacía más que abandonar mi boca, cuando en la taza empezaron a florecer brotes de menta, flores de manzanilla de olor pajizo, espumosa Angélica y algunas hojas duras y brillantes que no supe identificar. Dejé escapar un improperio.

—¿Lo veis? —exclamó Catherine, señalando la taza—.

Es como yo os dije. Cuando Bella hace una pregunta, la diosa la responde.

Susanna observó la jícara, alarmada, mientras esta crujía bajo la presión de las raíces que se hinchaban.

—Creo que tienes razón, Catherine. Pero si su propósito es tejer y no romper cosas, necesitará formular mejores preguntas.

Goody Alsop y Catherine habían resuelto el secreto de mi poder: este se hallaba inconvenientemente unido a mi curiosidad. Ahora ciertos hechos tenían más sentido. Mi mesa blanca con las piezas de puzle de vivos colores que venían a mi rescate cada vez que tenía un problema, la mantequilla que salía volando de la nevera de Sarah, en Madison, cuando me preguntaba si había más… Incluso la extraña aparición del Ashmole 782 en la biblioteca

Bodleiana podía ser explicada: cuando rellené el papel de la solicitud, me pregunté qué podría haber en el libro. Incluso unas horas antes, el simple hecho de cavilar sobre quién habría escrito uno de los hechizos del grimorio de Susanna había hecho que la tinta se desligara de la página y volviera

a cobrar forma sobre la mesa, al lado de él, imitando con exactitud el aspecto de su abuela.

Le prometí a Susanna volver a poner las palabras en su sitio en cuanto descubriera cómo hacerlo.

Así fue como supe que la práctica de la magia no era diferente a la práctica de la historia. El truco de ambas no era encontrar las respuestas correctas, sino formular las mejores preguntas.

—Háblanos de nuevo sobre la invocación del agua mágica, Bella, y la flecha y el arco que aparecen cuando alguien a quien amas está en peligro —sugirió Susanna—.

Puede que eso nos proporcione algún método que podamos

seguir.

Relaté lo que había sucedido la noche en que Edward me había dejado en Sept-Tours, cuando el agua había salido de mí como si se tratase de una riada, y de la mañana en el huerto de Sarah, cuando había visto las venas de agua subterráneas. Y expuse con todo detalle las veces que el arco había aparecido, incluso cuando no existía flecha o cuando sí existía, pero yo no la había disparado. Cuando terminé, Catherine exhaló un suspiro de satisfacción.

—Ya veo el problema. Bella no está del todo presente a menos que esté protegiendo a alguien o cuando la obligan a enfrentarse a sus miedos —observó Catherine—. Siempre le está dando vueltas al pasado o haciéndose preguntas sobre el futuro. Una bruja debe estar completamente en el

aquí y ahora para hacer magia.

Mi dragón escupe fuego batió las alas para darle la razón, repartiendo cálidas ráfagas de aire por toda la habitación.

—Edward siempre creyó que había una conexión entre mis emociones, mis necesidades y mi magia —confesé.

—En ocasiones me pregunto si ese wearh no será medio brujo —dijo Catherine. Las otras se echaron a reír ante la ridícula idea de que el hijo de Esme de Cullen tuviera siquiera una gota de sangre de brujo.

—Creo que es seguro dejar al dragón escupe fuego a su aire por el momento y regresar a la cuestión del hechizo de camuflaje de Bella —dijo Goody Alsop, haciendo referencia a mi necesidad de encubrir la plétora de energía

que se liberaba cuando usaba la magia—. ¿Estás haciendo algún progreso?

—He notado que se formaban volutas de humo a mi alrededor —comenté, vacilante.

—Necesitas centrarte en los nudos —dijo Goody Alsop, mientras miraba deliberadamente los cordones que yo tenía en el regazo. En los hilos que unían los mundos se encontraban todos aquellos tonos y manipular las hebras

trenzándolas y atándolas servía para hacer magia blanca.

Pero antes tenía que saber qué hebras usar. Agarré las cuerdas de colores por el nudo de arriba. Goody Alsop me había enseñado a soplar con suavidad sobre los hilos mientras me centraba en mis intenciones. Se suponía que

aquello liberaría a los cordones apropiados para el hechizo que estaba intentando tejer.

Les soplé a las hebras para que brillaran y bailaran. Los hilos amarillo y marrón se separaron del resto y cayeron en mi regazo, junto con el rojo, el azul, el plateado y el blanco. Pasé los dedos por las extensiones de veintitrés centímetros de seda retorcida. Seis hebras implicaban seis

nudos diferentes, cada cual más complejo que el anterior.

Mi habilidad para hacer nudos todavía era bastante rudimentaria, aunque encontraba aquella parte del tejido curiosamente reconfortante. Cuando practicaba los elaborados trenzados y cruces con cordones normales y

corrientes, el resultado recordaba en cierto modo a los ancestrales nudos celtas. Había un orden jerárquico en los nudos. Los dos primeros eran los nudos corredizos simple y doble. Sarah los usaba en ocasiones, cuando estaba haciendo un hechizo de amor o cualquier otro amarre. Pero únicamente los tejedores podían llevar a cabo los intrincados nudos que implicaban hasta nueve cruces distintos y acababan con los dos extremos del cordón mágicamente fundidos para dar lugar a un tejido indestructible.

Respiré hondo y me volví a centrar en mis propósitos. El camuflaje era una forma de protección y su color era el púrpura. Pero no había cordón púrpura.

Sin demora, los cordones azul y rojo se levantaron y se entretejieron con tal fuerza que el resultado final fue una fiel reproducción de las velas púrpura veteadas que mi madre solía poner en las ventanas en las noches sin luna.

—Con el nudo de uno, empiezo el conjuro —murmuré, haciendo girar el cordón púrpura para hacer el nudo corredizo simple. El dragón escupe fuego imitó mis  palabras, canturreando.

Levanté la vista hacia él y, una vez más, me sorprendió su aspecto cambiante. Al exhalar, se desvanecía en una mancha difuminada de humo. Cuando inspiraba, su perfil se hacía más nítido. Era un equilibrio perfecto de materia y espíritu, ni una cosa ni la otra. ¿Alguna vez llegaría a hallar aquello

coherente?

—Con el nudo de un par, el conjuro se hace realidad.

Hice un nudo doble en el mismo cordón púrpura.

Mientras me preguntaba si habría alguna forma de poderme desvanecer en una nube gris cuando así lo deseara, como hacía el dragón, acaricié el cordón amarillo entre los dedos. El tercer nudo era el primer nudo de auténtica

tejedora que tenía que hacer. Aunque solo implicaba tres cruces, seguía siendo un desafío.

—Con el nudo de tres, el conjuro libre es.

Enrosqué y trencé el cordón dándole forma de trébol y luego uní los extremos. Estos se fundieron para formar el nudo indestructible de los tejedores.

Suspirando aliviada, lo dejé caer sobre el regazo y de mi boca salió una niebla gris más fina que el humo, que flotó a mi alrededor como un sudario. Ahogué un grito de sorpresa, que dejó salir más niebla fantasmagórica y

transparente. Levanté la vista. ¿Adónde había ido el dragón escupe fuego? El cordón marrón saltó a mis manos.

—Con el nudo de cuatro, el poder es atesorado.

Me encantaba la apariencia similar a la de una galleta en forma de lazo del cuarto nudo, con sus sinuosos arcos y zigzags.

—Muy bien, Bella —dijo Goody Alsop. Aquel era el momento en que todo solía empezar a ir mal en mis hechizos—. Ahora, continúa viviendo el momento y pídele al dragón que se quede contigo. Si este siente inclinación a hacerlo, te ocultará de los ojos curiosos.

Esperar que el dragón escupe fuego cooperara me parecía demasiado pedir, pero hice de todas formas el nudo en forma de pentágono con el cordón blanco.

—Con el nudo de cinco, el conjuro crecerá con ahínco.

El dragón descendió en picado y apretó las alas contra  mis costillas.

«¿Quieres quedarte conmigo?», le pregunté en silencio.

El dragón me envolvió en una fina capa protectora de color gris. Esta apagaba el negro de mis sayas y mi chaqueta, y las volvía de un tono carbón oscuro. El anillo de Esme brillaba con menos fuerza y el fuego del corazón

del diamante se debilitó. Hasta el cordón plateado que tenía en el regazo parecía deslustrado. Sonreí ante la respuesta muda del dragón.

—Con el nudo de seis, el conjuro afianzaré —dije. El nudo final no era tan simétrico como debería, pero aun así funcionó.

—No cabe duda de que eres una tejedora, niña —dijo Goody Alsop, suspirando.

Mientras regresaba andando a casa, sentí que pasaba maravillosamente desapercibida envuelta en el velo de mi dragón escupe fuego, pero volví a la vida real cuando mis pies cruzaron el umbral de El Venado y la Corona. Allí me esperaba un paquete, junto con Kit. Edward seguía pasando demasiado tiempo con el voluble daimón.

Marlowe y yo intercambiamos un frío saludo y yo ya había empezado a retirar el envoltorio protector del paquete cuando Edward emitió un gruñido tremendo.

—¡Santo Dios!

Donde hacía unos instantes no había más que espacio vacío, se encontraba ahora mi esposo, mirando incrédulo un pedazo de papel.

—¿Qué quiere ahora el Viejo Zorro? —preguntó Kit agriamente, mientras hundía la pluma en un tintero.

—Acabo de recibir una factura de Nicholas Vallin, el orfebre que está calle arriba —dijo Edward, frunciendo el ceño. Le dirigí una mirada inocente—. Me ha cobrado quince libras por una ratonera.

Ahora que entendía mejor el poder de compra de una libra y que sabía que Joan, la sirvienta de Mary, ganaba solo cinco libras al año, podía ver por qué Edward se había quedado pasmado.

—Oh. Eso —dije, volviendo a centrarme en el paquete —. Le pedí que me la hiciera.

—¿Le pedisteis a uno de los mejores orfebres de Londres que os hiciera una ratonera? —Kit no daba crédito —. Si os quedan todavía fondos, señora Masen, espero que me permitáis llevar a cabo un experimento de alquimia

para vos. ¡Transmutaré vuestra plata y oro en vino en El Sombrero del Cardenal!

—Es una trampa para ratas, no para ratones —musité.

—¿Podría ver esa trampa para ratas?

El tono de Edward era inquietantemente inexpresivo.

Retiré el último envoltorio y saqué el artículo en cuestión.

—Plata dorada. Y está grabada, además —dijo Edward,

mientras le daba la vuelta en la mano. Entonces la observó

con más atención y maldijo—. «Ars longa, vita brevis».

«La ciencia es extensa y la vida es breve». Ya lo creo.

—Se supone que es muy eficaz.

El ingenioso diseño de monsieur Vallin recordaba a un felino al acecho, con un par de orejas finamente talladas en la bisagra y un par de ojos salvajes grabados en el arriostramiento. Los extremos de la trampa parecían una

boca, que se completaba con unos dientes letales. Me recordaba un poco al gato de Sarah, Tabitha. Vallin había aportado una pizca de banalidad adicional poniendo un ratón de plata sobre la nariz del gato. La diminuta criatura no guardaba parecido alguno con los monstruos de largos dientes que merodeaban por nuestros desvanes. El mero hecho de imaginármelos deleitándose con los papeles de Edward mientras dormíamos hizo que me estremeciera.

—Mira. También está grabada en la base —dijo Kit, mientras seguía a los juguetones ratones que había alrededor de la base de la trampa—. En ella se encuentra el resto del aforismo de Hipócrates, y en latín, nada más y

nada menos: «Occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile».

—Quizá sea una inscripción excesivamente sentimental, dado el propósito del instrumento —admití.

—¿Sentimental? —Edward levantó súbitamente las cejas—. Desde el punto de vista de la rata, suena harto realista: «La ocasión es fugaz, la experiencia insegura y el juicio difícil».

Sus labios temblaron, nerviosos.

—Vallin se ha aprovechado de vos, señora Masen — declaró Kit—. Deberías negarte a efectuar el pago, Edward, y devolverle la trampa.

—¡No! —protesté—. No es culpa suya. Estábamos hablando de relojes y monsieur Vallin me enseñó algunos hermosos ejemplares. Compartí con él el panfleto de la tienda de John Chandler, en Cripplegate, el de las

instrucciones para cazar alimañas, y le hablé a Monsieur Vallin de nuestro problema con las ratas. Una cosa llevó ala otra.

Bajé la vista hacia la trampa. Lo cierto era que se trataba de una pieza extraordinaria de artesanía, con aquellos engranajes y muelles diminutos.

—Todo Londres tiene problemas con las ratas —dijo Edward, luchando por no perder el control—. Aunque no conozco a nadie que necesite un juguete de plata dorada para solucionarlo. Un par de asequibles gatos suele ser

suficiente.

—Le pagaré, Edward.

El hecho de hacerlo probablemente vaciaría mi monedero y me vería obligada a pedirle a Walter más fondos, pero no había más remedio. La experiencia siempre era un grado. Y en ocasiones también costosa.

Extendí la mano para que me entregara la trampa.

—¿Vallin la diseñó para que marcara la hora? De ser así y si se trata del único artilugio del mundo que combina un sistema de reloj y de control de plagas, puede que el precio sea justo, después de todo —comentó Edward intentando fruncir el ceño, aunque en su rostro se dibujó una sonrisa.

En lugar de darme la trampa, me agarró la mano, se la llevó a la boca y la besó—. Yo pagaré la factura, mon coeur, siempre y cuando eso me dé derecho a burlarme de ti durante los próximos sesenta años.

En aquel momento, George irrumpió en el vestíbulo delantero. Una ráfaga de aire frío entró con él.

—¡Tengo noticias!

Arrojó la capa a un lado y adoptó una pose orgullosa.

Kit rezongó y apoyó la cabeza entre las manos.

—No me lo digas. Ese idiota de Ponsoby está encantado con tu traducción de Homero y quiere publicarla sin llevar a cabo más correcciones.

—Ni siquiera tú empeñarás mi dicha por los logros alcanzados hoy, Kit —exclamó George mientras miraba alrededor, expectante—. ¿Y bien? ¿A ninguno de vosotros os pica mínimamente la curiosidad?

—¿Qué noticias nos traes, George? —preguntó Edward con aire ausente, mientras lanzaba la trampa al aire y volvía a cogerla.

—He encontrado el manuscrito de la señora Masen. Edward agarró con más fuerza la trampa para ratas y el mecanismo saltó de repente. Cuando el vampiro se soltó los dedos, la ratonera cayó sobre la mesa con un repiqueteo

y se volvió a abrir de golpe.

—¿Dónde?

George dio instintivamente un paso atrás. Yo ya había sido la receptora de las preguntas de mi marido y entendía lo desconcertante que podía llegar a ser que un vampiro centrara por completo su atención en ti.

—Sabía que eras el hombre adecuado para encontrarlo —le dije a George afectuosamente, mientras posaba la mano sobre la manga de Edward para que se relajara.

Aquel comentario calmó a George, como era previsible, y este regresó a la mesa, de donde sacó una silla y se sentó.

—Vuestra confianza significa mucho para mí, señora Masen —dijo George, quitándose los guantes. Acto seguido, se sorbió la nariz y añadió—: No todos están de acuerdo.

—¿Dónde está? —preguntó Edward lentamente, con la mandíbula apretada.

—En el sitio más obvio que se podría imaginar, escondido pero a la vista de todos. Me sorprende bastante que no hubiéramos pensado en ello de inmediato.

George hizo una nueva pausa para asegurarse de que contaba con la atención plena de todo el mundo. Edward emitió un gruñido de frustración apenas audible.

—George —le advirtió Kit—, dicen que Edward muerde.

—Lo tiene el doctor Dee —soltó George al ver que Edward cambiaba el peso de pie.

—El astrólogo de la reina —exclamé. George tenía razón: teníamos que haber pensado mucho antes en aquel hombre. Dee también era alquimista y poseía la mayor biblioteca de Inglaterra—. Pero se encuentra en Europa.

—El doctor Dee regresó de Europa hace más de un año.

En la actualidad vive en las afueras de Londres.

—Por favor, dime que no es una bruja, un daimón o un vampiro —le rogué.

—En un simple humano… y un fraude total y absoluto —dijo Marlowe—. Yo no me creería nada de lo que dijera, Edward. Utilizó al pobre Edward A. de forma abominable, obligándolo a mirar en piedras de cristal y a hablar con los ángeles sobre alquimia día y noche. ¡Y luego era Dee quien

se llevaba todo el mérito!

—¿Pobre Edward A.? —se mofó Walter, mientras abría la puerta sin invitación o ceremonia alguna y entraba en la casa. Henry Percy estaba con él. Ningún miembro de la Escuela de la Noche podía hallarse a kilómetro y medio de El Venado y la Corona sin resultar irremediablemente

atraído hacia nuestro hogar—. Tu amigo daimón lo llevó de la barba durante años. El doctor Dee ha hecho bien en librarse de él, en mi opinión. ¿Qué es esto? —preguntó Walter, cogiendo la trampa para ratas.

—La diosa de la caza ha decidido centrar su atención en una presa más pequeña —dijo Kit con una sonrisa de suficiencia.

—¡Vaya! Si es una ratonera. ¿Pero quién iba a ser tan tonto como para hacer una ratonera de plata dorada? —dijo Henry, mirando por encima del hombro de Walter—.

Parece obra de Nicholas Vallin. Le hizo a Essex un hermoso reloj cuando se convirtió en Caballero de la Liga.

¿Se trata de algún tipo de juego infantil?

El puño de un vampiro se estrelló contra la mesa y quebró la madera.

—George —le espetó Edward—, haz el favor de hablarnos del doctor Dee.

—Ah. Sí. Desde luego. No hay mucho que contar. Hice lo q… que me pediste —tartamudeó George—. Visité los puestos de libros, pero no obtuve ningún tipo de información. Se hablaba de una obra de poesía griega que estaba a la venta que sonaba de lo más prometedora para mis traducciones…, pero estoy divagando. —George se calló y tragó saliva—. La viuda Jugge me sugirió que

hablara con John Hester, el farmacéutico de Paul’s Wharf.

Hester me envió a Hugh Plat: sí, el viticultor que vive en San Jacobo de Garkickhythe.

Seguí aquella complicada peregrinación intelectual de cerca, con la esperanza de poder reconstruir la ruta de George cuando volviera a visitar a Susanna. Tal vez ella y Plat fueran vecinos.

—Plat es tan malo como Will —dijo Walter entre dientes—. Escribiendo sin cesar cosas que no son de su incumbencia. El hombre incluso me preguntó por el método de mi madre para hacer masa.

—El señor Plat dijo que el doctor Dee tenía un libro de la biblioteca del emperador. Que ningún hombre podía leerlo y también que en él había dibujos extraños —explicó George—. Plat lo vio cuando acudió al doctor Dee en busca de orientación alquímica.

Edward y yo intercambiamos una mirada.

—Es posible, Edward —dije en voz baja—. Elias Ashmole dio con lo que quedaba de la biblioteca de Dee tras su muerte, y estaba particularmente interesado en los libros de alquimia.

—Dee está muerto. ¿Y cómo halló su fin el bueno del doctor, señora Masen? —preguntó Marlowe suavemente, señalándome con las cejas. Henry, que no había oído la pregunta de Kit, habló antes de que me diera tiempo a

responder.

—Pediré permiso para verlo —aseguró Henry, mientras asentía con decisión—. Será realmente fácil conseguirlo cuando regrese a Richmond y vuelva a ver a la reina.

—Podrías no reconocerlo, Hal —dijo Edward, dispuesto a ignorar también a Kit, aunque él sí lo había oído —. Yo iré contigo.

—Tú tampoco lo has visto —repuse, negando con la cabeza con la esperanza de que la opresiva mirada de Marlowe se debilitara—. Además, si hay que hacerle una visita a John Dee, yo también voy.

—No es necesario que me mires con esa fiereza, ma lionne. Soy perfectamente consciente de que nada teconvencerá para que dejes eso en mis manos. No cuandohay libros y un alquimista involucrados —aseguró

Edward, antes de levantar un dedo amonestador—. Pero nada de preguntas. ¿Entendido?

El vampiro se había imaginado el caos mágico en que aquello podría derivar.

Aunque asentí, lo hice con los dedos cruzados bajo el pliegue de la falda en forma de ese ancestral amuleto paran rechazar las consecuencias demoníacas de no decir la verdad.

—¿Nada de preguntas por parte de la señora Masen? — murmuró Walter—. Te deseo suerte con ello, Edward.

Mortlake era una pequeña aldea en el Támesis situada entre Londres y el palacio de la reina, en Richmond. Hicimos el viaje en la barcaza del conde de Northumberland, un espléndido velero con ocho remeros, asientos acolchados y cortinas para mantener alejadas las corrientes de aire. Fue

un viaje mucho más confortable, y desde luego más reposado, que a lo que estaba habituada cuando Gallowglass empuñaba los remos.

Habíamos enviado una carta previamente, advirtiendo a Dee de nuestra intención de visitarlo. La señora Dee, como explicó Henry con gran delicadeza, no apreciaba a los invitados que aparecían sin anunciarse. Aunque yo podía entenderla, era poco usual en una época en la que lo normal

era el tipo de hospitalidad que abría las puertas de par en par a las visitas.

—La casa es un poco…, esto…, irregular, debido a los pasatiempos del doctor Dee —explicó Henry sonrojándose un poco—. Y tienen un número prodigioso de hijos. A menudo resulta bastante… caótico.

—Hasta tal punto que se dice que los sirvientes han llegado a tirarse al pozo —observó Edward con mordacidad.

—Sí. Ese fue un hecho desafortunado. Dudo que tal cosa suceda durante nuestra visita —musitó Henry.

A mí no me importaba el estado en que se encontrara la casa. Estábamos a punto de lograr responder muchísimas preguntas: por qué aquel libro era tan codiciado, si podría aportarnos más datos sobre cómo habían surgido las

criaturas… Y, por supuesto, Edward creía que arrojaría luz sobre las razones por las que las criaturas de otro mundo se encontraban en vías de extinción en la era moderna.

Ya fuera por una cuestión de buenos modales o para evitar a su alborotada prole, el doctor Dee estaba paseando por el jardín rodeado de muros de ladrillo como si fuera pleno verano y no finales de enero. Vestía la toga negra de los eruditos y una capucha ajustada que le cubría la cabeza y

le bajaba por el cuello, coronada por una boina. Una larga barba blanca le sobresalía de la barbilla y llevaba los brazos firmemente entrelazados a la espalda, mientras avanzaba lentamente alrededor del jardín yermo.

—¿Doctor Dee? —gritó Henry, por encima del muro.

—¡Lord Northumberland! Confío en que disfrutéis de buena salud.

Dee hablaba en voz baja y ronca, aunque se cuidó (como hacía la mayoría) de alterarla ligeramente por el bien de Henry. Se quitó la boina e hizo una reverencia.

—Pasable, para esta época del año, doctor Dee. No estamos aquí por mi salud, sin embargo. Traigo conmigo a unos amigos, como os expliqué en mi carta. Permitidme que os los presente.

—El doctor Dee y yo ya nos conocemos. Edward le dedicó a Dee una sonrisa lobuna y una profunda reverencia. Conocía a todas las criaturas extrañas

de la época. ¿Por qué no iba a conocer a Dee?

—Señor Masen —dijo Dee, con recelo.

—Esta es mi esposa, Bella —señaló Edward, inclinando la cabeza hacia mí—. Es amiga de la condesa de Pembroke y se une a su señoría en los ejercicios de alquimia.

—La condesa de Pembroke y yo hemos mantenido correspondencia sobre asuntos alquímicos —manifestó Dee, olvidándose totalmente de mí para centrarse en cambio en su estrecha relación con una noble del reino—.

En vuestro mensaje indicabais que deseabais ver uno de mis libros, lord Northumberland. ¿Habéis venido en nombre de lady Pembroke?

Antes de que Henry pudiera responder, una mujer de rostro afilado y amplias caderas salió de la casa. Llevaba puesto un vestido marrón oscuro ribeteado en piel, que había visto mejores tiempos. Aunque parecía enfadada, cuando vio al conde de Northumberland, su rostro se engalanó con una mirada de bienvenida.

—Y aquí está mi querida esposa —dijo Dee, incómodo —. El conde de Northumberland y el señor Masen han llegado, Jane —gritó.

—¿Por qué no les has pedido que entren? —lo regañó Jane mientras se retorcía las manos, consternada—.

Pensarán que no estamos dispuestos a recibir visitas, algo que desde luego sí estamos, y a todas horas. Muchos son los que procuran el consejo de mi esposo, señor.

—Sí. Eso es lo que nos ha traído aquí a nosotros también. Gozáis de buena salud, según veo, señora Dee. Y el señor Masen me comunicó que la reina ha agraciado recientemente vuestra casa con una visita.

Jane se pavoneó.

—Así es. John ha visto a Su Majestad tres veces desde noviembre. En las dos últimas ocasiones nos encontramos en la puerta más lejana, mientras cabalgaba por la carretera de Richmond.

—Su Majestad fue muy generosa con nosotros estas Navidades —aseguró Dee, mientras retorcía la gorra entre las manos. Jane lo miró agriamente—. Habíamos pensado que…, pero no importa.

—Magnífico, magnífico —dijo Henry rápidamente, rescatando a Dee de cualquier potencial torpeza—. Pero basta de charla. Hay un libro en particular que desearíamos ver…

—¡La biblioteca de mi esposo es más estimada que él mismo! —dijo Jane con actitud hosca—. Nuestros gastos mientras visitamos al emperador fueron notables y tenemos numerosas bocas que alimentar. La reina dijo que

nos ayudaría. Nos dio una pequeña recompensa, es cierto, pero nos prometió más.

—No cabe duda de que la reina estaría distraída con asuntos más apremiantes —dijo Edward, con una pesada bolsita en la mano—. Tengo el resto de su regalo aquí. Y yo valoro a su esposo, señora Dee, no solo sus libros. Me he permitido añadir a los fondos de Su Majestad el pago por

las molestias que le podamos ocasionar.

—Yo… Se lo agradezco, señor Masen —tartamudeó Dee, e intercambió una mirada con su esposa—. Es muy amable por vuestra parte ocuparos de los asuntos de la reina. Las cuestiones de Estado deben siempre tener

prioridad sobre nuestras dificultades, por supuesto. —Su Majestad no olvida a aquellos que le han prestado un buen servicio —dijo Edward. Aquella era una falsedad flagrante, como sabían todos los que se encontraban en el

jardín nevado, pero nadie la rebatió.

—Debéis acomodaros todos dentro, al lado del hogar — dijo Jane, cuyo interés en mostrarse hospitalaria había aumentado considerablemente—. Traeré vino y velaré para que no os importunen. —Se inclinó para hacer una

reverencia a Henry y se agachó incluso más para hacerle otra a Edward, antes de retroceder apresuradamente en dirección a la puerta—. Vamos, John. Se convertirán en hielo si los tienes ahí fuera más tiempo.

Tras pasar veinte minutos en el interior de la casa de los Dee, quedó claro que el padre y la madre de familia eran representativos de aquella peculiar prole de personas casadas que discutían incesantemente por desaires y

maldades percibidas, mientras se mantenían unidas.

Intercambiaban mordaces comentarios mientras admirábamos los nuevos tapices (regalo de lady Walsingham), el nuevo aguamanil (regalo de sir

Christopher Hatton) y el nuevo salero de plata (regalo de los marqueses de Northampton). Cuando los ostentosos regalos y los improperios volvieron a ocupar su lugar, nos condujeron finalmente a la biblioteca.

—Va a ser un infierno sacarte de ahí —susurró Edward, sonriendo al ver mi cara de asombro.

La biblioteca de John Dee no era en absoluto como me la imaginaba. Suponía que sería más bien una espaciosa biblioteca privada perteneciente a un adinerado caballero del siglo XIX, por razones que ahora se me antojan

absolutamente indefendibles. Aquello no era ningún espacio refinado para fumar en pipa y leer al lado del fuego. Con la luz de unas cuantas velas como única iluminación, la sala resultaba sorprendentemente oscura en aquel día de invierno. Unas cuantas sillas y una larga mesa esperaban lectores al lado de una cristalera orientada hacia el sur. Las paredes de la habitación estaban llenas de mapas, cartas celestes, diagramas anatómicos y hojas apaisadas de almanaques que se podían adquirir en cualquier farmacia y

librería de Londres por unos peniques. Había decenas de ellos expuestos, presumiblemente mantenidos como una colección de referencia para cuando Dee dibujaba un horóscopo o hacía algún otro cálculo celeste.

Dee poseía más libros que cualquiera de los colleges de Oxford o Cambridge y tenía la biblioteca para trabajar, no para aparentar. No era de extrañar que el bien más preciado no fuera la luz, ni los asientos, sino el espacio para las estanterías. Para maximizar el que había disponible, las estanterías de Dee eran independientes y se situaban perpendiculares a las paredes. Las sencillas estanterías de roble eran de doble cara y tenían las baldas de diferentes alturas para albergar los libros isabelinos de diferentes tamaños. Dos superficies de lectura inclinadas coronaban las estanterías, lo que hacía posible estudiar un texto y luego devolverlo a su lugar exacto.

—Dios mío —murmuré. Dee se volvió consternado al oír mi juramento.

—Mi esposa está abrumada, señor Dee —explicó Edward—. Nunca había estado en una biblioteca tan magnífica.

—Hay muchas bibliotecas considerablemente más espaciosas y que albergan más tesoros que la mía, señora Masen.

Jane Dee llegó en el momento justo, precisamente cuando surgió la posibilidad de desviar la conversación hacia la pobreza del hogar.

—La biblioteca del emperador Rodolfo es excelente — dijo Jane, mientras pasaba por delante de nosotros con una bandeja sobre la que reposaban vino y dulces—. Aun así, no se resistió a robar uno de los mejores libros de John. El emperador se aprovechó de la generosidad de mi marido y tenemos pocas esperanzas de ser recompensados.

—Vale ya, Jane —la censuró John—, Su Majestad nos entregó un libro a cambio.

—¿De qué libro se trataba? —preguntó Edward, con tacto.

—Era un texto extraño —respondió Dee con pesar, observando la silueta replegada de su esposa mientras esta se dirigía hacia la mesa.

—¡No eran más que sandeces! —replicó Jane.

Era el Ashmole 782. Tenía que serlo.

—El señor Plat nos acaba de hablar de ese libro. Por eso estamos aquí. Tal vez podamos disfrutar primero de la hospitalidad de vuestra esposa y después ver el libro del emperador —sugirió Edward, con voz suave como los bigotes de un gato. Me tendió la mano y yo la tomé y se la estreché.

Mientras Jane alborotaba y servía y se quejaba del coste de las nueces en Navidad y de cómo el tendero la había llevado casi a la bancarrota, Dee fue en busca del Ashmole 782. Repasó las baldas de una estantería y sacó un

ejemplar.

—No es ese —le susurré a Edward. Era demasiado pequeño.

Dee dejó caer el libro sobre la mesa, delante de Edward, y levantó la endeble cubierta de vitela.

—Mirad. No hay nada en él salvo palabras sin sentido e ilustraciones lascivas de mujeres en el baño. —Jane se aclaró la garganta y abandonó la habitación, murmurando y sacudiendo la cabeza.

Aquel no era el Ashmole 782, pero se trataba no obstante de un libro que conocía: el manuscrito Voynich, también conocido como el Beinecke MS 408 de la Universidad de Yale. Los contenidos del manuscrito eran un misterio. Ningún descifrador de códigos ni lingüista había descubierto aún qué decía el texto y los botánicos no habían sido capaces de identificar las plantas. Abundaban las teorías que explicaban sus misterios, incluida una que

sugería que había sido escrito por alienígenas. Emití un sonido de decepción.

—¿No? —preguntó Edward. Negué con la cabeza y me mordí el labio de frustración. Dee confundió mi expresión con enfado por causa de Jane, y se apresuró a explicarse. —Por favor, perdonad a mi esposa. Jane encuentra este libro de lo más mortificante, dado que fue ella quien lo descubrió entre nuestras cajas cuando regresamos de las tierras del emperador. Yo me había llevado otro libro conmigo en el viaje: una preciada obra de alquimia que una vez perteneció al gran brujo inglés Roger Bacon. Era mayor que este y contenía numerosos misterios.

Me incliné hacia delante en el asiento. —Mi asistente, Edward A., podía entender el texto con asistencia divina, pero yo no —continuó Dee—. Antes de dejar Praga, el emperador Rodolfo expresó su interés por la obra. Edward A. le había contado alguno de los secretos contenidos en la misma sobre la generación de metales y un método secreto para obtener la inmortalidad.

Así que Dee sí había llegado a poseer el Ashmole 782, después de todo. Y su ayudante daimón, Edward Aelley, podía leer el texto. Me temblaban las manos de emoción y las oculté entre los pliegues de la falda.

—Edward A. ayudó a Jane a empaquetar mis libros cuando nos enviaron de vuelta a casa. Jane cree que Edward A. robó el libro y lo reemplazó por este ejemplar de la colección de Su Majestad —dijo Dee vacilante y con aspecto afligido—.

No me gusta pensar mal de Edward A., dado que él fue mi compañero de confianza y pasamos mucho tiempo juntos.

Él y Jane nunca tuvieron una relación amistosa y, al principio, yo rechacé su teoría.

—Pero ahora pensáis que tiene sentido —observó Edward.

—Repaso los hechos de nuestros últimos días, señor Masen, intentando recordar un detalle que pudiera exonerar a mi amigo. Pero lo que me viene a la mente no hace más que apuntar el dedo de la culpa con mayor decisión hacia él —confesó Dee, con un suspiro—. Aun así, este texto todavía puede demostrar que contiene secretos que merecen la pena.

Edward lo hojeó.

—Esto son quimeras —dijo, estudiando las imágenes de las plantas—. Las hojas, los tallos y las flores no encajan, sino que son la mezcla de diferentes plantas.

—¿Qué te parece esto? —pregunté, mientras recurría a los círculos astrológicos que estaban a continuación. Le eché un vistazo a lo que había escrito en el centro. Curioso.

Había visto el manuscrito muchas veces antes y nunca le había prestado atención a las notas.

—Estas inscripciones están escritas en la lengua de la antigua Occitania —dijo Edward en voz baja—. Una vez conocí a alguien con una escritura muy similar a esta. ¿Por casualidad conocisteis a un caballero de Aurillac mientras estabais en la corte del emperador?

¿Se refería a Aro? Mi emoción se transformó en ansiedad. ¿Había confundido Aro el manuscrito de Voynich con el misterioso libro de los orígenes? Tras hacerme aquella pregunta, lo que había escrito en el centro

del diagrama astrológico empezó a temblar. Cerré de golpe el libro para evitar que saliera bailando de la página.

—No, señor Masen —respondió Dee, frunciendo el ceño—. De haber sido así, le habría preguntado por el afamado brujo procedente de dicho lugar que llegó a ser papa. Hay muchas verdades ocultas en las antiguas historias

que se cuentan alrededor del fuego.

—Sí —asintió Edward—, siempre y cuando seamos lo suficientemente sabios para reconocerlas.

—Esa es la razón por la que lamento tanto la pérdida del libro. En su  momento fue propiedad de Roger Bacon y la anciana que me lo vendió me dijo que él lo tenía en gran estima porque contenía verdades divinas. Bacon lo llamaba Verum Secretum Secretorum —comentó Dee, mientras observaba con nostalgia el manuscrito Voynich—. Mi más sincero deseo es recuperarlo.

—Tal vez os pueda servir de ayuda —dijo Edward.

—¿Vos, señor Masen?

—Si me permitierais llevarme este ejemplar, podría intentar devolverlo al lugar al que pertenece… y hacer que vuestro libro regrese a su legítimo dueño.

Edward acercó el manuscrito.

—Estaría eternamente en deuda con vos —dijo Dee, aceptando el trato sin más negociación.

En cuanto dejamos atrás el embarcadero público de Mortlake, empecé a acribillar a Edward a preguntas.

—¿En qué estás pensando, Edward? No puedes empaquetar el manuscrito Voynich y enviárselo a Rodolfo con una nota acusándolo de perfidia. Tendrás que encontrar a alguien lo suficientemente loco como para arriesgar su

vida irrumpiendo en la biblioteca de Rodolfo y robando el Ashmole 782.

—Si Rodolfo tiene el Ashmole 782, no será en la biblioteca. Será en su gabinete de curiosidades —dijo Edward distraídamente, mirando fijamente el agua.

—¿Entonces ese… Voynich no era el libro que buscabais? —preguntó Henry, que había estado siguiendo nuestro intercambio de palabras con educado interés—. A George le decepcionará muchísimo no haber solucionado

vuestro misterio.

—Tal vez George no lo haya resuelto, Hal, pero ha aclarado notablemente la situación —dijo Edward—.

Entre los agentes de mi padre y los míos propios, nos haremos con el libro perdido de Dee.

De vuelta a la ciudad, la corriente estaba a nuestro favor, lo que aceleró el regreso. Las antorchas permanecían encendidas en el embarcadero de Water Lane en previsión de nuestra llegada, pero dos hombres con la librea de la condesa de Pembroke nos hicieron señas con la mano.

—¡Al castillo de Baynard, si hacéis el favor, señor Masen! —gritó uno de ellos desde la orilla.

—Algo debe de ir mal —dijo Edward, de pie en la proa de la barcaza. Henry indicó a los remeros que continuaran hasta el embarcadero de la condesa, que se encontraba igualmente iluminado con antorchas y faroles.

—¿Se trata de alguno de los niños? —le pregunté a Mary mientras esta corría por el vestíbulo para reunirse con nosotros.

—No. Se encuentran bien. Venid al laboratorio. De inmediato —gritó por encima del hombro, regresando ya hacia la torre.

La imagen que nos dio la bienvenida fue suficiente para hacer que tanto Edward como yo ahogáramos un grito.

—Es un arbor Dianae totalmente inesperado —dijo Mary, mientras se agachaba para que la bulbosa cámara de la base del alambique que acogía las raíces de un árbol negro le quedara a la altura de los ojos. No era como el

primer arbor Dianae, que era enteramente de plata y tenía una estructura mucho más delicada. Aquel, con su tronco robusto y oscuro y sus ramas desnudas, me recordaba al roble de Madison que nos había dado cobijo tras el ataque de Tanya. Yo había extraído la vitalidad a aquel árbol para salvar la vida de Edward.

—¿Por qué no es de plata? —preguntó Edward, estrechando las manos alrededor del frágil alambique de cristal de la condesa.

—Usé la sangre de Bella —respondió Mary. Edward se enderezó y me dirigió una mirada incrédula.

—Mira la pared —dije, señalando al dragón que sangraba.

—Es el dragón verde: el símbolo del aqua regia o el aqua fortis —dijo, tras echarle un rápido vistazo.

—No, Matthew. Míralo. Olvida lo que crees que representa e intenta verlo como si fuera la primera vez.

Dieu. —Edward parecía impresionado—. ¿Es esa mi insignia?

—Sí. ¿Y te has dado cuenta de que el dragón tiene la cola en la boca? ¿Y de que no es ningún dragón? Los dragones tienen cuatro patas. Ese es un dragón escupe fuego.

—Un dragón escupe fuego. Como… —Edward blasfemó nuevamente.

—Ha habido docenas de teorías diferentes sobre la sustancia ordinaria que sería el primer y crucial ingrediente requerido para hacer la piedra filosofal. Roger Bacon, que poseyó el manuscrito perdido del doctor Dee, creía que era la sangre.

Confiaba en que aquella información captara la atención de Edward. Me agaché para observar el árbol.

—Y tú viste el mural y seguiste tu instinto.

Tras un breve silencio, Edward pasó el pulgar por el lacre del recipiente y quebró la cera. Mary sofocó un grito de horror mientras él arruinaba el experimento.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté, escandalizada.

—Seguir mi propia corazonada y añadir algo al

alambique.

Edward se llevó la muñeca a la boca, la mordió y la sujetó sobre la estrecha abertura. Su sangre oscura y densa goteó dentro de la solución y cayó en el fondo del recipiente. Nos quedamos mirando las profundidades.

Justo cuando pensaba que nada iba a suceder, unas finas vetas rojas empezaron a abrirse camino ascendiendo por el tronco esquelético del árbol. Acto seguido, unas hojas doradas brotaron en las ramas.

—Mirad eso —dije, fascinada.

Edward me sonrió. Fue una sonrisa todavía teñida de pesar, pero también había algo de esperanza en ella.

Unos frutos rojos aparecieron entre las hojas, brillantes como diminutos diamantes. Mary empezó a murmurar una oración, con los ojos abiertos de par en par.

—Mi sangre ha dado lugar a la estructura del árbol, y la tuya le ha hecho dar frutos —dije lentamente. Me llevé la mano al vientre vacío.

—Sí. Pero ¿por qué? —replicó Edward.

Si algo podía hablarnos de la misteriosa transformación que tenía lugar cuando una bruja y un wearh mezclaban su sangre, eran los extraños dibujos y el misterioso texto del Ashmole 782.

—¿Cuánto tiempo has dicho que te llevaría recuperar el

libro de Dee? —le pregunté a Edward.

—Oh, no creo que me lleve demasiado —susurró—. No una vez que me lo haya propuesto.

—Cuanto antes, mejor —dije suavemente, entrelazando mis dedos con los suyos mientras observábamos el milagro en curso que nuestra sangre había forjado.

Capítulo 66: CAPÍTULO 66 Capítulo 68: CAPÍTULO 68

 


Capítulos

Capitulo 1: CAPÍTULO 1 Capitulo 2: CAPÍTULO 2 Capitulo 3: CAPÍTULO 3 Capitulo 4: CAPÍTULO 4 Capitulo 5: CAPÍTULO 5 Capitulo 6: CAPÍTULO 6 Capitulo 7: CAPÍTULO 7 Capitulo 8: CAPÍTULO 8 Capitulo 9: CAPÍTULO 9 Capitulo 10: CAPÍTULO 10 Capitulo 11: CAPÍTULO 11 Capitulo 12: CAPÍTULO 12 Capitulo 13: CAPÍTULO 13 Capitulo 14: CAPÍTULO 14 Capitulo 15: CAPÍTULO 15 Capitulo 16: CAPÍTULO 16 Capitulo 17: CAPÍTULO 17 Capitulo 18: CAPÍTULO 18 Capitulo 19: CAPÍTULO 19 Capitulo 20: CAPÍTULO 20 Capitulo 21: CAPÍTULO 21 Capitulo 22: CAPÍTULO 22 Capitulo 23: CAPÍTULO 23 Capitulo 24: CAPÍTULO 24 Capitulo 25: CAPÍTULO 25 Capitulo 26: CAPÍTULO 26 Capitulo 27: CAPÍTULO 27 Capitulo 28: CAPÍTULO 28 Capitulo 29: CAPÍTULO 29 Capitulo 30: CAPÍTULO 30 Capitulo 31: CAPÍTULO 31 Capitulo 32: CAPÍTULO 32 Capitulo 33: CAPÍTULO 33 Capitulo 34: CAPÍTULO 34 Capitulo 35: CAPÍTULO 35 Capitulo 36: CAPÍTULO 36 Capitulo 37: CAPÍTULO 37 Capitulo 38: CAPÍTULO 38 Capitulo 39: CAPÍTULO 39 Capitulo 40: CAPÍTULO 40 Capitulo 41: CAPÍTULO 41 Capitulo 42: CAPÍTULO 42 Capitulo 43: CAPÍTULO 43 Capitulo 44: CAPÍTULO 44 Segundo libro Capitulo 45: CAPÍTULO 45 Capitulo 46: CAPÍTULO 46 Capitulo 47: CAPÍTULO 47 Capitulo 48: CAPÍTULO 48 Capitulo 49: CAPÍTULO 49 Capitulo 50: CAPÍTULO 50 Capitulo 51: CAPÍTULO 51 Capitulo 52: CAPÍTULO 52 Capitulo 53: CAPÍTULO 53 Capitulo 54: CAPÍTULO 54 Capitulo 55: CAPÍTULO 55 Capitulo 56: CAPÍTULO 56 Capitulo 57: CAPÍTULO 57 Capitulo 58: CAPÍTULO 58 Capitulo 59: CAPITULO 59 Capitulo 60: CAPÍTULO 60 Capitulo 61: CAPÍTULO 61 Capitulo 62: CAPÍTULO 62 Capitulo 63: CAPÍTULO 63 Capitulo 64: CAPÍTULO 64 Capitulo 65: CAPÍTULO 65 Capitulo 66: CAPÍTULO 66 Capitulo 67: CAPÍTULO 67 Capitulo 68: CAPÍTULO 68 Capitulo 69: CAPÍTULO 69 Capitulo 70: CAPÍTULO 70 Capitulo 71: CAPÍTULO 71 Capitulo 72: CAPÍTULO 72 Capitulo 73: CAPÍTULO 73 Capitulo 74: CAPÍTULO 74 Capitulo 75: CAPÍTULO 75 Capitulo 76: CAPÍTULO 76 Capitulo 77: CAPÍTULO 77 Capitulo 78: CAPÍTULO 78 Capitulo 79: CAPÍTULO 79 Capitulo 80: CAPÍTULO 80 Capitulo 81: CAPÍTULO 81 Capitulo 82: CAPÍTULO 82 Capitulo 83: CAPÍTULO 83 Capitulo 84: CAPÍTULO 84 Capitulo 85: CAPÍTULO 85

 


 
14439772 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10757 usuarios