EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 49: CAPÍTULO 49

Capítulo 49

 

Un espía? —repetí aturdida.

—Preferimos que nos llamen agentes secretos —dijo Kit con aspereza.

—Cállate, Marlowe —gruñó Hancock—, o te cerraré yo la boca.

—Déjalo, Hancock. Nadie te toma en serio cuando escupes de esa manera —le espetó Marlowe, mientras su barbilla sobresalía en la sala—. Y, como no uses un lenguaje civilizado conmigo, pronto llegarán a su fin todos esos reyes galeses y soldados que están en la palestra. Os convertiré a todos en traidores y sirvientes de baja estofa.

—¿Qué es un vampiro? —preguntó George, cogiendo el bloc de notas con una mano y un pedazo de pan de jengibre con la otra. Como siempre, nadie le estaba prestando demasiada atención.

—¿Entonces eres una especie de James Bond de la época isabelina? Pero… —Miré a Marlowe, horrorizada.

Moriría asesinado en una pelea con arma blanca en Deptford antes de llegar a los treinta, y el crimen estaría relacionado con su vida como espía.

—¿El sombrerero de Londres que está cerca de San Dunstan y hace unas alas tan perfectas? ¿Ese James Bond?

—Preguntó George, riendo—. ¿Por qué demonios ibais a creer que Edward es un sombrerero, señora Masen?

—No, George, no es ese James Bond. —Edward continuó agachado delante de mí, observando mis reacciones—. Sería mejor que no supieras nada de esto.

—Y una mierda. —Ni sabía ni me importaba si aquello era un juramento apropiado para la época isabelina—. Me merezco la verdad.

—Tal vez, señora Masen, pero, si de verdad lo amáis, no tiene sentido insistir —dijo Marlowe—. Edward ya no puede distinguir entre lo que es verdad y lo que no lo es.

Por eso resulta inestimable para Su Majestad.

—Estamos aquí para buscarte un maestro —insistió Edward, con los ojos fijos en mí—. El hecho de que sea a la vez miembro de la Congregación y agente de la reina evitará que te hagan daño. Nada sucede en el país sin que yo esté al tanto de ello.

—Para ser alguien que dice saberlo todo, no te has dado ni cuenta de que llevo días sospechando que algo pasa en esta casa. Hay demasiado correo. Y Walter y tú habéis estado discutiendo.

—Ves lo que yo quiero que veas. Nada más.

Aunque la tendencia de Edward hacia la impetuosidad había aumentado exponencialmente desde que llegamos al Viejo Pabellón, me quedé boquiabierta por el tono que había usado.

—¿Cómo te atreves? —dije lentamente. Edward sabía que me había pasado la vida rodeada de secretos. Había pagado un elevado precio por ello, además. Me levanté.

—Siéntate —dijo irritado—. Por favor.

Me cogió de la mano.

El mejor amigo de Edward, Jacob Black, me había advertido de que aquí no sería el mismo. ¿Cómo iba a serlo, cuando el mundo era un lugar tan distinto? Se suponía que las mujeres debían aceptar sin rechistar lo que los hombres

ordenaban. Rodeado de sus amigos, era demasiado fácil para Edward recaer en antiguos comportamientos y formas de pensar.

—Solo si me respondes. Quiero saber el nombre de la persona a la que informas y cómo te involucraste en ese asunto. —Levanté la vista hacia su sobrino y sus amigos, preocupada por si eran secretos de Estado.

—Ya saben lo de Kit y lo mío —dijo Edward, siguiendo mi mirada. Intentó encontrar las palabras adecuadas—.

Todo empezó con Francis Walsingham.

»Yo había abandonado Inglaterra bien entrado el reinado de Enrique. Pasé un tiempo en Constantinopla, estuve en Chipre, vagué por España, luché en Lepanto… Hasta monté una imprenta en Amberes —explicó Edward—. Es el

camino habitual de un wearh. Buscamos la tragedia, una oportunidad para colarnos en la vida de otros. Pero nada me satisfacía, así que volví a casa. Francia estaba al borde de la guerra religiosa y civil. Cuando has vivido tanto como yo, reconoces las señales. Un profesor hugonote se llevó

encantado mi dinero y se fue a Ginebra, donde sus hijas podían criarse a salvo. Suplantó la identidad de un primo que había muerto hacía mucho tiempo, se mudó a su casa de París y volvió a empezar como Edward de la Forêt.

—¿Edward de los Bosques?

Alcé las cejas por la ironía.

Era el apellido del profesor —dijo con sarcasmo—.

París era peligroso y Walsingham, como embajador inglés, era un imán para todos los rebeldes desencantados del país.

A finales del verano de 1572, toda la rabia que había estado fermentando en Francia entró en ebullición. Ayudé a Walsingham a sobrevivir, a él y a los protestantes ingleses que este protegía.

—La masacre del día de San Bartolomé.

Me estremecí, pensando en la sangrienta boda entre una princesa católica francesa y su marido protestante.

—Más tarde me convertí en agente de la reina, cuando volvió a enviar a Walsingham a París. Tenía la función de hacer de intermediario en el matrimonio de Su Majestad con uno de los príncipes de Valois. —Edward resopló—.

Estaba claro que la reina no tenía verdadero interés en el enlace. Fue durante esa visita cuando conocí la red de agentes secretos de Walsingham.

Mi marido me miró a los ojos un breve instante y luego apartó la mirada. Todavía me ocultaba algo. Repasé la historia, detecté los flecos que no encajaban y los seguí hasta llegar a una única e inexorable conclusión: Edward era francés, católico y no era posible que hubiera estado

alineado políticamente con Isabel Tudor en 1572... ni en 1590. Si trabajaba para la Corona inglesa, era por algún propósito mayor. Pero la Congregación había hecho voto de permanecer al margen de la política de los humanos.

Carlisle de Cullen y los Caballeros de San Lázaro, no.

—Trabajas para tu padre. Y no solo eres un vampiro, sino un católico en un país protestante. —El hecho de que Edward trabajara para los Caballeros de San Lázaro, no solo para Isabel, aumentaba considerablemente el peligro.

No solo las brujas eran ejecutadas y perseguidas en la Inglaterra isabelina, también lo eran los traidores, las criaturas con poderes inusuales y la gente de religiones diferentes—. La Congregación no resulta de ayuda si te

involucras en política humana. ¿Cómo es posible que tu propia familia te haya pedido algo tan arriesgado?

Hancock sonrió.

—Por eso hay siempre un De Cullen en la Congregación… Para asegurarse de que los ideales nobles no se interpongan en el camino de los buenos negocios.

—Esta no es la primera vez que trabajo para Carlisle, ni será la última. A ti se te da bien descubrir secretos. Yo soy bueno guardándolos —dijo Edward, simple y llanamente.

«Científico. Vampiro. Guerrero. Espía». Otra pieza de Edward encajó en su lugar y con ella entendí mejor su arraigado hábito de no compartir nunca nada —importante o trivial— a menos que se viera obligado a hacerlo.

—¡No me importa la experiencia que tengas! Tu seguridad depende de Walsingham…, y lo estás engañando.

Sus palabras solo consiguieron que me enfadara aún más.

—Walsingham está muerto. Ahora informo a William Cecil.

—El hombre más astuto que hay sobre la faz de la tierra —dijo Gallowglass en voz queda—. Aparte de Carlisle, por supuesto.

—¿Y Kit? ¿Trabaja para Cecil o para ti?

—No le cuentes nada, Edward —dijo Kit—. No podemos confiar en la bruja.

—¿Por qué, taimado personajillo? —preguntó Hancock en voz baja—. Has sido tú el que ha provocado a los aldeanos.

Las mejillas de Kit se encendieron, convirtiéndose en sendas declaraciones de culpabilidad.

—Por Dios, Kit. ¿Qué has hecho? —preguntó Edward, atónito.

—Nada —dijo Marlowe con aspereza.

—Has estado contando cuentos chinos de nuevo. —

Hancock meneó el dedo en un gesto de reproche—. Te advertí que no lo aguantaríamos, señor Marlowe.

—Woodstock ya bullía de noticias sobre la esposa de Edward —alegó Kit—. Estaba claro que los rumores iban a hacer caer a la Congregación sobre nosotros. ¿Cómo iba a saber que la Congregación ya estaba aquí?

—Con certeza ahora me permitirás matarlo, De Cullen. Hace siglos que deseo hacerlo —dijo Hancock, haciendo crujir los nudillos.

—No. No puedes matarlo. —Edward se pasó una mano sobre el rostro cansado—. Harían demasiadas preguntas y no tengo paciencia para inventarme respuestas convincentes en estos momentos. No son más que

habladurías de la aldea. Lo solucionaré.

—Esas habladurías llegan en un mal momento — informó Gallowglass tranquilamente—. No solo por lo de Berwick. Sabes lo preocupada que estaba la gente por las brujas en Chester. Cuando nos fuimos al norte de Escocia, la situación era aún peor.

—Si este asunto se extiende hacia el sur de Inglaterra, ella será nuestra sentencia de muerte —auguró Marlowe, señalándome.

—Este contratiempo permanecerá confinado en Escocia

—replicó Edward—. Y se acabaron las visitas a la aldea, Kit.—Ella llegó en la noche de Todos los Santos, justo cuando se predijo que llegaría una temible bruja. ¿No te das cuenta? Tu nueva esposa conjuró las tormentas contra el

rey Jacobo y ahora ha centrado su atención en Inglaterra.

Hay que informar a Cecil. Representa un peligro para la reina.

—Cállate, Kit —le advirtió Henry, tirándole del brazo.

—No puedes silenciarme. Contárselo a la reina es mi deber. Hubo un tiempo en que habrías estado de acuerdo conmigo, Henry. ¡Pero desde que llegó la bruja, todo ha cambiado! Ha encantado toda la casa. —La mirada de Kit

era de desesperación—. Tú la consientes como a una hermana. George está medio enamorado. Tom alaba su ingenio y Walter le levantaría las sayas y la pondría contra una pared si no temiera a Edward. Llévala de vuelta a donde

pertenece. Antes éramos felices.

—Edward no era feliz. —Tom había sido atraído hacia nuestro extremo de la sala por la energía furiosa de Marlowe.

—Decís que lo amáis. —Kit se volvió hacia mí, con rostro suplicante—. ¿Sabéis de verdad lo que es? ¿Lo habéis visto alimentarse, habéis sentido su hambre cuando un sangre caliente anda cerca? ¿Podéis aceptar a Edward

sin reservas, tanto la negrura como la luz de su alma, como yo lo hago? Vos tenéis vuestra magia como consuelo, pero yo no estoy del todo vivo sin él. Todos los poemas huyen de mi mente cuando él no está y solo Edward es capaz de ver lo poco bueno que hay en mí. Dejádmelo a mí. Por favor.

—No puedo —me limité a decir.

Kit se pasó la manga por la boca como si aquel gesto pudiera borrar cualquier rastro de mí.

—Cuando el resto de la Congregación descubra vuestro afecto por él…

—Si mi afecto por él es algo prohibido, el vuestro también —interrumpí. Marlowe se estremeció—. Pero ninguno de nosotros elegimos a quién amamos.

—Iffley y sus amigos no serán los últimos en acusaros de brujería —dijo Kit en tono triunfante—. Recordad bien lo que os digo, señora Masen. Los daimones a menudo pueden ver el futuro tan claramente como las brujas.

La mano de Edward avanzó hasta mi cintura. El tacto frío y familiar de sus dedos iba de un lado a otro de mi caja torácica, siguiendo el curvado sendero que me marcaba como posesión de un vampiro. Para Edward era un

poderoso recordatorio de que en el pasado no había conseguido protegerme. Kit emitió un horrible sonido de angustia medio contenido por la intimidad del gesto.

—Si eres tan clarividente, deberías haber anticipado lo que significaría para mí tu traición —dijo Edward, poniéndose en pie poco a poco—. Fuera de mi vista, Kit, o que Dios me ayude si queda algo de ti que enterrar.

—¿La elegirías a ella antes que a mí? —Kit parecía estupefacto.

—Sin dudarlo. Fuera —repitió Edward.

La salida de Kit de la sala fue comedida, pero, una vez en el corredor, su paso se aceleró. Sus pies resonaron en las escaleras de madera, cada vez más rápidos, mientras subía a su habitación.

—Tendremos que vigilarlo. —La mirada astuta de Gallowglass dejó de centrarse en la marcha de Kit para regresar a Hancock—. Ya no se puede confiar en él.

—Nunca se pudo confiar en Marlowe —susurró Hancock.

Pierre se deslizó por la puerta abierta con aire acongojado, con otra carta en la mano.

—Ahora no, Pierre —gruñó Edwad mientras se sentaba y cogía el vino. Sus hombros se combaron contra el respaldo de la silla—. Simplemente, en este día ya no queda sitio para otra crisis…, ya sea de la reina, del país o de los católicos. Sea lo que fuere, puede esperar hasta mañana.

—Pero…, milord —tartamudeó Pierre, tendiéndole la carta. Edward observó la firme letra que marchaba a través de la parte delantera.

—Por Cristo y todos sus santos. —Edward levantó los dedos para tocar el papel y se quedó helado. Su garganta se movió como si estuviera haciendo un esfuerzo para controlarse. Algo rojo y brillante apareció en el extremo

de uno de sus ojos, se deslizó por su mejilla y se cayó sobre los pliegues de la gola. La lágrima de sangre de un vampiro.

—¿Qué sucede, Edward? —Miré por encima de su hombro, preguntándome qué le habría causado tanto pesar.

—Ah, el día aún no ha acabado —dio Hancock inquieto, mientras retrocedía—. Hay un asuntillo que requiere tu atención: tu padre cree que estás muerto.

En mi época, era el padre de Edward, Carlisle, el que había muerto: terrible, trágica e irrevocablemente. Pero aquello era 1590, lo que significaba que estaba vivo. Desde que llegamos, me había preocupado encontrarme

casualmente con Esme o con la ayudante de laboratorio de Edward, Alice, y las repercusiones que dicho encuentro podría tener en el futuro. Pero no se me había pasado por la cabeza ni una sola vez cómo podría afectarle a Edward el hecho de ver a Carlisle.

El pasado, el presente y el futuro colisionaron. Si hubiera mirado en las esquinas, probablemente habría visto el tiempo revolviéndose a modo de protesta por el encontronazo. Pero, en lugar de ello, mis ojos miraban

fijamente a Edward y la lágrima de sangre atrapada en el tejido blanco como la nieve que le rodeaba el cuello.

Gallowglass continuó la historia con brusquedad.

—Con las noticias de Escocia y tu súbita desaparición, temíamos que te hubieras ido al norte con la reina y estuvieras atrapado en aquel caos. Te buscamos durante dos días. Y como no encontramos ni rastro de ti… Qué

demonios, Edward, no tuvimos más opción que decirle a Carlisle que habías desaparecido. Era eso o dar la voz de alarma en la Congregación.

—Hay más, milord. —Pierre le dio la vuelta a la carta. El sello era como los otros que yo asociaba con los Caballeros de San Lázaro, salvo porque la cera que habían usado en esa ocasión dibujaba una llamativa espiral negra y

roja y habían puesto una antigua moneda de plata en la superficie, con los bordes gastados y finos, en lugar de la habitual impresión del sello de la orden. En la moneda había una cruz y una luna creciente estampadas, dos de los símbolos familiares de los De Cullen.

—¿Qué le dijisteis? —Edward  estaba transfigurado por la pálida luna de plata que flotaba en su mar negro rojizo.

—Nuestras palabras tienen poca trascendencia ahora que eso ha llegado. Deberás estar en suelo francés la próxima semana. De lo contrario, Carlisle partirá hacia Inglaterra —murmuró Hancock.

—Mi padre no puede venir aquí, Hancock. Es imposible.

—Por supuesto que es imposible. La reina pediría su cabeza después de todo lo que ha hecho para agitar la olla de la política inglesa. Debes ir con él. Siempre y cuando viajes noche y día, tendrás tiempo más que suficiente —le

aseguró Hancock.

—No puedo. —Edward miraba fijamente la carta sin abrir.

—Carlisle tendrá caballos esperando. Estarás de regreso en breve —susurró Gallowglass, poniendo la mano sobre el hombro de su tío. Edward levantó la vista, con una mirada repentinamente feroz.

—No se trata de la distancia. Es… —Edward se detuvo con brusquedad.

—Es el esposo de tu madre, amigo. No cabe duda de que puedes confiar en Carlisle. A menos que le hayas estado mintiendo también a él. —Hancock entornó los ojos.

—Kit tiene razón. Nadie puede confiar en mí. — Edward se puso en pie de un salto—. Mi vida no es más que una sarta de mentiras.

—Este no es ni el momento ni el lugar para desvaríos filosóficos, Edward. ¡Hasta el día de hoy Carlisle se pregunta si ha perdido otro hijo! —exclamó Gallowglass —. Deja a la muchacha con nosotros, súbete al caballo y haz lo que tu padre te ordena. Si no, te noquearé y Hancock te llevará allí.

—Debes de estar muy seguro de ti mismo, Gallowglass, para darme órdenes —dijo Edward, con un tono un tanto amenazador. Apoyó las manos en la repisa de la chimenea y se quedó mirando el fuego.

—Estoy seguro de mi abuelo. Esme hizo de ti un wearh, pero es la sangre de Carlisle la que corría por las venas de mi padre. —Las palabras de Gallowglass hirieron a Edward. Este levantó la cabeza con rapidez cuando el

golpe aterrizó y su habitual impasividad fue sustituida por una emoción pura y dura.

—George, Tom, id arriba y ocupaos de Kit —murmuró Walter, señalando a aquellos de sus amigos que estaban en la puerta. Raleigh inclinó la cabeza hacia Pierre y el sirviente de Edward se unió a la tentativa de hacerles

abandonar la sala. Una petición de más vino y comida resonó en el vestíbulo. Una vez que ambos estuvieron al cuidado de Françoise, Pierre regresó, cerró la puerta con fuerza y se situó ante ella. Tan solo con Walter, Henry,

Hancock y yo allí como testigos de la conversación — junto con el silencioso Pierre—, Gallowglass continuó intentándolo con Edward.

—Debes ir a Sept-Tours. Él no descansará hasta que reclame tu cuerpo para enterrarlo o aparezcas ante él, vivo.

Carlisle no confía en Isabel ni en la Congregación. —Esa vez las palabras de Gallowglass pretendían reconfortarlo, pero el aire ausente de Edward continuó.

Gallowglass emitió un sonido de exasperación.

—Engaña a los demás y a ti mismo, si debes hacerlo.

Discute las alternativas durante toda la noche, si así lo deseas. Pero la tiíta tiene razón: no son más que mierdas.

—Gallowglass bajó el tono de voz—. Tu Bella tiene un olor extraño. Y tú hueles más viejo que la semana pasada.

Sé el secreto que guardáis. Y él también lo sabrá. Gallowglass había deducido que yo era una viajera del tiempo. Un vistazo a Hancock me reveló que él también lo había hecho.

—¡Basta! —ladró Walter.

Gallowglass y Hancock se callaron de inmediato. La razón titiló en el dedo meñique de Walter: un sello con los trazos de San Lázaro y su ataúd.

—Así que vos también sois un caballero —exclamé, asombrada.

—Sí —dijo Walter lacónicamente.

—Y vuestro rango es superior al de Hancock. ¿Qué me decís de Gallowglass? —Había demasiadas capas superpuestas de lealtad y fidelidad en aquella sala. Estaba desesperada por organizarlas en una estructura navegable.

—Mi rango es superior al de cualquiera que se encuentre en esta sala, señora, a excepción de vuestro esposo — advirtió Raleigh—. Y eso os incluye a vos.

—Vos no tenéis autoridad sobre mí —le espeté—. ¿Cuál es exactamente vuestro papel en lo que a la familia De Cullen se refiere, Walter?

Sobre mi cabeza, los ojos airados de Raleigh se toparon con los de Edward.

—¿Es siempre así?

—Habitualmente —dijo Edward con sequedad—. Lleva su tiempo acostumbrarse, pero me gusta bastante. Y puede que a ti también llegue a complacerte, a su debido tiempo.

—Yo ya tengo una mujer exigente en mi vida. No necesito otra —bufó Walter—. Para vuestra información, soy el líder de la hermandad en Inglaterra, señora Masen.

A Edward le resulta imposible, dado su puesto en la Congregación. Los otros miembros de la familia estaban ocupados por diversos motivos o rechazaron el cargo. — Walter miró a Gallowglass.

—Así que sois uno de los ocho señores provinciales de la orden y dependéis directamente de Carlisle —dije, pensativa—. Me sorprende que no seáis el noveno caballero.  

—El noveno caballero era una figura misteriosa de la orden y su identidad, una incógnita para todos, salvo para los miembros de más alto rango.

Raleigh juró con tal vehemencia que Pierre dio un respingo.

—¿Le ocultas que eres espía y miembro de la Congregación a tu esposa, pero le confías la cuestión más privada de la hermandad?

—Ella me preguntó —se limitó a responder Edward—.

Pero creo que esta noche ya hemos hablado suficiente de la Orden de San Lázaro.

—Tu esposa no se sentirá satisfecha dejándolo ahí.

Seguirá dándole vueltas como un perro a un hueso — aseguró Raleigh, antes de cruzar los brazos sobre el pecho y fruncir el ceño—. Muy bien. Para vuestra información, Henry es el noveno caballero. Su falta de voluntad por

abrazar la fe protestante lo hace vulnerable a acusaciones de traición aquí en Inglaterra, y en Europa es un objetivo fácil para cualquier desavenido que deseara ver a Su Majestad perder el trono. Carlisle le ofreció el puesto para protegerlo de aquellos que podrían abusar de su naturaleza confiada.

—¿Henry, un rebelde? —Miré al amable gigante, asombrada.

—No soy ningún rebelde —dijo Henry con mesura—. Pero la protección de Carlisle de Cullen me ha salvado la vida en más de una ocasión.

—El conde de Northumberland es un hombre poderoso, Bella—dijo Edward con voz queda—, lo que lo convierte en un valioso peón en manos de un jugador sin escrúpulos.

Gallowglass tosió.

—¿Podríamos dejar de hablar de la hermandad y retomar asuntos más urgentes? La Congregación recurrirá a Edward  para calmar la situación en Berwick. La reina querrá que la fomente más aún, ya que mientras los

escoceses estén preocupados por las brujas, no podrán planear ningún tipo de diablura en Inglaterra. A la nueva esposa de Edward la han acusado de brujería en su propia casa. Y el padre de este lo reclama en Francia.

—Dios santo —dijo Edward, pellizcándose el puente de la nariz—. Qué lío tan enmarañado.

—¿Cómo propones que lo desenredemos? —preguntó Walter—. Dices que Carlisle no puede venir aquí, Gallowglass, pero temo que Edward tampoco debería ir allí.—

Nadie dijo nunca que tener tres patrones (y una esposa) fuera fácil —declaró Hancock agriamente.

—Entonces, ¿qué demonios piensas hacer, Edward? — preguntó Gallowglass.

—Si no le entrego yo mismo en mano a Carlisle la moneda incrustada en el sello de la carta, y pronto, vendrá a buscarme —dijo Edward con voz apagada—. Se trata de una demostración de lealtad. A mi padre le encantan las pruebas.

—Tu padre no duda de ti. Este malentendido se aclarará en cuanto os veáis —aseguró Henry. Al ver que Edward no respondía, Henry continuó hablando para llenar el silencio —. Siempre me estás diciendo que tengo que tener un plan, que, si no, me veré arrastrado por los designios de otros hombres. Dinos qué hay que hacer y nos encargaremos de ello.

Sin mediar palabra, Edward sopesó todas las posibilidades y fue descartando una tras otra. A cualquier otro hombre le habría llevado días tamizar los posibles movimientos y contra movimientos. A Edward le llevó

apenas unos minutos. En su cara se apreciaban escasas señales de aquella lucha interna, pero el racimo de músculos de sus hombros y la forma distraída en que se pasaba la mano por el pelo no revelaban lo mismo.

—Iré —dijo finalmente—. Bella se quedará aquí, con Gallowglass y Hancock. Walter tendrá que dar largas a la reina con alguna excusa. Y yo me ocuparé de la Congregación.

—Bella no puede quedarse en Woodstock —le dijo Gallowglass con firmeza—. No después de que Kit haya estado trabajando en la aldea, esparciendo sus mentiras y cuestionándola. Sin tu presencia, ni la reina ni la Congregación tendrán incentivo alguno para mantener a tu esposa alejada del magistrado.

—Podemos ir a Londres, Edward —propuse—. Juntos.

Es una ciudad grande. Habrá demasiadas brujas como para que nadie se fije en mí, brujas que no temen un poder como el mío, y mensajeros que lleven la noticia a Francia de que estás sano y salvo. No tienes por qué ir. —«No tienes por qué volver a ver a tu padre».

—¡A Londres! —se burló Hancock—. No duraríais allí ni tres días, madame. Gallowglass y yo os llevaremos a Gales. Iremos a Abergavenny.

—No. —La mancha carmesí que Edward tenía en el cuello atrajo mi mirada—. Si Edward va a ir a Francia, yo iré con él.

—De ninguna manera. No pienso arrastrarte a una guerra.

—La guerra se ha calmado con la llegada del invierno — dijo Walter—. Puede que llevar a Bella a Sept-Tours sea lo mejor. Pocos son lo suficientemente valientes como para vérselas contigo, Edward. Y absolutamente nadie osará

enfrentarse a tu padre.

—Puedes elegir —le dije ferozmente. Los amigos y la familia de Edward no iban a usarme para obligarlo a ir a Francia.

—Sí. Y te elijo a ti. —Me acarició el labio con el pulgar.

El corazón me dio un vuelco. Iba a ir a Sept-Tours.

—No lo hagas —le imploré. No me atreví a decir nada más por temor a traicionar el hecho de que en nuestra época Carlisle estaba muerto, y que sería una tortura para Edward volver a verlo con vida.

—Carlisle me dijo un día que el apareamiento era cosa del destino. Que, cuando te encontrara, no me quedaría más remedio que aceptar la voluntad del destino. Pero no es así como funciona en absoluto. En todo momento, durante el resto de mi vida, te elegiré a ti: por encima de mi padre,

por encima de mis propios intereses, incluso por encima de la familia De Cullen. —Los labios de Edward presionaron los míos, silenciando mis protestas. No cabía duda de la convicción que había en aquel beso.

—Está decidido, entonces —dijo Gallowglass con suavidad.

Los ojos de Edward me sostuvieron la mirada y asintió.

—Sí. Bella y yo iremos a casa. Juntos.

—Hay trabajo que hacer, tenemos que arreglar algunos asuntos —dijo Walter—. Déjanoslo a nosotros. Tu esposa parece exhausta y el viaje va a ser agotador. Ambos deberíais descansar.

Ninguno de los dos hizo ademán de irse a la cama, una vez que los hombres abandonaron la sala.

—Nuestra estancia en 1590 no está resultando en absoluto como esperaba —admitió Edward—. Se suponía que iba a ser sencillo.

—¿Cómo iba a ser sencillo, con la Congregación, los juicios de Berwick, el servicio de inteligencia isabelino y los Caballeros de San Lázaro peleándose por acaparar tu atención?

—Ser miembro de la Congregación y espía debería ayudar…, no ser un obstáculo —opinó Edward, mirando por la ventana—. Creía que llegaríamos al Viejo Pabellón, nos beneficiaríamos de los servicios de la viuda Beaton,

encontraríamos el manuscrito en Oxford y regresaríamos en unas cuantas semanas.

Me mordí el labio para evitar poner de relieve las imperfecciones de su estrategia, dado que Walter, Henry y Gallowglass ya lo habían hecho en repetidas ocasiones esa tarde, pero mi expresión me delató.

—Qué imprudencia por mi parte —dijo mi marido, con un suspiro—. Además, afianzar tu credibilidad no es el único problema, ni evitar las trampas obvias como los juicios por brujería y las guerras. Yo también me siento abrumado. La envergadura de lo que hice por Isabel y la Congregación (y las contramaniobras que llevé a cabo en nombre de mi padre) está clara, pero todos los detalles se han desvanecido. Recuerdo la fecha, pero no el día de la semana. Eso significa que no estoy seguro de qué mensajero tiene que llegar ni de cuándo se llevará a cabo la próxima entrega. Habría jurado que había partido con Gallowglass y Hancock mucho antes de Halloween.

—La clave está en los detalles —murmuré. Froté el rastro tiznado de sangre seca que marcaba el paso de la lágrima. Le había dejado unas manchitas cerca del rabillo del ojo y un fino reguero mejilla abajo—. Debí haberme

imaginado que tu padre podría entrar en contacto contigo.

—Era cuestión de tiempo que la carta llegara. Cada vez que Pierre trae el correo, me armo de valor por si acaso.

Pero hoy el mensajero ya había llegado y se había ido. Su misiva me cogió por sorpresa, eso es todo —explicó—.

Había olvidado lo fuerte que había sido en su momento.

Cuando se lo arrebatamos a los nazis en 1944, tenía el cuerpo tan maltrecho que ni siquiera la sangre de vampiro pudo recomponerlo. Carlisle ni siquiera podía coger un lápiz. Adoraba escribir, pero lo único que era capaz de

hacer eran unos garabatos ilegibles.

Sabía que Carlisle había sido capturado y había estado cautivo durante la II Guerra Mundial, pero muy pocos detalles de lo que había sufrido en manos de los nazis, que habían querido averiguar cuánto dolor podía soportar un

vampiro.

—Puede que la diosa quisiera que regresáramos a 1590 por algo más que por mi propio beneficio. Volver a ver a Carlisle puede reabrir tus viejas heridas… y curarlas.

—No sin antes hacerlas empeorar. —Edward hundió la cabeza.

—Pero al final podría hacer que mejoraran. —Le

acaricié el cabello sobre aquel cráneo fuerte y testarudo—.

Todavía no has abierto la carta de tu padre.

—Ya sé lo que dice.

—Puede que debieras abrirla de todas formas.

Por fin, Edward deslizó el dedo bajo el sello y lo rompió. La moneda se despegó de la cera y cayó en la palma de su mano. Cuando desplegó el grueso papel, este liberó un aroma a laurel y romero.

—¿Está en griego? —pregunté, mientras observaba por encima de su hombro una única línea de texto sobre una serpenteante reproducción de la letra phi.

—Sí. —Edward siguió la línea de las letras, haciendo el primer intento de contacto con su padre—. Me ordena que vaya a casa. Inmediatamente.

—¿Podrás soportar volverlo a ver?

—No. Sí. —Edward arrugó la hoja con los dedos y la metió dentro del puño—. No lo sé.

Le quité el papel y volví a alisarlo para que recuperara la forma rectangular. La moneda brillaba en la palma de la mano de Edward. Era una lasca de metal demasiado pequeña para haber causado tantos problemas.

—No te enfrentarás a él solo.

Estar a su lado cuando viera a su difunto padre no era mucho, pero era todo lo que podía hacer para aliviar su dolor.

—Todos estamos solos con Carlisle. Algunos creen que mi padre puede ver la mismísima alma de las personas — susurró Edward—. Me preocupa llevarte allí. Podría predecir la reacción de Esme: frialdad y rabia seguidas

de aquiescencia. Pero, en lo que se refiere a Carlisle, no tengo ni idea. Nadie entiende la manera en que funciona la mente de Carlisle, la información que posee, las trampas que ha tendido. Si yo soy hermético, mi padre es

inescrutable. Ni siquiera la Congregación sabe lo que trama, y Dios sabe que pasan suficiente tiempo intentando imaginárselo.

—Todo irá bien —dije para reconfortarlo. Carlisle tendría que aceptarme en la familia. Al igual que la madre y el hermano de Edward, no tenía elección.

—No creas que puedes vencerlo —me advirtió Edward —. Puede que seas como mi madre, como ha dicho Gallowglass, pero incluso ella cae en sus redes de vez en cuando.

—¿Y actualmente sigues siendo miembro de la Congregación? ¿Por eso sabías que James Knox y Cayo eran miembros? —El brujo James Knox me había estado acosando desde el momento en que pedí el Ashmole 782 en la Bodleiana. En cuanto a Cayo Vulturi, era un vampiro con antiguos rencores en lo que a los De Cullen se refería. Había estado presente en La Pierre antes de que otro miembro más de la Congregación me torturara.

—No —dijo Edward secamente, dando media vuelta.

—¿Entonces lo que dijo Hancock de que los De Cullen siempre habían sido miembros de la Congregación ya no es verdad?

Contuve el aliento. «Di que no», le imploré en silencio, «aunque sea mentira».

—Sigue siendo verdad —dijo sin alterar la voz, echando por tierra mis esperanzas.

—¿Entonces quién…? —Mi voz se apagó—. ¿Esme? ¿Emmett? ¡Desde luego, Jasper no! —No podía creer que la madre de Edward, su hermano o su hijo pudieran estar involucrados sin que a ninguno de ellos se le escapara.

—Hay criaturas en mi árbol genealógico a las que no conoces, Bella. En cualquier caso, no se me permite divulgar la identidad de quienes se sientan a la mesa de la Congregación.

—¿Alguna de las reglas que nos condicionan a los demás son aplicables a tu familia? —me pregunté—. Estáis metidos en política, he visto los libros de cuentas que lo demuestran. ¿Acaso esperas que, cuando regresemos al

presente, ese misterioso miembro de la familia nos proteja de alguna manera de la ira de la Congregación?

—No lo sé —dijo Edward con firmeza—. No estoy seguro de nada. Ya no.

Los planes de partida tomaron forma rápidamente. Walter y Gallowglass discutían sobre la mejor ruta, mientras Edward ponía en orden sus asuntos.

Hancock fue enviado a Londres con Henry y un paquete de correspondencia envuelto en piel. Como lord del reino, el conde era requerido en la corte para las celebraciones del aniversario de la reina el 17 de noviembre. A George y

a Tom los mandaron a Oxford con una sustancial suma de dinero y un Marlowe deshonrado. Hancock les advirtió de las nefastas consecuencias que tendría que el daimón causara algún problema más. Tal vez Edward estuviera lejos, pero Hancock estaría a una espada de distancia y no

dudaría en atacar si estaba justificado. Además, Edward le enseñó a George exactamente qué preguntas sobre manuscritos alquímicos podía hacerles a los eruditos de Oxford.

Mis asuntos eran mucho más fáciles de solucionar. Tenía pocos enseres personales que empaquetar: los pendientes de Esme, los zapatos nuevos y unas cuantas prendas de ropa. Françoise centró toda su atención en hacerme un vestido resistente de color canela para el viaje. Su cuello

alto y ribeteado en piel estaba diseñado para que se ajustara

bien e impidiera el paso del viento y la lluvia. Las sedosas pieles de zorro que Françoise cosió a los bordes de mi capa tenían el mismo propósito, al igual que las bandas de piel que insertó en los remates bordados de mis guantes

nuevos.

Lo último que hice en el Viejo Pabellón fue llevar el libro que Edward me había regalado a la biblioteca. Sería fácil perder un objeto así de camino a Sept-Tours y quería que el diario estuviera tan a salvo de ojos curiosos como fuera posible. Me agaché apresuradamente y cogí unas ramitas de romero y lavanda. Luego fui a la mesa de Edward y usé una pluma y un tintero para escribir una última entrada.

5 de noviembre de 1590, lluvia fría

Noticias de casa. Nos preparamos para un viaje.

Tras soplar suavemente sobre las palabras para secar la tinta, deslicé el romero y la lavanda en la hendidura entre las páginas. Mi tía usaba romero para hacer hechizos relacionados con la memoria y lavanda para aportar una

nota de prudencia a los encantamientos amorosos: una combinación que encajaba con las presentes circunstancias.

—Deséanos suerte, tía Sarah —susurré mientras deslizaba el pequeño tomo en el fondo de la estantería, con la esperanza de que continuara estando allí si regresaba.

 

Capítulo 48: CAPÍTULO 48 Capítulo 50: CAPÍTULO 50

 


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