EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 45: CAPÍTULO 45

Capítulo 45

 

Mi preocupación por el protocolo apropiado era innecesaria. Los títulos y los tratamientos no eran importantes cuando el conde en cuestión era un amable gigante llamado Henry Percy.

Françoise, a quien sí le importaba el decoro, chasqueaba la lengua y protestaba mientras acababa de vestirme con ropa rescatada: las enaguas de alguien, un corsé acolchado para confinar mi atlética figura en una silueta más femenina, un blusón que olía a lavanda y a cedro con un cuello alto lleno de volantes, una falda negra de terciopelo en forma de campana y la mejor chaqueta de Pierre, la única prenda de vestir confeccionada que se aproximaba ligeramente a mi talla. Si bien, por mucho que lo intentó, no logró abrochar esa última prenda sobre mis pechos.

Contuve el aliento, metí el estómago para dentro y esperé un milagro mientras ella apretaba los lazos del corsé, pero nada carente de intervención divina iba a hacer que tuviera una figura propia de una sílfide.

Le hice a Françoise una serie de preguntas durante el complicado proceso. Los retratos de aquel período me habían hecho esperar una pesada jaula de pájaros llamada miriñaque que me levantaría las sayas en las caderas, pero Françoise me explicó que era para ocasiones más formales.

En su lugar, me ató un paño relleno con forma de rosquilla alrededor del talle, bajo las faldas. Lo único positivo que podía decir de aquello era que mantenía las capas de tela alejadas de las piernas, permitiéndome andar sin demasiada dificultad; eso suponiendo que el mobiliario no se interpusiera en mi camino y que pudiera llegar a mi destino avanzando en línea recta. Pero también esperarían de mí que hiciera una reverencia. Françoise me enseñó rápidamente a hacerla mientras me explicaba cómo funcionaba lo de los diferentes títulos de Henry Percy, al que llamaban lord Northumberland aunque se apellidara Percy y fuera conde.

Pero no tuve oportunidad de poner en práctica ninguno de mis recién adquiridos conocimientos. En cuanto Edward y yo entramos en el salón principal, un joven desgarbado con ropas de viaje de cuero marrón claro llenas de barro se levantó de un salto para saludarnos. Su dilatado rostro lucía una mirada inquisitiva que le elevaba las gruesas cejas de color ceniza hacia una frente con un pronunciado pico de viuda.

—Hal. —Edward sonrió con la indulgente familiaridad de un hermano mayor. Pero el conde ignoró a su viejo amigo y fue hacia mí.

—S-s-señora Masen. —El tono de voz profundo y grave del conde estaba carente de matices y en él apenas había rastro de inflexión o acento alguno. Antes de bajar, Edward me había explicado que Henry era un poco sordo y que tartamudeaba desde que era niño. Sin embargo, era un experto lector de labios. Al fin una persona con la que poder hablar sin sentirme cohibida.

—Veo que Kit ha vuelto a robarme el protagonismo — dijo Edward, con una sonrisa apesadumbrada—. Esperaba contártelo yo mismo.

— ¿Qué importa eso para quien comparte tan feliz noticia? —Lord Northumberland hizo una reverencia—.

Gracias por vuestra hospitalidad, señora, y disculpad que os felicite en este estado. Es muy amable de vuestra parte que sufráis a los amigos de vuestro esposo tan rápido.

Deberíamos habernos marchado de inmediato en cuanto supimos que habíais llegado. La posada sería más que apropiada.

—Sois más que bien recibido aquí, señor. —Aquel era el momento de hacer la reverencia, pero aquellas pesadas sayas negras no eran fáciles de manejar y llevaba el corsé tan apretado que no me podía doblar por la cintura. Puse las piernas en una posición reverencial apropiada, pero me tambaleé al doblar las rodillas. Una mano enorme de dedos  romos se extendió con rapidez para sostenerme.

—Llamadme Henry, señora. Todo el mundo me llama Hal, por lo que mi nombre de pila se considera bastante formal. —Como muchas personas duras de oído, el conde hablaba en un tono de voz deliberadamente suave. Me soltó y centró su atención en Edward—. ¿Por qué no llevas barba, Edward? ¿Has estado enfermo?

—Solo he tenido un poco de fiebre, nada más. El matrimonio me ha curado. ¿Dónde está el resto? —

Edward miró en derredor en busca de Kit, George y Tom.

El salón principal del Viejo Pabellón tenía un aspecto muy diferente a la luz del día. Solo lo había visto por la noche, pero por la mañana resultó que los gruesos paneles eran en realidad contraventanas. Estaban todas abiertas y le conferían a la habitación un aspecto espacioso y aireado, a pesar de la monstruosa chimenea de la pared del fondo, decorada con trozos y pedazos de tallas de piedra medievales, sin duda rescatadas por Edward de los escombros de la abadía que una vez se irguió allí: el inquietante rostro de un santo, un escudo de armas, un lóbulo gótico...

— ¿Bella? —La voz divertida de Edward interrumpió mi examen de la habitación y su contenido—. Hal dice que los demás están en la sala, leyendo y jugando a las cartas. A él no le parecía correcto unirse a ellos antes de que la señora de la casa lo invitara a quedarse.

—El conde debe quedarse, desde luego, y podemos unirnos a tus amigos de inmediato. —Me rugía el estómago.

—O podríamos conseguirte algo de comer —propuso mi marido, con los ojos brillantes. Ahora que había conocido a Henry Percy sin contratiempos, Edward estaba empezando a relajarse—. ¿Alguien te ha ofrecido algo de comer, Hal?

—Pierre y Françoise han estado igual de atentos que siempre —nos tranquilizó—. Por supuesto, si la señora Masen se uniera a mí… —La voz del conde se fue apagando y su estómago gorjeó con el mío. Aquel hombre era alto como una jirafa. Debía de necesitar cantidades ingentes de comida para mantener su cuerpo con energía.

—Yo también aprecio los desayunos copiosos, señor — dije riendo.

—Henry —me corrigió el conde amablemente, con una sonrisa que resaltaba el hoyuelo que tenía en la barbilla.

—Entonces debéis llamarme Bella. No puedo llamar al conde de Northumberland por su nombre de pila si continúa dirigiéndose a mí como señora Masen. —

Françoise había insistido en la necesidad de honrar el alto rango del conde.

—Muy bien, Bella —dijo Henry, extendiendo el brazo.

Me guio a través de un pasillo lleno de corrientes de aire hasta una acogedora habitación de techos bajos. Era cómoda y cautivadora, con una sola hilera de ventanas que daban al sur. A pesar de tener un tamaño relativamente pequeño, habían embutido tres mesas en la sala con sus correspondientes taburetes y bancos. Un débil zumbido de actividad, salpicado con el repiqueteo de ollas y sartenes, reveló que estábamos cerca de las cocinas. Alguien había arrancado una página del calendario de la pared y había un mapa sobre la mesa principal, con una esquina sujeta con un candelabro y otra por un plato llano de peltre lleno de fruta.

La imagen parecía un bodegón holandés, con sus detalles hogareños. Me paré en seco, mareada por el olor.

—Los membrillos. —Extendí los dedos para tocarlos.

Tenían exactamente el mismo aspecto que me imaginaba en Madison cuando Edward describía el Viejo Pabellón.

Henry parecía desconcertado por mi reacción ante un plato de fruta normal y corriente, pero era demasiado educado como para comentarlo. Nos acomodamos alrededor de la mesa y un sirviente añadió pan recién hecho junto con una fuente de uvas y un cuenco de manzanas a la naturaleza muerta que teníamos ante nuestros ojos.

Resultaba reconfortante ver unos platos tan familiares.

Henry se sirvió y yo seguí su ejemplo, tomando nota escrupulosamente de los alimentos que seleccionaba y de las cantidades que consumía. Siempre eran las pequeñas diferencias las que delataban a los forasteros, y yo quería parecer lo más normal posible. Mientras llenábamos nuestros platos, Edward se sirvió una copa de vino.

Durante la comida, Henry se comportó con exquisita cortesía. En ningún momento me preguntó nada personal ni se entrometió en los asuntos de Edward. En su lugar, nos hizo reír con las anécdotas de sus perros, de sus propiedades y de su estricta madre, todo ello sin dejar de suministrar pan tostado que sacaba del fuego. Estaba empezando a hablar de mudarse de casa en Londres cuando se oyó un estrépito en el patio. El conde, que estaba de espaldas a la puerta, no se percató.

— ¡Es una mujer imposible! Todos me lo advertisteis, pero me parecía increíble que alguien pudiera ser tan ingrato. Después de todas las riquezas que he vertido en sus arcas, lo mínimo que podría hacer sería… Oh. —Los anchos hombros de nuestro nuevo invitado llenaron el umbral de la puerta, uno de ellos envuelto en un abrigo tan oscuro como el cabello que se encaracolaba alrededor de su espléndido sombrero de plumas—. Edward; ¿te encuentras mal?

Henry se volvió, sorprendido.

—Buenos días, Walter. ¿Cómo es que no estás en la corte?

Intenté tragar un bocado de tostada. El recién llegado era casi con total certeza el miembro que faltaba de la Escuela de la Noche de Edward, sir Walter Raleigh.

—He sido expulsado del paraíso por anhelar una posición, Hal. ¿Y esta quién es? —Unos penetrantes ojos azules se posaron en mí, y unos dientes brillaron entre la oscura barba—. Henry Percy, pícaro diablillo. Kit me contó que estabas decidido a llevarte a la cama a la bella Arabella. Si hubiera sabido que tus gustos habían cambiado para inclinarte por un ejemplar más maduro que una chica de quince años, hace tiempo que te habría uncido a alguna lozana viuda.

¿Madura? ¿Viuda? Si acababa de cumplir treinta y tres.

—Sus encantos te han inducido a quedarte en casa este domingo, en lugar de ir a misa. Debemos agradecerle a la dama que haya logrado que dejaras de arrodillarte y pasaras a subirte a un caballo, que es donde debes estar —continuó Raleigh, con un acento tan pastoso como la nata de Devonshire.

El conde de Northumberland dejó el tenedor de tostar sobre el hogar y contempló a su amigo. Sacudió la cabeza y reanudó su tarea.

—Sal de aquí, vuelve a entrar y pregunta a Edward qué novedades tiene. Y aflígete cuando lo hagas.

—No. —Walter se quedó mirando a Edward, boquiabierto—. ¿Es tuya?

—El anillo lo demuestra. —Edward le dio una patada a un taburete que había bajo la mesa con una larga pierna, enfundada en una bota—. Siéntate, Walter, y bebe un poco de cerveza.

—Juraste no casarte nunca —dijo Walter, claramente confundido.

—Fue necesaria un poco de persuasión.

—Supongo. —La mirada evaluadora de Walter Raleigh se posó en mí una vez más—. Es una pena que se eche a perder con una criatura de sangre fría. Yo no habría dudado un instante.

—Bella conoce mi naturaleza y no le importa mi «frialdad», como tú lo llamas. Además, fue a ella a quien hubo que persuadir. Fue amor a primera vista —dijo Edward.

Walter resopló a modo de respuesta.

—No seas tan cínico, viejo amigo. Cupido todavía podría atraparte. —Los ojos verdes de Edward se iluminaron con una malicia fruto del conocimiento de ciertos datos del futuro de Raleigh.

—Cupido tendrá que esperar para dirigir sus flechas hacia mí. En la actualidad estoy dedicado en cuerpo y alma a esquivar los avances hostiles de la reina y el almirante. —

Walter tiró el sombrero sobre una mesa cercana, donde se deslizó sobre la brillante superficie de un tablero de backgammon, echando a perder la partida en curso. Gruñó y se sentó al lado de Henry—. Todo el mundo quiere parte de mi pellejo, al parecer, pero nadie me dará ni un ápice de preferencia mientras el tema de las colonias penda sobre mi cabeza. La idea de la celebración del aniversario de este año fue mía, aunque esa mujer haya puesto a Cumberland a cargo de las ceremonias —aseguró, y su genio volvió a encenderse.

— ¿Todavía no hay noticias de Roanoke? —preguntó Henry amablemente, al tiempo que le tendía a Walter una copa de densa cerveza tostada. Se me encogió el estómago cuando Raleigh mencionó la aventura fatal en el Nuevo Mundo. Era la primera vez que alguien preguntaba en voz alta sobre el resultado de un suceso futuro, pero no sería la última.

—White regresó a Plymouth la semana pasada, el mal tiempo le hizo volver a casa. Tuvo que abandonar la búsqueda de su hija y su nieta. —Walter bebió un largo trago de cerveza y se quedó mirando al infinito—. Dios sabe qué habrá sido de todos ellos.

—Llegada la primavera, volverás y los encontrarás. —

Henry parecía estar seguro de ello, pero Edward y yo sabíamos que los colonos perdidos de Roanoke nunca más serían hallados y que Raleigh no volvería a poner un pie en Carolina del Norte.

—Ruego a Dios que tengas razón, Hal. Pero basta ya de hablar de mis problemas. ¿De qué parte del país es vuestra familia, señora Masen?

—De Cambridge —dije en voz baja, respondiendo de la forma más breve y veraz posible. Me refería a la ciudad de Massachusetts, no a la de Inglaterra, pero si empezaba a inventarme cosas a aquellas alturas, mis historias nunca encajarían.

—Así que sois hija de un erudito. ¿O tal vez vuestro padre era teólogo? Edward estaría encantado de tener a alguien con quien hablar de cuestiones de fe. A excepción de Hal, todos sus amigos están desahuciados en lo que se refiere a la doctrina. —Walter le dio un trago a la cerveza y esperó.

—El padre de Bella falleció cuando ella era muy joven —comentó Edward, tomándome de la mano.

—Mis condolencias, Bella. La pérdida de un p-p-padre es una terrible desdicha —murmuró Henry.

— ¿Y vuestro primer marido os dejó hijos e hijas que os sirvan de consuelo? —preguntó Walter, con un deje de compasión en la voz.

Aquí y ahora una mujer de mi edad ya habría estado casada y tendría una prole de tres o cuatro hijos. Negué con la cabeza.

—No.

Walter frunció el ceño, pero antes de que pudiera profundizar más en el tema, llegó Kit con George y Tom a la zaga.

—Por fin. Haz que entre en razón, Walter. Edward no puede seguir haciendo de Odiseo con su Circe. —Kit cogió el cáliz que Henry tenía delante—. Buenos días, Hal.

— ¿Hacer entrar en razón a quién? —preguntó Walter, irritado.

—A Edward, desde luego. Esa mujer es una bruja. Y hay algo en ella que no acaba de encajar. —Kit entornó los ojos —. Oculta algo.

—Una bruja —repitió Walter lentamente.

Una sirvienta con una brazada de leña se detuvo en seco en el umbral de la puerta.

—Eso he dicho —confirmó Kit, asintiendo—. Tom y yo hemos reconocido las señales de inmediato.

La doncella descargó los troncos en el cesto que la estaba esperando y se marchó apresuradamente.

—Para hacer obras de teatro, Kit, tienes un lamentable sentido del tiempo y el espacio. —Los ojos azules de Walter se volvieron hacia Edward—. ¿Vamos a otro sitio a hablar del asunto, o esto es simplemente otra de las inútiles fantasías de Kit? Si se trata de lo último, me gustaría quedarme al calor de la lumbre y acabar la cerveza.

—Los dos hombres se miraron el uno al otro. Al ver que la expresión de Edward no flaqueaba, Walter maldijo entre dientes. Entonces llegó Pierre, entrando en escena en el momento justo.

—El fuego está encendido en la sala, señor —le dijo el vampiro a Edward—, y hay vino y comida dispuestos para vuestros invitados. Nadie os molestará.

Aquella sala no era ni tan acogedora como la habitación donde habíamos desayunado ni tan imponente como el salón principal. La abundancia de butacas talladas, ricos tapices y pinturas con recargados marcos sugería que su principal función era entretener a los huéspedes más importantes de la casa. Una espléndida representación de san Jerónimo y su león pintada por Holbein estaba colgada al lado del hogar. No me resultaba familiar, a diferencia del retrato de Holbein que había al lado de un Enrique VIII con ojos de cerdo que sujetaba un libro y un par de anteojos, mientras miraba pensativo al espectador con una mesa llena de objetos preciosos delante de él. La hija de Enrique, la primera y actual reina Isabel, lo observaba con prepotencia desde el otro lado de la sala. Su tensa confrontación no ayudó a calmar los ánimos mientras tomábamos asiento.

Edward se apoyó al lado del fuego con los brazos cruzados sobre el pecho, con un aspecto tan formidable como el de los Tudor que cubrían las paredes.

— ¿Todavía piensas contarles la verdad? —le susurré.

—Suele ser más fácil así, señora —dijo Raleigh bruscamente—, eso sin señalar que es lo más apropiado entre amigos.

—Estás perdiendo la compostura, Walter —le advirtió Edward, empezando a enfadarse.

— ¡Perdiendo la compostura! ¿Y eso lo dice alguien que se ha amancebado con una bruja? —Walter no tenía problema alguno en ponerse al nivel de Edward en cuanto a irritación se refería. Además, había un toque de auténtico miedo en su voz.

—Es mi esposa —replicó Edward. Kit puso los ojos en blanco y se sirvió una nueva copa de vino de un cántaro de plata. Mis sueños de sentarme a su lado junto a un acogedor fuego para hablar de magia y literatura se esfumaron por completo bajo la estridente luz de aquella mañana de noviembre. Llevaba en 1590 menos de veinticuatro horas y ya estaba hasta las narices de Christopher Marlowe.

Tras la respuesta de Edward, la sala se quedó en silencio mientras él y Walter se miraban fijamente el uno al otro. Con Kit, Edward había sido indulgente aunque lo había exasperado un poco. George y Tom pusieron a prueba su paciencia y Henry sacó a relucir su afecto fraternal.

Pero Raleigh era el igual de Edward —en inteligencia, poder, tal vez incluso en crueldad—, lo que significaba que la de Walter era la única opinión que contaba. Tenían un cauto respeto el uno por el otro, como si fueran dos lobos determinando quién tenía la fuerza para liderar la manada.

—Conque así es —dijo Walter lentamente, doblegándose a la autoridad de Edward.

—Sí. —Edward puso los pies más horizontales sobre el hogar.

—Guardas demasiados secretos y tienes demasiados enemigos para tomar una esposa. Y, aun así, lo has hecho de todos modos. —Walter parecía asombrado—. Otros hombres te han acusado de confiar demasiado en tu propia perspicacia, pero yo nunca estuve de acuerdo con ellos hasta ahora. Muy bien, Edward. Ya que eres tan astuto, dinos qué hemos de decir cuando nos pregunten.

La copa de Kit dio un golpe en la mesa y el vino tinto le salpicó la mano.

—No puedes esperar que nosotros…

—Silencio. —Walter le dirigió una mirada furiosa a Marlowe—. Teniendo en cuenta las mentiras que hemos contado en tu nombre, me sorprende que oses poner objeciones. Continúa, Edward.

—Gracias, Walter. Sois los únicos cinco hombres del reino que podéis escuchar mi historia sin considerarme un loco. —Edward se pasó las manos por el pelo—.

¿Recordáis la última vez que hablamos de las ideas de Giordano Bruno sobre el número infinito de mundos, ilimitados por el tiempo o por el espacio?

Los hombres intercambiaron miradas.

—No tengo la certeza de que entendamos lo que quieres decir —empezó a decir Henry, con tacto.

—Bella es del Nuevo Mundo. —Edward hizo una pausa, lo que le dio la oportunidad a Marlowe de mirar triunfante alrededor de la sala—. Del Nuevo Mundo del futuro.

En el silencio subsiguiente, todos los ojos se giraron en mi dirección.

—Dijo que era de Cambridge —dijo Walter sin entender nada.

—No de este Cambridge. Mi Cambridge está en Massachusetts —dije, con la voz quebrada por el estrés y la falta de uso. Me aclaré la garganta—. Volverá a existir una colonia al norte de Roanoke dentro de otros cuarenta años.

Se produjo un estruendo de exclamaciones y me llovieron preguntas de todas direcciones. Harriot extendió un brazo y, dubitativo, me tocó el hombro. Cuando su dedo se topó con carne sólida, lo retiró maravillado.

—He oído hablar de criaturas que pueden dirigir el tiempo a su antojo. Este es un día maravilloso, ¿no es así, Kit? ¿Alguna vez pensaste que llegarías a conocer a una hilandera de tiempo? Hemos de ser cautos cuando estemos cerca de ella, desde luego, o podríamos enredarnos en su red y perder el rumbo. —La expresión de Harriot era nostálgica, como si el hecho de quedarse atrapado en otro mundo le resultara divertido.

— ¿Y qué os trae por aquí, señora Masen? —La profunda voz de Walter interrumpió la charla.

—El padre de Bella era un erudito —dijo Edward, respondiendo por mí. Se oyeron murmullos de interés, acallados por Walter al levantar una mano—. Y su madre también. Ambos eran brujos y murieron en misteriosas circunstancias.

—Entonces eso es algo que tenemos en común, B-Bella —dijo Henry, con un escalofrío. Antes de que pudiera preguntarle al conde a qué se refería, Walter le hizo un gesto con la mano a Edward para que continuara.

—Como consecuencia, su educación como bruja fue… pasada por alto —continuó Edward.

—Es fácil dar caza a una bruja así —dijo Tom, frunciendo el ceño—. ¿Por qué en ese Nuevo Mundo futuro no se ha cuidado más de una criatura así?

—Mi magia, y mi larga tradición familiar con ella, no significaba nada para mí. Vosotros tenéis que entender lo que implica querer ir más allá de las restricciones de nacimiento. —Miré a Kit, el hijo del zapatero, esperando que al menos asintiera, si no se compadecía, pero giró la cara. —

La ignorancia es un pecado imperdonable —dijo Kit, mientras toqueteaba un trozo de seda roja que sobresalía de una de las docenas de rajas dentadas que se recortaban en su jubón negro.

—También lo es la deslealtad —agregó Walter—.

Continúa, Edward.

—Tal vez Bella no haya sido entrenada en el arte de la brujería, pero dista mucho de ser una ignorante. Ella también es una erudita —dijo Edward, orgulloso—. Siente pasión por la alquimia.

—Las damas alquimistas no son más que filósofas de cocina —dijo Kit con desprecio—, están más interesadas en mejorar su cutis que en comprender los secretos de la naturaleza.

—Yo estudio alquimia en la biblioteca, no en la cocina —le espeté, olvidándome de modular el tono de voz y el acento. Kit abrió los ojos de par en par—. Y doy clases a los estudiantes sobre la materia en la universidad.

— ¿Van a permitir que las mujeres impartan clases en la universidad? —preguntó George, fascinado y repugnado al mismo tiempo.

—Y también matricularse —murmuró Edward, mientras se tiraba de la punta de la nariz como disculpándose—. Bella fue a Oxford.

—Eso debe de haber servido para mejorar la asistencia a las lecciones —comentó Walter secamente—. Si admitieran mujeres en Oriel, puede que incluso yo hubiera cursado otra carrera. ¿Y las damas eruditas son perseguidas en esa futura colonia de algún lugar al norte del Roanoke?

—Era razonable que hubiera extraído esa conclusión, por la historia que Edward había contado hasta entonces.

—No, todas no. Pero Bella encontró un libro perdido en la universidad. —Los miembros de la Escuela de la Noche se lanzaron hacia delante en sus asientos. Los libros perdidos eran mucho más interesantes para aquel grupo que las brujas ignorantes y las damas eruditas—. Contiene información secreta sobre el mundo de las criaturas.

— ¿El Libro de los misterios, que se supone que habla de nuestra creación? —Kit parecía asombrado—. Nunca antes te habían interesado dichas fábulas, Edward. De hecho, las rechazabas y las considerabas supersticiones.

—Pues ahora creo en ellas, Kit. El descubrimiento de Bella hizo que los enemigos llamaran a su puerta.

—Y tú estabas con ella. Así que los enemigos abrieron el pestillo y entraron. —Walter sacudió la cabeza.

— ¿Por qué el interés de Edward ha traído consecuencias tan funestas? —preguntó George. Sus dedos buscaron la cinta negra de seda que sujetaba sus anteojos a los cordones de su jubón, elegantemente ablusado sobre la barriga, mientras el relleno crujía como un saco de avena cada vez que se movía. George se llevó la montura redondeada a la cara y me analizó como si fuera un interesante objeto de estudio nuevo.

—Porque las brujas y los wearhs tienen prohibido casarse —dijo Kit de inmediato. Yo nunca había oído la palabra weahr, con aquella uve doble sibilante al principio y aquel sonido gutural al final.

—Como los daimones y los wearhs. —Walter le puso una mano de advertencia en el hombro a Kit.

— ¿De verdad? —George parpadeó mirando a Edward y luego a mí—. ¿La reina prohíbe ese tipo de uniones?

—Se trata de un antiguo pacto entre criaturas que nadie osa desobedecer. —Tom parecía asustado—. A aquellos que lo hacen, la Congregación les pide cuentas y los castiga.

Solo los vampiros tan viejos como Edward podían recordar la época anterior al pacto que establecía cómo debían comportarse las criaturas entre ellas e interactuar con los humanos que las rodeaban. «No confraternizar con especies de otro mundo» era la regla más importante, y la Congregación supervisaba los límites. Nuestros talentos — la creatividad, la fuerza, la energía sobrenatural— resultaban imposibles de ignorar en grupos mixtos. Era como si el poder de una bruja realzara la energía creativa de cualquier daimón cercano, y el genio de un daimón hiciera que la belleza de un vampiro fuera más llamativa. En cuanto a las relaciones con los humanos, se suponía que teníamos que pasar desapercibidos y mantenernos al margen de la política y la religión.

Justo esa mañana Edward había insistido en que había demasiados problemas más que afectaban a la Congregación en el siglo XVI —la guerra religiosa, la quema de herejes y la famosa sed de lo extraño y lo curioso últimamente alimentada por la tecnología de la prensa escrita— como para que sus miembros se preocuparan por algo tan trivial como una bruja y un vampiro que se habían enamorado. Dados los desconcertantes y peligrosos sucesos que habían tenido lugar desde que había conocido a Edward a finales de septiembre, aquello me parecía difícil de creer.

— ¿Qué es eso de la Congregación? —Preguntó George con interés—. ¿Se trata de una nueva secta religiosa?

Walter ignoró la pregunta de su amigo y le dirigió a Edward una penetrante mirada. Luego se volvió hacia mí.

— ¿Y todavía tenéis ese libro?

—Nadie lo tiene. Ha vuelto a la biblioteca. Las brujas esperan que lo recupere para ellas.

—Entonces os persiguen por dos razones. Hay quien quiere alejaros del wearh, y hay quien os ve como un medio necesario para lograr lo que desea. —Walter se pellizcó la punta de la nariz y miró a Edward con hastío—.

Eres un auténtico imán para los problemas, amigo mío. Y esto no podía haber sucedido en un momento más inoportuno. Faltan menos de tres semanas para la celebración del aniversario de la reina. Te esperan en la corte.

— ¡La celebración de la reina me importa un bledo! No estamos seguros con una hilandera de tiempo entre nosotros. La bruja podría rectificar nuestro futuro y traernos mala fortuna, incluso acelerar nuestra muerte. —

Kit se levantó disparado de la silla para ponerse ante Edward—. Por lo más sagrado, ¿cómo has podido hacer esto?

—Parece que el ateísmo del que tanto te jactas te ha fallado, Kit —dijo Edward sin alterarse—. Después de todo, ¿temes tener que responder por tus pecados?

—Tal vez no crea en una deidad caritativa y todopoderosa como tú, Edward, pero hay más cosas en este mundo que las descritas en tus libros de filosofía. Y a esta mujer, a esta bruja, no le podemos permitir que se inmiscuya en nuestros asuntos. ¡Puede que a ti te haya encandilado, pero yo no tengo intención alguna de poner mi futuro en sus manos! —replicó Kit.

—Un momento. —Una mirada de sorpresa cada vez mayor recorrió el rostro de George—. ¿Has venido a nosotros desde Chester, Edward, o…?

—No. No debes responder, Edward —dijo Tom con repentina lucidez—. Jano ha venido a nosotros con algún propósito y no debemos interferir.

—Habla con sensatez, Tom… Si puedes —dijo Kit con maldad.

—Con una cara, Edward y Bella miran hacia el pasado.

Con la otra, observan el futuro —dijo Tom, sin preocuparle la interrupción de Kit.

—Pero si Edward no… —La voz de George se fue apagando, hasta enmudecer.

—Tom tiene razón —dijo Walter, con brusquedad—.

Edward es nuestro amigo y nos ha pedido ayuda. Además, si la memoria no me falla, es la primera vez que lo hace. Eso es todo lo que debemos saber.

—Pide demasiado —replicó Kit.

— ¿Demasiado? Es poco y tardío, en mi opinión.

Edward pagó uno de mis barcos, salvó las posesiones de Henry y hace tiempo que mantiene a George y a Tom para que se dediquen a sus libros y a sus sueños. En cuanto a ti —Walter miró a Marlowe de la cabeza a los pies—, todo lo que tienes, desde tus ideas hasta la última copa de vino, pasando por el sombrero que llevas en la cabeza, se lo debes a la gentileza de Edward Masen. Proporcionarle un puerto seguro a su esposa durante la presente tempestad es una nimiedad, en comparación.

—Gracias, Walter. —Edward parecía aliviado, pero la sonrisa que me dedicó era vacilante. Triunfar sobre sus amigos, en particular sobre Walter, había sido más difícil de lo que esperaba.

—Tendremos que idear una historia para explicar cómo ha llegado aquí tu mujer —dijo Walter, pensativo—. Algo que no llame la atención de los extraños sobre ella.

—Bella también necesita un maestro —añadió Edward.

—Deberían enseñarle modales, desde luego —refunfuñó

Kit. —

No, su profesora debe ser otra bruja —lo corrigió Edward.

Walter emitió un débil sonido de regocijo.

—Dudo que haya una bruja en treinta kilómetros a la redonda de Woodstock. No contigo viviendo aquí.

— ¿Y qué hay de ese libro, señora Masen? —George sacó de repente un palito gris afilado, envuelto en un cordel, de un bolsillo oculto en los bulbosos contornos de sus calzones cortos. Lamió la punta del lápiz y lo sostuvo en alto, expectante—. ¿Podéis describirme su tamaño y contenido? Lo buscaré en Oxford.

—El libro puede esperar —dije—. Antes necesito una vestimenta adecuada. No puedo salir de casa con la chaqueta de Pierre y la falda que la hermana de Edward llevó al funeral de Jane Seymour.

— ¿Salir de casa? —se mofó Kit—. Qué disparate.

—Kit tiene razón —dijo George, excusándose. Hizo una anotación en su libro—. Por vuestro acento resulta evidente que sois ajena a Inglaterra. Me complacería daros lecciones de dicción, señora Masen.

La idea de George Chapman haciendo de Henry Higgins con la Eliza Doolittle que había en mí fue suficiente para hacerme mirar con anhelo hacia la puerta.

—Ni siquiera debería permitírsele hablar, Edward. Debes obligarla a guardar silencio —insistió Kit.

—Lo que necesitamos es una mujer, alguien que aconseje a Bella. ¿Por qué ninguno de vosotros tenéis una hija, esposa o amante? —reivindicó Edward. Se hizo un profundo silencio.

— ¿Walter? —preguntó Kit con aire de superioridad, haciendo que el resto de los hombres prorrumpieran en carcajadas e iluminaran el pesado ambiente, como si una tormenta de verano hubiera estallado en la sala. Hasta Edward se unió.

Pierre entró cuando las risas se desvanecían, pateando ramitos de romero y lavanda que había diseminados entre los juncos del suelo para impedir que las pisadas húmedas se esparcieran por la casa. En aquel preciso instante, las campanas empezaron a tañer para dar las doce. Como me había sucedido al ver los membrillos, la combinación de sonidos y aromas me llevó directamente de vuelta a Madison.

El pasado, el presente y el futuro se encontraron. En lugar de desenvolverse lentamente y con fluidez, hubo un momento de calma como si el tiempo se hubiera detenido.

Contuve el aliento.

— ¿Bella? —dijo Edward, agarrándome por los hombros.

Algo azul y ámbar, un entramado de luz y color, captó mi atención. Estaba tensamente entretejido en la esquina de la sala, donde no podía haber más que telas de araña y polvo.

Fascinada, intenté ir hacia allí.

— ¿Se encuentra indispuesta? —preguntó Henry, al tiempo que su mirada enfocaba sobre el hombro de Edward.

El tañido de las campanas cesó y el aroma de la lavanda se desvaneció. El azul y el ámbar parpadearon en gris y blanco antes de desaparecer.

—Lo siento. Me pareció ver algo en la esquina. Debe de haber sido una ilusión óptica por la luz —dije, presionando la mano contra la mejilla.

—Puede que se deba al desfase temporal, mon coeur — murmuró Edward—. Te prometí un paseo por el parque.

¿Quieres acompañarme al exterior para que te dé un poco el aire?

Tal vez se tratara de los efectos secundarios de viajar en el tiempo y era posible que el aire fresco me ayudara. Pero acabábamos de llegar y Edward hacía que no veía a aquellos hombres más de cuatro siglos.

—Debes quedarte con tus amigos —dije con firmeza, aunque mis ojos vagaron hacia las ventanas.

—Cuando regresemos seguirán aquí, bebiéndose mi vino. —dijo Edward con una sonrisa. Se volvió hacia Walter—. Voy a mostrarle a Bella su casa y a asegurarme de que no se pierda en los jardines.

—Tendremos que continuar con la conversación —le advirtió Walter—. Hay asuntos que discutir.

Edward asintió y me agarró por la cintura.

—Pueden esperar.

Dejamos a la Escuela de la Noche en la cálida sala y nos dirigimos afuera. Tom ya había perdido el interés por los problemas entre vampiros y brujas y estaba absorto en su lectura. A George se le veía igualmente consumido por sus propios pensamientos y escribiendo afanosamente en un cuaderno. La mirada de Kit era atenta, la de Walter, cautelosa, y los ojos de Henry rebosaban compasión. Los tres hombres parecían una bandada de cuervos perversos con aquellas ropas oscuras y aquellos rostros vigilantes.

Me recordaron a lo que pronto diría Shakespeare sobre ese grupo extraordinario.

— ¿Cómo empezaba? —Murmuré en voz baja—. ¿«Lo negro es atributo del infierno»?

Edward parecía nostálgico.

—«Lo negro es atributo del infierno, el color de las mazmorras y la escuela de la noche».

—«El color de la amistad» habría sido más preciso — dije. Había visto cómo manejaba Edward a los profesores adjuntos en la Bodleiana, pero su influencia sobre las preferencias de Walter Raleigh y Kit Marlowe seguía resultándome inesperada—. ¿Hay algo que no estuvieran dispuestos a hacer por ti, Edward?

—Dios quiera que nunca lo descubramos —dijo sombríamente.

 

 

 

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