EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 70: CAPÍTULO 70

CUARTA PARTE

El imperio: Praga

 

Capítulo 70

 

Dónde están las calzas rojas?

Edward bajó las escaleras ruidosamente y frunció el ceño al ver las cajas que había esparcidas por toda la planta baja. Su humor había cambiado radicalmente a peor en medio de nuestro viaje de cuatro semanas, cuando nos separamos en Hamburgo de Pierre, de los niños y de nuestro equipaje. Habíamos perdido diez días más por el hecho de viajar desde Inglaterra a un país católico que calculaba el tiempo con un calendario diferente. En Praga, ahora era el once de marzo y los niños y Pierre todavía

estaban por llegar.

—¡Nunca las encontraré en medio de este caos! — exclamó Edward, al tiempo que descargaba su frustración con una de mis enaguas.

Después de haber vivido de unas alforjas y un único baúl compartido durante semanas, nuestras pertenencias habían llegado tres días después de nosotros a la alta y estrecha casa encaramada en la empinada avenida que conducía al castillo de Praga, conocido como Sporrengasse. Nuestros

vecinos alemanes presuntamente la apodaban «la calle de las espuelas», porque aquella era la única forma de persuadir a un caballo para que llevara a cabo el ascenso.

—No sabía que tenías unas calzas rojas —dije, incorporándome.

—Pues así es.

Edward empezó a hurgar en la caja que contenía mi ropa blanca.

—Bueno, no creo que estén ahí —dije, señalando lo obvio.

El vampiro hizo rechinar los dientes.

—Ya he mirado en todas partes.

—Yo las encontraré —dije, mientras observaba sus calzas negras, perfectamente respetables—. ¿Por qué rojas?

—¡Porque quiero intentar atraer la atención del sacro emperador romano!

Edward se hundió en otro montón de ropa de mi propiedad.

Unas medias de color rojo sangre harían algo más que atraer la atención de algún despistado, teniendo en cuenta que el hombre que se proponía vestirlas era un vampiro de metro ochenta y siete y la mayor parte de su altura eran piernas. El compromiso de Edward con el plan era inquebrantable, sin embargo. Me concentré, le pedí a las calzas que se mostraran y seguí las hebras rojas. La capacidad de seguir el rastro de personas y objetos era un beneficio imprevisto de ser una tejedora y había tenido varias oportunidades de usarlo durante el viaje.

—¿Ha llegado el mensaje de mi padre? Edward contribuyó con otras enaguas a la nívea montaña que crecía entre nosotros y continuó escarbando.

—Sí. Está allí, al lado de la puerta…, sea lo que sea — dije. Hurgué en el contenido de un arcón que habíamos pasado por alto: guanteletes de cota de malla, un escudo con un águila de dos cabezas y la tan ansiada prenda hueca y larga. Triunfante, blandí los largos tubos rojos—. ¡Las he encontrado!

Edward ya había olvidado la crisis de las calzas. Ahora era el paquete de su padre el que atraía toda su atención.

Eché un vistazo para ver qué era lo que lo tenía tan fascinado.

—¿Es del… Bosco?

Reconocí la obra de Jerónimo Bosch por la estrambótica forma en que usaba el material y el simbolismo alquímico.

Cubría sus paneles con peces voladores, insectos, enormes instrumentos domésticos y frutas erotizadas. Mucho antes de que lo psicodélico estuviera de moda, Bosch veía el mundo en vivos colores e inquietantes combinaciones.

Al igual que la de Edward Holbeins que había en el Viejo Pabellón, sin embargo, aquella obra no me resultaba familiar. Era un tríptico, creado a partir de tres paneles de madera articulados. Diseñados para ser colocados sobre altares, los trípticos permanecían cerrados salvo en las celebraciones religiosas especiales. Sin embargo, en los museos modernos el exterior raras veces estaba a la vista.

Me pregunté qué otras imágenes impresionantes me había estado perdiendo.

El artista había recubierto los paneles exteriores con un pigmento negro aterciopelado. Un árbol marchito que brillaba bajo la luz de la luna cubría los dos paneles frontales. Un pequeño lobo se hallaba agazapado en sus

raíces y un búho estaba posado en las ramas superiores.

Ambos animales miraban con complicidad al espectador.

Una docena más de ojos brillaban en el oscuro suelo, alrededor del árbol, incorpóreos y fijos. Detrás del roble muerto, una serie de árboles aparentemente normales con troncos pálidos y ramas verdes iridiscentes derramaban más luz sobre la escena. Solo cuando lo miré más de cerca

vi que tenían orejas, como si estuvieran escuchando los sonidos nocturnos.

—¿Qué significa? —pregunté mirando fijamente la obra del Bosco, fascinada.

Los dedos de Edward juguetearon con los cordones del jubón.

—Es la representación de un antiguo proverbio flamenco: «El bosque tiene ojos y los árboles, oídos; por tanto, veré, oiré y callaré». Aquellas palabras plasmaban a la perfección la vida secreta que Edward había llevado y me

recordaron la elección del lema actual de Isabel.

En el interior del tríptico se veían tres escenas interrelacionadas: uno de los paneles mostraba a los ángeles caídos, pintados sobre el mismo fondo negro aterciopelado. A primera vista parecían más bien libélulas, con aquellas resplandecientes alas dobles, pero tenían cuerpos humanos con cabeza y piernas que se retorcían atormentadas mientras los ángeles caían de los cielos. En el panel opuesto, estaba la rosa muerta del Juicio Final en

una escena mucho más truculenta que los frescos de Sept- Tours. Las mandíbulas abiertas de peces y lobos eran entradas al infierno que succionaban a los condenados y los enviaban a una eternidad de dolor y agonía.

En el centro, sin embargo, se mostraba una imagen muy diferente de la muerte: el resucitado Lázaro salía tranquilamente de su ataúd. Con aquellas largas piernas, el cabello oscuro y la expresión seria, se parecía bastante a

Edward. Alrededor de los bordes del panel central había viñas sin vida que producían extraños frutos y flores.

Algunas goteaban sangre. Otras daban a luz a personas y animales. Y no había ningún Jesús a la vista.

—Lázaro se parece a ti. No me extraña que no quieras que Rodolfo lo tenga —opiné, tendiéndole a Edward las calzas—. El Bosco también debía de saber que eras un vampiro.

—Jeroen, o Jerónimo, como tú lo conoces, vio algo que no debía —dijo Edward, misteriosamente—. No sabía que Jeroen me había visto alimentándome hasta que vi los bocetos que hizo de mí con un sangre caliente. Desde aquel día, creía que todas las criaturas poseían una naturaleza dual, en parte humana y en parte animal.

—Y, en ocasiones, en parte vegetal —dije, mientras analizaba a una mujer desnuda con una fresa por cabeza y cerezas en lugar de manos que huía de un demonio que blandía una horquilla y que llevaba una cigüeña por sombrero. Edward emitió un leve sonido de regocijo—.

¿Sabe Rodolfo que eres un vampiro, como lo sabe Isabel y lo sabía el Bosco?

Cada vez estaba más preocupada por el número de personas que compartían el secreto.

—Sí. El emperador también sabe que soy miembro de la Congregación —repuso, enroscando las brillantes calzas rojas en un nudo—. Gracias por haber encontrado esto.

—Será mejor que me digas ya si tienes por costumbre perder las llaves del coche, porque no pienso lidiar con estos ataques de pánico cada mañana mientras te arreglas para ir a trabajar.

Deslicé los brazos alrededor de su cintura y posé la mejilla sobre su corazón. Aquellos latidos lentos y rítmicos siempre me apaciguaban.

—¿Qué vas a hacer, divorciarte de mí?

Edward me devolvió el abrazo y apoyó la cabeza sobre la mía, de manera que encajábamos a la perfección.

—Me prometiste que los vampiros no se divorciaban — señalé, mientras lo apretaba—. Vas a parecer un dibujo animado, si te pones esas medias rojas. Yo me ceñiría al negro, si fuera tú. Destacarás igualmente.

—Bruja —dijo Edward, antes de soltarme con un beso.

Subió la colina hacia el castillo vistiendo unas sobrias calzas negras y con un largo y enrevesado mensaje (en parte en verso) que le ofrecía a Rodolfo un maravilloso libro para sus colecciones. Volvió a bajar cuatro horas después con las manos vacías, tras haber entregado la nota a un esbirro imperial. No había habido audiencia con el emperador. Muy al contrario, habían hecho esperar a Edward con todo el resto de embajadores que pedían audiencia.

—Era como estar atrapado en un camión de ganado, con todos aquellos cuerpos calientes encerrados juntos. Intenté ir a algún sitio donde hubiera aire puro para respirar, pero las habitaciones aledañas estaban llenas de brujos.

—¿De brujos?

Bajé de un salto de la mesa que estaba usando para poner a buen recaudo la espada de Edward sobre el armario de la ropa blanca para cuando llegara Jack.

—Había decenas de ellos —dijo Edward—. Se estaban quejando de lo que está sucediendo en Alemania. ¿Dónde está Gallowglass?

—Tu sobrino está comprando huevos y contratando los servicios de un ama de llaves y una cocinera.

Françoise se había negado rotundamente a unirse a nuestra expedición a Europa Central, lugar que consideraba una tierra impía de luteranos, y había regresado al Viejo Pabellón para malcriar a Charles. Gallowglass hacía las

veces de paje y chico para todo hasta que el resto llegara.

Hablaba un alemán y un español excelentes, lo que lo hacía indispensable en lo que a aprovisionar nuestro hogar se refería.

—Háblame más de los brujos.

—La ciudad es un refugio seguro para toda criatura de Europa Central que tema por su seguridad: daimón, vampiro o bruja. Pero las brujas son especialmente bien recibidas en la corte de Rodolfo, porque este codicia sus

conocimientos. Y su poder.

—Interesante —dije. Apenas había empezado a preguntarme por sus identidades, cuando una serie de rostros aparecieron ante mi tercer ojo—. ¿Quién es el brujo de la barba roja? ¿Y la bruja con un ojo azul y otro verde?

—No nos vamos a quedar lo suficiente como para que sus identidades tengan importancia —dijo Edward ominosamente mientras iba hacia la puerta. Tras haber concluido los asuntos del día para Isabel, se disponía a cruzar el río para ir a la Ciudad Vieja de Praga en nombre de la Congregación—. Te veré antes de que oscurezca.

Quédate aquí hasta que regrese Gallowglass. No quiero que te pierdas. —Más bien, lo que no quería era que me tropezara con ningún brujo.

Gallowglass volvió a Sporrengasse con dos vampiras y un pretzel. Me entregó este último y me presentó a mis nuevas sirvientas.

Karolina (la cocinera) y Tereza (el ama de llaves) eran miembros de un extenso clan de vampiros de Bohemia dedicados a servir a la aristocracia y a los visitantes extranjeros importantes. Al igual que los criados de los De

Cullen, se habían ganado su reputación —y un salario inusitadamente elevado— por su longevidad sobrenatural y su lealtad lobuna. Por una buena suma de dinero, también pudimos comprar la garantía de secretismo del anciano del clan, que había tomado prestadas a las mujeres del hogar del embajador del papa. El embajador había accedido gentilmente en deferencia hacia los De Cullen. Después de todo, habían jugado un papel decisivo en el amaño de las últimas elecciones papales y él sabía quién le permitía ganarse las lentejas. A mí, lo único que me importaba era que Karolina supiera hacer tortillas francesas.

Una vez instalados, Edward subía cada mañana la colina a grandes zancadas para ir al castillo mientras yo deshacía el equipaje, conocía a los vecinos del barrio que se extendía a los pies de las murallas del castillo, llamado Malá Strana, y buscaba a los miembros ausentes de la casa.

Echaba de menos la jovialidad de Annie y su forma de descubrir el mundo con los ojos abiertos de par en par, además de la constante habilidad de Jack para meterse en líos. Nuestra serpenteante calle estaba abarrotada de niños de todas las edades y nacionalidades, dado que la mayoría de los embajadores vivían allí. Resultó que Edward no era el único extranjero en Praga al que el emperador mantenía a raya. Todas las personas que conocía agasajaban a Gallowglass con historias de cómo Rodolfo había desairado a una importante personalidad solo para pasar unas horas con un librero anticuario de Italia o con un humilde minero de Sajonia.

Era el final de la tarde del primer día de primavera y la casa rezumaba hogareños aromas de cerdo y bollos de masa cuando un enérgico niño de ocho años se abalanzó sobre mí.—

¡Señora Masen! —cacareó Jack, antes de enterrar la cara en mi corpiño y rodearme estrechamente con los brazos—. ¿Sabíais que Praga es en realidad cuatro ciudades en una? Londres es solo una ciudad. Y también hay un castillo y un río. Pierre me va a enseñar el molino de agua mañana.

—Hola, Jack —dije, acariciándole el cabello. Incluso durante el penoso y helador viaje a Praga, se las había arreglado para dar un estirón. Pierre debía de haberlo cebado de comida. Alcé la vista y sonreí a Annie y a Pierre —. Edward se alegrará mucho de que hayáis llegado. Os ha echado de menos.

—Nosotros también lo hemos extrañado —dijo Jack, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás para mirar hacia mí. Tenía unos círculos oscuros bajo los ojos y, a pesar de haber crecido, estaba pálido.

—¿Has estado enfermo? —le pregunté, tocándole la frente. Los resfriados podían ser mortales en aquel clima riguroso y se hablaba de una desagradable epidemia en la Ciudad Vieja que Edward consideraba un brote de gripe.

—Ha tenido problemas para dormir —dijo Pierre en voz queda. Pude intuir por su tono serio que había algo más en aquella historia, pero podía esperar.

—Bueno, esta noche dormirás. Hay un enorme colchón de plumas en tu habitación. Ve con Tereza, Jack. Te mostrará dónde están tus cosas y te lavará antes de cenar.

Como exigían las convenciones vampíricas, los sangre caliente dormirían con Edward y conmigo en el segundo piso, dado que la estrechez de la casa solo permitía que hubiera una salita y una cocina en la planta baja. Lo cual

significaba que el primer piso estaba dedicado a las estancias formales para recibir a los invitados. El resto de los vampiros de la casa habían reclamado el derecho sobre el alto tercer piso, con sus extensas vistas y unas ventanas que podían abrirse de par en par para que entraran los elementos atmosféricos.

—¡Señor Masen! —gritó Jack, lanzándose hacia la puerta para abrirla de golpe antes de que Tereza pudiera detenerlo. Cómo había detectado a Edward fue un misterio, teniendo en cuenta que cada vez era más de noche

y el atuendo que este había elegido, de lana color pizarra de la cabeza a los pies.

—Calma —dijo Edward, atrapando a Jack antes de que se hiciera daño al tropezar contra un par de sólidas piernas de vampiro. Gallowglass le arrancó la gorra a Jack al pasar y le alborotó el pelo.

—Casi nos congelamos en el río. Y el trineo volcó una vez, pero al perro no le pasó nada. Y comí jabalí asado. Y Annie se enganchó la falda en la rueda del carro y casi sale disparada —dijo Jack, que no era capaz de hacer salir de su boca los detalles del viaje con suficiente rapidez—. Y vi una estrella en llamas. No era muy grande, pero Pierre me dijo que tenía que contárselo al señor Harriot cuando volviéramos a casa. La he dibujado para él.

Jack metió la mano en el mugriento jubón y sacó un pedazo de papel igualmente mugriento. Se lo enseñó a Edward con la reverencia que se le solía conferir a una reliquia sagrada.

—Está muy bien —dijo Edward, observando el dibujo con la minuciosidad apropiada—. Me gusta cómo muestras la curva de la cola. Y has puesto las otras estrellas alrededor. Muy inteligente por tu parte, Jack. Al señor

Harriot le complacerá tu capacidad de observación.

Jack se ruborizó.

—Era el último trozo de papel que me quedaba. ¿Venden papel en Praga?

En Londres, Edward se había habituado a proporcionarle a Jack un bolsillo lleno de pedazos de papel cada mañana. La forma en que Jack acababa con ellos daba pie a cierta especulación.

—La ciudad está inundada de él —dijo Edward—.

Pierre te llevará a la tienda de Malá Strana mañana.

Tras aquella emocionante promesa, fue difícil hacer subir arriba a los niños, pero Tereza demostró poseer la mezcla precisa de amabilidad y determinación para llevar a cabo la tarea. Aquello dio oportunidad a los cuatro adultos para hablar libremente.

—¿Jack ha estado enfermo? —le preguntó Edward a Pierre, frunciendo el ceño.

—No, milord. Desde que os dejamos, su sueño ha sido agitado —comentó Pierre, vacilante—. Creo que los demonios del pasado lo persiguen.

La frente de Edward se alisó, aunque seguía teniendo cara de preocupación.

—Por lo demás, ¿el viaje ha transcurrido como esperabas?

Aquella era su prudente forma de preguntar si habían sido atacados por bandidos o asediados por seres sobrenaturales o preternaturales.

—Ha sido largo y frío —respondió Pierre con naturalidad— y los niños tenían hambre constantemente.

Gallowglass se echó a reír a carcajadas.

—Bueno, eso suena bastante normal.

—¿Y vos, milord? —preguntó Pierre, dirigiendo una mirada sombría a Edward—. ¿Es Praga como esperabais?

—Rodolfo no me ha recibido. Se rumorea que Aelley está en lo más alto de la torre Powder haciendo reventar alambiques y Dios sabe qué más —lo informó Edward.

—¿Y la Ciudad Vieja? —preguntó Pierre con delicadeza.

—Prácticamente como siempre.

El tono de Edward era despreocupado y liviano, clara señal de que estaba preocupado por algo.

—Siempre y cuando ignores las habladurías que llegan del Barrio Judío. Uno de sus brujos ha hecho una criatura de arcilla que merodea por las calles durante la noche — comentó Gallowglass mientras miraba a su tío con aire

inocente—. Salvo eso, no ha cambiado apenas nada desde la última vez que estuvimos aquí para ayudar al emperador Fernando a proteger la ciudad, en 1547.

—Gracias, Gallowglass —dijo Edward, con un tono de voz tan frío como el viento del río.

Sin duda, sería necesario algo más que un conjuro ordinario para crear una criatura de barro y darle vida.

Semejante rumor solo podía significar una cosa: que en algún lugar de Praga había un brujo como yo, capaz de moverse entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Pero no fue necesario sonsacarle a Edward el secreto. Su sobrino me lo había revelado.

—¿No creerías que podrías ocultar la información de la criatura de barro a la tiíta? —preguntó Gallowglass, sacudiendo la cabeza asombrado—. No pasas demasiado tiempo en el mercado. Las mujeres de Malá Strana lo saben todo, incluido lo que está desayunando el emperador y que se ha negado a recibirte.

Edward pasó los dedos sobre la superficie de madera pintada del tríptico y suspiró.

—Tendrás que llevar esto arriba, al palacio, Pierre.

—Pero si es el retablo de Sept-Tours —protestó Pierre —. El emperador es conocido por su cautela. Con certeza será solo cuestión de tiempo que os reciba.

—El tiempo es precisamente la mercancía de la que no disponemos: y los De Cullen tenemos retablos en abundancia —respondió Edward con pesar—. Esperarás a que le escriba una nota al emperador y podrás ponerte en

camino.

Edward despachó a Pierre y a la pintura poco después.

Su sirviente regresó con las manos tan vacías como Edward, sin la garantía de una futura reunión.

A mi alrededor, las hebras que unían los mundos se tensaban y entrelazaban en un tejido con un diseño demasiado extenso como para que yo pudiera percibirlo o comprenderlo. Pero algo se estaba cociendo en Praga.

Podía percibirlo.

Esa noche me desperté con el sonido de unas voces ahogadas en la sala contigua a nuestra alcoba. Edward ya no se encontraba a mi lado, leyendo, como cuando me había quedado dormida. Caminé a hurtadillas hacia la puerta

para ver quién estaba con él.

—Dime qué sucede cuando ensombrezco un lado de la cara del monstruo.

La mano de Edward se movió con rapidez sobre la gran hoja de papel de oficio que tenía ante él.

—¡Hace que parezca que está más lejos! —susurró Jack, pasmado por la transformación.

—Inténtalo —dijo Edward, tendiéndole el lápiz a Jack.

Este lo cogió con gran concentración, con la lengua un poco fuera. Edward frotó la espalda del niño con la mano, relajando los tensos músculos que envolvían su delgaducho esqueleto. Más que sentado sobre sus rodillas, Jack estaba reclinado contra la reconfortante figura del vampiro en busca de apoyo—. Hay tantos monstruos… —murmuró Edward, mirándome a los ojos.

—¿Quieres dibujar los tuyos? —preguntó Jack, acercándole unos centímetros el papel a Edward—. Así tú también podrás dormir.

—Tus monstruos han ahuyentado a los míos —dijo Edward, volviendo a centrar su atención en Jack, con cara seria. Me dolió el corazón por el niño y por todo lo que había soportado en su breve y dura vida.

Edward me miró de nuevo a los ojos y me indicó con un ligero movimiento de cabeza que estaba todo bajo control. Le lancé un beso y regresé al cálido y plumoso nido que era nuestra cama.

Al día siguiente recibimos una nota del emperador. Estaba sellada con un espeso lacre y algunas cintas.

—La pintura ha funcionado, milord —informó Pierre con pesar.

—Eso parece. Adoraba ese retablo. Ahora será un infierno volver a hacerme con él —dijo Edward, mientras volvía a sentarse en la silla. La madera crujió a modo de protesta. Edward extendió la mano para coger la carta. La caligrafía era elaborada, con tantos remolinos y florituras que las letras resultaban prácticamente irreconocibles.

—¿Por qué la escritura es tan ornamentada? —pregunté.

—Los Hoefnagel han venido de Viena y no tienen nada en que ocupar su tiempo. Cuanto más elaborada sea la caligrafía, mejor, en lo que concierne a Su Majestad — respondió Pierre, enigmáticamente.

—Iré a ver a Rodolfo esta tarde —dijo Edward con una sonrisa de satisfacción, doblando el mensaje—. Mi padre se sentirá complacido. Ha enviado también algunas joyas y dinero, pero parecería que los De Culle no han sido tratados con indulgencia, esta vez.

Pierre le tendió otra carta, más pequeña, cuya dirección estaba escrita en un estilo más sencillo.

—El emperador ha añadido una postdata. De su puño y letra.

Miré por encima del hombro de Edward, mientras él la leía.—

Bringen das Buch. Und die Hexe.

La serpenteante firma del emperador con su elaborada erre, la de y la ele redondeadas y la doble efe, estaba estampada al final.

Mi alemán era rudimentario, pero el mensaje estaba claro: «Traed el libro. Y a la bruja».

—He hablado demasiado rápido —murmuró Edward.

—Te dije que lo embaucaras con el gran lienzo de Tiziano de Venus que el abuelo obtuvo de manos del rey Felipe cuando su esposa se negó a aceptarlo —observó Gallowglass—. Al igual que su tío, Rodolfo siempre ha mostrado una predilección desmesurada por las pelirrojas.

Y por las pinturas picantes.

—Y por las brujas —dijo mi esposo entre dientes, antes de dejar caer la carta sobre la mesa—. No ha sido el de la pintura el cebo que ha picado, sino el de Bella. Tal vez debería rechazar su invitación.

—Era una orden, tío —dijo Gallowglass, bajando las cejas.

—Además, Rodolfo tiene el Ashmole 782 y este no va a aparecer por arte de magia delante de los Tres Cuervos de Sporrengasse. Vamos a tener que ir a buscarlo.

—¿Nos estás llamando cuervos, tiíta? —preguntó Gallowglass, haciéndose el ofendido.

—Me refiero al emblema de la casa, so tarugo.

Como cualquier otra residencia de las de la calle, la nuestra tenía un símbolo sobre la puerta en lugar de un número. Después de que el barrio se incendiara a mediados de siglo, el abuelo del emperador había insistido en idear un sistema para distinguir las casas, además de los populares esgrafiados en el yeso.

Gallowglass sonrió.

—Sabía muy bien a qué te referías. Pero me encanta ver lo brillante que te vuelves cuando aumenta tu glaem.

Me envolví en el hechizo de camuflaje mientras me aclaraba la garganta, para reducir mi brillo a unos niveles humanos más aceptables.

—Además —continuó Gallowglass—, entre mi gente es un gran cumplido que te comparen con un cuervo. Yo seré Muninn y a Edward podemos llamarlo Huginn. Tu nombre será Göndul, tiíta. Serás una buena valquiria.

—¿De qué está hablando? —le pregunté a Edward, sin entender nada.

—De los cuervos de Odín. Y de sus hijas.

—Ah. Gracias, Gallowglass —dije con torpeza. No podía ser malo que te comparasen con la hija de un dios.

—Aun dando por hecho que el libro de Rodolfo sea el Ashmole 782, no estamos seguros de que vaya a responder a nuestras preguntas.

La experiencia que habíamos tenido con el manuscrito Voynich todavía preocupaba a Edward.

—Los historiadores nunca saben si un texto proporcionará respuestas. Sin embargo, si no lo hace, al menos tendremos mejores preguntas como resultado — respondí.

—Tomo nota —dijo Edward, y arqueó los labios—.

Dado que no puedo acceder al emperador o a su biblioteca sin ti, y tú no dejarás Praga sin el libro, no hay más que hablar. Ambos iremos al palacio.

—Te ha salido el tiro por la culata, tío —manifestó Gallowglass con alegría, antes de guiñarme ostensiblemente un ojo.

Comparado con nuestra visita a Richmond, el viaje calle arriba para ir a ver al emperador fue casi como dar un salto a la casa de al lado para pedirle una taza de azúcar al vecino, salvo porque exigía un atuendo más formal. La esposa del embajador papal era más o menos de mi talla y su armario

me había proporcionado una vestimenta lo suficientemente suntuosa y discreta para la esposa de un dignatario inglés. O para una De Cullen, como ella había añadido con rapidez. Me encantaba el estilo de la vestimenta de las mujeres adineradas de Praga: sencillos vestidos de cuello alto, faldas acampanadas y abrigos bordados con mangas colgantes ribeteadas en piel. Las pequeñas gorgueras que llevaban eran otra barrera bien recibida entre los elementos y yo.

Por suerte, Edward había abandonado sus delirios de calzas de color rojo en favor de los grises y negros usuales, acentuados por un verde oscuro que era el tono más llamativo que le había visto usar jamás. Aquella tarde este

le proporcionaba un toque de color que se filtraba entre las aberturas de los abultados bombachos y el forro que asomaba alrededor del cuello abierto de la chaqueta.

—Estás espléndido —dije después de inspeccionarlo.

—Y tú pareces una verdadera aristócrata bohemia — respondió él, antes de darme un beso en la mejilla.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Jack, bailando de la impaciencia.

Alguien le había conseguido una librea negra y plateada de su talla y le había puesto una cruz y una media luna en la manga.

—Así que vamos en calidad de miembros de la familia De Cullen, no de la Masen —dije lentamente.

—No. Somos Edward y Bella Masen —respondió Edward—. Simplemente viajamos con los sirvientes de la familia De Cullen.

—Eso confundirá a todo el mundo —comenté, mientras abandonábamos la casa.

—Exacto —replicó Matthew, con una sonrisa.

Si hubiéramos ido como ciudadanos ordinarios, habríamos subido por las escaleras nuevas del palacio, que estaban pegadas a las murallas y proporcionaban un camino seguro para los peatones. Pero, en lugar de ello, subimos hacia Sporrengasse a caballo, como correspondía a un representante de la reina de Inglaterra, lo que me proporcionó la oportunidad de apreciar en detalle las casas con sus cimientos peraltados, sus coloridos esgrafiados y sus emblemas pintados. Pasamos por delante de la casa del León Rojo, la de la Estrella Dorada, la del Cisne y la de los Dos Soles. En lo alto de la colina, giramos abruptamente para entrar en un barrio lleno de mansiones de aristócratas y funcionarios de la corte, llamado Hradcany.

No era la primera vez que contemplaba el castillo. Ya lo había visto al entrar en Praga sobresalir entre los edificios que lo rodeaban y desde nuestras ventanas tenía vistas a las murallas. Pero aquello era lo más cerca que había estado jamás de él. El castillo era incluso mayor y más extenso a corta distancia que visto desde lejos y parecía una ciudad totalmente autónoma, rebosante de comercio e industria.

Más allá estaban los pináculos góticos de la catedral de San Vito, con las torres redondeadas que interrumpían sus paredes. Aunque estas habían sido construidas con fines defensivos, en la actualidad las torres albergaban talleres para los cientos de artesanos que se ganaban la vida en la

corte de Rodolfo.

La guardia del palacio nos permitió la entrada por la puerta oeste, que conducía a un patio interior. Después de que Pierre y Jack se hicieran cargo de los caballos, nuestros escoltas armados se dirigieron hacia una serie de

construcciones incrustadas en los muros del castillo. Estas eran relativamente recientes y la piedra aún tenía los bordes nuevos y brillantes. Parecían edificaciones para oficinas, pero más allá de ellas pude ver tejados altos y mampostería medieval.

—¿Qué sucede ahora? —le susurré a Edward—. ¿Por qué no entramos en el palacio?

—Porque allí no hay nadie que tenga importancia alguna —dijo Gallowglass. Llevaba el manuscrito Voynich en sus brazos, prudentemente envuelto en cuero y atado con cuerdas para impedir que las páginas se combaran por la

humedad del clima.

—Rodolfo consideraba que el antiguo Palacio Real estaba lleno de corrientes de aire y era oscuro —explicó Edward, mientras me ayudaba a caminar por los resbaladizos adoquines—. Su nuevo palacio está orientado hacia el sur y tiene vistas a un jardín privado. Aquí está más alejado de la catedral… y de los sacerdotes.

El vestíbulo de la residencia estaba muy concurrido, lleno de personas que corrían de aquí para allá gritando en alemán, checo, español y latín, dependiendo de la parte del imperio de Rodolfo de la que procedieran. Cuanto más nos acercábamos al emperador, más frenética era la actividad.

Pasamos por una sala llena de gente que discutía sobre unos planos arquitectónicos. En otra habitación se estaba produciendo un animado debate sobre los méritos de un elaborado cuenco de oro y piedra diseñado para que se asemejara a una concha marina. Finalmente, los guardias nos dejaron en un confortable salón con robustas sillas, una estufa de ladrillo que bombeaba una considerable cantidad de calor y dos hombres enfrascados en una conversación.

Se volvieron hacia nosotros.

—Buen día, viejo amigo —dijo un amable hombre de unos sesenta años, en inglés, antes de dedicarle una radiante sonrisa a Edward.

—Tadeáš —respondió Edward, dándole un afectuoso apretón en el brazo—. Tenéis buen aspecto.

—No tan juvenil como el vuestro —afirmó el hombre, con ojos brillantes. Su mirada no causó ninguna reacción reveladora en mi piel—. Y he aquí la mujer de la que todos hablan. Soy Tadeáš Hájek.

El humano hizo una reverencia y yo le respondí con una genuflexión.

Un hombre esbelto con la piel aceituna y el cabello casi tan oscuro como el de Edward se acercó paseando hacia nosotros.

—Señor Strada —dijo Edward, con una reverencia. No se alegraba tanto de ver a aquel hombre como al primero.

—¿Es realmente una bruja? —preguntó Strada, analizándome con interés—. De ser así, a mi hermana Katharina le gustaría conocerla. Está encinta y la gravidez le preocupa.

—Con certeza Tadeáš, el médico real, es más apropiado para asumir la responsabilidad del nacimiento del hijo del emperador —dijo Edward—, ¿o acaso ha cambiado la situación de vuestra hermana?

—El emperador continúa adorando a mi hermana — respondió Strada con frialdad—. Únicamente por esa mera razón sus caprichos deberían ser satisfechos.

—¿Habéis visto a Joris? No habla más que de vuestro retablo desde que Su Majestad lo ha abierto —preguntó Tadeáš, cambiando de tema.

—No, todavía no. —Edward miró hacia la puerta—.

¿Está aquí el emperador?

—Sí. Está contemplando una nueva pintura del señor Spranger. Es muy grande y… prolija.

—Otro cuadro de Venus —dijo Strada, sorbiéndose la nariz.

—Esta Venus se parece bastante a vuestra hermana, señor.

Hájek sonrió.

Ist das Matthäus höre ich? —preguntó una voz nasal desde el otro extremo de la sala. Todos se volvieron y se hundieron en profundas reverencias. Yo hice una genuflexión automáticamente. Iba a ser todo un desafío seguir la conversación. Esperaba que Rodolfo hablara en

latín, no en alemán—. Und Sie das Buch und die Hexe gebracht, ich verstehe. Und die norwegische Wolf.

Rodolfo era un hombre de corta estatura con una barbilla desproporcionadamente larga y una pronunciada mandíbula prognata. Los gruesos y carnosos labios de la familia Habsburgo exageraban la prominencia de la parte inferior de su rostro, aunque en cierto modo sus ojos pálidos y protuberantes y la nariz chata servían de equilibrio. Los

años de buena vida y mejor bebida le habían proporcionado una figura corpulenta, pero seguía teniendo las piernas delgadas y larguiruchas. Se acercó balanceándose a nosotros sobre unos zapatos rojos de tacón, ornamentados con sellos de oro.

—He traído a mi esposa, Majestad, como habéis requerido —dijo Edward, enfatizando ligeramente la palabra «esposa». Gallowglass tradujo el inglés de Edward a un alemán impecable como si mi esposo no conociera la lengua, algo que yo sabía que no era cierto después de haber viajado con él desde Hamburgo a Wittenberg y de allí a Praga en trineo.

Y su talento para los juegos también—dijo Rodolfo cambiando sin esfuerzo al español, como si eso pudiera animar a Edward a conversar con él directamente.

Me analizó meticulosamente, deteniéndose en las curvas de mi cuerpo con tal afán que me hizo desear una ducha—. Esuna lástima que esté casada, pero aún más lamentablees que lo esté con vos.

—Más que lamentable, Majestad —dijo Edward secamente, mientras continuaba ciñéndose con firmeza al inglés—. Pero os aseguro que estamos casados como Dios manda. Mi padre insistió en ello. Así como la dama.

Aquella aclaración solo consiguió que Rodolfo me escrutara con mayor interés.

Gallowglass se apiadó de mí y dejó el libro sobre la mesa con un ruido sordo.

Das Buch.

Aquello atrajo su atención. Strada lo desenvolvió, mientras Hájek y Rodolfo especulaban sobre lo maravillosa que podría resultar aquella nueva adquisición para la biblioteca imperial. Cuando quedó expuesto a la vista, sin

embargo, el aire de la habitación se hizo más denso a causa de la decepción.

—¿Qué tipo de broma es esta? —nos espetó Rodolfo en alemán.

—No estoy seguro de entender lo que Vuestra Majestad quiere decir —replicó Edward. Esperó a que Gallowglass tradujera.

—Me refiero a que ya conozco este libro —escupió Rodolfo.

—No me sorprende, Majestad, dado que se lo entregasteis a John Dee…, por error, según me han dicho. Edward hizo una reverencia.

—¡El emperador no comete errores! —dijo Strada, mientras apartaba el libro, indignado.

—Todos cometemos errores, s ig n o r Strada —dijo Hájek con amabilidad—. Tengo la certeza, sin embargo, de que existe alguna otra explicación que justifique l devolución de este libro al emperador. Tal vez el doctor Dee haya desvelado sus secretos.

—No son más que imágenes pueriles —replicó Strada.

—¿Fue por eso por lo que este libro ilustrado acabó en el equipaje del doctor Dee? ¿Esperabais que él fuera capaz de entender lo que vos no podíais? —preguntó Edward.

Sus palabras ejercieron un efecto adverso sobre Strada, que se puso lívido—. Tal vez vos tomasteis prestado el libro de Dee, signor Strada, el de las ilustraciones alquímicas de la biblioteca de Roger Bacon, con la esperanza de que os ayudara a descifrar este. Se trata de una posibilidad mucho más agradable que imaginar que hayáis engañado al pobre doctor Dee para arrebatarle su tesoro. Desde luego, Su Majestad no podía estar al tanto de tan malvado asunto.

Edward esbozó una sonrisa escalofriante.

—¿Y es ese libro que aseguráis tengo en mi haber el único de mis tesoros que desearíais llevaros de vuelta a Inglaterra? —preguntó Rodolfo, con aspereza—. ¿O vuestra avaricia se extiende hasta mis laboratorios?

—Si os referís a Edward Aelley, la reina necesita alguna garantía de que este se encuentra aquí por voluntad propia.

Nada más —mintió Edward. Acto seguido, cambió de conversación llevándola hacia derroteros más agradables —. ¿Os agrada vuestro nuevo retablo, Majestad?

Edward le había proporcionado al emperador el espacio suficiente para reorganizarse… y guardar las apariencias.

—El Bosco es excepcional. Mi tío se sentirá de lo más ofendido cuando descubra que está en mis manos —repuso Rodolfo, mirando a su alrededor—. Lamentablemente, esta sala no resulta apropiada para su exhibición. Tenía

intención de mostrársela al embajador de España, pero aquí no es posible alejarse lo suficiente de la pintura para admirarla adecuadamente. Es una obra con la que hay que toparse poco a poco, permitiendo que los detalles emerjan de forma natural. Venid. Veréis dónde la he puesto.

Edward y Gallowglass se colocaron de tal forma que Rodolfo no pudiera acercarse a mí, mientras cruzábamos la puerta en tropel para llegar a una sala que parecía el almacén de un museo sobrecargado y escaso de personal.

Las estanterías y los armarios albergaban tantas conchas, libros y fósiles que amenazaban con venirse abajo. Unos lienzos enormes —incluido el nuevo cuadro de Venus, que no solo era detallado, sino abiertamente erótico— estaban apoyados sobre estatuas de bronce. Aquella debía de ser la afamada galería de las curiosidades de Rodolfo, su sala de los prodigios y las maravillas.

—Su Majestad necesita más espacio. O menos obras — comentó Edward, mientras cogía una pieza de porcelana para impedir que se estrellara contra el suelo.

—Siempre tendré sitio para nuevos tesoros —afirmó el emperador, mientras posaba sus ojos sobre mí una vez más —. Estoy construyendo cuatro nuevas salas para albergarlos todos. Puede observar cómo trabajan —dijo, señalando por la ventana dos torres y la larga construcción que estaba empezando a conectarlas con las estancias del emperador y con un nuevo edificio que había enfrente—.

Hasta entonces, Ottavio y Tadeáš están catalogando mi colección y poniendo al tanto a los arquitectos de mis necesidades. No quiero cambiar todo a la nueva Kunstkammer para que se me vuelva a quedar pequeña.

Rodolfo nos guio a través de un laberinto de almacenes adicionales, hasta que finalmente llegamos a una larga galería con ventanas a ambos lados. Estaba llena de luz y, después de la penumbra y el polvo de las cámaras

precedentes, entrar en ella fue como llenar los pulmones de aire limpio.

Lo que vi en medio de la habitación me dejó de piedra.

El retablo de Edward estaba abierto sobre una larga mesa cubierta de grueso fieltro verde. El emperador tenía razón: no se podían apreciar plenamente los colores cuando estabas cerca de la obra.

—¿No es hermoso, doñaBella? —dijo Rodolfo,

aprovechándose de mi sorpresa para cogerme de la mano —. Notad cómo lo que percibís cambia a cada paso. Solo los objetos vulgares pueden apreciarse de un solo vistazo, puesto que no tienen misterios que revelar.

Strada me observaba con abierta animosidad; Hájek, con pena. Edward no me miraba a mí, sino al emperador.

—Hablando del tema, Majestad, ¿podría ver el libro de Dee?

La expresión de Edward era cándida, pero ninguna de las personas que había en la habitación se dejó engañar ni por un instante. El lobo estaba al acecho.

—Quién sabe dónde estará.

Rodolfo tuvo que soltarme la mano para señalar de forma imprecisa las habitaciones que acabábamos de atravesar.

— El signor Strada debe de estar descuidando sus deberes, si no se puede encontrar un manuscrito tan valioso cuando el emperador lo requiere —dijo Edward dulcemente.

—¡Ottavio está muy atareado actualmente, con asuntos importantes! —exclamó Rodolfo, mirando a Edward—. Y no confío en el doctor Dee. Vuestra reina debería guardarse de sus falsas promesas.

—Pero confiáis en Aelley. ¿Es posible que él conozca

su paradero?

Al oír aquello, el emperador se sintió claramente incómodo.

—No quiero que nadie importune a Edward A. Está en una fase muy delicada del proceso alquímico.

—Praga tiene muchos encantos y a Bella le han encargado comprar algunos útiles alquímicos de cristalería para la condesa de Pembroke. Nos entretendremos con dicha tarea hasta que sir Edward A. pueda recibir visitas. Tal vez el signor Strada sea capaz de encontrar vuestro libro

desaparecido, para entonces.

—¿Esa tal condesa de Pembroke es la hermana del héroe de la reina, sir Philip Sidney? —preguntó Rodolfo, a quien le había picado la curiosidad. Cuando Edward abrió la boca para responder, Rodolfo se lo impidió levantando la mano—. El asunto es de la incumbencia de doñaBella.

Permitamos que sea ella quien responda.

—Sí, Majestad —repuse en español. Mi pronunciación era atroz. Esperaba que aquello disminuyera su interés.

—Qué encantadora —murmuró Rodolfo. «Maldición».

—Muy bien, siendo así, doña Bella debe visitar mis talleres. Es un placer satisfacer los deseos de una dama.

No estaba muy claro de qué dama hablaba.

—En cuanto a Aelley y el libro, ya se verá. Ya se verá — dijo Rodolfo, volviéndose de nuevo hacia el tríptico—.

«Ver, oír y callar», ¿no es ese el proverbio?

 

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