EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 4: CAPÍTULO 4

 

Capítulo 4

 

Cuatro horas después me desperté encima del edredón, con el teléfono en la mano. En algún momento me había sacado la zapatilla derecha con el pie, y quedó colgando sobre el borde de la cama. Miré el reloj y gruñí. No tenía tiempo para mi acostumbrado paseo al río, ni siquiera para correr un poco.

 

Abrevié mi ritual matutino, me duché y luego bebí una taza de té que me quemó la lengua mientras me secaba el pelo. Mi cabello  castaño pajizo era indomable, a pesar de cepillarlo vigorosamente. Como a la mayoría de las brujas, me resultaba difícil conseguir que los largos mechones que me llegaban hasta los hombros permanecieran en su sitio. Sarah siempre le echaba la culpa a la acumulación de magia y me aseguraba que el uso regular de mi poder impediría que la electricidad estática se concentrara, lo que haría que mi pelo fuera más dócil.

 

Después de cepillarme los dientes, me puse un par de vaqueros, una blusa blanca limpia y una chaqueta negra. Era sólo una rutina, y aquélla era mi ropa habitual, pero nada de eso me resultaba cómodo ese día. Mis ropas parecían apretarme y me sentía oprimida con ellas puestas. Tiré de la chaqueta para ver si conseguía que me sentara mejor, pero era demasiado esperar de una ropa de escasa calidad.

 

Cuando me miré en el espejo, la cara de mi madre me devolvió la mirada. Ya no podía recordar cuándo se había producido ese parecido tan intenso. ¿En algún momento en la universidad, quizás? Nadie había hecho ningún comentario sobre el asunto hasta que volví a casa durante las vacaciones de Acción de Gracias en mi primer año de estudiante universitaria.

 

Desde entonces, aquello era lo primero que oía a todos los que habían conocido a Reneé Bishop.

 

Ese día, aquella ojeada en el espejo también reveló que mi piel estaba opaca y pálida por la falta de sueño. Por eso, mis pecas, que había heredado de mi padre, se destacaban en aparente alarma y los círculos azul oscuro debajo de mis ojos los hacían parecer más claros que de costumbre. La fatiga también contribuía a alargar mi nariz y hacer que mi barbilla fuera más pronunciada. Pensé en el inmaculado profesor Cullen y me pregunté qué aspecto tendría él a primera hora de la mañana.

 

Probablemente tan inmaculado como la noche anterior, pensé... Era un monstruo. Hice una mueca ante mi imagen reflejada en el espejo.

 

Al llegar a la puerta para salir, me detuve y observé las habitaciones. Algo me rondaba en la cabeza..., una cita olvidada, un plazo no cumplido. Había algo que me faltaba y que era importante. La sensación de malestar me contrajo el estómago, lo apretó y luego desapareció. Después de echar una ojeada a mi agenda y a la montaña de correspondencia depositada sobre mi escritorio, atribuí la molestia al hambre y bajé.

 

 Las amables señoras de la cocina me ofrecieron tostadas cuando pasé. Me recordaban de cuando yo era una estudiante de posgrado y todavía seguían tratando de hacerme comer natillas y pastel de manzana a la fuerza cuando me veían estresada.

 

Masticar la tostada y deslizarme sobre los adoquines de New College Lane fueron elementos suficientes para convencerme de que lo de la noche anterior había sido un sueño. El pelo se movió para enredarse en torno a mi cuello y pude ver mí respiración en el aire vigorizante. Oxford es extraordinariamente normal por la mañana, con las camionetas de reparto aparcadas junto a las cocinas de los colleges, los aromas de café recalentado y el pavimento húmedo, y los incipientes rayos de sol atravesando oblicuamente la neblina. No parecía precisamente un lugar apto para dar refugio a vampiros.

 

El encargado de la Bodleiana, ataviado con su chaqueta azul habitual, cumplió con su rutina acostumbrada al examinar micarné de lectora como si nunca me hubiera visto antes y sospechara que yo pudiera ser la jefa de los ladrones de libros.

 

Finalmente, con un gesto, me dejó entrar. Dejé mi bolso en las taquillas junto a la puerta, después de sacar la cartera, el ordenador y mis notas. Luego me dirigí hacia las escaleras de caracol, rumbo al tercer piso.

 

El olor de la biblioteca, esa mezcla única de piedra antigua, polvo, carcoma y papel, siempre me levantaba el ánimo. El sol entraba a través de las ventanas que había sobre los descansillos de la escalera, iluminando las motas de polvo en suspensión  y dibujando barras de luz sobre las antiguas paredes. Allí el sol hacía brillar los carteles de papel, ya enroscados en sus esquinas, de las conferencias del curso anterior.

 Todavía había que colgar los nuevos anuncios, pero faltaban pocos días para que las compuertas se abrieran y una ola de estudiantes universitarios llegara a alterar la tranquilidad de la ciudad.

 

Tarareando en voz baja una cancioncilla, incliné la cabeza hacia los bustos de Thomas Bodley y del rey Carlos I que flanqueaban la entrada en arco a la sala Duke Humphrey y empujé la puerta batiente junto al mostrador de préstamos.

 

—Tendremos que ponerlo en el ala Selden hoy —estaba diciendo el supervisor con un cierto tono de exasperación.

 

La biblioteca había abierto hacía apenas unos cuantos minutos, pero el señor Johnson y su personal ya estaban como locos.

 

Había visto esta clase de comportamiento antes, pero sólo cuando esperaban a los más importantes investigadores.

 

—Ya ha hecho su pedido y está allí, esperando. —La desconocida encargada del día anterior me miró con el ceño fruncido y mostró el montón de libros que llevaba en sus brazos—. Éstos también son para él. Los solicitó a la sala de lectura de la

Nueva Bodleiana.

 

Allí era donde guardaban los libros de Asia oriental. No era mi terreno y perdí el interés rápidamente.

 

Llévele ésos ahora y dígale que le enviaremos los manuscritos en menos de una hora.

 

—El supervisor parecía tenso cuando regresó a su despacho.

 

Sean levantó los ojos al cielo cuando me acerqué al mostrador de devoluciones.

 

—Hola, Bella. ¿Quieres los manuscritos que tienes reservados?

 

—Gracias —susurré, pensando encantada en la pila que me esperaba—. Un día importante, ¿no?

 

—Eso parece —respondió en tono seco, antes de desaparecer en la jaula con llave donde se guardaban los manuscritos por la noche. Regresó con mi montón de tesoros—. Aquí tienes. ¿Número de asiento?

 

—A4. — Allí me sentaba siempre, en el rincón sudeste más alejado del ala Selden, donde la luz natural era mejor.

 

El señor Johnson vino corriendo hacia mí.

 

—Ah, doctora Bishop, hemos puesto al profesor Cullen en el A3. Tal vez usted prefiera sentarse en el Al o A6. —Se balanceaba nerviosamente pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro y se ajustó las gafas, parpadeando al mirarme a través del grueso cristal.

 

Lo miré a los ojos.

 

— ¿El profesor Cullen?

 

—Sí. Está trabajando con los estudios de Needham y pidió buena luz y espacio para desplegar su material.

 

— ¿Joseph Needham, el historiador de la ciencia china? —En algún lugar de mi plexo solar, la sangre empezó a hervir.

 

—Sí. También era bioquímico, por supuesto. De ahí el interés del profesor Cullen —explicó el señor Johnson. A medida que pasaban los minutos se le veía cada vez más aturdido —. ¿Le gustaría sentarse en el A1?

 

Prefiero el puesto A6. —La idea de sentarme al lado de un vampiro, incluso con un asiento vacío entre los dos, era profundamente inquietante. Pero sentarme frente a uno en el A4 era inimaginable. ¿Cómo podría concentrarme preguntándome qué estaban viendo aquellos ojos extraños? Si las mesas en el ala medieval hubieran sido más cómodas, me habría colocado debajo de una de las gárgolas que protegían las angostas ventanas para hacerle frente al remilgado gesto de desaprobación de Jessica Chamberlain.

 

—Oh, eso es magnífico. Gracias por su comprensión. —El señor Johnson suspiró aliviado.

 

Al entrar a la luz del ala Selden, entrecerré los ojos. Cullen tenía un aspecto inmaculado y descansado y su cutis pálido contrastaba con el pelo broncíneo. En esta ocasión su jersey gris de cuello abierto tenía motas verdes, y el cuello se elevaba ligeramente en la parte de atrás. Una mirada por debajo de la mesa reveló pantalones gris oscuro, calcetines a juego y zapatos negros que seguramente costaban más que el guardarropa completo de un académico normal.

 

La sensación de inquietud regresó. ¿Qué estaba haciendo Cullen en la biblioteca?

 ¿Por qué no estaba en su laboratorio?

 

Sin hacer esfuerzo alguno por silenciar mis pasos, caminé en dirección al vampiro. Cullen, sentado en diagonal frente a mí, en el otro extremo del grupo de mesas y aparentemente ajeno a mi presencia, continuó leyendo. Dejé mi bolsa de plástico y los manuscritos en el espacio señalado como A5 para marcar así los límites exteriores de mi territorio.

 

Levantó la vista con las cejas arqueadas en un gesto de aparente sorpresa.

 

—Doctora Bishop. Buenos días.

 

—Profesor Cullen. —Me pasó por la mente la idea de que había podido escuchar todo que habíamos dicho acerca de él en la entrada de la sala de lectura, ya que tenía el oído de un murciélago. Me resistí a mirarlo a los ojos y empecé a sacar una a una las cosas que traía en mi bolsa, construyendo una pequeña fortificación de elementos de trabajo entre el vampiro y yo.

 

Cullen observó hasta que se me acabó el equipamiento, entonces bajó las cejas para concentrarse y volvió a su lectura.

 

Saqué el cable de mi ordenador y desaparecí bajo la mesa para conectarlo al enchufe múltiple. Cuando me levanté, él seguía leyendo, pero también estaba tratando de no sonreír.

 

—Seguramente usted estaría más cómodo en el extremo norte — mascullé por lo bajo, mientras buscaba mi lista de manuscritos.

 

Cullen levantó la vista con las pupilas dilatadas, haciendo que sus ojos se volvieran súbitamente oscuros.

 

— ¿Le molesta que esté aquí, doctora Bishop?

 

—Por supuesto que no —repliqué apresuradamente. La garganta se me cerró ante el repentino y penetrante aroma a clavo que acompañaba sus palabras—, pero me sorprende que se sienta cómodo exponiéndose al sur.

 

—Usted no creerá todo lo que ha leído, ¿verdad? —Una de sus cejas gruesas y negras se alzó para tomar la forma de un signo de interrogación.

 

—Si me está preguntando si creo que usted va a estallar en llamas apenas la luz del sol lo toque, la respuesta es no. —Los vampiros no se convertían en una bola de fuego al contacto con la luz del sol, y tampoco tenían colmillos. Ésos eran mitos humanos—. Pero nunca he conocido antes... a alguien como usted a quien le gustara disfrutar de ese contacto.

 

El cuerpo de Cullen permanecía inmóvil, pero podría haber jurado que estaba reprimiendo la risa.

 

— ¿Cuánta experiencia directa ha tenido usted, doctora Bishop, con «alguien como yo»?

 

¿Cómo sabía él que yo no había tenido mucha experiencia con vampiros? Los vampiros tenían sentidos y habilidades extraordinarias, pero no sobrenaturales, como la clarividencia o leer la mente. Estas capacidades eran propias de las brujas, y en raras ocasiones podían aparecer en los daimones también. Así era el orden natural de las cosas, o por lo menos así era como mi tía me lo había explicado cuando era niña y no podía dormir por temor a que un vampiro me robara los pensamientos y volara por la ventana llevándoselos.

 

Lo examiné atentamente.

 

—Por alguna razón, profesor Cullen, no creo que los años de experiencia puedan decirme lo que necesito saber en este momento.

 

—Me encantará responder a su pregunta, si puedo —dijo, cerrando su libro y poniéndolo sobre la mesa. Esperó con la paciencia de un profesor que escuchara a un estudiante rebelde y no demasiado inteligente.

 

¿Qué es lo que quiere usted?

 

Cullen se acomodó en su sitio, con las manos apoyadas de manera relajada sobre los brazos del sillón.

 

—Quiero examinar los trabajos del doctor Needham y estudiar la evolución de sus ideas sobre la morfogénesis.

 

— ¿Morfogénesis?

 

—Los cambios en las células embrionarias que dan como resultado la diferenciación...

—Sé lo que es la morfogénesis, profesor Cullen. No es eso lo que estoy preguntando.

 

Un tic hizo que su boca se moviera. Crucé mis brazos sobre el pecho en un gesto de autoprotección.

 

—Ya veo. —Curvó sus largos dedos y apoyó los codos en el sillón—. Vine a la biblioteca de Bodley anoche para pedir algunos manuscritos. Una vez dentro, decidí mirar un poco... Me gusta conocer el ambiente, ya me comprende, puesto que no vengo muy a menudo a este lugar. Y allí estaba usted, en la galería. Y por supuesto, lo que vi después de eso fue muy inesperado.

 

Movió de nuevo la boca con un tic.

 

Me ruboricé al recordar que había usado la magia sólo para alcanzar un libro. Y traté de no sentirme desarmada ante su uso de la antigua expresión «la biblioteca de Bodley», pero no tuve mucho éxito.

 

«Cuidado, Bella —me advertí a mí misma—. Está tratando de atraerte con su encanto».

 

—Así que su historia es que esto no ha sido más que una serie de extrañas coincidencias que culminan con un vampiro y una bruja sentados frente a frente revisando manuscritos como dos vulgares lectores.

 

—No creo que alguien que se ha tomado el trabajo de examinarme cuidadosamente pueda pensar que soy una persona vulgar, ¿verdad? —La voz ya apagada de Cullen bajó hasta convertirse en un susurro burlón, y se inclinó hacia delante en su sillón. Su piel pálida reflejó la luz y pareció brillar—. Pero, por lo demás, sí. Se trata sólo de una serie de coincidencias, fáciles de explicar.

 

—Yo creía que los científicos ya no creían en las coincidencias.

 

Se rió silenciosamente.

 

—Alguien tiene que creer en ellas.

 

Cullen siguió mirándome fijamente, lo cual era extremadamente perturbador. La ayudante entró en la sala de lectura empujando el antiguo carrito de madera hasta llegar al codo del vampiro, con las cajas de manuscritos cuidadosamente ordenados en los estantes.

 

El vampiro apartó sus ojos de mi rostro.

 

—Estupendo, Valerie. Agradezco su ayuda.

 

—Por supuesto, profesor Cullen —respondió Valerie, mirándolo fascinada y sonrojándose. El vampiro la había encantado sólo con darle las gracias. Resoplé—.

 

Díganos si necesita alguna otra cosa — agregó, regresando a su cueva junto a la entrada.

 

Cullen cogió la primera caja, deshizo el nudo del hilo con sus largos dedos y miró al otro lado de la mesa.

 

—No quiero interrumpir su trabajo.

 

Edward Culle me había sacado ventaja. Había tratado bastante con colegas más antiguos y podía reconocer las señales como para saber que cualquier respuesta no haría más que empeorar la situación. Abrí mi ordenador, apreté el botón de encendido con más fuerza de la necesaria y cogí el primero de mis manuscritos. Apenas la caja quedó desatada, puse su contenido encuadernado en piel en el atril que tenía delante de mí.

 

Durante la siguiente hora y media, examiné las primeras páginas al menos treinta veces. Empecé por el principio, leyendo los conocidos versos de un poema atribuido a George Ripley que prometían revelar los secretos de la piedra filosofal. Dadas las sorpresas de esa mañana, las descripciones de cómo hacer el León Verde, o de cómo crear al Dragón Negro, y cómo preparar una sangre mística a partir de ingredientes químicos, resultaban todavía más oscuras que de costumbre.

 

Cullen, sin embargo, había avanzado mucho en lo suyo, y había llenado páginas de papel color crema con rápidos movimientos de su portaminas Montblanc Meisterstück.

 

 De vez en cuando, daba la vuelta a una hoja con un crujido que hacía rechinar mis dientes y empezaba otra vez.

 

De vez en cuando, el señor Johnson recorría la sala, controlando que nadie estuviera estropeando los libros. El vampiro seguía escribiendo mientras yo miraba furiosa a ambos.

 

A las diez cuarenta y cinco sentí un hormigueo conocido cuando Jessica Chamberlain entró apresuradamente en el ala Selden. Se dirigió directamente hacia mí..., posiblemente para decirme lo bien que se lo había pasado en la cena de Mabon.

 

Entonces vio al vampiro y dejó caer su bolsa de plástico llena de lápices y papeles. El levantó la vista y la miró hasta que ella volvió corriendo al ala medieval.

 

A las once y diez sentí la presión insidiosa de un beso en el cuello. Era el daimón perplejo y adicto a la cafeína de la sala de consulta de música. Enrollaba una y otra vez un juego de auriculares de plástico blanco entre sus dedos, para luego desenrollarlo y lanzarlos girando por el aire. El daimón me vio, inclinó la cabeza hacia Edward, y se sentó ante uno de los ordenadores del centro de la sala. Había un cartel pegado con cinta adhesiva a la pantalla que rezaba: No FUNCIONA. YA

SE HA AVISADO AL SERVICIO TÉCNICO. Permaneció allí durante varias horas, mirando por encima del hombro y luego al techo de vez en cuando como si tratara de precisar dónde estaba y cómo había llegado allí.

 

Volví a dirigir mi atención a George Ripley, con los fríos ojos de Cullen sobre mi cabeza.

 

A las once cuarenta sentí parches helados entre mis omóplatos.

 

Aquello era el colmo. Sarah siempre decía que uno de cada diez seres era una criatura no humana, pero en la sala Duke Humphrey aquella mañana las criaturas superaban en número a los humanos en una relación de cinco a uno. ¿De dónde habían salido?

 

Me puse de pie bruscamente y me di la vuelta, asustando a un angelical y tonsurado vampiro con un montón de misales medievales en los brazos justo cuando estaba tratando de sentarse en un sillón demasiado pequeño para él. Dejó escapar un chillido ante la atención repentina y no deseada que había provocado. Al ver a Cullen, se puso más blanco de lo que jamás imaginé que fuera posible, incluso para un vampiro.

 

 Con una reverencia de disculpa, se escabulló hacia los rincones más sombríos de la biblioteca.

 

En el trascurso de la tarde, algunos humanos y tres criaturas más entraron en el ala Selden.

 

Dos desconocidos vampiros de sexo femenino que parecían ser hermanas pasaron junto a Cullen y se detuvieron entre los estantes de historia local debajo de la ventana para coger libros sobre los primeros asentamientos en Bedfordshire y Dorset escribiendo notas en un solo bloc de papel. Una de ellas susurró algo y Cullen giró la cabeza con tanta rapidez que de ser cualquier otro ser inferior se habría roto el cuello. Les dirigió un suave siseo que hizo que el pelo se me erizara en el cuello.

 

Se miraron la una a la otra y partieron tan silenciosamente como habían aparecido.

 

La tercera criatura era un hombre de edad que estaba de pie en medio de un rayo de luz del sol y miraba embelesado las vidrieras antes de volver sus ojos hacia mí. Vestía con la ropa habitual de un académico: chaqueta de tweed marrón con coderas de ante, pantalones de pana en un tono de verde ligeramente irritante y una camisa de algodón con las puntas del cuello abotonadas y manchas de tinta en el bolsillo. Ya estaba dispuesta a considerar que era simplemente otro profesor de Oxford cuando un hormigueo en mi piel me dijo que se trataba de un brujo. De todas formas, era un desconocido, y volví a concentrarme en mi manuscrito.

 

Pero una suave sensación de presión en la parte posterior de mi cráneo hizo que me resultara imposible seguir leyendo. La presión se extendió hasta las orejas, aumentando en intensidad a medida que me envolvía la frente, y mi estómago se contrajo de pánico. Aquello ya no era un saludo silencioso, sino una amenaza. Pero ¿por qué otro brujo iba a estar amenazándome?

 

El brujo avanzó hacia mi mesa con aparente indiferencia. Mientras se acercaba, una voz susurró en mi cabeza, que en ese momento estaba latiendo. Era demasiado débil como para distinguir las palabras. Yo estaba segura de que provenían de aquel brujo, pero ¿de quién demonios se trataba?

 

Mi respiración se hizo poco profunda. «Sal de inmediato de mi cabeza», dije ferozmente sin abrir la boca, tocándome la frente.

 

Cullen se movió con tal rapidez que no lo vi dar la vuelta a las mesas. En un instante estaba de pie con una mano sobre mi sillón y la otra apoyada en la superficie delante de mí. Sus anchos hombros estaban curvados en torno a mí, como las alas de un halcón que protege a su presa.

 

— ¿Está usted bien? —preguntó.

 

—Estoy bien —respondí con voz temblorosa, totalmente confundida, sin comprender la razón por la que un vampiro tenía que protegerme de un brujo.

 

En la galería encima de nosotros, una lectora estiraba el cuello para ver qué estaba pasando. Permanecía allí, frunciendo el entrecejo. Era imposible que un brujo, una bruja y un vampiro pasaran inadvertidos a un humano.

—Aléjese. Los humanos nos han descubierto —dije con los dientes apretados.

 

Cullen se enderezó hasta alcanzar su altura total, pero mantuvo la espalda vuelta hacia el brujo y su cuerpo en un ángulo entre nosotros como un ángel vengador.

 

—Ah, me he equivocado —murmuró el brujo detrás de Cullen—. Creí que este asiento estaba libre. Discúlpeme. —

 

Retrocedió, alejándose con pasos suaves, y la presión en mi cabeza poco a poco fue desapareciendo.

 

Se produjo una ligera brisa cuando la mano fría del vampiro llegó a mi hombro, se detuvo y regresó al respaldo del sillón.

 

Cullen se inclinó hacia mí.

 

—Se ha puesto muy pálida —dijo suavemente en voz baja—. ¿Quiere que la lleve a su casa?

 

—No. —Sacudí la cabeza, con la esperanza de que volviera a sentarse para que yo pudiera recuperar la serenidad. En la galería, la lectora humana seguía mirándonos con preocupación.

 

—Doctora Bishop, realmente creo que debe permitirme que la lleve a su casa.

 

¡No! —Mi voz salió más fuerte de lo que yo había previsto. La convertí en un susurro—: Nadie me va a obligar a salir de esta biblioteca..., ni usted ni nadie.

 

El rostro de Cullen estaba inquietantemente cerca. Lentamente, respiró hondo, y otra vez percibí un fuerte olor a canela y a clavo. Algo en mis ojos lo convenció de que yo hablaba en serio, y se alejó. Estiró la boca hasta convertirla en una severa línea y regresó a su asiento.

 

Pasamos lo que quedaba de la tarde en un estado de incomodidad. Traté de leer más allá del segundo folio de mi primer manuscrito, y Cullen revisó sus papeles sueltos y sus cuadernos de notas escritas con apretada letra con la concentración de un juez que decide una pena capital.

 

Hacia las tres mis nervios estaban tan deshechos que ya no podía concentrarme.

 

 Había perdido el día.

 

Recogí mis dispersas pertenencias y volví a colocar el manuscrito en su caja.

Cullen levantó la vista.

 

— ¿Se va a su casa, doctora Bishop? —El tono de su voz era amable, pero sus ojos emitían destellos.

 

—Sí —repliqué con brusquedad.

 

La cara del vampiro se volvió cuidadosamente inexpresiva.

 

Todas las criaturas no humanas de la biblioteca me miraron al salir: el amenazante brujo, Jessica, el monje vampiro, incluso el daimón. No conocía al encargado de la tarde que estaba en el mostrador de devoluciones, ya que no solía marcharme a esa hora del día. El señor Johnson echó un poco hacia atrás su silla, vio que era yo, y miró su reloj con sorpresa.

 

En el patio cerrado empujé las puertas de cristal de la biblioteca para abrirlas y aspiré una bocanada de aire fresco. Pero iba a necesitar más que aire fresco para poder terminar el día.

 

Quince minutos después estaba con un par de pantalones de deporte ajustados en la pantorrilla que se estiraban en seis direcciones diferentes, una desteñida camiseta sin mangas del Club de Remo del New College y un jersey de lana. Después de atarme los cordones de las zapatillas deportivas, me puse a correr en dirección al río.

 

Cuando llegué, algo de mi tensión ya había desaparecido. «Envenenamiento por adrenalina», así era como uno de mis médicos había llamado a esas oleadas de ansiedad que me perturbaban desde la infancia. Los médicos explicaron que, por razones que no podían comprender, mi cuerpo parecía pensar que estaba en una constante situación de peligro. Uno de los especialistas a los que mi tía consultó le explicó con toda seriedad que se trataba de un resto bioquímico de las épocas en que los humanos eran cazadores. Podía solucionarlo simplemente corriendo para eliminar la carga de adrenalina de mi flujo sanguíneo, tal como hacen las gacelas al escapar de un león.

 

Desgraciadamente para ese médico, cuando viajé de niña al Serengueti con mis padres, fui testigo de una de esas persecuciones. La gacela perdió, lo cual me produjo una fuerte impresión.

 

Desde entonces, he probado tanto medicación como meditación, pero nada me ha resultado tan efectivo para controlar el pánico como la actividad física. En Oxford eso significaba remar todas las mañanas antes de que los equipos de remeros de la universidad convirtieran el angosto río en una ajetreada calle en hora punta. Pero todavía no habían empezado las clases en la universidad y no habría demasiado movimiento en el río esa tarde.

 

Mis pies hicieron crujir la grava triturada de los senderos que conducían al lugar donde se guardaban los botes. Saludé con la mano a Pete, el barquero que andaba por allí con llaves inglesas y latas de grasa tratando de arreglar lo que los estudiantes destrozaban durante los entrenamientos. Me detuve en el séptimo cobertizo y me incliné para aliviar una punzada en un costado antes de coger la llave sobre el farol que había delante de la puerta.

 

Botes blancos y amarillos alineados en sus soportes me dieron la bienvenida al entrar.

 

Había botes grandes de ocho puestos para el primer equipo masculino, botes ligeramente más pequeños para las mujeres, y otros de menor calidad y tamaño. Un cartel colgado de la proa de un brillante bote nuevo que no había sido todavía aparejado informaba a los visitantes de que NADIE PUEDE SACAR LA MUJER DEL TENIENTE FRANCÉS DE ESTE COBERTIZO SIN PERMISO DEL PRESIDENTE DEL CLUB. El nombre del bote estaba recién pintado con letras de estilo Victoriano sobre un costado, en honor al graduado del New College que había creado ese personaje.

 

En la parte posterior del cobertizo había una embarcación ligera de menos de treinta centímetros de ancho y más de siete metros de largo suspendida de una serie de eslingas ubicadas a la altura de la cadera. «Bendito seas, Pete», pensé. Había empezado a dejar el bote de regatas en el suelo del cobertizo. Sobre el asiento se veía una nota que decía: «El college entrena el próximo lunes. El bote volverá a su soporte».

 

Me quité las zapatillas empujándolas con los pies, cogí dos remos con palas curvas del almacén junto a las puertas y los llevé hasta el embarcadero. Luego volví a buscar el bote individual.

 

Dejé deslizar con suavidad la embarcación de remos en el agua y puse un pie sobre el asiento para evitar que se alejara flotando mientras colocaba los remos en los escálamos. Sostuve ambos remos en una mano como un par de palillos chinos gigantescos, con cuidado subí al bote y lo aparté del embarcadero empujando con la mano izquierda. El bote se alejó flotando por el río.

 

Remar era como una religión para mí, una religión que se practicaba con una serie de rituales y movimientos repetidos hasta que se convertían en una meditación. El ritual empezaba en el momento en que me ponía en contacto con el equipo, pero su verdadera magia se producía con la combinación de precisión, ritmo y fuerza que requería el hecho de remar. Desde mis días de estudiante universitaria, el remo insuflaba en mí una sensación de tranquilidad como no lo conseguía hacer ninguna otra cosa.

 

Mis remos se hundían en el agua, para luego rozar la superficie al avanzar. Cogí el ritmo, impulsando cada movimiento de los remos con mis piernas y sintiendo la resistencia del agua cuando la paleta del remo iba hacia atrás deslizándose por debajo de las ondas. El viento era frío y afilado y atravesaba mi ropa con cada movimiento que hacía.

 

Mientras me iba desplazando con una cadencia perfecta, tenía la sensación de ir volando. Durante estos momentos dichosos, estaba suspendida en el tiempo y el espacio, era un cuerpo ingrávido sobre un río en movimiento. Mi pequeño y rápido bote avanzaba veloz, y yo me movía en perfecta unión con él. Cerré los ojos y sonreí.

 

Los acontecimientos del día fueron perdiendo importancia.

 

El cielo se oscureció detrás de mis párpados cerrados, y el retumbar de los ruidos del tráfico me indicó que estaba pasandopor debajo del puente Donnington. Al volver a la luz del sol al otro lado, abrí los ojos... y sentí el frío toque de la mirada deun vampiro sobre mi esternón.

 

Una figura estaba de pie en el puente con un abrigo largo que flameaba alrededor de sus rodillas. Aunque no podía ver su cara con claridad, la considerable altura del vampiro y el tamaño de su cuerpo sugerían que podía tratarse de Edward Cullen.

 

 Otra vez.

 

Lancé algunas maldiciones y a punto estuve de perder un remo. El muelle de la ciudad de Oxford estaba cerca. La idea de hacer una maniobra ilegal y cruzar el río para poder pegarle al vampiro en su hermosa cabeza con cualquier instrumento del equipo de remo que tuviera a mano era muy tentadora. Mientras elaboraba mi plan, descubrí a una mujer flaca de pie en el embarcadero. Vestía un mono manchado de pintura.

 

 Fumaba un cigarrillo al tiempo que hablaba por un teléfono móvil.

 

Aquélla no era una imagen típica en los cobertizos de Oxford.

Levantó la mirada, sus ojos golpearon mi piel. Un daimón de sexo femenino. Retorció la boca en una sonrisa de lobo y continuó hablando por teléfono.

 

Aquello era sencillamente demasiado raro. Primero Cullen y ahora un montón de criaturas que aparecían cada vez que él lo hacía. Abandoné mi plan y volqué toda mi inquietud en el remo.

 

Aunque logré continuar por el río, la serenidad de la excursión había desaparecido.

 

 Dirigí el bote hacia el frente de la Taberna de Isis y allí descubrí a Cullen, que estaba de pie al lado de una de las mesas del pub. Se las había arreglado para llegar allí desde el puente de Donnington —a pie— en menos tiempo de lo que yo había necesitado con un bote de remos de competición.

 

Tiré con fuerza de ambos remos, los levanté sesenta centímetros sobre el agua, como las alas de un ave enorme, y me deslicé directamente al destartalado muelle de madera de la taberna. Cuando salí del bote, Cullen ya había cruzado los seis o siete metros de césped que había entre nosotros. Su peso hundió un poco la plataforma flotante en el agua, y el bote se cabeceó para adaptarse a ella.

 

— ¿Qué diablos piensa usted que está haciendo? —le pregunté, apartándome de los remos y subiendo por la rampa de maderas desiguales hacia donde estaba el vampiro en ese momento. Respiraba agitada por el esfuerzo, con las mejillas enrojecidas—.

 

¿Usted y sus amigos están siguiéndome?

 

Cullen frunció el ceño.

 

—No son mis amigos, doctora Bishop.

 

— ¿No? No he visto tantos vampiros, brujas y daimones en un mismo sitio desde que mis tías me arrastraron a un festival pagano de verano cuando tenía trece años. Si no son sus amigos, ¿por qué están siempre dando vueltas cerca de usted? —Me sequé la frente con el dorso de la mano y eché hacia atrás el pelo húmedo apartándolo de mi cara.

 

— ¡Santo cielo —exclamó incrédulo el vampiro en voz baja—, los rumores son ciertos!

 

— ¿Qué rumores? —pregunté impaciente.

 

— ¿Usted cree que... esos especímenes quieren pasar el tiempo conmigo? —La voz de Cullen transmitía desprecio y un cierto tono que sonaba a sorpresa—. Increíble.

 

Me quité el jersey de lana por encima de los hombros. Cullen dirigió con rapidez la mirada a mis clavículas, recorrió mis brazos desnudos y bajó hasta la punta de mis dedos. Me sentía inusitadamente desnuda con mi ropa habitual de remo.

 

—Sí —repliqué—. He vivido en Oxford. Visito la ciudad todos los años. Lo único que ha sido diferente esta vez es usted.

 

Desde que apareció anoche, he perdido mi sitio habitual en la biblioteca, me he sentido observada por extraños vampiros y daimones, y he sido amenazada por brujos desconocidos.

 

Cullen alzó un poco los brazos, como si fuera a cogerme por los hombros para zarandearme. Aunque yo no era precisamente de baja estatura, con algo más de un metro setenta, él era tan alto que tenía que inclinar la cabeza bastante hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Claramente consciente de su tamaño y su fuerza en comparación conmigo, retrocedí y me crucé de brazos, recurriendo a mi imagen profesional para mostrar fortaleza.

 

—Ellos no están interesados en mí, doctora Bishop. Están interesados en usted.

 

— ¿Por qué? ¿Qué podrían querer de mí?

 

— ¿De verdad que no sabe por qué todo daimón, bruja y vampiro al sur de las Midlands la sigue? —Había un cierto tono de incredulidad en su voz, y por su expresión parecía como si me viera por primera vez.

 

—No —respondí, posando mis ojos sobre dos hombres que disfrutaban de su jarra de cerveza en una mesa cercana.

 

Afortunadamente, estaban absortos en su propia conversación—. No he hecho otra cosa en Oxford que leer antiguos manuscritos, remar en el río y preparar mi conferencia sin hacer vida social. Eso es lo único que hago siempre aquí. No hay razón alguna para que ninguna criatura me preste tanta atención.

 

—Piensa, Bella. —La voz de Cullen era intensa. Una oleada de algo que no era miedo me recorrió la piel cuando me tuteó —. ¿Qué has estado leyendo?

 

Cerró rápidamente los párpados sobre sus extraños ojos, pero no antes de que yo viera la avidez reflejada en ellos.

 

Mis tías me habían advertido de que Edward Cullen quería algo. Tenían razón.

 

Clavó sus increíbles ojos negros, con un halo gris, otra vez en mí.

 

—Te están siguiendo porque creen que has encontrado algo perdido hace muchos años —explicó de mala gana—. Quieren recuperarlo y creen que tú puedes conseguírselo.

 

Pensé en los manuscritos que había consultado durante los últimos días. Mi corazón se estremeció. Sólo había un candidato posible para atraer tanta atención.

 

— Si no son sus amigos, ¿cómo sabe qué es lo que quieren?

 

—Me entero de cosas, doctora Bishop. Tengo muy buen oído —dijo con paciencia, volviendo a su formalidad característica—. Soy también bastante observador. En un concierto, el domingo por la noche, dos brujas estaban hablando de una estadounidense, una hermana bruja, que encontró un libro en la Biblioteca Bodleiana que habían dado por perdido.

 

Desde entonces he advertido la presencia de muchas caras nuevas en Oxford, y me incomodan.

 

—Es Mabon. Eso explica por qué las brujas están en Oxford. — Estaba tratando de ponerme a la altura de su tono paciente, aunque no había respondido a mi última pregunta.

 

Con una sonrisa sardónica, Cullen sacudió la cabeza.

 

—No, no es por el equinoccio. Es por el manuscrito.

 

— ¿Qué sabe usted sobre el Ashmole 782? —pregunté en voz baja.

 

—Menos que usted —respondió Cullen, entrecerrando sus ojos hasta convertirlos en pequeñas ranuras. Eso le dio todavía más aspecto de bestia enorme y letal—. Jamás lo he visto. Usted lo ha tenido en sus manos. ¿Dónde está ahora, doctora Bishop? Usted no es tan tonta como para dejarlo en su habitación.

 

Me sentí consternada.

 

— ¿Usted cree que lo robé? ¿De la Bodleiana? ¿Cómo se atreve a sugerir semejante cosa?

—No lo tenía el lunes por la noche —explicó—. Y no estaba sobre su mesa tampoco hoy.

 

—Realmente es observador —repliqué bruscamente—, si pudo ver todo eso desde donde estaba sentado. Lo devolví el viernes, si le interesa. —Se me ocurrió, un poco tarde, que podría haber estado hurgando entre las cosas que había sobre mi mesa—. ¿Qué tiene de especial ese manuscrito como para que usted ande husmeando entre los papeles de una colega?

 

Hizo una ligera mueca, pero mi victoria por atraparlo haciendo algo tan inapropiado fue oscurecida por una punzada de miedo al darme cuenta de que aquel vampiro me estaba siguiendo muy de cerca.

 

—Simple curiosidad —replicó, mostrando los dientes. Sarah no me había engañado: los vampiros no tienen colmillos.

 

—Supongo que no esperará usted que me crea eso.

 

—No me importa lo que usted crea, doctora Bishop. Pero debe estar alerta. Estas criaturas no bromean. Y cuando se den cuenta de que usted es una bruja muy poco convencional... — Cullen sacudió la cabeza.

 

— ¿Qué quiere decir? —Palidecí, aturdida.

 

—Es poco habitual en estos tiempos que una bruja tenga tanto... potencial. —La voz de Cullen se redujo a un ronroneo que vibraba en la parte inferior de su garganta—.

 

No todos pueden verlo... por el momento..., pero yo sí. Hay brillo en usted cuando se concentra. Y también cuando está enfadada. Seguramente los daimones de la biblioteca lo detectarán pronto, si no lo han hecho ya.

 

—Gracias por la advertencia, pero no necesito su ayuda. —Me dispuse a alejarme con gesto airado, pero él estiró rápidamente la mano y me cogió del brazo, deteniéndome.

 

—No esté tan segura de ello. Tenga cuidado, por favor. —Cullen vaciló; su rostro estaba desencajado, alterando sus líneas perfectas mientras luchaba con algo—. Especialmente si ve de nuevo a ese brujo.  

 

Detuve la mirada en su mano sobre mi brazo. Cullen me soltó. Bajó los párpados y cerró los ojos.

Mi viaje remando de regreso al cobertizo de botes fue lento y regular, pero los movimientos repetitivos no lograron alejar mi persistente confusión e inquietud. De vez en cuando, había una mancha gris en el camino de sirga, pero nada más atrajo mi atención, salvo la gente que regresaba a su casa del trabajo en bicicleta y algún paseante con su perro.

 

Después de devolver el equipo y cerrar con llave el cobertizo, empecé a avanzar por el camino de sirga con paso firme.

 

Edward Cullen estaba de pie al otro lado del río, delante del cobertizo para barcos de la universidad.

 

Empecé a correr, y cuando miré atrás por encima de mi hombro había desaparecido.

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