EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 17: CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 17

 

Había un fuerte sabor a clavo en mi boca, y estaba envuelta como una momia en mi edredón. Cuando me moví dentro de mi envoltura, los viejos muelles de la cama chirriaron un poco.

—Tranquila. —Los labios de Edward estaban en mi oreja, y su cuerpo formaba un caparazón contra mi espalda. Estábamos acostados como cucharas en un cajón, la una pegada a la otra.

— ¿Qué hora es? —Mi voz era áspera.

Edward se apartó un poco y miró su reloj.

—Es más de la una.

— ¿Desde cuándo estoy durmiendo?

—Desde más o menos las seis de la tarde de ayer.

«Ayer».

En mi mente estallaron palabras e imágenes: el manuscrito de alquimia, la amenaza de James Knox, mis dedos que se ponían azules por la electricidad, la fotografía de mis padres, la mano de mi madre congelada en una búsqueda que nunca iba a llegar a buen puerto.

—Me diste alguna droga. —Aparté el edredón, tratando de dejar mis manos libres—. No me gusta tomar drogas, Edward.

—La próxima vez que entres en shock, te dejaré sufrir innecesariamente. —Le dio un solo tirón al edredón, que fue más eficaz que todos mis esfuerzos previos.

El tono afilado de Edward agitó fragmentos de mi memoria y nuevas imágenes salieron a la superficie. La cara contraída de Jessica Chamberlain que me advertía acerca de guardar secretos, y el pedazo de papel que me ordenaba recordar. Durante algunos momentos tuve otra vez siete años y trataba de comprender cómo era posible que mis vitales y brillantes padres pudieran haber desapareado de mi vida.

En mis habitaciones estiré la mano hacia Edward, mientras que en mi recuerdo la mano de mi madre se estiraba buscando a mi padre en medio de un círculo de tiza. La persistente desolación de mi infancia ante su muerte chocaba con una nueva empatía adulta ante el desesperado intento de mi madre por tocar a mi padre. De manera brusca, me aparté de los brazos de Edward, recogí las rodillas hasta mi pecho para formar un ovillo apretado y protector.

Edward quería ayudar —me daba cuenta de eso—, pero estaba poco seguro de mí, y la sombra de mis propias emociones caía sobre su rostro.

La voz de Knox resonó otra vez en mi mente, llena de veneno: «Recuerda quién eres».

« ¿Recuerdas?», decía la nota.

Sin advertencia alguna, me volví hacia el vampiro, acortando rápidamente la distancia entre los dos. Mis padres habían desaparecido, pero Edward estaba allí. Metí la cabeza bajo su barbilla, escuché durante varios minutos a la espera del siguiente bombeo de sangre en su sistema. Los pausados ritmos de su corazón de vampiro pronto me adormecieron.

Mi propio corazón latía con fuerza cuando me desperté otra vez en la oscuridad; eché hacia atrás con los pies el edredónsuelto y me moví hasta quedar sentada. Detrás de mí, Edward encendió la lámpara, con la pantalla todavía inclinada parano iluminar la cama.

— ¿Qué ocurre? —me preguntó.

—La magia me encontró. Los brujos y las brujas también me encontraron. Mi magia me va a matar, como mató a mis padres. —Las palabras salieron a borbotones de mi boca, aceleradas por el pánico, y salté para quedar de pie.

—No. —Edward se alzó y se plantó entre la puerta y yo—. Vamos a enfrentarnos a esto, Bella, sea lo que sea. De lo contrario, nunca dejarás de huir.

Una parte de mí sabía que él estaba en lo cierto. El resto quería huir hacia la oscuridad. Pero ¿cómo podía hacerlo con un vampiro en medio del camino?

El aire empezó a moverse alrededor de mí, como si tratara de eliminar la sensación de estar atrapada. Un movimiento helado levantó las perneras de mis pantalones. El aire ascendió por mi cuerpo, levantando el pelo alrededor de mi cara en una brisa apacible. Edward soltó una imprecación y se dirigió hacia mí, con su brazo extendido. La brisa se convirtió en ráfagas de viento que movían la ropa de la cama y las cortinas.

—Está bien. —Su voz tenía precisamente el tono necesario para ser escuchada por el encima del remolino y para calmarme al mismo tiempo.

Pero no fue suficiente.

La fuerza del viento siguió aumentando y con ella mis brazos se alzaron también, transformando el aire en una columna que me envolvió protectora, igual que el edredón. Al otro lado de estos movimientos, Edward permanecía inmóvil, con una mano todavía extendida y sus ojos fijos en los míos. Cuando abrí la boca para advertirle que no se acercara, sólo salió un aire gélido.

—Está bien —dijo otra vez, sin apartar su mirada—. No me moveré.

No me había dado cuenta de que ése era el problema hasta que pronunció las palabras.

— ¡Lo prometo! —gritó con firmeza.

El viento vaciló. El ciclón que me rodeaba se convirtió en un remolino, luego en una brisa y después desapareció completamente. Con un grito ahogado caí de rodillas.

— ¿Qué me está pasando? —Todos los días corría, remaba y practicaba yoga, y mi cuerpo hacía lo que yo le ordenaba. Pero en ese momento estaba haciendo cosas inimaginables. Bajé la vista para confirmar que mis manos no estuvieran electrizadas y echando chispa y que mis pies no siguieran siendo azotados por los vientos.

—Eso ha sido un viento de brujos —explicó Edward, sin moverse. ¿Sabes qué es eso?

Había oído hablar de una bruja en Albany que podía convocar tormentas, pero nunca nadie me había hablado de «vientos de brujos».

—En realidad, no —confesé, sin dejar de echar miraditas a mis manos y a mis pies.

—Algunas brujas o brujos han heredado la capacidad de controlar el elemento aire. Tú eres una de ellos —dijo.

—Esto no ha sido precisamente control.

—Es tu primera vez. —Edward hablaba con total naturalidad. Señaló a su alrededor el pequeño dormitorio: las cortinas y las sábanas estaban intactas, toda la ropa desperdigada sobre la cómoda y por el suelo estaba exactamente donde había sido dejada aquella mañana—. Los dos estamos aquí todavía, y no parecería que hubiera pasado un tornado por la habitación. Eso es control..., por ahora.

—Pero yo no lo he convocado. ¿Estas cosas le ocurren a las brujas así por las buenas..., fuegos eléctricos y vientos sin que intervenga su voluntad? —Me eché hacia atrás el mechón de pelo que caía sobre mis ojos y me balanceé, exhausta. Habían ocurrido demasiadas cosas en las últimas veinticuatro horas. Edward inclinó su cuerpo hacia mí como si estuviera preparado para evitar que yo cayera.

—Vientos de brujos y dedos azules son raros en estos tiempos. Hay magia dentro de ti, Bella, y quiere salir, te guste o no.

—Me sentía atrapada.

—No debí haberte acorralado anoche. —Edward parecía avergonzado—. A veces no sé qué hacer contigo. Eres como una máquina de movimiento perpetuo. Todo lo que yo quería era que te quedaras quieta un momento y escucharas.

Debe de ser todavía más difícil vérselas con mi incesante necesidad de moverme si se trata de un vampiro que apenas necesita respirar. Otra vez el espacio entre Edward y yo se hizo demasiado grande repentinamente. Empecé a ponerme de pie.

— ¿Estoy perdonado? preguntó sinceramente. Asentí con la cabeza—. ¿Puedo? —preguntó señalando sus pies. Asentí con la cabeza otra vez.

Dio tres pasos rápidos en el mismo tiempo que yo necesité para ponerme de pie. Mi cuerpo cayó sobre él, tal como había ocurrido la primera vez que lo vi en la Bodleiana, de pie, aristocrático y sereno, en la sala de lectura Duke Humphrey. Esta vez, sin embargo, no me aparté tan rápidamente, sino que me apoyé en él a propósito. Su piel me resultó tranquilizadora y fría, en lugar de fría e intimidante.

Permanecimos así, en silencio, durante algunos instante, abrazados el uno al otro. Mi corazón se calmó. Sus brazos estaban relajados, aunque su respiración temblorosa indicaba que no le resultaba fácil.

—Yo también lo siento. —Mi cuerpo se relajó sobre él y sentí la aspereza de su jersey sobre mi mejilla—. Trataré de mantener mi energía controlada.

—No hay nada por lo que disculparse. Y tú no debes intentar con tanto empeño ser algo que no eres. ¿Tomarías un poco de té si te lo preparo? —me preguntó. Sus labios se movieron casi apoyados sobre mi cabeza.

En el exterior, la noche todavía no daba paso a las luces del amanecer.

— ¿Qué hora es?

Edward movió la mano entre mis omóplatos para poder ver la esfera del reloj.

—Un poco más de las tres.

Dejé escapar un gemido.

—Estoy muy cansada, pero un té me parece una idea estupenda.

—Lo haré entonces. —Aflojó delicadamente mis brazos alrededor de su cintura—. Vuelvo enseguida.

Sin querer dejar que desapareciera de mi vista, lo seguí. Rebuscó entre las latas y las bolsas de té disponibles.

—Te dije que me gustaba el té —me disculpé mientras él encontraba otra bolsa marrón en la alacena, metida detrás de una cafetera que yo rara vez usaba.

— ¿Tienes alguna preferencia? Señaló el estante lleno.

El té está en una bolsa negra con etiqueta dorada, por favor. —El té verde parecía la opción más tranquilizante.

Se ocupó del agua y de la tetera. Vertió el agua caliente sobre las hojas fragantes y me entregó una vieja taza descascarillada en cuanto estuvo listo. Los aromas del té verde, la vainilla y los cítricos eran muy diferentes de Edward, pero resultaban de todas formas reconfortantes.

Se sirvió una taza para él también y sus fosas nasales se dilataron para apreciarlo.

—Esto no huele tan mal —reconoció, tomando un pequeño sorbo. Fue la única vez que lo vi beber algo que no fuera vino.

— ¿Dónde nos sentamos? —pregunté, envolviendo la taza en mis manos.

Edward inclinó la cabeza hacia la sala.

—Ahí. Tenemos que hablar.

Se sentó en una esquina del viejo y cómodo sofá, y yo me acomodé frente a él. El vapor del té me llegó a la cara, un apacible recuerdo del viento de brujos.

—Tengo que comprender por qué Knox cree que has roto el hechizo del Ashmole 782 —comenzó Edward una vez que estuvimos sentados.

Le repetí la conversación en las habitaciones del director.

—Dijo que los hechizos se vuelven imprevisibles alrededor de los aniversarios de su inicio. Que otras brujas y otros brujos, que sí conocían las artes de la brujería, habían tratado de deshacerlo y habían fallado. Según él, yo me encontraba simplemente en el lugar adecuado en el momento preciso.

—Una bruja con talento hechizó el Ashmole 782 y sospecho que ese hechizo es casi imposible de romper. Ninguno de los que han tratado de conseguir el manuscrito hasta ahora ha satisfecho las condiciones que impone el hechizo, por mucho que supieran de las artes de la brujería y sin importar en qué época del año lo intentaran. —Fijó la mirada en las profundidades de su té—. Tú lo lograste. La cuestión es cómo y por qué.

—La idea de que yo pudiera reunir las condiciones necesarias para deshacer un hechizo realizado antes de que yo hubiera nacido es más difícil de creer que pensar que todo se debió a una anomalía de aniversario. Y si reuní las condiciones una vez, ¿por qué no más veces? —Edward abrió la boca, y yo sacudí la cabeza—. No. No es por tu causa.

—Knox sabe de brujería y los hechizos son complicados. Supongo que es posible que, de vez en cuando, el paso del tiempo los deforme. —Parecía poco convencido de lo que decía.

—Ojalá pudiera ver el patrón de todo eso. — Apareció otra vez mi mesa blanca, con las piezas del rompecabezas sobre ella.

Aunque moviera alguna de ellas (Knox, el manuscrito, mis padres) se negaban a formar una imagen. La voz de Edward se abrió paso entre mis ensoñaciones.

— ¿Bella?

— ¿Hummm?

— ¿Qué estás haciendo?

—Nada —respondí demasiado rápidamente.

—Estás usando magia —dijo, dejando su té—. Puedo olerlo. Y verlo también. Estás empezando a brillar.

—Es lo que hago cuando no puedo solucionar un enigma..., como ahora. —Yo tenía la cabeza inclinada para ocultar lo difícil que me resultaba hablar de ello—. Veo una mesa blanca e imagino todas las piezas diferentes. Tienen formas y colores, y se mueven hasta que forman un patrón. Cuando el patrón se forma, dejan de moverse para mostrarme que estoy en el buen camino.

Edward dejó pasar un buen rato antes de preguntar:

— ¿Juegas muy a menudo a ese juego?

—Constantemente —respondí de mala gana—. Mientras tú estabas en Escocia, me di cuenta de que era todavía más mágico, como saber quién me está mirando sin girar la cabeza.

—Hay un patrón, y tú lo sabes —dijo—. Usas tu magia cuando no estás pensando.

— ¿Qué quieres decir? —Las piezas del rompecabezas empezaron a bailar sobre la mesa blanca.

—Cuando estas en movimiento, no piensas..., por lo menos no con la parte racional de tu mente. Cuando remas, corres o haces yoga estás totalmente en otra parte. Cuando tu mente no está atenta manteniendo bajo control tus dones, éstos aparecen.

Pero yo estaba pensando antes —señalé—, y el viento de brujos apareció de todos modos.

—Ah, pero entonces estabas experimentando una fuerte emoción —explicó, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas—. Eso siempre pone límites al intelecto. Es lo que te ocurrió cuando tus dedos se pusieron azules con Alice y luego conmigo. Esa mesa blanca que imaginas es una excepción a la regla general.

— ¿Los estados de ánimo y el movimiento son suficientes para desatar esas fuerzas? ¿Quién querría ser una bruja si algo tan simple puede provocar tanto descalabro?

—Muchísima gente, supongo. —Edwad apartó la mirada—. Quiero pedirte que hagas algo por mí —dijo. El sofá chirrió cuando me miró a la cara otra vez —Y quiero que lo pienses antes de responder. ¿Lo harás?

—Por supuesto. —Asentí con la cabeza.

—Quiero llevarte a casa.

—No pienso regresar a Estados Unidos. —Había tardado cinco segundos en hacer exactamente lo que él me había pedido que no hiciera.

Edward sacudió la cabeza.

—No a tu hogar. A mi hogar. Tienes que salir de Oxford.

—Ya te dije que iría a Woodstock.

—El Viejo Pabellón es mi residencia, Bella —explicó Edward pacientemente—. Quiero llevarte a mi hogar..., a Francia.

— ¿A Francia? —Me aparté el pelo de la cara para poder verlo mejor.

—Las brujas y los brujos están decididos a conseguir el Ashmole 782 y mantenerlo lejos de las demás criaturas. Su teoría es que rompiste el hechizo y la importancia de tu familia es lo único que los ha mantenido a distancia. Cuando Knox y los demás descubran que no usaste brujería para conseguir el manuscrito, que el hechizo estaba preparado para abrirse ante ti, querrán saber cómo y por qué.

Cerré los ojos ante la súbita y nítida imagen de mis padres.

—Y no van a preguntar de manera delicada.

—Probablemente no. —Edward respiró hondo, y latió la vena en su frente—. Vi la foto, Bella. Quiero que estés lejos de James Knox y de la biblioteca. Quiero tenerte bajo mi techo durante un tiempo.

—Jessica dijo que fueron las brujas. —Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, me sorprendió que sus pupilas se hubieran vuelto tan pequeñas. Generalmente eran negras y enormes, pero había algo diferente en Edward esa noche. Su piel era menos fantasmal, y había un poco más de color en sus labios normalmente pálidos—. ¿Tenía razón?

—No puedo saberlo con seguridad, Bella. La gente de la etnia hausa de Nigeria cree que el origen del poder de una bruja está contenido en piedras dentro, del estómago. Alguien fue a buscarlas dentro de tu padre —explicó con voz lastimera—. Lo más posible es que se trate de otro brujo o bruja.

Hubo un clic suave y la luz del contestador automático empezó a parpadear. Gruñí.

—Ésta es la quinta vez que llaman tus tías —observó Edwad.

Aunque el volumen estuviera bajo, el vampiro podría escuchar el mensaje. Me dirigí a la mesa que estaba a su lado y cogí el auricular.

—Aquí estoy, aquí estoy —empecé, hablando por encima de la voz nerviosa de mi tía.

—Creíamos que te habías muerto —dijo Sarah. Sentí una fuerte impresión al darme cuenta de que ella y yo éramos las últimas Bishop que quedaban. Podía imaginármela sentada en la cocina, con el teléfono en la oreja y el pelo alborotado alrededor de su cara. Se estaba haciendo vieja, y a pesar de su vivacidad, el hecho de que yo estuviera lejos y en peligro la había alterado.

—No estoy muerta. Estoy en mis habitaciones, y Edward está conmigo. —Le sonreí débilmente a él, pero no me devolvió la sonrisa.

— ¿Qué está ocurriendo? —preguntó Emily en el supletorio. Después de la muerte de mis padres, el cabello de Emily se había vuelto blanco en el espacio de pocos meses. En aquel momento era todavía una mujer joven —aún no había cumplido treinta años—, pero a partir de entonces Emily se había convertido en una mujer frágil, como si pudiera salir volando con la próxima ráfaga de viento. Como mi tía, estaba evidentemente alterada por lo que su sexto sentido le decía que estaba ocurriendo en Oxford.

Volví a pedir sin éxito el manuscrito, eso es todo —dije con ligereza, haciendo un esfuerzo para no preocuparlas más.

Edward me miró con gesto de desaprobación, y me di la vuelta. No sirvió de nada. Su mirada glacial me atravesó el hombro—. Pero esta vez no apareció en el depósito.

— ¿Tú crees que estamos llamando a causa de ese libro? —preguntó Sarah.

Unos dedos largos, fríos, agarraron el teléfono y lo apartaron de mi oreja.

—Señora Bishop, soy Edward Cullen —dijo resueltamente. Cuando extendí la mano para quitarle el auricular, Edwardme agarró de la muñeca y sacudió la cabeza, sólo una vez, como una advertencia—. Bella ha sido amenazada. Por otrosbrujos. Uno de ellos es James Knox.

Aunque yo no era un vampiro, pude escuchar la exclamación en el otro lado de la línea. Me soltó la muñeca y me pasó el teléfono.

— ¡James Knox! —gritó Sarah. Edward cerró los ojos como si el sonido le lastimara los tímpanos—. ¿Cuánto tiempo hace que anda por ahí?

—Desde el principio —respondí con voz vacilante—. Él era el mago vestido de tweed que trató de abrirse camino en mi cabeza.

—No le habrás permitido que avanzara demasiado, ¿verdad? —Sarah parecía asustada.

—Hice lo que pude, Sarah. No sé exactamente qué estoy haciendo, en lo que a magia se refiere.

—Querida mía —intervino Emily —, muchos de nosotros tenemos problemas con James Knox. Y lo que es más importante, tu padre no confiaba en él... en absoluto.

— ¿Mi padre? —El suelo se movió bajo mis pies, y el brazo de Edward me envolvió la cintura, manteniéndome en equilibrio. Me enjugué los ojos, pero no pude apartar la imagen de la cabeza deformada y el torso abierto de mi padre.

—Bella, ¿qué más ha ocurrido? —dijo Sarah con voz suave—. James Knox debe de haberte asustado muchísimo, pero tiene que haber algo más.

Mi mano libre se aferró al brazo de Edward.

—Alguien me ha enviado una fotografía de mi madre y mi padre.

En el otro lado de la línea sólo hubo silencio.

— ¡Oh, Bella! —murmuró Emily.

— ¿Aquella fotografía? —preguntó Sarah sombríamente.

—Sí —susurré.

Sarah soltó una imprecación.

—Dale otra vez el teléfono a él.

—Puede escucharte perfectamente desde donde está ahora —señalé—. Además, cualquier cosa que tengas que decirle a él puedes decírmela a mí también.

Edward desplazó su mano de mi cintura a la región lumbar de mi espalda. Empezó a frotarla con la muñeca, presionando los músculos rígidos hasta que empezaron a relajarse.

—Entonces escuchadme los dos: alejaos lo más que podáis de James Knox. Y será mejor que ese vampiro se asegure de que tú te alejes, si no tendrá que vérselas conmigo. Charlie Swan Proctor era el hombre más tolerante del mundo. Se necesitaba mucho para que alguien no le gustara..., y él detestaba a ese brujo. Bella — ¡No voy a volver, Sarah! Voy a Francia con Edward —La alternativa mucho menos atractiva de Sarah acababa de convencerme.

Se produjo un silencio.

— ¿Francia? —repitió Emily débilmente.

Edward estiró la mano.

—Edward quiere hablar contigo. —Le pasé el teléfono antes de que Sarah pudiera protestar.

—Señora Bishop, ¿tiene usted un identificador de llamadas?

Resoplé. El teléfono marrón colgado en la pared de la cocina en Madison tenía un dial y un cordón de un kilómetro de largo para que Sarah pudiera caminar por toda la casa mientras hablaba. Se necesitaba una eternidad para marcar un simple número local. ¿Identificador de llamadas? Ni de broma.

— ¿No? Apunte estos números, entonces. —Edward le dio lentamente el número de su móvil y otro que presumiblementeera el de la casa, junto con instrucciones detalladas sobre códigos internacionales—. Puede llamar cuando quiera.

Sarah dijo algo mordaz, a juzgar por la expresión de sorpresa de Edward.

—Me ocuparé de que esté segura. —Me pasó el teléfono.

—Voy a cortar ahora. Os quiero mucho. No os preocupéis.

—Deja de decirnos que no nos preocupemos —me regañó Sarah—. Eres nuestra sobrina y estamos preocupadas, Bella, y seguramente eso no va a cambiar.

Suspiré.

— ¿Qué puedo hacer para convenceros de que estoy bien?

—Contesta al teléfono más a menudo, para empezar —recomendó en tono lúgubre.

Después de despedirnos, permanecí junto a Edward, sin querer mirarlo a los ojos.

—Todo esto es culpa mía, como dijo Sarah. He estado actuando como cualquier humano despistado.

Él se dio la vuelta y se dirigió a un extremo del sofá, lo más lejos de mí que podía en la pequeña habitación, para dejarse caer entre los cojines.

—Esa decisión acerca de la magia y el lugar que iba a ocupar en tu vida la tomaste cuando eras una niña sola y asustada.

Ahora, cada vez que das un paso es como si tu futuro dependiera de si puedes arreglártelas para poner el pie en el lugar adecuado.

Edward se sobresaltó cuando me senté a su lado y le cogí las manos sin decir nada, resistiéndome al impulso de asegurarle que todo iba a ir bien.

—En Francia tal vez puedas ser tú misma durante varios días... sin forzarte a nada, sin preocuparte por cometer errores —continuó—. Tal vez puedas descansar, aunque nunca he visto que dejes de moverte durante demasiado tiempo. Te sigues moviendo hasta cuando duermes, ¿lo sabías?

—No tengo tiempo de descansar, Edward. —Ya estaba empezando a arrepentirme de mi decisión de salir de Oxford—.

Faltan menos de seis semanas para el congreso sobre alquimia. Se supone que yo voy a dar la conferencia inaugural. Apenas he empezado a prepararla, y sin acceso a la Bodleiana me resultará imposible terminarla a tiempo.

Edward entrecerró los ojos, pensativo.

—Imagino que tu trabajo es sobre ilustraciones alquímicas, ¿no?

—Sí, sobre la tradición de la imagen alegórica en Inglaterra.

—Entonces supongo que no te interesará consultar mi ejemplar del siglo XIV de Aurora Consurgens. Es francés, lamentablemente.

Abrí los ojos desmesuradamente. Aurora Consurgens era un desconcertante manuscrito sobre las fuerzas opuestas de la transformación alquímica: plata y oro, femenino y masculino, oscuro y luminoso. Sus ilustraciones eran igualmente complejas y desconcertantes.

—El ejemplar más antiguo que se conoce de Aurora es de 1420.

—El mío es de 1356.

—Pero un manuscrito de una fecha tan temprana no estará ilustrado —señalé. Encontrar un manuscrito miniado de alquimia de antes del 1400 era tan poco probable como descubrir un Ford Modelo T aparcado en el campo de batalla en Gettysburg.

—Éste está ilustrado.

— ¿Tiene las treinta y ocho imágenes?

—No. Tiene cuarenta. —Sonrió—. Parece que los historiadores anteriores estaban equivocados respecto a algunos detalles.

Descubrimientos de esta categoría e importancia eran poco frecuentes. Poder ser la primera persona en tener acceso a unejemplar ilustrado y desconocido de Aurora Consurgens del siglo XIV era una oportunidad única para un historiador de laalquimia.

— ¿Que muestran las ilustraciones adicionales? ¿Es el mismo texto?

—Tendrás que venir a Francia para enterarte.

—Vámonos, entonces —respondí de inmediato. Después de semanas de frustraciones, escribir mi discurso de apertura de pronto parecía posible.

— ¿No querías ir por tu propia seguridad, pero si hay un manuscrito de por medio sí estás dispuesta? —Apesadumbrado, sacudió la cabeza—. ¡Vaya con tu sentido común!

—Nunca me he distinguido por mi sentido común —confesé ¿Cuándo nos vamos?

— ¿Dentro de una hora?

—Dentro de una hora.

Aquélla no era una decisión improvisada. Lo había estado planeando todo desde que me quedé dormida la noche anterior.

Asintió con la cabeza.

—Hay un avión esperando en la pista de aterrizaje junto a la vieja base de la Fuerza Aérea estadounidense. ¿Cuánto tiempo te hace falta para hacer las maletas?

—Eso depende de lo que vaya a necesitar —respondí. La cabeza me daba vueltas.

—No demasiado. No vamos a salir de casa. Lleva ropa de abrigo, y supongo que no vas a viajar sin tus zapatillas para correr.

Sólo estaremos los dos, además de mi madre y su ama de llaves.

Su... madre...

—Edward —reaccioné con voz débil—, no sabía que tenías una madre.

—Todo el mundo tiene una madre, Bella —replicó, volviendo sus claros ojos grises hacia los míos—. Tuve dos: la mujer que me dio a luz y a Esme, la mujer que me convirtió en un vampiro.

Edward era una cosa, pero una casa llena de vampiros desconocidos era algo muy diferente. La cautela ante dar un paso tan peligroso aplacó un poco mi entusiasmo por ver el manuscrito. Mi vacilación debió de ser evidente.

—No lo había pensado dijo. En su voz había un cierto tono dolorido—. Por supuesto, no hay razón alguna para que confíes en Esme. Pero ella me prometió que estarías segura con ella y Edward.

—Si tú confías en ellas, entonces yo también. —Para mi propia sorpresa, lo dije en serio..., a pesar de la persistente preocupación por que él hubiera tenido que preguntarles si pensaban arrancarme un trozo del cuello.

—Gracias —dijo sencillamente. La mirada de Edward se dirigió a mi boca y mi sangre reaccionó con un hormigueo—. Tú haz las maletas mientras yo me doy una ducha y hago algunas llamadas telefónicas.

Cuando pasé por su extremo del sofá, me agarró la mano. Otra vez la fuerte impresión de su piel fría fue contrarrestada por la calidez de la mía a modo de respuesta.

—Estás haciendo lo correcto —murmuró antes de soltarme.

Era casi el día de lavar la ropa y mi dormitorio estaba cubierto de ropa sucia. Una búsqueda desordenada en el armario dio como resultado varios pantalones negros casi idénticos que estaban limpios, algunos leggings y media docena de camisetas de manga larga y jerséis de cuello alto. Había una maltrecha bolsa de Yale encima de todo y salté para coger la correa con una mano. Toda la ropa entró en la vieja bolsa de lona azul y blanca, junto con algunos jerséis y una chaqueta de lana. También metí zapatillas, calcetines y ropa interior, junto con algún viejo equipo para hacer yoga. No tenía ningún pijama decente y podía dormir con eso. Al recordar a la madre francesa de Edward, incluí una camisa presentable y un par de pantalones.

La voz baja de Edward resonaba en la sala. Habló primero con Fred, luego con Jasper y por último con una compañía de taxis. Con la correa de la bolsa en el hombro, me dirigí torpemente al baño. Cepillo de dientes, jabón, champú y un cepillo del pelo fueron a parar al interior junto con un secador de pelo y un tubo de rímel. Casi nunca usaba esas cosas, pero en esta ocasión algún cosmético me pareció una buena idea.

Cuando estuve lista, me reuní con Edward en la sala. Estaba revisando los mensajes en su teléfono, con la funda de mi ordenador a sus pies.

— ¿Lista? —preguntó, mirando sorprendido la bolsa de lona.

—Me dijiste que no iba a necesitar demasiado.

—Sí, pero no estoy acostumbrado a que las mujeres me hagan caso cuando se trata de equipaje. Cuando Alice se va para un fin de semana, carga lo suficiente como para equipar a la Legión Extranjera francesa, y mi madre necesita varios baúles de viaje. Rose ni inquiera cruzaría la calle con lo que tú llevas, y no hablemos ya de salir del país.

—Además de carecer de sentido común, me caracterizo por no necesitar un mantenimiento costoso.

Edward asintió con la cabeza en señal de agradecimiento.

— ¿Tienes tu pasaporte?

Señalé con el dedo.

—Está en el maletín de mi ordenador.

—Podemos irnos, entonces —decidió Edward, recorriendo una última vez con la mirada las habitaciones.

— ¿Dónde está la foto? —Parecía poco apropiado dejarla.

—La tiene Jasper —informó rápidamente.

— ¿Cuándo estuvo Jasper aquí? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Mientras dormías. ¿Quieres que le pida que te la traiga? —Tenía uno de sus dedos listo sobre una tecla de su teléfono.

—No. —Sacudí la cabeza. No había razón para que la mirara otra vez.

Edward cogió mi equipaje y se las arregló para llevarme abrazada con él al hombro escaleras abajo sin percances. Un taxi estaba esperando junto a los portones de la residencia. Edward se detuvo para hablar un momento con Fred. El vampiro le entregó una tarjeta al portero y los dos hombres se dieron la mano. Algún trato había sido acordado, y sus detalles nunca me serían revelados. Edward me metió en el taxi, y anduvimos durante aproximadamente treinta minutos, alejándonos de las luces de Oxford.

— ¿Por qué no vamos en tu coche? le pregunté cuando ya estábamos en el campo.

—Esto es mejor —explicó—. No hay necesidad de que Jasper vaya a buscarlo después.

El vaivén del taxi me estaba adormeciendo. Apoyada contra el hombro de Edward, dormité.

En el aeropuerto, estuvimos en el aire apenas nos revisaron los pasaportes y el piloto terminó con el papeleo. Nos sentamos el uno frente al otro en unos sillones alrededor de una mesa baja durante el despegue. Bostecé varias veces seguidas para que se me destaparan los oídos a medida que subíamos. En cuanto llegamos a la altitud de crucero, Edward se desabrochó su cinturón de seguridad y cogió algunas almohadas y una manta de un armario debajo de las ventanillas.

—Pronto estaremos en Francia. —Colocó las almohadas en un extremo de mi sillón, que era como una cama de una plaza, y abrió la manta para taparme—. Mientras tanto, deberías dormir un poco.

Yo no quería dormir. La verdad era que tenía miedo de hacerlo. Aquella fotografía estaba grabada en la parte interior de mis párpados.

Se agachó junto a mí, con la manta colgando levemente de sus dedos.

— ¿Qué ocurre?

—No quiero cerrar los ojos.

Edward tiró al suelo todas las almohadas excepto una.

—Ven aquí —dijo, sentándose a mi lado y palmeando el blanco y mullido rectángulo. Me di la vuelta, me deslicé por la superficie de cuero y puse la cabeza sobre su regazo a la vez que estiraba las piernas. Pasó el borde de la manta de su mano derecha a la izquierda hasta cubrirme con sus suaves pliegues.

—Gracias —susurré.

—No hay de qué. —Se llevó los dedos a sus labios, se los tocó y luego rozó los míos. Sentí un gusto salado—. Duérmete. Yo estaré aquí.

Me dormí con un sueño pesado y profundo, sin soñar, y me desperté cuando los dedos fríos de Edward me tocaron la cara y me dijo que estábamos a punto de aterrizar.

— ¿Qué hora es? —quise saber, totalmente desorientada en ese momento.

—Casi las ocho —respondió, mirando su reloj.

¿Dónde estamos? —Me di la vuelta, me senté y me puse el cinturón de segundad.

—En las afueras de Lyon, en Auvernia.

— ¿En el centro del país? —pregunté a la vez que imaginaba el mapa de Francia. Asintió con la cabeza—. ¿Tú eres de aquí?

—Nací y renací cerca. Mi hogar, el hogar de mi familia, está a un par de horas de distancia. Llegaremos a media mañana.

Aterrizamos en el área privada del muy activo aeropuerto regional y nuestros pasaportes y documentos de viaje fueron verificados por un funcionario de aspecto aburrido que reaccionó rápidamente en cuanto vio el nombre de Edward.

— ¿Viajas siempre de esta manera? —Era mucho más fácil que viajar por una aerolínea comercial desde Heathrow en Londres o desde el aeropuerto Charles de Gaulle de París.

—Sí —respondió sin el menor tono de disculpa ni timidez—. Sólo me alegro totalmente de ser un vampiro y de tener dinero para gastar cuando viajo.

Edward se detuvo detrás de un Range Rover del tamaño de Connecticut y sacó un juego de llaves del bolsillo. Abrió la puerta trasera y metió mi equipaje allí. El Range Rover era un poco menos lujoso que su Jaguar, pero lo que le faltaba en elegancia estaba más que compensado por su solidez. Era como viajar en un transporte blindado del ejército.

— ¿Realmente necesitas un vehículo de este tamaño para conducir en Francia? —Dirigí la mirada a las carreteras asfaltadas.

Edward se rió.

—Todavía no has visto la casa de mi madre.

Viajamos hacia el oeste a través del hermoso campo, salpicado aquí y allá con grandiosos châteaux y empinadas montañas.

Campos de cultivo y viñedos se extendían en todas direcciones, e incluso bajo el cielo color gris acero, la región parecía estallar con el color de las hojas nuevas. Una señal indicaba la dirección hacia Cullen Ferrand. Eso no podía ser una coincidencia, a pesar de la ortografía diferente.

Edward siguió conduciendo rumbo al oeste. Disminuyó la velocidad, giró para entrar en un camino estrecho y se detuvo a un lado. Señaló a la lejanía.

—Allí la tienes —dijo—: Sept Tours.

 

     SEPT TOURS

VISTA AEREA DE TODOS LOS TERRENOS DE LA FORTALEZA

 

 

 En el centro de las colinas onduladas había una cima aplanada dominada por una estructura almenada de piedra marrón claro y rosa. La rodeaban siete torres más pequeñas y un portón de entrada fortificado con torrecillas montaba guardia en el frente. Aquél no era un bonito castillo de cuento de hadas construido para bailes a la luz de la luna. Sept Tours era una fortaleza.

— ¿Este es tu hogar? —pregunté con la boca abierta.

—Éste es mi hogar. —Edward sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número—. ¿Maman? Ya casi hemos llegado.

Alguien habló al otro lado y luego cortaron. Edward sonrió tenso y volvió a la carretera.

— ¿Nos está esperando? —pregunté, sin poder evitar que me temblara la voz.

—Así es.

— ¿Y esto le parece bien a ella? —No formulé la verdadera pregunta: « ¿Estás seguro de que le parece bien que traigas a una bruja a su casa?». Pero no tuve necesidad de hacerla.

Los ojos de Edward estaban fijos en el camino.

—A Esme le gustan las sorpresas tanto como a mí, o sea nada —dijo sin darle importancia mientras doblaba para entraren lo que parecía un camino de cabras.

Avanzamos entre hileras de castaños, subiendo, hasta que llegamos a Sept Tours. Edward condujo el coche entre dos de las siete torres y a través de un patio empedrado delante de la entrada que daba a la estructura central. Parterres y prados se extendían a derecha e izquierda, antes de que el bosque dominara el paisaje. El vampiro aparcó el coche.

— ¿Estás preparada? —preguntó con una luminosa sonrisa.

—Como siempre —respondí cautelosamente.

Edward me abrió la puerta del vehículo y me ayudó a bajar. Estiré mi chaqueta negra y levanté la mirada para apreciar la imponente fachada del château. Las impresionantes líneas del castillo no eran nada comparadas con lo que me aguardaba dentro. La puerta se abrió.

—Courage —me alentó Edward, dándome un suave beso en la mejilla.

 

 

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