EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151945
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 63: CAPÍTULO 63

Capítulo 63

 

A Phoebe, el silencio que reinaba en las oficinas de Sotheby’s Bond Street ese martes por la noche le resultaba inquietante. Aunque llevaba trabajando en la casa de subastas de Londres dos semanas, todavía no se había acostumbrado al edificio. Cualquier ruido —el zumbido de las luces del techo, el guardia de seguridad tirando de las puertas para asegurarse de que estuvieran cerradas, el sonido distante de una risa enlatada en la televisión— hacía que se sobresaltara.

Como era la persona del departamento con menos experiencia, había recaído en ella la tarea de esperar tras una puerta cerrada a que llegara el doctor Whitmore.

Sylvia, su supervisora, se había mantenido firme en su decisión de que alguien se reuniera con él fuera del horario laboral. Phoebe sospechaba que aquella petición era sumamente irregular, pero llevaba muy poco tiempo en el trabajo como para expresar algo más que una débil disconformidad.

—Desde luego que te quedarás. Llegará aquí a las siete en punto —le había dicho Sylvia diplomáticamente, mientras acariciaba su collar de perlas antes de coger las entradas para el ballet que tenía sobre la mesa—. Además,

no tienes nada mejor que hacer, ¿no?

Sylvia tenía razón. Phoebe no tenía nada mejor que hacer.

—Pero ¿quién es? —le preguntó. Aunque se trataba de una pregunta perfectamente legítima, a Sylvia pareció molestarle.

—Es de Oxford y se trata de un cliente muy importante para la empresa. Eso es todo lo que necesitas saber — replicó su jefa—. En Sotheby’s se valora la confidencialidad, ¿o es que te has perdido esa parte de la

formación?

Así que Phoebe continuaba en su mesa. Esperó hasta mucho después de las prometidas siete. Para pasar el rato, buscó en los archivos más información sobre aquel hombre. No le gustaba reunirse con gente sin saber lo

máximo posible de su historial. Por mucho que Sylvia pensara que lo único que necesitaba conocer era su nombre y unas vagas nociones sobre sus referencias, Phoebe no opinaba lo mismo. Su madre le había enseñado que la

información personal podía ser un arma muy valiosa cuando se hacía uso de ella en cócteles y cenas formales.

Sin embargo, Phoebe no había conseguido encontrar a ningún Whitmore en los archivos de Sotheby, y su número de cliente conducía a una simple tarjeta de un archivador cerrado con llave que decía: «Familia De Cullen:

solicitar al presidente».

A las nueve menos cinco, oyó a alguien al otro lado de la puerta. Era una voz masculina y bronca, aunque curiosamente musical.

—Esta es la tercera vez que me haces perder el tiempo en otros tantos días, Esme. Por favor, intenta recordar que tengo cosas que hacer. La próxima vez, envía a Alain.

—Se produjo un breve silencio—. ¿Crees que no estoy ocupado? Te llamaré después de reunirme con ellos. —El hombre maldijo entre dientes—. Dile a tu intuición que se tome un respiro, por el amor de Dios.

Aquella persona tenía un acento extraño: medio estadounidense, medio británico y con un deje impreciso que indicaba que aquel no era el único idioma que hablaba.

El padre de Phoebe había estado en el cuerpo diplomático de la reina y su voz era igualmente ambigua, como si fuera natural de todas partes y de ninguna.

Sonó el timbre, un nuevo ruido estridente que hizo que Phoebe se estremeciera, a pesar del hecho de que ya lo esperaba. Se alejó de la mesa y atravesó la sala apresuradamente. Llevaba los tacones negros que le habían costado una fortuna, pero que la hacían parecer más alta y más autoritaria, se decía Phoebe a sí misma. Era un truco que había aprendido de Sylvia en la primera entrevista, a la que ella había acudido con zapato bajo. Después de aquello, se había prometido no volver a parecer «encantadoramente menuda» nunca más.

Miró a través de la mirilla y vio una frente tersa, un pelo rubio desaliñado y un par de brillantes ojos azules. Sin duda, aquel no era el doctor Whitmore.

Un repentino golpe en la puerta la sorprendió. Fuera quien fuera aquel hombre, no tenía modales. Irritada, Phoebe pulsó el botón del interfono.

—¿Sí? —preguntó, impaciente.

—Soy Jasper Hale Whitmore, vengo a ver a la señorita Thorpe.

Phoebe volvió a mirar por la mirilla. Imposible. Nadie tan joven sería digno de la atención de Sylvia.

—¿Podría mostrarme alguna identificación? —dijo la muchacha secamente.

—¿Dónde está Sylvia? —Los ojos azules se entornaron.

—En el ballet. Viendo Coppélia, creo.

Las entradas de Sylvia eran las mejores que había, un lujo que había incluido como gasto de empresa. El hombre del otro lado de la puerta pegó una tarjeta de visita contra la mirilla. Phoebe retrocedió.

—¿Sería tan amable de alejarse? No puedo ver nada a esa

distancia.

La tarjeta se alejó unos centímetros de la puerta.

—Por favor, señorita…

—Taylor.

—Señorita Taylor, tengo prisa.

La tarjeta desapareció y fue reemplazada por aquellos gemelos azules que parecían faros. Phoebe retrocedió de nuevo, sorprendida, pero no sin antes haber leído el nombre de la tarjeta y su relación con un proyecto de investigación científica en Oxford.

Era el doctor Whitmore. ¿Qué tipo de negocios se traía entre manos un científico con Sotheby’s? Phoebe pulsó el botón de apertura de la puerta.

En cuanto sonó el clic, Jasper entró apresuradamente. Iba vestido como para ir a un club del Soho, con vaqueros negros, una camiseta vintage de U2 y unas ridículas zapatillas altas Converse (también grises).

Llevaba un cordón de cuero alrededor del cuello, del que pendían un puñado de ornamentos de dudosa procedencia y escaso valor. Phoebe se alisó el dobladillo de la blusa impecablemente blanca y lo observó con fastidio.

—Gracias —dijo Jasper, que estaba mucho más cerca de ella de lo que los patrones sociales de cortesía consideraban normal—. Sylvia me ha dejado un paquete.

—Si es tan amable de tomar asiento, doctor Whitmore.

Phoebe señaló la silla que estaba delante de su mesa.

Los ojos azules de Whitmore pasaron de la silla a ella.

—¿Tengo que hacerlo? No nos llevará mucho tiempo.

Solo estoy aquí para confirmar que mi abuela no está viendo cebras donde solo hay caballos.

—¿Perdón?

Phoebe se acercó lentamente a la mesa. Había una alarma de seguridad bajo la superficie de la misma, al lado del cajón. Si aquel hombre continuaba portándose mal, la usaría.

—El paquete —dijo Jasper sin dejar de mirarla fijamente. Allí había una chispa de interés. Phoebe se percató y se cruzó de brazos para intentar desviarla. Él señaló la caja acolchada que había sobre la mesa sin mirarla —. Supongo que será eso.

—Por favor, tome asiento, doctor Whitmore. Hace tiempo que hemos cerrado, estoy cansada y tiene que rellenar algunos papeles antes de que pueda dejarle examinar lo que Sylvia le haya guardado. Phoebe extendió la mano y se frotó la parte de atrás del cuello. Tenía tortícolis de levantar la vista hacia él. Los orificios nasales de Whitmore se dilataron y este bajó los

párpados. Phoebe se fijó en que tenía las pestañas más oscuras que el cabello rubio y más largas y espesas que las suyas. Cualquier mujer mataría por unas pestañas como aquellas.

—La verdad es que creo que sería mejor que me entregara la caja y me dejara seguir mi camino, señorita Taylor.

La voz bronca se suavizó y adquirió un tono más profundo de advertencia, aunque Phoebe no entendía por qué. ¿Qué iba a hacer, robar la caja? Una vez más consideró pulsar la alarma, pero se lo pensó mejor. Sylvia se pondría

furiosa si ofendía a un cliente llamando a los guardias.

En lugar de ello, se acercó a la mesa, cogió papel y bolígrafo, y regresó para tendérselos bruscamente al visitante.

—Muy bien. No me importa hacerlo de pie, si así lo prefiere, doctor Whitmore, aunque es mucho más incómodo.

—Es la mejor oferta que me han hecho últimamente — respondió Whitmore, mientras le temblaba la boca—. Sin embargo, si vamos a proceder según Hoyle, creo que debería llamarme Jasper.

—¿Hoyle? —Phoebe se ruborizó y se irguió todo lo que pudo. Whitmore no la estaba tomando en serio—. Creo que no trabaja aquí.

—Desde luego, espero que no. —Whitmore garabateó una firma—. Edmond Hoyle lleva muerto desde 1769.

—Soy bastante nueva en Sotheby’s. Tendrá que perdonarme por no entender la referencia. —Phoebe inspiró. Una vez más, estaba demasiado lejos del botón oculto que había bajo la mesa como para usarlo. Tal vez

Whitmore no fuera un ladrón, pero estaba empezando a pensar que estaba loco.

—Aquí tiene el bolígrafo —dijo Jasper amablemente— y el formulario. ¿Lo ve? —El hombre se inclinó para acercarse más—. He hecho exactamente lo que me ha pedido. Soy muy, pero que muy educado. Mi padre se aseguró de que así fuera.

Phoebe cogió el bolígrafo y el papel que le ofrecía. Al hacerlo, sus dedos rozaron el dorso de la mano de Whitmore. Su frialdad le hizo estremecerse. Se fijó en que llevaba un aparatoso sello de oro en el dedo meñique.

Parecía medieval, pero nadie andaba por Londres con un anillo tan poco común y valioso en el dedo. Debía de ser una falsificación…, aunque de las buenas.

Inspeccionó el formulario mientras regresaba a la mesa.

Todo parecía estar en orden y, si aquel hombre resultaba ser algún tipo de criminal —lo cual no le sorprendería lo más mínimo—, al menos ella no sería culpable de infringir las normas. Phoebe levantó la tapa de la caja, dispuesta a cedérsela al extraño doctor Whitmore para que la examinara. Esperaba que entonces pudiera irse a casa.

—Vaya —exclamó, sorprendida. Esperaba ver un maravilloso collar de diamantes o un juego victoriano de esmeraldas engarzadas en filigrana de oro… Algo que le pudiera gustar a su propia abuela.

Pero, en lugar de ello, la caja contenía dos miniaturas ovaladas, encastradas en sendos nichos que habían sido creados para que estas encajaran a la perfección y para protegerlas de cualquier daño. Una era de una mujer de

cabello largo y castaño con reflejos rojizos. Una gorguera abierta enmarcaba su rostro en forma de corazón. Sus pálidos ojos observaban al espectador con plácido aplomo y tenía la boca curvada en una amable sonrisa. El fondo era del azul intenso característico de la obra del retratista isabelino Nicholas Hilliard. La otra miniatura representaba

a un hombre con una pelambrera broncínea peinada hacia atrás y

la frente al descubierto. La barba y el bigote desaliñados le hacían parecer más joven de lo que sugerían sus ojos negros, y su camisa de lino blanca también tenía el cuello abierto y dejaba entrever una piel más lechosa que el tejido.

Unos largos dedos sostenían una joya que pendía de una gruesa cadena. Detrás del hombre había unas llamas doradas ardientes y encaracoladas, símbolo de pasión.

Una suave respiración le hizo cosquillas en la oreja.

—Santo cielo.

Era como si Whitmore hubiera visto un fantasma.

—Son preciosas, ¿verdad? Debe de ser el juego de miniaturas que acaba de llegar. Una pareja de ancianos de Shropshire las encontró ocultas en la parte trasera del arcón de la plata cuando buscaban un sitio para guardar

nuevas piezas. Sylvia cree que alcanzarán un buen precio.

—Oh, de eso no cabe duda.

Jasper apretó un botón del teléfono.

—Oui? —dijo una imperiosa voz en francés al otro lado de la línea. Aquel era el problema de los móviles, pensó Phoebe. Todo el mundo gritaba al hablar por ellos y se podían oír las conversaciones privadas.

—Tenías razón con lo de las miniaturas, grand-mère. Un sonido de satisfacción abandonó lentamente el teléfono.

—¿Cuento ahora con toda tu atención, Jasper?

—No. Y gracias a Dios. Toda mi atención no es buena para nadie. —dijo Whitmore. Luego miró a Phoebe y sonrió. A esta no le quedó más remedio que admitir a regañadientes que aquel hombre era encantador—. Pero

dame unos cuantos días antes de mandarme a hacer otro recado. Dime solo cuánto estás dispuesta a pagar por ellas, ¿o no debería preguntar?

N’importe quel prix.

«El precio no importa». Aquellas eran las palabras que hacían felices a las casas de subastas. Phoebe bajó la vista hacia las miniaturas. Lo cierto es que eran extraordinarias.

Jasper y su abuela finalizaron la conversación y los dedos del hombre volaron de inmediato por el teclado, para transmitir otro mensaje.

—Hilliard creía que era mejor disfrutar de sus retratos en miniatura en privado —reflexionó Phoebe en voz alta—.

Tenía la sensación de que el arte del retrato revelaba demasiados secretos de los protagonistas. Se puede ver por qué. Estos dos parecen guardar todo tipo de secretos.

—Ahí tiene razón —murmuró Jasper. Su rostro estaba muy cerca y le dio la oportunidad a Phoebe de analizar sus ojos más detenidamente. Eran más azules de lo que creía al principio, más azules incluso que los pigmentos

enriquecidos de azurita y azul ultramar que Hilliard usaba.

El teléfono sonó. Cuando Phoebe extendió la mano para contestar, le pareció que la mano de él bajaba, solo por un instante, hasta su cintura.

—Entrégale a ese hombre las miniaturas, Phoebe.

Era Sylvia.

—No lo entiendo —respondió ella, aturdida—. No estoy

autorizada a…

—Las ha comprado directamente. Nuestra obligación era conseguir el precio más alto posible por las piezas. Y lo hemos hecho. Los Taverner podrán vivir el ocaso de sus vidas en Montecarlo, si así lo desean. Y puedes decirle a

Jasper que, como me haya perdido la danse de fête, pienso ocupar las localidades del palco de su familia paralos espectáculos de la próxima temporada.

Sylvia colgó.

La habitación se quedó en silencio. Jasper Hale Whitmore había posado el dedo delicadamente sobre el estuche dorado que rodeaba la miniatura del hombre. Era como un gesto de nostalgia, una tentativa de conectar con alguien anónimo que llevaba tiempo muerto.

—Casi tengo la sensación de que, si le hablara, podría oírme —dijo Jasper con melancolía.

Había algo que no encajaba. Phoebe no lograba identificar el qué, pero allí había algo más en juego que la adquisición de dos miniaturas del siglo XVI.

—Su abuela debe de tener una cuenta bancaria muy próspera, doctor Whitmore, para pagar tan generosamente por dos retratos isabelinos inidentificables. Dado que usted es también cliente de Sotheby, creo que debería decirle que, sin duda, han pagado de más por ellos. Un retrato de la

reina Isabel I de ese período podría alcanzar las seis cifras

con los compradores apropiados en la sala, pero estos no —aseguró Phoebe, dado que la identidad del retratado era crucial para ese tipo de tasaciones—. Nunca sabremos quiénes eran estas dos personas. No después de tantos siglos de olvido. Y los nombres son importantes.

—Eso dice mi abuela.

—Entonces es consciente de que, sin una atribución definitiva, el valor de estas miniaturas probablemente no aumentará.

—A decir verdad —respondió Jasper—, mi abuela no necesita recuperar la inversión. Esme preferiría que nadie más supiera quiénes son.

Phoebe frunció el ceño al oír aquella extraña frase.

¿Creía su abuela que sabía quiénes eran?

—Ha sido un placer hacer negocios contigo, Phoebe, incluso de pie. Por esta vez. —Jasper se quedó callado y esbozó aquella encantadora sonrisa—. ¿Te importa si te llamo Phoebe?

A Phoebe le importaba. Se frotó el cuello exasperada y se separó la melena negra que le rozaba el cuello. Los ojos de Jasper se entretuvieron en la curva de sus hombros. Al ver que ella no respondía, cerró la caja, se metió las miniaturas debajo del brazo y se retiró.

—Me gustaría invitarte a cenar —dijo el joven gentilmente, al parecer sin darse cuenta de las claras señales de desinterés de Phoebe—. Podríamos celebrar la buena fortuna de los Taverner, además de la considerable comisión que compartirás con Sylvia.

¿Con Sylvia? ¿Compartir una comisión? Phoebe abrió la boca, incrédula. Las probabilidades de que su jefa hiciera algo así eran menos que nulas. La expresión de Jasper se ensombreció.

—Era una de las condiciones del trato. Mi abuela no permitiría que fuera de otra manera —dijo con voz ronca —. ¿Cenamos?

—No salgo con desconocidos después del anochecer.

—Entonces te invitaré a cenar mañana, después de haber comido juntos. Cuando hayas pasado dos horas en mi compañía, dejaré de ser un «desconocido».

—Claro que seguirás siéndolo —murmuró Phoebe—. Y no salgo a comer. Como en mi puesto de trabajo —replicó antes de apartar la vista, confusa. ¿Había dicho en alto la primera parte?

—Te recogeré a la una —dijo Jasper, sonriendo más abiertamente. A Phoebe le dio un vuelco el corazón. lo había dicho en voz alta—. Y no te preocupes, no iremos lejos.

—¿Por qué no? —replicó. ¿Creía que le tenía miedo o que no podía seguirle el ritmo andando? Dios, odiaba ser bajita.

—Solo quería que supieras que podías volver a ponerte esos zapatos sin temor a romperte el cuello —dijo Jasper inocentemente. Sus ojos recorrieron lentamente los dedos de los pies de Phoebe, los tacones negros de piel, se entretuvieron en sus tobillos y luego treparon por la curva

de la pantorrilla—. Me gustan.

¿Quién se creía que era aquel hombre? Se estaba comportando como un vividor del siglo XVIII. Phoebe caminó con decisión hacia la puerta y sus tacones emitieron unos agudos y satisfactorios taconazos. Pulsó el botón para retirar el cerrojo y abrió la puerta. Jasper emitió un sonido de admiración, mientras caminaba apresuradamente hacia ella.

—No debería ser tan descarado. A mi abuela le sienta tan mal como que le echen por tierra un trato en los negocios.

Pero esta es la cuestión, Phoebe —dijo Jasper, antes de poner la boca a unos centímetros de su oreja. Luego bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Al contrario que a los hombres que te han llevado a cenar y tal vez te hayan acompañado después a casa para ver si conseguían algo más, a mí tu corrección y tus buenos modales no me asustan. Más bien todo lo contrario. Y no puedo evitar imaginar cómo serás cuando todo ese gélido autodominio se funda.

Phoebe se quedó boquiabierta.

Jasper le tomó la mano y presionó los labios contra su piel mientras la miraba a los ojos.

—Hasta mañana. Y asegúrate de cerrar bien la puerta cuando me vaya. Ya te has metido en suficientes líos.

El doctor Whitmore caminó marcha atrás para salir de la sala, esbozó otra radiante sonrisa y se alejó silbando hasta que se perdió de vista.

A Phoebe le temblaba la mano. Aquel hombre —aquel hombre extraño que ignoraba el protocolo adecuado y que tenía unos asombrosos ojos azules— la había besado. En su lugar de trabajo. Sin su permiso.

Y ella no lo había abofeteado, que era lo que a las hijas de diplomáticos bien educadas les enseñaban a hacer como último recurso contra avances indeseados, tanto en su casa como fuera de ella.

Pues claro que se había metido en un lío.

Capítulo 62: CAPÍTULO 62 Capítulo 64: CAPÍTULO 64

 


Capítulos

Capitulo 1: CAPÍTULO 1 Capitulo 2: CAPÍTULO 2 Capitulo 3: CAPÍTULO 3 Capitulo 4: CAPÍTULO 4 Capitulo 5: CAPÍTULO 5 Capitulo 6: CAPÍTULO 6 Capitulo 7: CAPÍTULO 7 Capitulo 8: CAPÍTULO 8 Capitulo 9: CAPÍTULO 9 Capitulo 10: CAPÍTULO 10 Capitulo 11: CAPÍTULO 11 Capitulo 12: CAPÍTULO 12 Capitulo 13: CAPÍTULO 13 Capitulo 14: CAPÍTULO 14 Capitulo 15: CAPÍTULO 15 Capitulo 16: CAPÍTULO 16 Capitulo 17: CAPÍTULO 17 Capitulo 18: CAPÍTULO 18 Capitulo 19: CAPÍTULO 19 Capitulo 20: CAPÍTULO 20 Capitulo 21: CAPÍTULO 21 Capitulo 22: CAPÍTULO 22 Capitulo 23: CAPÍTULO 23 Capitulo 24: CAPÍTULO 24 Capitulo 25: CAPÍTULO 25 Capitulo 26: CAPÍTULO 26 Capitulo 27: CAPÍTULO 27 Capitulo 28: CAPÍTULO 28 Capitulo 29: CAPÍTULO 29 Capitulo 30: CAPÍTULO 30 Capitulo 31: CAPÍTULO 31 Capitulo 32: CAPÍTULO 32 Capitulo 33: CAPÍTULO 33 Capitulo 34: CAPÍTULO 34 Capitulo 35: CAPÍTULO 35 Capitulo 36: CAPÍTULO 36 Capitulo 37: CAPÍTULO 37 Capitulo 38: CAPÍTULO 38 Capitulo 39: CAPÍTULO 39 Capitulo 40: CAPÍTULO 40 Capitulo 41: CAPÍTULO 41 Capitulo 42: CAPÍTULO 42 Capitulo 43: CAPÍTULO 43 Capitulo 44: CAPÍTULO 44 Segundo libro Capitulo 45: CAPÍTULO 45 Capitulo 46: CAPÍTULO 46 Capitulo 47: CAPÍTULO 47 Capitulo 48: CAPÍTULO 48 Capitulo 49: CAPÍTULO 49 Capitulo 50: CAPÍTULO 50 Capitulo 51: CAPÍTULO 51 Capitulo 52: CAPÍTULO 52 Capitulo 53: CAPÍTULO 53 Capitulo 54: CAPÍTULO 54 Capitulo 55: CAPÍTULO 55 Capitulo 56: CAPÍTULO 56 Capitulo 57: CAPÍTULO 57 Capitulo 58: CAPÍTULO 58 Capitulo 59: CAPITULO 59 Capitulo 60: CAPÍTULO 60 Capitulo 61: CAPÍTULO 61 Capitulo 62: CAPÍTULO 62 Capitulo 63: CAPÍTULO 63 Capitulo 64: CAPÍTULO 64 Capitulo 65: CAPÍTULO 65 Capitulo 66: CAPÍTULO 66 Capitulo 67: CAPÍTULO 67 Capitulo 68: CAPÍTULO 68 Capitulo 69: CAPÍTULO 69 Capitulo 70: CAPÍTULO 70 Capitulo 71: CAPÍTULO 71 Capitulo 72: CAPÍTULO 72 Capitulo 73: CAPÍTULO 73 Capitulo 74: CAPÍTULO 74 Capitulo 75: CAPÍTULO 75 Capitulo 76: CAPÍTULO 76 Capitulo 77: CAPÍTULO 77 Capitulo 78: CAPÍTULO 78 Capitulo 79: CAPÍTULO 79 Capitulo 80: CAPÍTULO 80 Capitulo 81: CAPÍTULO 81 Capitulo 82: CAPÍTULO 82 Capitulo 83: CAPÍTULO 83 Capitulo 84: CAPÍTULO 84 Capitulo 85: CAPÍTULO 85

 


 
14439619 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10757 usuarios