EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151942
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 61: CAPÍTULO 61

Capítulo 61

 

La tarde siguiente Edward me estaba esperando en la aireada sala de Mary, en el castillo de Baynard, observando el Támesis con expresión divertida. Se volvió mientras me acercaba, sonriendo al ver la versión isabelina de bata de

laboratorio que cubría mi corpiño y mis sayas de color marrón dorado. Las mangas blancas que llevaba debajo y que me sobresalían sobre los hombros estaban ridículamente almohadilladas, pero la gorguera que tenía alrededor del cuello era pequeña y discreta y hacía de aquel uno de mis atuendos más cómodos.

—Mary no puede abandonar el experimento. Ha dicho que vengamos a tiempo para cenar el lunes.

Le eché los brazos alrededor del cuello y lo besé ruidosamente. Él retrocedió.

—¿Por qué hueles a vinagre?

—Mary se lava con él. Limpia las manos mejor que el jabón.

—Abandonaste mi casa cubierta del dulce aroma del pan y la miel, y la condesa de Pembroke te devuelve a mí oliendo como un encurtido —protestó Edward. Posó la nariz en la zona de piel que tenía detrás de la oreja y suspiró satisfecho—. Sabía que podía encontrar un sitio al que no hubiera llegado el vinagre.

—Edward —murmuré. La doncella de la condesa, Joan, estaba de pie justo detrás de nosotros.

—Te comportas como una victoriana mojigata en lugar de como una isabelina libidinosa —dijo Edward, riendo.

Se irguió tras hacerme una última caricia en el cuello—.

¿Cómo ha ido la tarde?

—¿Has visto el laboratorio de Mary? —pregunté mientras sustituía el abrigo gris sin forma por la capa, antes de despedir a Joan para que atendiera sus otros quehaceres —. Ha invadido una de las torres del castillo y ha pintado

las paredes con imágenes de la piedra filosofal. ¡Es como trabajar dentro de un ejemplar del pergamino de Ripley! He visto la copia de Beinacke en Yale, pero solo mide seis metros de largo. Los murales de Mary son dos veces más

grandes. Me resultaba difícil concentrarme en el trabajo.

—¿Qué experimento habéis hecho?

—Hemos ido a la caza del león verde —respondí orgullosa, haciendo referencia a una etapa del proceso de la alquimia que combinaba dos soluciones ácidas y producía increíbles transformaciones de color—. Y estuvimos a punto de lograrlo. Pero entonces algo fue mal y la redoma

explotó. ¡Fue fantástico!

—Me alegro de que no trabajes en mi laboratorio. En general se suelen evitar las explosiones cuando se trabaja con ácido nítrico. Vosotras dos podríais hacer algo un poco menos volátil la próxima vez, como destilar agua de rosas —recomendó Edward—. ¿No habréis estado trabajando

con mercurio? —preguntó, entornando los ojos.

—No te preocupes. No haría nada que pudiera dañar al bebé —dije a la defensiva.

—Cada vez que digo algo sobre tu bienestar, supones que

lo que me preocupa es otra cosa.

Edward frunció el ceño y las cejas se le juntaron.

Gracias a su barba y su bigote oscuros, a los que todavía me estaba acostumbrando, tenía un aspecto aún más imponente.

Pero no quería discutir con él.

—Lo siento —dije rápidamente, antes de cambiar de tema—. La semana que viene vamos a mezclar una nueva tanda de prima materia. Eso incluye mercurio, pero prometo no tocarlo. Mary quiere ver si, para finales de

enero, se habrá podrido y habrá generado un hongo alquímico.

—Eso sí que es empezar el Año Nuevo con festejos —dijo Edward, mientras me ponía la capa sobre los hombros.

—¿Qué estabas mirando?

Eché un vistazo a las ventanas.

—Alguien está construyendo una hoguera al otro lado del río para la noche de Fin de Año. Cada vez que envían la carreta a buscar más leña, los residentes locales se llevan la que ya está allí. El montón es cada vez menor. Es como ver a Penélope dándole a la aguja.

—Mary ha dicho que mañana no trabajará nadie. Oh, y que no olvide decirle a Françoise que compre manchet de sobras, eso es pan, ¿no?, y que lo empape en leche y miel para que esté de nuevo tierno para el desayuno del sábado.

—Aquello era exactamente la versión isabelina de las torrijas, salvo por el nombre—. Creo que a Mary le preocupa que pueda pasar hambre en una casa gobernada por vampiros.

Lady Pembroke sigue la política del vive y deja vivir en lo que se refiere a las criaturas y a sus hábitos —observó Edward.

—Desde luego no ha vuelto a mencionar lo que les sucedió a sus zapatos —dije, pensativa.

—Mary Sidney sobrevive como lo hizo su madre: haciendo la vista gorda a toda verdad incómoda. A las mujeres de la familia no les queda más remedio que hacer eso.—

¿Dudley?

Fruncí el ceño. Esa era una familia de notables alborotadores: nada que ver con Mary y su amabilidad. —La madre de lady Pembroke era Mary Dudley, amiga de Su Majestad y hermana del favorito de la reina, Robert —explicó Edward, torciendo la boca—. Era brillante, al igual que su hija. Mary Dudley tenía la cabeza llena de ideas, así que no quedaba espacio en ella para estar al corriente de la traición de su padre ni de los traspiés de sus hermanos. Cuando nuestra bendita soberana le contagió la viruela, Mary Dudley nunca reconoció que después de eso tanto la reina como su propio marido preferían la compañía de otros en lugar de afrontar su desfiguración.

Guardé silencio, impresionada.

—¿Qué fue de ella?

—Murió sola y amargada, como la mayoría de las mujeres Dudley que la precedieron. Su mayor triunfo fue casar a su homónima de quince años con el conde de Pembroke, que tenía cuarenta.

—¿Mary Sidney se casó con quince años?

Aquella mujer sagaz y vibrante administraba un enorme hogar, criaba a una manada de niños llenos de energía y vivía entregada a sus experimentos de alquimia, todo ello sin aparente esfuerzo. Ahora entendía cómo. Lady

Pembroke era unos años más joven que yo, pero a los treinta años ya llevaba haciendo malabarismos con tales responsabilidades durante media vida.

—Sí. Pero la madre de Mary le proporcionó todas las herramientas necesarias para su supervivencia: una disciplina de hierro, un profundo sentido del deber, la mejor educación que el dinero podía comprar, el amor por la poesía y la pasión por la alquimia.

Me llevé la mano al corpiño, pensando en la vida que crecía en mi interior. ¿Qué herramientas necesitaría para sobrevivir en el mundo?

Hablamos sobre química durante el camino de vuelta a casa. Edward me explicó que los cristales que Mary cuidaba como si fuera una gallina eran mineral de hierro oxidado que posteriormente destilaría en una redoma para

hacer ácido sulfúrico. Yo siempre había estado más interesada en el simbolismo de la alquimia que en sus aspectos prácticos, pero la tarde que había pasado con la condesa de Pembroke me había enseñado lo fascinante que la unión de ambos podría ser.

Pronto estuvimos sanos y salvos dentro de El Venado y la Corona, y pude tomarme una tisana caliente de menta y bálsamo de melisa. Resultó que los isabelinos sí tenían tés, pero eran todos herbales. Estaba charlando sobre Mary cuando percibí la sonrisa de Edward.

—¿Qué te parece tan gracioso?

—Que nunca te había visto así —comentó.

—¿Así cómo?

—Tan animada, llena de preguntas e información sobre lo que has estado haciendo y de los planes que Mary y tú tenéis para la próxima semana.

—Me gusta volver a ser una estudiante —confesé—. Al principio era difícil no tener todas las respuestas. A lo largo de los años he olvidado lo divertido que es no tener más que preguntas.

—Y aquí te sientes libre de una forma diferente a la de Oxford. El de los secretos es un asunto solitario.

Los ojos de Edward reflejaban compasión, mientras

recorría con los dedos mi mandíbula.

—Nunca he sido solitaria.

—Sí lo eras. Y creo que todavía lo sigues siendo —dijo en voz baja.

Antes de que me diera tiempo a bosquejar una respuesta, Edward me había hecho levantar de la silla y me estaba empujando hacia la pared que había al lado del hogar.

Pierre, que no se encontraba en ningún lugar visible hacía unos instantes, apareció en el umbral.

Acto seguido, llamaron a la puerta. Los músculos de los hombros de Edward se tensaron y una daga brilló al lado de su muslo. Cuando asintió, Pierre salió al rellano y abrió la puerta de par en par.

—Tenemos un mensaje del padre Hubbard.

Había dos vampiros allí de pie, ambos vestidos con costosas ropas que estaban fuera del alcance de la mayoría de los mensajeros. Ninguno de ellos tendría más de quince años. Nunca había visto a un vampiro adolescente, así que siempre había creído que debía de existir alguna prohibición en relación a ello.

—Señor Masen.

El más alto de los dos vampiros se tocó la punta de la nariz y estudió a Edward con una mirada de color índigo.

Aquellos ojos se movieron de Edward a mí y la piel me escoció del frío.

—Señora.

La mano de Edward se tensó sobre la daga y Pierre se movió para interponerse más aún entre nosotros y la puerta.

—El padre Hubbard quiere veros —dijo el vampiro más bajo, observando con desdén el arma que Edward tenía en la mano—. Venid cuando los relojes marquen las siete.

—Decidle a Hubbard que acudiré cuando considere oportuno —replicó Edward con aire malévolo.

—No solo vos —dijo el chico más alto.

—No he visto a Kit —aseguró Edward con una pincelada de impaciencia—. Si está en apuros, vuestro señor tendrá más idea de dónde buscarlo que yo, Corner.

Aquel era un nombre muy apropiado para el chico. Su constitución de adolescente estaba plagada de ángulos y esquinas.

—Marlowe lleva todo el día con el padre Hubbard.

El tono de Corner rezumaba hastío.

—¿Ah, sí? —dijo Edward con mirada severa.

—Sí. El padre Hubbard quiere a la bruja —dijo el compañero de Corner.

—Entiendo. —La voz de Edward se volvió monótona.

Se vio un borrón negro y plateado, y su pulida daga acabó temblando, con la punta por delante, en el quicio de la puerta, al lado del ojo de Corner. Edward avanzó con rapidez en su dirección. Ambos vampiros dieron un paso

atrás involuntariamente—. Gracias por el mensaje, Leonard. —Dicho lo cual, cerró la puerta dándole un golpe con el pie.

Pierre y Edward intercambiaron una larga y silenciosa mirada, mientras se oía un alboroto de pies de vampiros adolescentes escaleras abajo.

—Hancock y Gallowglass —ordenó Edward.

—Enseguida. —Pierre dio media vuelta y salió de la habitación, evitando por los pelos a Françoise. Esta retiró la daga del quicio de la puerta.

—Hemos tenido visita —le explicó Edward antes de que le diera tiempo a quejarse sobre el estado de la carpintería.

—¿De qué se trata, Edward? —pregunté.

—Tú y yo vamos a ir a ver a un viejo amigo.

Su voz continuaba siendo ominosamente plana.

Observé la daga, que ahora estaba sobre la mesa.

—¿Ese viejo amigo es un vampiro?

—Vino, Françoise.

Edward cogió unas cuantas hojas de papel, desordenando mis montones cuidadosamente arreglados.

Reprimí una protesta mientras tomaba una de mis plumas y escribía con furiosa velocidad. No me había mirado desde que habían llamado a la puerta.

—Hay sangre fresca de la carnicería. Tal vez deberías…

Edwardlevantó la vista con la boca comprimida en una delgada línea. Françoise le sirvió un gran cáliz de vino sin rechistar. Cuando la doncella acabó, él le tendió dos cartas.

—Entrega esto al conde de Northumberland en Russell House. La otra es para Raleigh. Estará en Whitehall.

Françoise se marchó de inmediato y Edward se dirigió apresuradamente a la ventana, para mirar hacia la calle.

Tenía el pelo enredado en el alto cuello de lino y de pronto sentí la necesidad de colocárselo. Pero la posición de sus hombros me advirtió que tal gesto de pertenencia no sería bien recibido.

—¿Al padre Hubbard? —le recordé. Pero Edward tenía

la mente en otra parte.

—Vas a conseguir que te maten —dijo con aspereza, todavía de espaldas—.Esme me advirtió de que no tenías instinto de supervivencia. ¿Cuántas veces tiene que suceder algo así para que lo desarrolles?

—¿Qué he hecho ahora?

—Querías que te vieran, Bella —dijo con severidad—.

Pues bien, lo han hecho.

—Deja de mirar por la ventana. Estoy harta de hablar con tu nuca —dije con tranquilidad, aunque me apetecía estrangularlo—. ¿Quién es el padre Hubbard?

—Andrew Hubbard es un vampiro. Maneja todo Londres.

—¿A qué te refieres con que maneja todo Londres? ¿A que todos los vampiros de la ciudad le hacen caso?

En el siglo XXI, los vampiros de Londres eran conocidos por su inquebrantable fidelidad a la manada, sus hábitos nocturnos y su lealtad, o eso había oído decir a otras brujas.

Ni tan extravagantes como los vampiros de París, Venecia o Estambul, ni tan sedientos de sangre como los de Moscú, Nueva York y Pekín, los vampiros de Londres eran un grupo bien organizado.

—No solo los vampiros. Las brujas y los daimones también. —Edward se volvió hacia mí, con una mirada fría —. Andrew Hubbard es un antiguo sacerdote de escasa educación y suficientes conocimientos de teología como

para causar problemas. Se convirtió en vampiro la primera vez que la peste asoló Londres. Había matado casi a media ciudad en 1349. Hubbard sobrevivió a la primera oleada de la epidemia, cuidando a los enfermos y enterrando a los muertos, pero con el tiempo sucumbió.

—Y alguien lo salvó convirtiéndolo en vampiro.

—Sí, aunque nunca he sido capaz de descubrir quién fue.

Existen numerosas leyendas, sin embargo, la mayoría son sobre su supuesta resurrección divina. Cuando tenía la certeza de que iba a morir, la gente dice que cavó una tumba para sí mismo en el camposanto y que se metió dentro a esperar a Dios. Horas después Hubbard se levantó y salió caminando entre los vivos. —Edward hizo una pausa—.

No creo que haya estado enteramente cuerdo desde entonces. Hubbard reúne almas perdidas —continuó Edward—. En aquellos días había demasiadas para contarlas. Él las acogía: huérfanos, viudas, hombres que

habían perdido a toda su familia en una sola semana. A aquellos que caían enfermos los convertía en vampiros, los rebautizaba y se aseguraba de que tuvieran hogar, alimento y trabajo. Hubbard los considera sus hijos.

—¿Incluso a las brujas y los daimones?

—Sí —dijo Edward lacónicamente—. Los conduce a través de un ritual de adopción, pero no tiene nada que ver con el que Carlisle llevó a cabo. Hubbard prueba su sangre.

Asegura que revela el contenido de sus almas y proporciona la prueba de que Dios le confía su cuidado.

—Y además le revela sus secretos —dije lentamente. Edward asintió. No me extrañaba que quisiera mantenerme alejada de ese tal padre Hubbard. Si un

vampiro probaba mi sangre, se enteraría de lo del bebé… y de quién era su padre.

—Carlisle y Hubbard llegaron a un acuerdo que eximía a los De Cullen de sus rituales y obligaciones familiares.

Probablemente debería haberle dicho que eras mi esposa antes de entrar en la ciudad.

—Pero elegiste no hacerlo —dije con tacto, entrelazando las manos. Ahora sabía por qué Gallowglass había pedido que recaláramos en algún otro lugar que no fuera al pie de Water Lane. Carlisle tenía razón. En ocasiones, Edward se comportaba como un idiota. O como el hombre más arrogante sobre la faz de la tierra.

—Hubbard se mantiene alejado de mi camino y yo del suyo. En cuanto sepa que eres una De Cullen, también te dejará en paz a ti. —Edward avistó algo allá abajo, en la calle—. Gracias a Dios. —Unos pasos pesados resonaron

sobre las escaleras y un minuto después Gallowglass y Hancock estaban en nuestra sala—. Sí que habéis tardado.

—Hola también a ti, Edward —dijo Gallowglass—. Así que, finalmente, Hubbard ha solicitado audiencia. Y antes de que lo sugieras, ni se te ocurra hacerle torcer la nariz dejando aquí a la tiíta. Sea cual sea el plan, ella también irá.

Inusitadamente, Edward se pasó la mano por el pelo de atrás adelante.

—Mierda —dijo Hancock, observando el progreso de los dedos de Edward. Hacer que su cabello se quedara erguido como una cresta era, al parecer, otro de los gestos reveladores de Edward: uno que significaba que su

creativo pozo de evasivas y verdades a medias se había secado—. Tu único plan era evitar a Hubbard. No tienes otro. Nunca hemos tenido la certeza de si eras un hombre valiente o un majadero, De Cullen, pero creo que esto

podría hacer que se decidiera la cuestión…, y no en tu favor.

—Pensaba llevar a Bella a ver a Hubbard el lunes.

—Después de que esta llevara en la ciudad diez días — observó Gallowglass.

—No había necesidad alguna de apresurarse. Bella es una De Cullen. Además, no estamos en la ciudad — señaló Edward con celeridad. Al ver mi mirada confusa, continuó—. En realidad Blackfriars no forma parte de Londres.

—No tengo intención alguna de entrar en la guarida de Hubbard a volver a discutir con él la geografía de la ciudad —aseguró Gallowglass, mientras golpeaba los guantes contra el muslo—. No estaba de acuerdo cuando utilizaste dicho argumento para poder emplazar a la hermandad en la

Torre cuando llegamos para ayudar a los habitantes de Lancaster en 1485 y no va a estar de acuerdo ahora.

—No le hagamos esperar —dijo Hancock.

—Tenemos mucho tiempo.

El tono de Edward era desdeñoso.

—Nunca has entendido las mareas, Edward. Asumo que iremos por el agua, dado que tú piensas que el Támesis en realidad tampoco forma parte de la ciudad. Si es así, puede que ya lleguemos demasiado tarde. Vamos allá.

Gallowglass apuntó con el pulgar hacia la puerta principal.

Pierre nos estaba esperando allí, enfundándose las manos en cuero negro. Había permutado su habitual capa marrón por una negra que era demasiado larga como para estar a la moda. Un artilugio plateado le cubría el brazo

derecho: una serpiente que rodeaba una cruz con una media luna insertada en el cuadrante superior. Era el emblema de Carlisle, que difería del de Edward únicamente en la ausencia de la estrella y la flor de lis.

Una vez que Gallowglass y Pierre estuvieron vestidos de forma similar, Françoise le puso a Edward una capa idéntica sobre los hombros. Sus pesados pliegues rozaban el suelo, lo que le hacía parecer más alto e incluso más imponente. Ver a los cuatro juntos resultaba intimidatorio y proporcionaba inspiración plausible a todos los relatos jamás escritos por humanos sobre vampiros vestidos con capas negras.

Al final de Water Lane, Gallowglass echó un vistazo a las embarcaciones disponibles.

—En esa entraremos todos —dijo, señalando una larga barca de remos al tiempo que emitía un silbido que perforaba los oídos. Cuando el hombre que estaba al lado de ella preguntó adónde nos dirigíamos, el vampiro se

embarcó en una serie de complicadas instrucciones relacionadas con la ruta, hacia cuál de los numerosos muelles de la ciudad íbamos a poner rumbo y quién remaría. Después de que Gallowglass le gruñera, el pobre hombre se hizo un ovillo al lado de la lámpara de proa de la embarcación, mirando nervioso de vez en cuando hacia atrás por encima del hombro.

—Intimidar a todos los barqueros que conocemos no va a mejorar las relaciones con nuestros vecinos —comenté mientras Edward subía a bordo, mirando deliberadamente a la cervecería que había allí al lado. Hancock me tomó en brazos sin ceremonia alguna y me entregó a mi esposo. El brazo de Edward me rodeó con fuerza mientras el bote salía disparado por el río. Tal fue la velocidad que hasta el barquero dio un respingo.

—No hay necesidad de captar la atención sobre nosotros, Gallowglass —dijo Edward con sequedad.

—¿Quieres remar tú mientras yo abrigo a tu esposa? —

Como Edward no respondía, Gallowglass sacudió la cabeza—. Ya me parecía que no.

El suave brillo de las lámparas de London Bridge penetraron en la penumbra que se extendía ante nosotros, y el estrepitoso sonido del agua moviéndose a toda velocidad se hacía cada vez más fuerte con cada palada de Gallowglass. Edward avistó la costa.

—Atraca en las escaleras de Old Swan. Quiero regresar en este bote e ir corriente arriba antes de que cambie la marea.

—Silencio. —El susurro de Hancock tenía un tono amenazante—. Se supone que tenemos que acercarnos con sigilo a Hubbard. Con el ruido que estáis haciendo, bien podríamos haber recorrido Cheapside con trompetas y

estandartes.

Gallowglass se volvió hacia popa y dio dos fuertes paladas con la mano izquierda. Unas cuantas paladas más nos situaron en el embarcadero —que no era más que un desvencijado tramo de escalones, en realidad, sujetos a una especie de postes listados—, donde esperaban varios hombres. El barquero los echó con unas cuantas palabras lacónicas y saltó del bote en cuanto pudo.

Trepamos al nivel de la calle y nos pusimos en camino a través de intrincadas calles en silencio, revoloteando entre casas y atravesando jardincillos. Los vampiros se movían con el sigilo de los gatos. Yo lo hacía con menos seguridad, tropezando con las piedras sueltas y pisando charcos. Al final giramos para salir a una calle ancha. Se oyó una carcajada procedente del final de la misma y vi una luz que salía de unos amplios ventanales y se vertía sobre la calle. Me froté las manos, atraída por aquella calidez. Tal vez ese fuera nuestro destino. Tal vez aquello resultara fácil y pudiéramos reunirnos con Andrew Hubbard, mostrarle mi anillo de boda y regresar a casa.

Pero Edward nos hizo atravesar la calle hasta llegar a un desolado camposanto cuyas lápidas se inclinaban las unas hacia las otras como si la muerte procurara el bienestar de alguien más. Pierre tenía un sólido aro de metal lleno de llaves y Gallowglass insertó una en la cerradura de la puerta

que había al lado del campanario. Atravesamos la nave destartalada y cruzamos una puerta de madera que estaba a la izquierda del altar. Unas estrechas escaleras de piedra se precipitaban hacia la oscuridad. Con mi limitada vista de ser de sangre caliente, no había forma de mantener la

orientación mientras dábamos vueltas y girábamos a través de estrechos pasadizos y encrucijadas que olían a vino, a rancio y a descomposición humana. Aquella experiencia parecía extraída directamente de las historias que contaban los humanos para disuadir a la gente de que merodeara por

los sótanos de las iglesias y los cementerios.

Bajamos todavía más por un laberinto de túneles y salas subterráneas, y entramos en una cripta débilmente iluminada. Los cráneos apilados de un pequeño osario nos miraban fijamente con ojos huecos. Una vibración en la

piedra del suelo y el sonido ahogado de unas campanas indicaban que, en algún lugar sobre nosotros, los relojes estaban dando las siete. Edward nos llevó apresuradamente por otro túnel al final del cual se veía un suave resplandor.

Al final llegamos a una bodega utilizada para almacenar el vino que descargaban los barcos del Támesis. Había unos cuantos barriles al lado de las paredes y el olor más fresco a serrín rivalizaba con el aroma del vino añejo. Localicé la fuente de los anteriores aromas: unos ataúdes cuidadosamente apilados, ordenados por tamaño. Había desde largas cajas capaces de albergar a Gallowglass hasta minúsculos cofres para bebés. Las sombras se movían y parpadeaban en las oscuras esquinas, y en el centro de la sala estaba teniendo lugar algún tipo de ritual entre una multitud de criaturas.

—Mi sangre es vuestra, padre Hubbard. —El hombre que hablaba estaba asustado—. Os la ofrezco de buen grado, con el fin de que conozcáis mi corazón y me contéis entre vuestra familia.

Se hizo el silencio. Un grito de dolor. Acto seguido, una tensa sensación de expectación invadió el aire.

—Acepto tu regalo, James, y prometo protegerte como a mi propio hijo —respondió una voz áspera—. A cambio, tú me honrarás como si fuera tu padre. Saluda a tus hermanos y hermanas.

Entre el alboroto de bienvenida, mi piel experimentó una gélida sensación.

—Llegas tarde. —Aquel sonido sordo se abrió paso abruptamente entre el parloteo y me erizó el vello de la nuca—. Y acompañado por toda una comitiva, según veo.

—Eso es imposible, ya que no teníamos ninguna cita.

Edward me agarró por el codo mientras decenas de miradas me pellizcaban, me hacían cosquillas y me helaban la piel.

Unos suaves pasos se aproximaron, trazando un círculo.

Un hombre alto y delgado apareció directamente ante mí.

Lo miré a los ojos sin estremecerme, a sabiendas de que mostrar mi temor a un vampiro era lo peor que podía hacer.

Hubbard tenía los ojos hundidos bajo una recia frente y en ellos se apreciaban vetas azules, verdes y marrones radialmente dispuestas alrededor de un iris de color pizarra.

Los ojos del vampiro eran el único toque de color que había en él. Por lo demás era sobrenaturalmente pálido, con un cabello rubio blanquecino cortado al ras del cráneo, unas cejas y unas pestañas prácticamente invisibles y un ancho tajo horizontal a modo de boca, inserto en un rostro

perfectamente rasurado. Su largo abrigo negro, que parecía una mezcla entre una toga de estudiante y una casulla clerical, acentuaba su cadavérica constitución. No cabía duda de la fuerza de aquellos hombros anchos y

ligeramente encorvados, pero el resto de su cuerpo era prácticamente un esqueleto.

Con un movimiento desenfocado, unos dedos romos y fuertes me agarraron la barbilla y me volvieron la cara hacia un lado. De inmediato, la mano de Edward envolvió la muñeca del vampiro.

La fría mirada de Hubbard me rozó el cuello, advirtiendo la cicatriz que tenía en él. Por una vez deseé que Françoise me hubiera vestido con la mayor gorguera que pudiera encontrar. Exhaló una ráfaga helada que olía a cinabrio y abeto antes de que su ancha boca se tensara y los extremos

de sus labios pasaran de un pálido tono melocotón al blanco.

—Tenemos un problema, señor Masen —dijo Hubbard.

—Tenemos varios, padre Hubbard. El primero es que tenéis las manos sobre algo que me pertenece. Si no las retiráis, haré pedazos esta guarida antes del amanecer. Lo que suceda a continuación hará que todas las criaturas de la ciudad, ya sean daimones, humanos, wearhs o brujas, crean que el fin del mundo ha llegado.

La voz de Edward vibraba de ira.

De las sombras emergieron varias criaturas. Vi a John Chandler, el boticario de Cripplegate, que me miró a los ojos desafiante. Kit también estaba allí, de pie al lado de otro daimón. Cuando el brazo de su amigo se deslizó a través de la parte interior de su codo, Kit se zafó con disimulo.

—Hola, Kit —dijo Edward con voz apagada—. Creía que, a estas alturas, ya habrías huido y estarías escondido.

Hubbard me sujetó la barbilla unos instantes más y me echó la cabeza hacia atrás hasta que lo miré a los ojos nuevamente. Mi rabia hacia Kit y hacia el brujo que nos había traicionado debió de hacerse latente, y él sacudió la

cabeza a modo de advertencia.

—«No guardaréis rencor a vuestro hermano en vuestro corazón» —murmuró, al tiempo que me soltaba. Hubbard barrió la sala con la mirada—. Dejadnos.

Las manos de Edward estrecharon mi cara y sus dedos me acariciaron la piel de la barbilla para borrar el olor de Hubbard.

—Ve con Gallowglass. Te veré en breve.

—Ella se queda —dijo Hubbard.

Los músculos de Edward temblaron. No estaba acostumbrado a que anularan sus órdenes. Tras un duradero silencio, ordenó a sus amigos y familiares que esperaran fuera. Hancock fue el único que no obedeció de inmediato.

—Tu padre dice que un hombre sabio puede ver más desde el fondo de un pozo que un necio desde la cima de una montaña. Esperemos que tenga razón —murmuró Hancock—, porque el sitio adonde nos has traído esta noche es un maldito agujero.

Echando un último vistazo, este siguió a Gallowglass y a Pierre a través de una abertura que había en la pared del fondo. Una pesada puerta se cerró y se hizo el silencio.

Los tres estábamos tan cerca que pude oír cómo los pulmones de Edward soltaban el aire con suavidad. En cuanto a Hubbard, me preguntaba si la peste le habría hecho algo más que volverlo loco. Tenía la piel cerosa, más que si fuera de porcelana, como si todavía sufriera los efectos persistentes de la enfermedad.

—Permitidme que os recuerde, monsieur De Cullen que estáis aquí gracias a mi indulgencia —manifestó Hubbard, mientras se sentaba en la enorme y solitaria silla que había en la cámara—. Aunque representáis a la Congregación, permito vuestra presencia en Londres porque vuestro padre así lo requiere. Pero habéis despreciado nuestras tradiciones y permitido que vuestra esposa entre en la ciudad sin presentarla ante mí y mi rebaño. Eso por no hablar del tema de vuestros caballeros.

—La mayoría de los caballeros que me acompañaban llevan viviendo más tiempo en esta ciudad que vos, Andrew.

Cuando insististeis en que se unieran a vuestro «rebaño» o que abandonaran la ciudad, se instalaron fuera de las murallas. Vos y mi padre acordasteis que los De Cullen no llevarían a más miembros de la hermandad a la ciudad. Y

no lo hemos hecho.

—¿Y creéis que a mis hijos les importan esas sutilezas?

He visto los anillos que llevan y los adornos de sus capas —replicó Hubbard, inclinándose hacia delante con mirada amenazadora—. Me hicieron creer que estabais a medio camino de Escocia. ¿Por qué seguís aquí?

—Tal vez no pagáis lo suficiente a vuestros informadores —sugirió Edward—. Kit anda muy escaso de fondos, últimamente.

—Yo no compro el amor y la lealtad, ni echo mano de la intimidación y la tortura para conseguir lo que quiero.

Christopher hace de buen grado lo que le pido, como hacen todos los hijos cuando aman a su padre.

—Kit tiene demasiados señores como para ser fiel a cualquiera de ellos.

—¿No se podría decir lo mismo de vos? —desafió Hubbard a Edward, después de lo cual se volvió hacia mí e inspiró deliberadamente mi aroma. Luego emitió un suave y triste sonido—. Pero hablemos de vuestro matrimonio.

Algunos de mis hijos creen que las relaciones entre una bruja y un wearh son repugnantes. Pero la Congregación y su pacto no son mejor recibidos en mi ciudad de lo que lo son los vengativos caballeros de vuestro padre. Ambos

interfieren en el deseo de Dios de que vivamos como una familia. Además, vuestra mujer es una hilandera de tiempo —dijo Hubbard—. Yo no apruebo a las hilanderas de tiempo, porque tientan a hombres y mujeres con ideas que

no pertenecen a esta era.

—¿Ideas como la capacidad de elección y la libertad de pensamiento? —le espeté—. ¿Qué teméis…?

—Lo siguiente —interrumpió Hubbard, todavía mirando fijamente a Edward como si yo fuera invisible— es la cuestión de haberos alimentado de ella —comentó, y sus ojos se movieron hacia la cicatriz que Edward me había

dejado en el cuello—. Cuando las brujas la descubran, exigirán una investigación. Si vuestra esposa es hallada culpable de ofrecer por voluntad propia su sangre a un vampiro, será repudiada y expulsada de Londres. Y, si se os halla culpable de tomarla sin su consentimiento, seréis ejecutado.

—Ya está bien de sentimentalismos familiares — murmuré.

—Bella —me advirtió Edward.

Hubbard unió las manos en forma de carpa y estudió a Edward una vez más.

—Y, para finalizar, está encinta. ¿Acudirá el padre del niño a buscarla?

Aquello hizo que dejara de contestarle. Hubbard aún no había descubierto nuestro mayor secreto: que Edward era el padre de mi hijo. Luché contra el pánico. «Piensa… y sobrevive». Puede que el consejo de Carlisle nos sacara de aquel aprieto.

—No —se limitó a responder Edward.

—Así que el padre ha fallecido… por causas naturales o a vuestras manos —dijo Hubbard, mirando largamente a Edward—. En ese caso, el hijo de la bruja entrará a formar parte de mi rebaño cuando nazca. Su madre se convertirá ahora mismo en una de mis hijas.

—No —repitió Edward—. No lo hará.

—¿Cuánto imagináis que sobreviviréis ambos fuera de Londres cuando esas ofensas lleguen a oídos del resto de la Congregación? —preguntó Hubbard, negando con la cabeza —. Vuestra esposa estará a salvo aquí mientras sea

miembro de mi familia y no se produzca más intercambio de sangre entre vosotros.

—No haréis pasar a Bella por esa depravada ceremonia.

Decidle a vuestros «hijos» que os pertenece si no os queda más remedio, pero no tomaréis su sangre ni la de su hijo.

—No mentiré a las almas que están a mi cuidado. ¿Por qué será, hijo mío, que los secretos y la guerra son las únicas respuestas que tenéis cuando Dios os pone ante un desafío? Solo llevan a la destrucción —aseguró Hubbard.

Su cuello se agitó con emoción—. Dios reserva la salvación para aquellos que creen en algo mayor que sí mismos.

Antes de que Edward le espetara una respuesta, posé una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

—Excusadme, padre Hubbard —dije—. Si he entendido correctamente, ¿los De Cullen están exentos de vuestra autoridad?

—Correcto, señora Masen. Pero v o s no sois una De Cullen. Simplemente estáis casada con uno.

—Eso es erróneo —repliqué, agarrando con fuerza la manga de mi marido—. Soy hija de Carlisle de Cullen por juramento de sangre, además de esposa de Edward.

Soy una De Cullen por partida doble y ni yo ni mi hijo os llamaremos jamás padre.

Andrew Hubbard parecía estupefacto. Mientras yo colmaba de bendiciones silenciosas a Carlisle por ir siempre tres pasos por delante del resto de nosotros, los hombros de Edward finalmente se relajaron. Allá lejos, en

Francia, su padre había garantizado nuestra seguridad una vez más.

—Comprobadlo si gustáis. Carlisle me marcó la frente aquí —aseguré, tocando el punto entre las cejas donde estaba localizado mi tercer ojo de bruja. Por el momento estaba adormecido, sin preocuparse por los vampiros.

—Os creo, señora Masen —dijo finalmente Hubbard —. Nadie tendría la temeridad de mentir sobre tal cosa en una casa de Dios.

—Tal vez podáis ayudarme, entonces. Estoy en Londres para buscar ayuda con algunos puntos concretos de la magia y la brujería. ¿A cuál de vuestros hijos recomendaríais para dicha tarea?

Mi pregunta borró la sonrisa de Edward.

—Bella —gruñó.

—Mi padre se sentiría muy complacido si pudierais ayudarme —continué tranquilamente, ignorándolo. —¿Y qué forma adquiriría tal complacencia?

Andrew Hubbard también era un príncipe del Renacimiento y le interesaba ganar cualquier tipo de ventaja estratégica posible.

—Para empezar, a mi padre le complacerá que le ponga al corriente de nuestras hogareñas horas de asueto en la víspera de Año Nuevo —dije, mirándolo a los ojos—. Todo lo demás que pueda comentarle en mi próxima carta dependerá del brujo que enviéis a El Venado y la Corona.

Hubbard consideró mi petición.

—Discutiré vuestras necesidades con mis hijos y decidiré quién podría ser el más apropiado para vos.

—Envíe a quien envíe, será un espía —me advirtió Edward.

—Tú también eres un espía —señalé—. Estoy cansada.

Quiero irme a casa.

—Nuestros asuntos aquí han sido solventados, Hubbard.

Espero que Bella, al igual que todos los De Cullen, esté en Londres con vuestra aprobación.

Edward se volvió para marcharse sin esperar una respuesta.

—Incluso los De Cullen deben tener cuidado en la ciudad —gritó Hubbard a nuestras espaldas—. A ver si lo recordáis, señora Masen.

Edward y Gallowglass hablaban en voz baja mientras remábamos de regreso a casa, pero yo iba en silencio. Me negué a que me ayudaran mientras salía del bote y empezaba a subir por Water Lane sin esperarlos. Aun así, Pierre ya me había adelantado cuando alcancé el pasadizo para entrar en El Venado y la Corona, y Edward estaba a mi lado. Dentro, Walter y Henry nos estaban esperando. Se pusieron en pie de un salto.

—Gracias a Dios —dijo Walter.

—Hemos venido en cuanto nos enteramos de que estabais en apuros. George está enfermo en la cama y ni Kit ni Tom aparecen por lado alguno —explicó Henry mientras nos miraba ansiosa y alternativamente a Edward y a mí.

—Siento haberos llamado. Mi alarma resultó ser prematura —aseveró Edward al tiempo que la capa giraba alrededor de sus pies mientras se la quitaba de los hombros.

—Si concierne a la orden… —empezó a decir Walter, observando la capa.

—No es así —le aseguró Edward.

—Me concierne a —dije—. Y antes de que vengáis con algún otro plan desastroso, meteos esto en la cabeza: los brujos son cosa mía. Edward está siendo vigilado, y no solo por Andrew Hubbard.

—Ya está habituado —dijo Gallowglass ásperamente—.

No prestéis atención a los mirones, tiíta.

—Necesito encontrar un profesor, Edward —dije. Mi mano bajó revoloteando al punto del corpiño que me cubría la cúspide del estómago—. Ninguna bruja va a compartir sus secretos mientras alguno de vosotros esté involucrado.

Todo aquel que entra en esta casa o es un wearh o es filósofo o es espía. Lo que significa, a ojos de mi gente, que cualquiera de vosotros podría entregarnos a las autoridades. Berwick puede parecer muy lejano, pero el

pánico se está extendiendo—. La mirada de Edward era gélida, pero al menos me estaba escuchando—. Si haces venir a una bruja, vendrá. Edward Masen siempre se sale con la suya. Pero, en lugar de ayuda, conseguiré otro

número como el que ejecutó la viuda Beaton. Eso no es lo que necesito.

—Menos aún necesitáis la ayuda de Hubbard —dijo Hancock agriamente.

—No tenemos mucho tiempo —le recordé a Edward.

Hubbard no sabía que el bebé era de Edward, y Hancock y Gallowglass no habían percibido mi cambio de olor… todavía. Pero los sucesos de esa tarde habían puesto de manifiesto nuestra precaria situación.

—Muy bien, Bella. Te dejaremos las brujas a ti. Pero nada de mentiras —dijo Edward— ni de secretos. Tendrás que comunicarle a cualquiera de las personas que estamos en esta habitación dónde te encuentras en cada momento.

—Edward, no puedes… —protestó Walter.

—Confío en el criterio de mi esposa —declaró Edward con firmeza.

—Eso es lo que Carlisle dice de la abuelita —murmuró Gallowglass entre dientes—. Justo antes de que pierda el control.

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