EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 42: CAPÍTULO 42

CAPITULO 42

 

Ahora sólo estamos nosotros y los fantasmas. —Mi estómago protestó.

— ¿Cuál es tu comida favorita? —me preguntó.

—Pizza —respondí de inmediato.

—Debes comerla mientras puedas. Pide una y pasaremos a recogerla.

No habíamos ido más allá de los alrededores inmediatos de la casa de las Bishop desde nuestra llegada y resultaba extraño estar paseando por las afueras de Madison en un Range Rover junto a un vampiro. Tomamos un camino secundario hacia

Hamilton, yendo al sur por las colinas, hacia el pueblo, antes de doblar al norte otra vez para buscar la pizza. Mientras avanzábamos, le indiqué dónde iba a nadar cuando era niña y dónde había vivido mi primer noviazgo serio. El pueblo estaba cubierto con adornos de Halloween: gatos negros, brujas sobre escobas e incluso árboles decorados con huevos de color naranja y negro. En esta parte del mundo, no eran sólo las brujas quienes se tomaban en serio estas celebraciones.

Cuando llegamos a la pizzería, Edward bajó conmigo, sin preocuparle en lo más mínimo que brujas o humanos lo vieran conmigo. Me estiré hacia arriba para besarlo y él me devolvió el beso con una risa que era casi alegre.

La estudiante universitaria que nos atendió miró a Edward con evidente admiración cuando le entregó la pizza.

—Menos mal que no es una bruja —dije cuando regresamos al coche —. Me habría convertido en un tritón para irse volando contigo en su escoba.

Fortalecidos con la pizza —con pimientos y setas —, me dispuse a arreglar el desorden que había quedado en la cocina y en la sala. Edward sacó montañas de papel del comedor que quemó en la chimenea de la cocina.

— ¿Qué hacemos con esto? —preguntó enseñándome la carta de mi madre, el misterioso epigrama de tres líneas y la página del Ashmole 782.

—Deja todo en el salón principal —dije—. La casa los cuidará.

Continué haciendo cosas, como lavar la ropa y ordenar el despacho de Sarah. Cuando subí a guardar nuestras ropas, advertí que ambos ordenadores habían desaparecido. Corrí ruidosamente escaleras abajo presa del pánico.

— ¡Edward! ¡Los ordenadores han desaparecido!

—Los tiene Jacob — me informó, atrapándome en sus brazos y alisándome el pelo sobre la nuca —. Todo va bien. Nadie ha estado en la casa.

Mis hombros se relajaron, aunque todavía el corazón me latía con fuerza ante la idea de que pudiéramos ser sorprendidos por otro Cayo u otra Tanya.

El hizo un té y luego me frotó los pies mientras me lo tomaba. En todo ese tiempo no habló de nada importante: las casas en Hamilton que le hacían recordar algún otro lugar y otro tiempo, la primera vez que olfateó un tomate, lo que pensó cuando me vio remar en Oxford…, hasta que me relajé aliviada envuelta en aquella calidez.

Edward era siempre diferente cuando no había nadie cerca, pero el contraste fue especialmente notable una vez que nuestras familias se marcharon. Desde que llegamos a la casa de las Bishop, poco a poco había ido asumiendo la responsabilidad por otras ocho vidas. Había velado por todos ellos, sin considerar quiénes eran ni qué clase de parentesco loman con él, con la misma feroz intensidad. En ese momento sólo tenía una criatura de la que ocuparse.

—No hemos tenido mucho tiempo para hablar —observé, pensando en el torbellino de los días pasados desde que nos habíamos conocido —. Solos nosotros dos.

—Las semanas anteriores han sido casi bíblicas en sus pruebas. Pienso que lo único de lo que nos hemos librado es de una plaga de langostas. —Hizo una pausa —. Pero si el universo quería ponernos a prueba al estilo antiguo, hoy llegaremos al final de nuestras penurias. Esta noche se cumplirán cuarenta días.

Había pasado tan poco tiempo y habían ocurrido tantas cosas...

Puse mi taza vacía sobre la mesa y le cogí las manos.

— ¿Adónde nos vamos, Edward?

— ¿Puedes esperar un poco más, mon couer? —Miró por la ventana —. Quisiera que este día nunca acabara. Y muy pronto se hará de noche.

—Te gusta jugar a las casitas conmigo. —Un mechón de pelo había caído sobre su frente, y se lo coloqué echándolo hacia atrás.

—Me encanta jugar a las casitas contigo —dijo, cogiéndome la mano.

Hablamos tranquilamente durante otra media hora antes de que Edward volviera a mirar afuera otra vez.

—Ve arriba y date un baño. Usa hasta la última gota de agua del depósito dándote también una larga ducha caliente. Podrás desear una pizza de vez en cuando en los próximos días. Pero eso no será nada comparado con lo que desearás tener agua caliente. En pocas semanas serás capaz de matar tranquilamente a alguien por darte una ducha.

Edward subió mi traje de Halloween mientras me bañaba: un vestido negro largo hasta la pantorrilla con cuello alto, botas de punta afilada y un sombrero puntiagudo.

— ¿Puedo preguntar qué es esto? —Me enseñó un par de medias a rayas horizontales rojas y blancas.

—Esas son las medias que Emily mencionó —gruñí—. ¡Se enterará si no me las pongo!

—Si todavía tuviera mi teléfono conmigo, te sacaría una foto con estas horribles cosas puestas para chantajearte durante toda la eternidad.

— ¿Hay algo con lo que pueda comprar tu silencio? — Me hundí más todavía en la bañera.

—Seguro que lo hay —respondió Edward, arrojando las medias detrás de él.

Jugueteamos al principio. Igual que la noche anterior durante la cena y otra vez en el desayuno; evitamos mencionar que ésta podría ser nuestra última oportunidad de estar juntos. Yo era todavía una principiante, pero Emily me había dicho que incluso los más experimentados viajeros en el tiempo sentían respeto por la imprevisibilidad de moverse entre el pasado y el futuro, y reconocían que era muy fácil quedarse vagando indefinidamente dentro de la telaraña del tiempo.

Edward percibió mi cambio de humor y respondió a él primero con mayor delicadeza, para luego adoptar una feroz actitud posesiva que me exigía no pensar nada más que en él.

A pesar de nuestra evidente necesidad de comprensión y protección, no consumamos nuestro matrimonio.

—Cuando estemos a salvo —había murmurado él, besándome a lo largo de la clavícula—. Cuando haya más tiempo.

En algún momento, la ampolla provocada por la viruela reventó. Edward la revisó y declaró que estaba evolucionando muy bien, una rara descripción para una horrible herida abierta del tamaño de una moneda de diez centavos. Retiró la venda de mi cuello y quedó a la vista un ligero rastro de las suturas de Alice, y también la venda de mi brazo.

—Te recuperas rápido —dijo con tono de aprobación, besando la parte interna de mi codo donde él había bebido de mis venas. Sentí sus labios cálidos contra mi piel.

— ¡Qué raro! Mi piel está fría ahí. —Me toqué el cuello —, Y aquí también.

Edward pasó el pulgar sobre el lugar donde mi carótida pasaba cerca de la superficie. Me estremecí cuando me tocó. Al parecer, el número de terminaciones nerviosas se había triplicado en ese lugar.

—Sensibilidad adicional dijo Edward —, como si fueras en parte vampiro. —Se inclinó y puso sus labios sobre mi pulso.

— ¡Ah! —contuve una exclamación, sorprendida por la intensidad de la sensación.

Consciente de la hora, me puse el vestido negro y me lo abroché. Con una trenza que caía por mi espalda, podría habersalido de una fotografía de finales del siglo XIX.

— ¡Lástima que no vayamos a viajar en el tiempo hasta la Primera Guerra Mundial! —observó Edward, tirando de las mangas del vestido —. Podrías ser perfectamente una maestra de alrededor de 1912 con esa ropa.

—Pero no con estas medias puestas. —Me senté en la cama y empecé a ponerme las medias a rayas multicolores.

Edward estalló en carcajadas y me pidió que me colocara el sombrero inmediatamente.

—Yo misma me encenderé —protesté —. Espera a que las calabazas estén encendidas.

Salimos con cerillas, pensando que podíamos encender las calabazas a la manera humana. Pero se había levantado una brisa que hacía difícil mantener las velas encendidas.

— ¡Maldición! —exclamé —. El trabajo de Sophie no debe ser desperdiciado.

— ¿No puedes usar un hechizo? —quiso saber Edward, listo para volver a intentarlo con las cerillas.

—Si no puedo, entonces no tiene sentido fingir que soy una bruja en Halloween. —La simple posibilidad de tener que explicar mi fracaso a Sophie me hizo concentrarme más en la tarea, y la mecha cobró vida. Encendí las otras once calabazas que estaban alineadas a lo largo del sendero de la entrada, cada una más notable o aterradora que la anterior.

A las seis de la tarde se oyeron fuertes golpes en la puerta y gritos con voces distorsionadas pidiendo golosinas bajo la amenaza de sorpresas desagradables. Edward nunca había tenido la experiencia de un Halloween estadounidense, y les dio la bienvenida de buena gana a nuestros primeros visitantes.

Los que estaban allí recibieron una de sus grandes y seductoras sonrisas, antes de que Edward me sonriera y me hiciera señas para que me acercara.

Una pequeña bruja y un vampiro apenas un poco más grande estiraban sus manos en el porche de la entrada.

— ¡Truco o trato! —canturrearon, mostrando sus almohadones abiertos.

—Soy un vampiro —se presentó el muchacho, y le enseñó sus colmillos a Edward. Señaló a su hermana—. Ella es una bruja.

—Ya lo veo —dijo Edward con solemnidad mirando la capa negra y el maquillaje blanco —. Yo soy un vampiro también.

El niño lo examinó con ojo crítico.

—Tu mamá tenía que haberse esforzado más con tu disfraz. No pareces para nada un vampiro. ¿Dónde está tu capa? —El vampiro en miniatura extendió los brazos con un pliegue de su propia capa de raso en cada puño,' mostrando la forma de alas de murciélago—. ¿Ves? Necesitas una capa para volar, o no puedes convertirte en murciélago.

— ¡Ah, eso es un problema! Me he dejado mi capa en casa y ahora no puedo volar para ir a buscarla. Quizás puedas prestarme la tuya. —Edward dejó caer un puñado de golosinas en cada uno de los almohadones mientras los ojos de ambos niños se abrían desmesuradamente ante semejante generosidad. Espié por un lateral de la puerta y saludé con la mano a sus padres.

—Evidentemente ella sí que es una bruja —declaró la niña, haciendo gestos de aprobación al ver mis medias de rayas rojas y blancas y las botas negras. Por indicación de sus padres, dieron las gracias a gritos mientras corrían por el sendero hasta el coche que los esperaba.

Durante las siguientes tres horas, agasajamos a una corriente constante de hadas, princesas, piratas, fantasmas, esqueletos, sirenas y visitantes del espacio, además de más brujas y vampiros. Con delicadeza informé a Edward de que un caramelo por duende travieso era lo habitual y que si no dejaba enseguida de distribuir puñados de golosinas, nos quedaríamos sin nada mucho antes de las nueve, que era cuando los niños se retiraban.

Sin embargo, era difícil contradecirle, porque estaba disfrutando. Sus reacciones ante los niños que llegaban a la puerta me revelaron un aspecto completamente nuevo en él. Agachado para parecer menos amenazador, les hacía preguntas sobre sus disfraces, diciéndole a cada niño que se presentaba como vampiro que era la criatura más aterradora que jamás había visto.

Pero fue su encuentro con una princesa de las hadas que tenía unas alas demasiado grandes y una falda de gasa lo que meresultó más emotivo. Abrumada y exhausta por la emoción de la celebración, la niña se echó a llorar cuando Edward lepreguntó qué golosinas quería. Su hermano, un robusto pirata de seis años, le soltó la mano, escandalizado.

—Le preguntaremos a tu madre. —Edward levantó a la princesa de las hadas en sus brazos y agarró al pirata por la parte de atrás del pañuelo que cubría su cabeza. Entregó a ambos niños a los seguros brazos de los padres que esperaban. Mucho antes de llegar a ellos, sin embargo, la niña había olvidado sus lágrimas y tenía una mano pegajosa envuelta en el cuello del jersey de Edward y le golpeaba ligeramente en la cabeza con su varita mágica mientras decía:

—Abracadabra...

—Cuando crezca y piense en un príncipe azul, éste será parecido a ti — le dije cuando volvió a la casa. Una llovizna de purpurina plateada cayó cuando inclinó la cabeza para darme un beso —. Estás cubierto de polvo de hadas —le dije riéndome mientras sacudía la purpurina que le quedaba en el pelo.

Alrededor de las ocho, cuando la marea de hadas, princesas y piratas se convirtió en una oleada de adolescentes góticos con lápiz de labios negro y ropa de cuero adornada con cadenas, Edward me entregó la cesta de golosinas y se retiró al salón principal.

— ¡Cobarde! —bromeé, enderezando mi sombrero antes de abrir la puerta a otro sombrío grupo.

Apenas tres minutos antes de que fuera seguro apagar la luz del porche sin arruinar la reputación de Halloween, escuchamos otra fuerte llamada y un grito de « ¿Truco o trato?».

— ¿Quién puede ser? —gruñí, volviendo a ponerme rápidamente el sombrero.

Había dos magos jóvenes en los escalones de la entrada. Uno era el repartidor de periódicos. Estaba acompañado por un adolescente larguirucho de fea piel con la nariz perforada, a quien reconocí vagamente como miembro del clan O'Neil. Sus disfraces, si es que podían llamarse así, consistían en vaqueros rotos, camisetas sujetas con imperdibles, sangre falsa, dientes de plástico y largas correas de perro.

— ¿No eres ya demasiado mayor para esto, Sammy?

—Ahoda zoy Zam. —La voz de Sammy estaba cambiando y estaba llena de inesperados graves y agudos, y sus colmillos falsos le provocaban un ceceo.

—Hola, Sam. —Quedaba una docena de caramelos en el fondo de la cesta de golosinas —. Sírvete. Esto es todo lo que queda. Estábamos a punto de apagar las luces. ¿No deberías estar en el Refugio de los Cazadores pescando manzanas?

—Noz dijedon que vueztraz calabazaz edan dealmente imprezionantez ezte año. —Sammy se balanceó sobre sus pies —. Y, ah, bien... —Se ruborizó y se quitó los dientes de plástico —. Rob jura que vio un vampiro por aquí el otro día. Le aposté veinte dólares a que las Bishop no podían tener uno en casa.

— ¿Por qué estás tan seguro de que podrías reconocer a un vampiro si lo vieras?

El vampiro en cuestión salió del salón principal y se colocó detrás de mí.

—Caballeros... —dijo tranquilamente. Los adolescentes abrieron la boca asombrados.

—Tendríamos que ser humanos o muy estúpidos para no reconocerlo —dijo Rob, anonadado —. Es el vampiro más grande que jamás he visto. —Golpeó la palma abierta de su amigo y cogió la golosina.

—No te olvides de pagar, Sam —dije con severidad.

—Ah, Samuel —lo detuvo Edward. Su acento francés se hizo inusualmente más pronunciado —. ¿Podría pedirte algo..., un favor para mí? No le comentes nada a nadie acerca de esto.

— ¿NUNCA? Sammy se mostró reticente a la idea de no divulgar tan jugosa información.

A Edward le temblaron ligeramente los labios.

—Tienes razón. ¿Puedes mantener el silencio hasta mañana?

— ¡Sí! — Sammy asintió con la cabeza, y se volvió hacia Rob en busca de confirmación—. Sólo faltan tres horas. Podemos hacerlo. No hay problema.

Se subieron a sus bicicletas y se fueron.

—Los caminos están oscuros —señaló Edward, frunciendo el ceño con preocupación—. Deberíamos llevarlos.

—Estarán bien. No son vampiros, pero pueden encontrar perfectamente el camino que los lleva a la ciudad.

Las dos bicicletas patinaron al frenar, enviando una lluvia de grava suelta.

— ¿Quiere que apaguemos las calabazas? —gritó Sammy desde el sendero de la entrada.

—Si quieres... —respondí—, ¡Gracias!

Rob O'Neil se dirigió al lado izquierdo del sendero y Sammy al derecho, apagaron las calabazas con una envidiable facilidad.

Los dos muchachos siguieron su camino con sus bicicletas saltando sobre los baches. Su avance era facilitado por la luz de la luna y por su floreciente sexto sentido de brujos adolescentes.

Cerré la puerta y me apoyé sobre ella, gimiendo.

—Mis pies me están matando. —Desabroché las botas y me las quité con los pies. Después arrojé el sombrero sobre los escalones.

—La página del Ashmole 782 ha desaparecido —anunció Matthew en voz baja, inclinado sobre la barandilla.

— ¿Y la carta de mi madre?

—También ha desaparecido.

—Es la hora, entonces. —Me aparté de la vieja puerta y la casa gimió suavemente.

—Hazte un poco de té y nos vemos en la sala. Traeré el maletín.

Me esperaba en el sofá con el maletín de laterales blandos cerrado a sus pies y la pieza de ajedrez de plata y el pendiente de oro sobre la mesa. Le alcancé un vaso de vino y me senté junto a él.

—Ésta es tu última copa de vino. Edward miró mi té.

—Y ése es también el último té para ti. —Se pasó nerviosamente las manos por el pelo y respiró hondo —. Me habría gustado ir a alguna época más próxima, en la que hubiera menos muerte y menos enfermedad —observó, vacilante—, y a un sitio más cercano, con té e instalación de agua corriente. Pero creo que éste te va a gustar una vez que te acostumbres.

Yo todavía no sabía cuándo ni dónde era aquello.

Edward se agachó para abrir la cerradura. Cuando abrió el maletín y vio lo que había arriba, dejó escapar un suspiro de alivio.

— ¡Gracias a Dios! Tenía miedo de que Esme pudiera haberse equivocado.

— ¿No habías abierto el maletín todavía? —Estaba asombrada por su autocontrol.

—No. —Edward sacó un libro —. No quería pensar demasiado en eso. Por las dudas.

Me pasó el libro. Estaba encuadernado en cuero negro con unos sencillos bordes de plata.

—Es precioso —dije, pasando mis dedos por su superficie.

—Ábrelo. —Edward parecía ansioso.

— ¿Sabré adónde vamos cuando lo abra? —En ese momento, cuando el tercer objeto estuvo en mis manos, me sentí extrañamente reticente.

—Creo que sí.

La tapa se abrió con un chirrido y el inconfundible olor a papel viejo y tinta se elevó por el aire. No había guardas de papel con diseños marmóreos, ningún ex libris, ninguna hoja en blanco adicional como los que los coleccionistas de los siglos XVIII y XIX ponían en sus libros. Y las tapas eran pesadas, lo que indicaba que había tablas de madera ocultas debajo del cuero suavemente estirado.

Había dos líneas escritas en tinta negra y espesa en la primera página, con la letra apretada y picuda de finales del siglo XVI.

—«A mi dulce Edward —leí en voz alta —. ¿Quién amó alguna vez que no haya amado a primera vista?».

La dedicatoria estaba sin firmar, pero resultaba conocida.

— ¿Shakespeare? —Levanté la mirada hacia Edward.

—No originalmente —respondió con el rostro tenso —. Will era como una urraca cuando se trataba de coleccionar las palabras de otras personas.

Di la vuelta a la página lentamente.

No era un libro impreso, sino un manuscrito, escrito con la misma letra firme de la dedicatoria. Me acerqué para poder descifrar las palabras: «Concéntrate en tus estudios, Faustus, y empieza a explorar las profundidades de lo que vas a hacer».

— ¡Jesús! —exclamé con voz ronca, cerrando el libro de un golpe. Me temblaban las manos.

—Se va a reír como un loco cuando sepa cuál ha sido tu reacción — comentó Edward.

— ¿Esto es lo que creo que es?

—Probablemente.

— ¿Cómo lo has conseguido?

—Me lo dio Kit. —Edward le dio un golpecito a la tapa —. Fausto fue siempre mi favorito.

Todo historiador de la alquimia conoce la pieza teatral de Christopher Marlowe sobre el doctor Fausto, que vendió su alma al diablo a cambio de conocimientos y poderes mágicos. Abrí el libro y pasé los dedos sobre la inscripción mientras Edward continuaba:

—Kit y yo éramos amigos..., buenos amigos..., en un tiempo peligroso en el que había pocas criaturas en las que uno podía confiar. Causamos bastantes problemas y provocamos que muchos nos despreciaran. Cuando Sophie sacó de su bolsillo la pieza de ajedrez que él me había ganado, me pareció evidente que Inglaterra sería nuestro destino.

Sin embargo, el sentimiento que las puntas de mis dedos detectaron en la inscripción no era de amistad. Ésta era la dedicatoria de un amante.

— ¿También estabas enamorado de él? —pregunté en voz baja.

—No —respondió brevemente Edward—. Adoraba a Kit, pero no en ese sentido, y no de la manera en que él hubiera querido. Si hubiera sido por Kit, las cosas habrían sido diferentes. Pero no dependía de él y nunca fuimos más que amigos.

— ¿Conocía él tu verdadera condición? — Abracé el libro contra mi pecho, como un tesoro de valor incalculable.

—Sí. No podíamos permitirnos tener secretos. Además, él era un daimón, e inusualmente perspicaz. Uno descubría pronto que era imposible ocultarle nada a Kit.

Que Christopher Marlowe fuera un daimón tenía cierto sentido, basándome en mi limitado conocimiento de él.

—Entonces vamos a Inglaterra —dije lentamente —. ¿A qué época exactamente?

—A 1590.

— ¿A dónde?

—Todos los años algunos de nosotros nos encontrábamos en el Viejo Pabellón para conmemorar las antiguas festividades católicas de Todos los Santos y de Difuntos. Pocos se atrevían a celebrarlas, pero cuando lo hacíamos, Kit se sentía audaz y peligroso de alguna manera. Nos leía su último borrador de Fausto...; estaba siempre retocándolo, nunca satisfecho.

Bebíamos demasiado, jugábamos al ajedrez y nos quedábamos despiertos hasta el amanecer. —Edward me quitó el manuscrito de las manos. Lo dejó sobre la mesa y cogió mis manos con las suyas —. ¿Te parece bien, mon coeur? Podemos no ir y pensar en algún otro tiempo.

Pero ya era demasiado tarde. La historiadora que había en mí había empezado a procesar las oportunidades de la vida en la Inglaterra isabelina.

—Hay alquimistas en la Inglaterra de 1590.

—Sí —confirmó él cautelosamente —. No resulta particularmente agradable estar cerca de ninguno de ellos, debido al envenenamiento con mercurio y a sus extraños hábitos de trabajo. Pero lo más importante, Bella, es que hay brujas..., brujas poderosas que pueden guiarte en la magia.

— ¿Me vas a llevar a los teatros?

¿Podría acaso impedírtelo? —Edward enarcó las cejas.

—Probablemente no. —Mi imaginación se entusiasmó ante las perspectivas que se abrían ante nosotros—. ¿Podemos recorrer la Lonja Real? ¿Después de que enciendan las lámparas?

—Sí. —Me envolvió en sus brazos —. E iremos a San Pablo a escuchar un sermón, y a Tyburn a ver una ejecución. Incluso hablaremos de los internados en el hospicio de Bedlam con su director. — Su cuerpo se estremeció con la risa contenida —.

¡Por Dios, Bella! Te voy a llevar a un tiempo en que había peste, pocas comodidades, nada de té y mala odontología, y lo único en lo que se te ocurre pensar es en qué aspecto tendría la Lonja Real de Gresham por la noche.

Me aparté un poco para mirarlo con entusiasmo.

— ¿Conoceré a la reina?

—Decididamente no. —Edward me apretó contra él estremeciéndose—. Sólo pensar en lo que podrías decirle a Isabel Tudor, y lo que ella podría decirte a ti, hace que mi corazón pierda el ritmo.

— ¡Cobarde! —le dije por segunda vez esa noche.

—No dirías lo mismo si la conocieras mejor. Devora cortesanos a la hora del desayuno. —Edward hizo una pausa —.

Además, hay otra cosa que podemos hacer en 1590.

— ¿De qué se trata?

—En alguna parte, en 1590, hay un manuscrito de alquimia que un día será propiedad de Elias Ashmole. Podríamos buscarlo.

—El manuscrito podría estar completo entonces, con su magia inalterada. —Me liberé de sus brazos y me recosté contra los almohadones, mirando asombrada los tres objetos que estaban en la mesa —. Realmente vamos a viajar en el tiempo.

—En efecto. Sarah me dijo que teníamos que tener cuidado de no llevar nada moderno al pasado. Marthe te hizo un vestido y a mí una camisa. —Edward metió otra vez la mano en el maletín y sacó dos prendas de lino, lisas con mangas largas y cordones en el cuello —. Tuvo que coserlas a mano, y no dispuso de mucho tiempo. No son ropas refinadas, pero por lo menos no sorprenderemos al primero que veamos.

Las sacudió y de los pliegues de lino cayó una pequeña bolsa negra de terciopelo.

Edward frunció el ceño.

— ¿Qué es esto? —dijo recogiéndola. Tenía una nota pinchada fuera. La abrió —. Es de Esme. «Este fue un regalo de aniversario de tu padre. Pensé que te podría gustar dárselo a Bella. Puede que sea anticuado, pero quedará bien en su mano».

La bolsa contenía un anillo hecho con tres diferentes filigranas de oro entrelazadas. Las dos exteriores tenían forma de mangas ornamentadas, coloreadas con esmalte y cubiertas con pequeñas piedras preciosas para parecer un encaje. Una mano dorada salía curvada de cada manga, perfectamente ejecutada hasta en los diminutos huesos, delgados tendones y pequeñas uñas.

Las dos manos, en el anillo interior, sostenían una enorme piedra que parecía cristal. Era transparente y sin aristas, sujeta sobre un bisel dorado con un fondo pintado de negro. Ningún joyero pondría un trozo de cristal en un anillo tan fino: era un diamante.

—Esto tiene que estar en un museo, no en mi dedo. —Estaba fascinada por el realismo de las manos talladas y traté de no pensar en el peso de la piedra que sostenían.

—Mi madre solía llevarlo siempre —recordó Edward, cogiéndolo entre el pulgar y el índice —. Decía que era su anillo para garabatos, porque podía escribir sobre cristal con la punta del diamante. — Su aguda vista vio un detalle en el anillo que yo no había apreciado. Con una torsión de las manos doradas, los tres anillos se desplegaron en abanico en la palma de su mano. Cada banda tenía palabras grabadas que se entrelazaban sobre las superficies planas.

Concentramos la mirada sobre el diminuto texto.

—Es poesía..., versos que la gente escribía como muestras de cariño. Este dice: A ma vie de coer entier —dijo Edward,rozando la superficie de oro con la punta de su dedo índice—. Es francés antiguo, y quiere decir: «Todo mi corazón paratoda la vida». Y éste: Mon debut et ma fin, con una letra alfa y una letra omega.

Mi francés alcanzaba para traducir eso: «Mi principio y mi fin».

— ¿Qué hay en la banda interior?

—Está grabada por ambos lados. —Edward leyó las líneas, haciendo girar las bandas al hacerlo—. Se souvenir du passé, et

qu’il y a un avenir. «Recuerda el pasado y que hay un futuro».

—Esos versos se adaptan a nosotros perfectamente. —Era extraño que Carlisle hubiera escogido versos para Esme hacía tanto tiempo que además tuvieran sentido para Edward y para mí en el presente.

—Los vampiros son también una especie de viajeros del tiempo. —Edward volvió a montar el anillo. Me cogió la mano izquierda y apartó la mirada, temeroso de mi reacción —. ¿Lo vas a usar?

Le toqué la barbilla con mis dedos para hacer que girara su cabeza hacia mí, y asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra. El rostro de Edward expresó timidez, y bajó la mirada hacia mi mano, todavía dentro de la suya. Deslizó el anillo en mi dedo pulgar hasta que se detuvo justo encima del nudillo.

—Con este anillo te desposo y te entrego mi cuerpo. —La voz de Edward era serena, pero temblaba un poco. Con cuidado sacó el anillo para colocarlo en mi dedo índice y lo deslizó hasta llegar a la articulación intermedia—. Y con todos mis bienes terrenales te doto. — El anillo saltó por encima de mi dedo medio y encontró su sitio en el dedo anular de mi mano izquierda—. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Llevó mi mano hacia su boca y al mismo tiempo me miró a los ojos otra vez. Sus labios fríos apretaron el anillo sobre mi piel —. Amén.

—Amén —repetí—. Así que ahora estamos casados a los ojos de los vampiros y de acuerdo con la ley de la Iglesia. —El anillo me resultaba pesado, pero Esme tenía razón: me quedaba bien.

—A tus ojos también, espero. —Edward parecía inseguro.

—Por supuesto que estamos casados a mis ojos. — Algo de mi felicidad se tradujo en mi expresión, porque la sonrisa con que me respondió fue tan amplia y sentida de corazón como nunca había visto.

—Veamos si maman ha enviado más sorpresas. — Volvió su atención al maletín y sacó algunos libros más. Había otra nota, también de Esme.

—«Éstos estaban junto al manuscrito que pediste —leyó Edward—. Te los envío también, por si acaso».

— ¿Son también de 1590?

—No —dijo Edward pensativo —, ninguno de ellos. —Metió la mano otra vez en el maletín. Cuando la sacó, sostenía la insignia de plata de peregrino de Betania.

No había ninguna nota que explicara por qué estaba allí.

El reloj de la sala dio las diez. Teníamos que irnos... pronto.

—Me encantaría saber por qué ha enviado estos dos objetos. — Edward parecía preocupado.

—Tal vez pensó que deberíamos llevar otras cosas valiosas para ti. — Yo sabía que él se sentía muy ligado al pequeño ataúd de plata.

—No si eso te hace más difícil concentrarte en 1590. —Miró el anillo en mi mano izquierda y yo cerré los dedos. No había manera de sacarlo, fuera de 1590 o no.

—Podemos llamar a Sarah y preguntarle qué le parece.

Edward negó con la cabeza.

—No, no la molestaremos. Sabemos lo que tenemos que hacer: llevar tres objetos del pasado y nada más del presente o del pasado que pueda interferir. Haremos una excepción con el anillo, ahora que está en tu dedo. —Abrió el libro que estaba arriba y se quedó paralizado.

— ¿Qué es?

—Mis anotaciones están en este libro..., y no recuerdo haberlas escrito ahí.

—Eso fue hace más de cuatrocientos años. Quizás lo olvidaste. — A pesar de mis palabras, un escalofrío recorrió mi columna vertebral.

Edward echó un vistazo a algunas páginas más y respiró hondo.

—Si dejamos estos libros en la sala principal, junto con la insignia del peregrino, ¿la casa los cuidará?

—Lo hará si se lo pedimos —respondí—. Edward, ¿qué está ocurriendo?

—Te lo diré después. Debemos irnos. Estas cosas —dijo levantando los libros y el ataúd de Lázaro— tienen que quedarse aquí.

Nos cambiamos en silencio. Me quité todo hasta quedarme desnuda y temblaba cuando me puse la túnica de lino, que resbaló sobre mis hombros. Los puños rozaron mis muñecas cuando llegó a mis tobillos, y el amplio cuello se cerró cuando tiré del cordón.

Edward se quitó sus ropas y se vistió con la camisa con rapidez, ya que conocía bien ese estilo de prenda de vestir. Casi le llegaba a las rodillas y por debajo salían sus piernas blancas y largas. Mientras yo recogía nuestra ropa, Edward fue al comedor y salió con una hoja en blanco y una de sus plumas favoritas. Su mano corrió veloz sobre la página, luego dobló esa única hoja para meterla en un sobre.

—Una nota para Sarah —explicó —. Le pediremos a la casa que también se ocupe de guardarla.

Llevamos los libros, la nota y el amuleto del peregrino al salón principal. Edward los puso cuidadosamente en el sofá.

— ¿Dejamos las luces encendidas? —preguntó Edward.

—No —respondí—. Sólo la luz del porche, por si está oscuro cuando regresen a casa.

Se vio una fosforescencia verde cuando apagamos las lámparas. Era mi abuela, balanceándose en su mecedora.

—Adiós, abuela. —Ni Bridget Bishop ni Elizabeth estaban con ella.

«Adiós, Bella».

—La casa tiene que cuidar estas cosas. —Señalé el montón de objetos depositados sobre el sofá.

«No te preocupes por nada y sólo piensa en el lugar adonde vas».

Lentamente recorrimos toda la casa hasta la puerta trasera, y fuimos apagando las luces según avanzábamos. En la sala de estar, Edward recogió el ejemplar de Doctor Faustus, el pendiente y la pieza de ajedrez.

Recorrí con la mirada la familiar cocina marrón por última vez.

—Adiós, casa.

Tabitha escuchó mi voz y salió chillando de la despensa. Se detuvo con brusquedad y nos miró fijamente sin parpadear.

—Adiós, ma petite —la saludó Edward, y se inclinó para rascarle las orejas.

Habíamos decidido partir desde el granero. Era un sitio tranquilo sin ningún rastro de vida moderna que pudiera distraernos.

Atravesamos el huerto de manzanos sobre la hierba cubierta de escarcha con los pies desnudos. El frío hizo que apresuráramos el paso. Cuando Edward abrió la puerta del granero, mi respiración se hacía visible en el aire frío.

—Está helando. — Apreté la túnica contra mi cuerpo mientras me castañeteaban los dientes.

—La chimenea estará encendida cuando lleguemos al Viejo Pabellón —dijo, pasándome el pendiente.

Pasé el fino hilo de metal a través del agujero de mi oreja y abrí la mano para recibir a la diosa. Edward me la entregó.

— ¿Qué más?

—Vino, por supuesto..., vino tinto. —Edward me pasó el libro, me envolvió en sus brazos y me dio un fuerte beso en la frente.

— ¿Dónde están tus habitaciones? —Cerré los ojos, y recordé el Viejo Pabellón.

—Arriba, en el lado occidental del patio, sobre el parque de los ciervos.

— ¿Y qué olor tendrá?

—Olor a hogar —respondió —, A madera ardiendo y carne asada de la cena de los criados, cera de abejas de las velas y alavanda que se usa para mantener perfumada la ropa de cama.

— ¿Se puede oír algo especial?

—Nada en absoluto. Sólo las campanas de St. Mary y de St. Michael, el crepitar del fuego y los perros gruñendo en los escalones.

— ¿Cómo te sientes cuando estás allí? —le pregunté, concentrándome en sus palabras y en los sentimientos que provocaban en mí.

—Siempre me he sentido... normal en el Viejo Pabellón —dijo Edward en voz baja—. Es un lugar donde puedo ser yo mismo.

Un olorcillo a lavanda se elevaba por el aire, fuera de época y de lugar en un granero de Madison en octubre. Me maravillé por el olor y pensé en la nota de mi padre. Mis ojos estaban completamente abiertos a las posibilidades de la magia en ese momento.

— ¿Qué haremos mañana?

—Caminaremos por el parque —me informó con un murmullo y sus brazos alrededor de mis costillas —. Si hace buen tiempo, saldremos a cabalgar. No habrá muchas flores en los jardines en esta época del año. En algún sitio debe de haber un laúd. Te enseñaré a tocarlo, si quieres.

Otro olor, picante y dulce, se unía al olor de la lavanda, y vi un árbol cargado de pesadas y doradas frutas. Una mano avanzó y un diamante brilló a la luz del sol, pero la fruta resultó inalcanzable. Sentí la frustración y el filo agudo del deseo, y recordé las palabras de Emily cuando me dijo que la magia estaba en el corazón tanto como en la mente.

— ¿Hay un membrillo en el jardín?

—Sí —confirmó Edward con la boca sobre mi pelo —. La fruta estará madura ahora.

El árbol se disolvió, pero no el olor dulzón, que permaneció con nosotros. Luego vi un plato de plata poco profundo sobre una larga mesa de madera. Velas y fuego se reflejaban en su superficie bruñida. Amontonados en el plato estaban los membrillos de color amarillo brillante que eran el origen del olor. Doblé los dedos sobre la tapa del libro que yo sostenía en mi presente, pero en mi mente se cerraron sobre una fruta del pasado.

—Puedo oler los membrillos. —Nuestra nueva vida en el Viejo Pabellón ya me estaba llamando —. Recuerda, no debes soltarte... pase lo que pase. —Con el pasado rodeándome por todos lados, la posibilidad de perderlo era lo único que me daba miedo.

—Nunca —dijo con firmeza.

—Y levanta el pie para luego bajarlo cuando yo te diga.

Se rió entre dientes.

—Te amo, ma lionne. —Era una respuesta poco habitual, pero era suficiente.

«El hogar», pensé.

Mi corazón latió con desesperación.

Una campana poco familiar anunció la hora.

Hubo un cálido roce del calor del fuego contra mi piel.

El aire estaba lleno de los olores de la lavanda, la cera de abejas y los membrillos maduros.

— Ha llegado el momento. —Juntos levantamos los pies y dimos un paso hacia lo desconocido.

 

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