EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 68: CAPÍTULO 68

Capítulo 68

 

El extraño árbol continuó creciendo y desarrollándose al día siguiente; y al siguiente, más: sus frutos maduraron y cayeron entre las raíces, sobre el mercurio y la primamateria. Se formaron nuevos brotes, germinaron y

florecieron. Una vez al día, las hojas cambiaban del color dorado al verde y regresaban de nuevo al dorado. A veces al árbol le salían nuevas ramas o una nueva raíz se expandía en busca de sustento.

—Todavía tengo que encontrar una buena explicación para eso —dijo Mary, señalando los montones de libros que Joan había bajado de las estanterías—. Es como si hubiéramos creado algo completamente nuevo.

A pesar de las distracciones alquímicas, no había olvidado los asuntos más propios de una bruja. Tejía y volvía a tejer mi capa gris invisible y cada vez lo hacía más rápido y los resultados eran mejores y más eficaces.

Marjorie me prometió que pronto sería capaz de poner por escrito el tejido para que otras brujas pudieran llevar a cabo el hechizo.

Tras haber vuelto a casa andando desde San Jacobo de Garlickhythe unos días después, subí corriendo las escaleras que conducían a nuestros aposentos en El Venado y la Corona, despojándome de mi hechizo de camuflaje mientras lo hacía. Annie estaba al otro lado del patio,

recogiendo la ropa blanca limpia de las lavanderas. Jack se encontraba con Pierre y Edward. Me preguntaba qué habría hecho Françoise para cenar. Estaba hambrienta.

—Si alguien no me alimenta en los próximos cinco minutos, voy a empezar a gritar.

Dicha advertencia, realizada mientras cruzaba el umbral, fue acompañada por el sonido de unos alfileres que se esparcían sobre las tablas de madera del suelo mientras me quitaba el tieso panel de encaje de la parte delantera del vestido. Arrojé la pieza de delantal sobre la mesa y extendí los dedos hacia los lazos que mantenían unido el corpiño.

Entonces se oyó una tos amable, que procedía de donde se encontraba la chimenea.

Me giré, mientras mis dedos se aferraban al tejido que me cubría los pechos.

—Gritar no os servirá de mucho, me temo —dijo una voz tan áspera como la arena girando en una copa, que se

elevó desde las profundidades del sillón que había cerca de la chimenea—. He enviado a vuestra doncella a buscar vino y mis viejas extremidades no se mueven lo suficientemente rápido como para satisfacer vuestras necesidades.

Lentamente, rodeé el enorme sillón. El extraño que estaba en mi casa levantó una ceja gris y sus ojos parpadearon al presenciar mi falta de decoro. Fruncí el ceño ante su atrevida mirada.

—¿Quién sois?

Aquel hombre no era ni daimón ni brujo ni vampiro, sino simplemente un humano arrugado.

—Creo que vuestro esposo y sus amigos me llaman el Viejo Zorro. Soy asimismo, por mis pecados, primer lord del Tesoro. —El hombre más astuto de Inglaterra y, ciertamente, uno de los más despiadados dejó que me

empapara de sus palabras. Su amable expresión no ayudaba a disminuir la perspicacia de su mirada.

«William Cecil, sentado en mi salita». Demasiado asombrada para hacer la profunda reverencia que resultaría apropiada, me quedé mirándolo boquiabierta.

—Veo que os resulto familiar, en cierto modo. Me sorprende que mi reputación haya llegado tan lejos, dado que tanto yo como muchos otros tenemos claro que sois una extraña aquí —señaló. Cuando abrí la boca para

responder, Cecil alzó la mano—. Es una política sabia, madame, no compartir demasiados datos conmigo.

—¿Qué puedo hacer por vos, sir William?

Me sentía como una colegiala a la que hubieran enviado al despacho del director.

—Mi reputación me precede, pero no así mi título.

Vanitatis vanitatum, omnis vanitas —dijo Cecil con ironía—. Ahora me llaman lord Burghley, señora Masen.

La reina es una señora generosa.

Maldije en silencio. Nunca me había tomado ningún interés en las fechas en las que los miembros de la aristocracia habían sido elevados a niveles aún más altos de rango y privilegios. Cuando necesitaba saberlo, lo buscaba

en el Diccionario de biografía nacional. Ahora había insultado al jefe de Edward. Lo compensaría halagándolo en latín.

Honor virtutis praemium —susurré, haciendo acopio de toda mi agudeza. «El reconocimiento es la recompensa de la virtud». Uno de mis vecinos de Oxford se había graduado en la Arnold School. Jugaba al rugby y celebraba

las victorias del New College gritando aquella frase a pleno pulmón en el campo, para deleite de sus compañeros de equipo.

—Ah, el lema de los Shirley. ¿Sois miembro de dicha familia? —Lord Burghley unió los dedos de ambas manos en forma de carpa ante mí y me observó con mayor interés —. Son conocidos por su propensión a vagar por el mundo.

—No —respondí—. Soy una Bisho. No un obispo de verdad, claro.

Lord Burghley inclinó la cabeza para acusar recibo de la obviedad de mi frase. Sentí un deseo absurdo de descubrir mi alma ante aquel hombre: de eso o de salir corriendo lo más rápido posible para irme al sitio que quedara más lejos en dirección contraria.

—Su Majestad acepta que los clérigos se casen, pero las mujeres obispo están, gracias a Dios, fuera del alcance de su imaginación.

—Sí. No. ¿Hay algo que pueda hacer por vos, señor? — repetí, con una deplorable nota de desesperación filtrándose en mi tono de voz. Apreté los dientes.

—Creo que no, señora Masen. Pero tal vez yo pueda hacer algo por vos. Os aconsejo que regreséis a Woodstock. Sin demora.

—¿Por qué, señor?

Sentí una punzada de miedo.

—Porque es invierno y la reina no está lo suficientemente ocupada en el presente —respondió Burghley, observando mi mano izquierda—. Y porque

estáis casada con el señor Masen. Su Majestad es generosa, pero no aprueba que ninguno de sus favoritos se despose sin su permiso.

—Edward no es el favorito de la reina, sino su espía.

Me cubrí la boca con la mano, pero era demasiado tarde para retirar las palabras.

—Los favoritos y los espías no se excluyen mutuamente, salvo en lo que se refiere a Walsingham. La reina hallaba su estricta moralidad exasperante y su agria expresión insoportable. Pero Su Majestad simpatiza con Edward Masen. Algunos dirían que hasta un punto peligroso. Y vuestro esposo tiene muchos secretos —añadió Cecil poniéndose en pie con la ayuda de un cayado como palanca.

Emitió un gruñido—. Volved a Woodstock, señora. Es lo mejor para todos.

—No abandonaré a mi esposo.

Tal vez Isabel comiera cortesanos para desayunar, como Edward me había advertido, pero no iba a echarme de la ciudad. No cuando finalmente me estaba acomodando, encontrando amigos y aprendiendo magia. Y, desde luego, no cuando Edward regresaba a casa día tras día como si lo hubieran arrastrado con un lazo, para pasarse toda la noche respondiendo la correspondencia que le enviaban los informadores de la reina, su padre y la Congregación.

—Decidle a Edward que he venido —me pidió lord Burghley antes de dirigirse lentamente hacia la puerta. Allí se topó con Françoise, que llevaba una gran jarra de vino y tenía aspecto disgustado. Al verme, abrió los ojos de par en par. No le hizo ninguna gracia encontrarme en casa, recibiendo a una visita y con el corpiño desabrochado—.

Gracias por la conversación, señora Masen. Ha resultado de lo más esclarecedora.

El primer lord del Tesoro de Inglaterra se arrastró escaleras abajo. Era demasiado mayor para estar desplazándose por ahí a última hora de la tarde, solo, en enero. Lo seguí hasta el rellano, observando preocupada su

evolución.

—Acompáñalo, Françoise —le pedí— y asegúrate de que lord Burghley encuentra a sus propios sirvientes.

Probablemente estarían en el Sombrero del Cardenal embriagándose con Kit y Will o esperando en la aglomeración de carruajes de Water Lane. No quería ser la última persona que viera vivo al consejero jefe de la reina

Isabel.

—No es necesario, no es necesario —dijo Burghley por encima del hombro—. Soy un anciano con un bastón. Los ladrones me ignorarán en favor de alguien con un pendiente y un jubón rayado. A los mendigos puedo ahuyentarlos, de

ser necesario. Y mis hombres no están lejos de aquí.

Recordad mi consejo, señora.

Dicho lo cual, desapareció bajo la luz del atardecer.

Dieu —exclamó Françoise persignándose, antes de poner los dedos en forma de horquilla contra el mal de ojo, por si acaso—. Es un perro viejo. No me gusta la forma en que os miraba. Me alegro de que milord no esté todavía en casa. A él tampoco le habría gustado.

—William Cecil es lo suficientemente anciano como para ser mi abuelo, Françoise —repliqué, mientras regresaba al calor de la sala y, finalmente, soltaba los lazos.

Gemí mientras se aflojaba la constricción.

—Lord Burghley no os miraba como si se quisiera acostar con vos.

Françoise observó deliberadamente mi corpiño.

—¿Ah, no? ¿Cómo me miraba, entonces?

Me serví un poco de vino y me dejé caer en el sillón. El día estaba dando un claro giro hacia peor.

—Como si fuerais un cordero listo para ser sacrificado y estuviera valorando el precio que alcanzaríais.

—¿Quién amenaza con comerse a Bella para cenar?

Edward había llegado con el sigilo de un gato y se estaba quitando los guantes.

—Tu visita. Se acaba de ir —respondí, y bebí un sorbo de vino. En cuanto lo tragué, Edward estaba allí para quitármelo de las manos. Emití un sonido de exasperación —. ¿Podrías hacerme una señal o algo para indicarme que

estás a punto de moverte? Resulta desconcertante que aparezcas ante mí así.

—Ya que has descubierto que mirar por la ventana es una de mis manías, el honor me obliga a compartir contigo que cambiar de tema es una de las tuyas —replicó Edward, bebiendo un trago de vino antes de dejar la copa sobre la mesa. Se frotó la cara con hastío—. ¿Qué visita?

—William Cecil estaba esperando al lado del fuego cuando llegué a casa. —Edward se quedó siniestramente inmóvil—. Es el abuelito más terrorífico que he conocido jamás —continué, volviendo a coger la copa de vino—.

Puede que Burghley parezca Papá Noel, con su pelo y su barba grises, pero yo no le daría la espalda.

—Eso es muy inteligente —dijo Edward en voz baja.

Luego se dirigió a Françoise—. ¿Qué quería? Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Estaba aquí cuando llegué a casa con el pastel de cerdo de madame. Lord Burghley pidió vino. Hoy ese daimón se bebió todo el que había en casa, así que tuve que salir a buscar más.

Edward desapareció. Regresó con un paso más reposado y con cara de alivio. Me puse en pie de un salto. «Los desvanes… y todos los secretos ocultos allí».

—¿Ha…?

—No —me interrumpió Edward—. Todo está exactamente como lo dejé. ¿Dijo William por qué estaba aquí?

—Lord Burghley me pidió que te dijera que había venido —dije, vacilante—. Y me recomendó que abandonara la ciudad.

Annie entró en la habitación, junto con un dicharachero Jack y un sonriente Pierre, pero, tras echar un vistazo a la cara de Edward, la sonrisa de Pierre se esfumó. Le cogí la ropa blanca a Annie.

—¿Por qué no te llevas a los niños a El Sombrero del Cardenal, Françoise? —dije—. Pierre irá, también.

—¡Hurra! —gritó Jack, encantado ante la perspectiva de salir por la noche—. El señor Shakespeare me está enseñando a hacer juegos malabares.

—Mientras no intente mejorar tu caligrafía, no tengo objeción alguna —dije, cogiendo el sombrero de Jack después de que este lo hubiera lanzado al aire. Lo último que necesitábamos era que el niño añadiera la falsificación

a su lista de habilidades—. Vete a cenar. E intenta recordar para qué es el pañuelo.

—Lo haré —dijo Jack, limpiándose la nariz con la manga.

—¿Por qué lord Burghley ha recorrido todo ese camino hasta Blackfriars para verte? —le pregunté a Edward cuando nos quedamos solos.

—Porque hoy he recibido información procedente de Escocia.

—¿Qué sucede ahora? —pregunté, al tiempo que se me cerraba la garganta. No era la primera vez que se hablaba de las brujas de Berwick en mi presencia, pero, en cierto modo, la presencia de Burghley hacía que pareciera que el diablo se había apoderado de nuestro umbral.

—El rey Jacobo continúa cuestionando a las brujas.

William quería hablar sobre cómo debería reaccionar la reina, suponiendo que debiera hacerlo —respondió mi esposo. Acto seguido, frunció el ceño al notar mi cambio de olor mientras el miedo se apoderaba de mí—. No

deberías preocuparte por lo que está sucediendo en Escocia.

—Ignorarlo no impide que suceda.

—No —replicó Edward, posando suavemente los dedos sobre mi cuello para intentar que la tensión sucumbiera a las caricias—. Y no ignorarlo tampoco.

Al día siguiente, volví a casa desde la morada de Goody Alsop portando una cajita de madera de hechizos: un lugar para dejar incubando mis conjuros escritos hasta que estuvieran listos para que los usaran otras brujas. Encontrar la manera de poner mi magia por escrito era el siguiente paso de mi evolución como tejedora. En aquel momento, la caja albergaba únicamente mis cordones de tejedora.

Marjorie no creía que mi hechizo de camuflaje estuviera totalmente listo para otras brujas, todavía.

Un brujo de Thames Street había hecho la caja a partir de la rama de serbal que el dragón me había entregado la noche del conjuro iniciático. Había tallado un árbol en su superficie con las raíces y las ramas extrañamente entrelazadas, de manera que era imposible diferenciarlas.

Ni un solo clavo mantenía la estructura de la caja. En lugar de ello, había unas uniones prácticamente invisibles. El brujo se sentía orgulloso de su trabajo y yo estaba deseando enseñársela a Edward.

El Venado y la Corona estaba curiosamente silencioso.

Ni el fuego ni las velas de la sala se hallaban encendidos.

Edward se encontraba en su estudio, a solas. Había tres jarras de vino sobre la mesa, ante él, dos de ellas presumiblemente vacías. Edward no solía beber tanto.

—¿Qué ha pasado?

Él cogió una hoja de papel. Tenía una densa cera roja adherida a las dobleces. El sello estaba agrietado en el medio.

—Solicitan nuestra presencia en la corte.

Me hundí en la silla de enfrente.

—¿Cuándo?

—Su Majestad nos ha permitido gentilmente esperar hasta mañana. —Edward resopló—. Su padre no era ni la mitad de indulgente. Cuando Enrique quería que la gente se personara ante él, mandaba a buscarlos aunque estuvieran en la cama y soplaran vientos huracanados.

En su momento, me había sentido ansiosa por conocer a la reina de Inglaterra: cuando estaba en Madison. Después de haber conocido al hombre más taimado del reino, ya no albergaba deseo alguno de conocer a la mujer más astuta.

—¿Tenemos que ir? —pregunté, en parte con la esperanza de que Edward desoyera el mandato real.

—En la carta, la reina se ha molestado en recordarme la ley contra la magia, los encantamientos y la hechicería — me explicó Edward, mientras dejaba caer el papel sobre la mesa—. Al parecer, el señor Danforth escribió una carta a su obispo. Burghley enterró la demanda, pero esta ha vuelto

a salir a la luz.

El vampiro blasfemó.

—Entonces, ¿por qué vamos a la corte?

Me aferré a la caja de hechizos. Los cordones que había en su interior estaban reptando, deseando ayudarme a responder la pregunta.

—Porque si no estamos en la sala de audiencias del palacio de Richmond mañana a las dos de la tarde, Isabel nos encarcelará a los dos —respondió Edward. Sus ojos parecían dos esquirlas de vidrio marino—. La

Congregación no tardará mucho en conocer la verdad sobre nosotros.

Los miembros de nuestro hogar organizaron un alboroto tremendo al conocer las noticias. Su expectación fue compartida por el vecindario a la mañana siguiente, cuando la condesa de Pembroke apareció poco después del

amanecer con prendas suficientes para vestir a toda la parroquia. Viajó por el río, después de haber cogido la barcaza hacia Blackfriars, aunque en realidad no estaba a más de unos cientos de metros de distancia. Su aparición en el embarcadero de Water Lane fue recibida como un espectáculo público de suma importancia y, por unos instantes, el silencio cayó sobre nuestra calle, habitualmente ruidosa.

Mary tenía un aspecto sereno e imperturbable cuando, finalmente, entró en la sala, dejando que Joan y una hilera de sirvientes de menor rango entraran en fila detrás de ella.

—Henry me ha dicho que os esperan en la corte esta tarde. Y no tienes nada apropiado que ponerte.

Con un dedo imperioso, Mary dirigió a más miembros aún de su séquito hacia nuestra alcoba.

—Iba a ponerme el vestido con el que me casé — protesté.

—¡Si es francés! —dijo Mary, horrorizada—. ¡No puedes ponerte eso!

Satenes bordados, exquisitos terciopelos, brillantes sedas entretejidas con hilos de oro y plata auténticos, y montones de material vaporoso de propósito desconocido desfilaron bajo mi nariz.

—Esto es demasiado, Mary. ¿En qué estás pensando? — dije, evitando por los pelos colisionar contra otro sirviente más.—

Nadie se va a la guerra sin una armadura apropiada — dijo Mary con aquella característica mezcla de desenfado y mordacidad—. Y Su Majestad, Dios la guarde, es una oponente formidable. Precisarás de toda la protección que

mi guardarropa pueda prestarte.

Juntas, elegimos entre las opciones. Cómo íbamos a hacer los arreglos necesarios para que la vestimenta de Mary me sirviera era un misterio, pero había aprendido a no preguntar. Yo era Cenicienta, y los pájaros de la floresta y las hadas del bosque serían convocados si la condesa de

Pembroke lo consideraba oportuno.

Finalmente, nos decidimos por un vestido negro profusamente bordado con flores de lis y rosas plateadas.

Según Mary, se trataba de un modelo del año anterior, y carecía de las grandes sayas en forma de rueda de carro que ahora estaban en boga. A Isabel le complacería mi mesurado desprecio por los caprichos de la moda.

—Y el plateado y el negro son los colores de la reina.

Por eso Walter siempre los lleva —explicó Mary, mientras alisaba las mangas abullonadas.

Pero mi prenda favorita era, con mucho, la enagua blanca de satén que sería visible por la parte delantera abierta de las sayas. También estaba bordada, principalmente con motivos florales y animales y encarnaciones femeninas de las artes y las ciencias. Reconocí la misma mano de obra del genio que había creado los zapatos de Mary. Evité tocar el bordado por si acaso, para evitar que lady Alquimia abandonara las enaguas antes de que tuviera la oportunidad de ponérmelas.

Les llevó dos horas a cuatro mujeres vestirme. Primero me embutieron en las ropas, que eran acolchadas y abullonadas hasta proporciones ridículas, con una gruesa guata y un amplio miriñaque que era exactamente tan difícil

de manejar como me había imaginado. La gorguera era adecuadamente ancha y ostentosa, aunque Mary me aseguró que no tan ancha como sería la de la reina. Además, me prendió un abanico de avestruz a la cintura. Este colgaba

como un péndulo y oscilaba cuando caminaba. Con sus vaporosas plumas y un mango salpicado de rubíes y perlas, el accesorio valía fácilmente diez veces lo que costaba mi ratonera y me alegraba de que estuviera literalmente

enganchado a mí en la cadera.

El tema de la joyería resultó controvertido. Mary había traído con ella su cofre y empezó a sacar un artículo de valor incalculable tras otro. Pero yo insistía en llevar los pendientes de Esme en lugar de las ornamentadas

lágrimas de diamantes que Mary sugería. Combinaban sorprendentemente bien con el collar de perlas que Joan me echó sobre el hombro. Para mi horror, Mary desmembró la cadena de flores de retama que Carlisle me

había regalado por la boda y sujetó uno de los eslabones florales en el centro del corpiño. Ensartó las perlas en una cinta roja y las ató al alfiler. Tras una larga discusión, Mary y Françoise eligieron una simple gargantilla para rellenar el escote abierto. Annie fijó mi flecha de oro a la gorguera

con otro alfiler enjoyado y Françoise me arregló el cabello para que me enmarcara la cara en una abullonada forma de corazón. Para el toque final, Mary me puso una cofia salpicada de perlas en la nuca, cubriendo los nudos

trenzados que Françoise había amontonado.

Edward, que estaba cada vez de peor humor a medida que la hora maldita se aproximaba, se las arregló para sonreír y parecer adecuadamente impresionado.

—Me siento como si estuviera vestida para una obra de teatro —dije con pesar.

—Estás preciosa. Tremendamente preciosa —me aseguró. Él también tenía un aspecto espléndido, con un conjunto de prendas de terciopelo enteramente negras con diminutas pinceladas de blanco en las muñecas y en el cuello. Además, llevaba mi retrato en miniatura alrededor de la garganta. La larga cadena se enroscaba en un botón de modo que la luna quedaba hacia fuera y mi imagen cerca de su corazón.

Lo primero que vi del palacio de Richmond fue la cúspide de una torre de piedra color crema, con el estandarte real ondeando al viento. Pronto aparecieron más torres, brillando bajo el fresco aire invernal como las de un

castillo salido de un cuento de hadas. Entonces la vasta extensión del complejo palaciego apareció ante nosotros: la extraña arcada rectangular al sureste, el edificio principal de tres pisos al suroeste, rodeado de un ancho foso, y el huerto amurallado más allá. Detrás del edificio principal

había todavía más torres y picos, entre ellos, un par de edificios que me recordaron al colegio de Eton. Una enorme grúa se elevaba en el aire más allá del huerto, y enjambres de hombres descargaban cajas y paquetes para

las cocinas del palacio y las despensas. El castillo de Baynard, que siempre me había parecido grandioso, en retrospectiva era más bien una antigua residencia real ligeramente andrajosa.

Los remeros condujeron la barcaza hacia un embarcadero. Edward ignoró las miradas y las preguntas y prefirió dejar que Pierre o Gallowglass respondieran por él. Para el observador fortuito, Edward tenía un aspecto

levemente aburrido. Pero yo estaba lo suficientemente cerca como para ver cómo estudiaba la orilla del río, siempre alerta y en guardia.

Observé la arcada de dos pisos que había más allá del foso. Los soportales de la planta baja quedaban abiertos a la intemperie, pero el piso de arriba estaba acristalado con ventanas emplomadas. Había rostros ansiosos mirando hacia fuera, con la esperanza de poder avistar las nuevas

llegadas y obtener algún dato para chismorrear. Edward situó con rapidez su corpulencia entre la barcaza y los cortesanos curiosos, impidiendo que se me viera con facilidad.

Varios sirvientes de librea, todos ellos con espada o pica, nos condujeron a través de una sencilla sala de guardia para llevarnos a la parte principal del palacio. En el laberinto de habitaciones de la planta baja, la actividad era

tan frenética y el ambiente tan bullicioso como en cualquier edificio de oficinas, lleno de sirvientes y empleados de la corte que corrían de aquí para allá cumpliendo encargos y obedeciendo órdenes. Edward giró a la derecha y los guardas le impidieron educadamente el paso.

—No te recibirá en privado hasta que te haya dejado en evidencia en público —murmuró Gallowglass entre dientes. Edward maldijo.

Seguimos obedientemente a nuestros escoltas hacia una espléndida escalera. Estaba atestada de gente y la pugna de aromas humanos, florales y herbales era mareante. Todo el mundo llevaba perfume para intentar camuflar los olores desagradables, pero no me quedó más remedio que

preguntarme si el resultado no sería peor. Cuando la multitud vio a Edward, se oyeron susurros mientras el mar de gente se abría. Mi marido era más alto que la mayoría e irradiaba la misma brutalidad que casi todos los aristócratas que había conocido. La diferencia radicaba en que Edward

era realmente letal y, de alguna manera, los sangre caliente lo sabían.

Tras pasar por una retahíla de tres antecámaras, todas ellas llenas a rebosar de cortesanos de ambos sexos y de todas las edades acolchados, perfumados y enjoyados, finalmente llegamos a una puerta cerrada. Allí esperamos.

Los susurros de alrededor se convirtieron en murmullos.

Un hombre hizo una broma y sus compañeros se rieron con disimulo. Edward apretó la mandíbula.

—¿Por qué esperamos? —dije en voz muy baja, de manera que solo Edward y Gallowglass pudieran oírme.

—Para entretener a la reina… y para mostrar a la corte que no soy más que un sirviente.

Cuando por fin nos permitieron pasar a presencia real, me sorprendió ver que aquella sala también estaba llena de gente. El término «privado» era relativo en la corte de Isabel. Busqué a la reina, pero no estaba a la vista. Mucho me temía que íbamos a tener que esperar de nuevo. Se me

cayó el alma a los pies.

—¿Por qué, por cada año que envejezco, Edward Masen parece dos años más joven? —preguntó una voz sorprendentemente jovial procedente de donde se encontraba la chimenea. Las criaturas más espléndidamente

vestidas, intensamente perfumadas y densamente pintadas de la sala se volvieron ligeramente para analizarnos. Al moverse, dejaron a la vista a Isabel, la abeja reina sentada en el centro de la colmena. El corazón me dio un vuelco.

La leyenda había vuelto a la vida.

—No observo grandes cambios en vos, Majestad —dijo Edward, doblándose con sutileza por la cintura—. Sempereadem, como reza el dicho.

Aquellas mismas palabras estaban pintadas en el estandarte bajo el emblema real que ornamentaba la chimenea. «Siempre la misma».

—Incluso mi primer lord del Tesoro puede hacer una reverencia más profunda que esa, señor, y eso que sufre de reúma —aseguró la reina. Unos ojos negros brillaron desde una máscara de polvos y colorete. Bajo la nariz

tremendamente aguileña, la reina comprimió sus finos labios, dibujando una dura línea—. Y últimamente prefiero un lema distinto: Video et taceo.

«Ver y callar». Estábamos en apuros.

Edward pareció no percatarse y se irguió como si fuera un príncipe del reino, en lugar del espía de la reina. Con los hombros hacia atrás y la cabeza levantada, era con mucho el hombre más alto de la sala. Solo había dos personas que se aproximaban remotamente a su altura: Henry Percy, que

estaba apoyado contra la pared con aspecto abatido, y un hombre de largas piernas aproximadamente de la edad del conde, con una mata de pelo rizado y expresión insolente, que se hallaba al lado de la reina.

—Cuidado —murmuró Burghley mientras pasaba al lado de Edward, camuflando la advertencia con los golpes regulares de su báculo—. ¿Me habéis llamado, Majestad?

—Espíritu y Sombra en el mismo lugar. Decidme, Raleigh, ¿no quebranta eso algún oscuro principio de la filosofía? —dijo el acompañante de la reina, arrastrando las palabras. Sus amigos señalaron a lord Burghley y a Edward

y se echaron a reír.

—Si hubierais ido a Oxford en lugar de a Cambridge, Essex, conoceríais la respuesta y os ahorraríais la ignominia de tener que preguntar.

Raleigh cambió el peso de pie como quien no quiere la cosa y posó la mano convenientemente cerca de la empuñadura de la espada.

—Vamos, Robin —dijo la reina propinándole una palmada indulgente en el codo—. Sabes que no me gusta que otros usen mis sobrenombres. Por esta vez, lord Burghley y el señor Masen te perdonarán por haberlo hecho.

—Entiendo que la dama es vuestra esposa, Masen — señaló el conde de Essex, posando sus ojos castaños sobre mí—. No sabíamos que estuvierais casado.

—¿«Sabíamos»? —replicó la reina, esa vez propinándole un manotazo—. Eso no es asunto vuestro, lord Essex.

—Al menos Edward no teme que lo vean con ella por la ciudad —insinuó Walter, mientras se acariciaba la barbilla —. Vos también os habéis desposado recientemente, señor.

¿Dónde está vuestra esposa en este hermoso día de invierno?

«Allá vamos», pensé mientras Walter y Essex se colocaban en posición.

Lady Essex se encuentra en Hart Street, en casa de su madre, con el heredero recién nacido del conde a su lado —respondió Edward en nombre de Essex—. Enhorabuena, caballero. Cuando visité a la condesa, me dijo que iba a llevar vuestro nombre.

—Sí. Robert fue bautizado ayer —dijo Essex con frialdad. Parecía alarmarle el hecho de pensar que Edward hubiera estado cerca de su esposa y de su hijo.

—Sí, señor —corroboró Edward, antes de dirigirle al conde una sonrisa realmente aterradora—. Qué extraño. No os vi en la ceremonia.

—¡Basta de riñas! —gritó Isabel, irritada por haber perdido el control de la conversación, al tiempo que tamborileaba con sus largos dedos sobre el brazo tapizado de la silla—. No os he dado a ninguno de los dos permiso

para casaros. Sois ambos unos desgraciados ingratos y codiciosos. Traedme a la muchacha.

Nerviosa, me alisé las sayas y me agarré al brazo de Edward. La docena de pasos que me separaban de la reina parecieron extenderse hasta el infinito. Cuando finalmente llegué a su lado, Walter bajó bruscamente la mirada al

suelo. Me hundí en una genuflexión y allí me quedé.

—Al menos ella tiene modales —reconoció Isabel—.

Haced que se levante.

Cuando la miré a la cara, me di cuenta de que la reina era extremadamente miope. Aunque no estaba a más de un metro de ella, tenía los ojos entrecerrados, como si no pudiera distinguir mis facciones.

—Hum —dijo Isabel cuando la inspección llegó a su fin —. Su rostro es ordinario.

—Si eso es lo que pensáis, es una suerte que no seáis vos quien la haya desposado —replicó Edward, bruscamente.

Isabel me observó un poco más.

—Tiene tinta en los dedos.

Oculté los dedos censurables tras el abanico prestado.

Las manchas de tinta de agallas de roble eran imposibles de

limpiar.

—¿Y qué fortuna te estoy pagando, Sombra, para que tu mujer se pueda permitir tal abanico?

La voz de Isabel se había vuelto petulante.

—Si vamos a discutir sobre las finanzas de la Corona, tal vez el resto debería retirarse —sugirió lord Burghley.

—Oh, muy bien —dijo Isabel, enojada—. Tú quédate, William, y tú también, Walter.

—Y yo —dijo Essex.

—Tú no, Robin. Tienes que ocuparte del banquete. Esta noche deseo que me entretengan. Estoy harta de que me den sermones y lecciones de historia, como si fuera una colegiala. No más historias sobre el rey Juan ni aventuras

de pastorcillas perdidamente enamoradas que suspiran por sus pastores. Quiero que Symons se revuelque por el suelo.

Y si tiene que haber una obra, que sea la del nigromante y la cabeza de latón que adivina el futuro —dijo Isabel, y golpeó la mesa con los nudillos—. «El tiempo es, el tiempo fue, el tiempo ha pasado». Adoro esas líneas.

Edward y yo intercambiamos una mirada.

—Creo que la obra se titula Fray Bacon y fray Bungay, Majestad —le susurró una joven al oído a su señora.

—Esa es, Bess. Ocúpate de ello, Robin, y te sentarás a mi lado.

La propia reina tenía bastante de actriz. Podía ir de la furia a la persuasión, pasando por la petulancia, sin vacilar.

Algo más apaciguado, el conde de Essex se retiró, aunque no sin antes dirigirle a Walter una mirada fulminante. Todo el mundo lo siguió en masa. Essex era ahora la persona más importante del lugar y, como polillas

atraídas por una llama, el resto de cortesanos estaban deseando compartir su luz. Solo Henry parecía reacio a irse, pero no tenía más alternativa. La puerta se cerró con firmeza tras ellos.

—¿Habéis disfrutado de la visita al doctor Dee, señora Masen?

La voz de la reina era seca. Ya no albergaba ni rastro de zalamería. No se andaba con rodeos.

—Lo hicimos, Majestad —respondió Edward.

—Sé de buena tinta que vuestra esposa puede hablar por sí misma, señor Masen. Dejadle que lo haga.

Edward frunció el ceño, pero permaneció en silencio.

—Fue de lo más placentera, Majestad. —Acababa de hablar con la reina Isabel I. Dejé a un lado mi incredulidad y continué—. Soy estudiante de alquimia y me interesan los libros y el aprendizaje.

—Sé lo que sois.

El peligro me rodeaba, centelleante, en forma de tormenta de hebras negras crujientes y chirriantes.

—Soy vuestra servidora, Majestad, al igual que mi esposo.

Mis ojos continuaban resueltamente centrados en las zapatillas de la reina de Inglaterra. Por suerte, no eran particularmente interesantes y permanecieron inanimadas.

—Ya dispongo de cortesanos y majaderos en exceso, señora Masen. No os ganaréis un lugar entre ellos con tal afirmación —aseguró la reina. Sus ojos brillaron de forma inquietante—. No todos mis informadores reciben órdenes de vuestro esposo. Dime, Sombra, ¿qué asunto os traíais con el doctor Dee?

—Era un tema privado —dijo Edward, conteniendo el carácter con dificultad.

—No existe tal cosa: no en mi reino. —Isabel estudió el rostro de Edward—. Me dijisteis que no confiara mis secretos a aquellos cuya lealtad no hubierais probado aún por mí —continuó diciendo con tranquilidad—. Sin duda mi propia lealtad estará fuera de cuestión.

—Se trataba de un asunto privado entre el doctor Dee y yo, señora —aseguró Edward, manteniéndose en sus trece.

—Muy bien, señor Masen. Dado que estáis determinado a mantener vuestro secreto, os contaré qué me traigo yo entre manos con el doctor Dee, a ver si así se os suelta la lengua. Quiero que Edward Aelley regrese a Inglaterra.

—Creo que ahora es sir Edward, Majestad —la corrigió Burghley.

—¿De dónde habéis sacado eso? —protestó Isabel.

—De mí —respondió Edward, amablemente—. Es mi trabajo, después de todo, saber esas cosas. ¿Por qué necesitáis a Aelley?

—Sabe cómo hacer la piedra filosofal. Y no pienso dejarla en manos de los Habsburgo.

—¿Ese es vuestro temor? —Edward  parecía aliviado.

—Mi temor es morir y dejar que los perros españoles, franceses y escoceses se peleen por mi reino como si se tratara de un bocado de carne —confesó Isabel, al tiempo que se levantaba y avanzaba hacia Edward. Cuanto más se acercaba, mayores parecían las diferencias de tamaño y de

fuerza. Era una mujer realmente pequeña para haber sobrevivido absolutamente contra pronóstico durante tantos años—. Mi temor es qué será de mi pueblo cuando me vaya. A diario rezo para que Dios me ayude a salvar a Inglaterra de un desastre seguro.

—Amén —entonó Burghley.

—Edward Aelley no es la respuesta de Dios, os lo prometo.

—El soberano que posea la piedra filosofal disfrutará de una inagotable fuente de riquezas —aseguró Isabel con los ojos brillantes—. Si tuviera más oro a mi disposición, podría destruir a los españoles.

—Y si los deseos fueran tordos, los mendigos comerían pájaros —replicó Edward.

—Controlad vuestra lengua, Masen —le advirtió Burghley.

—Su Majestad está proponiendo remar en aguas peligrosas, señor. También es mi trabajo advertírselo — alegó Edward, con premeditada formalidad—. Edward Aelley es un daimón. Su alquimia se encuentra peligrosamente cerca de la magia, como Walter puede atestiguar. La Congregación está desesperada por evitar que la fascinación de Rodolfo II por el ocultismo dé un giro peligroso, como sucedió con el rey Jacobo.

—¡Jacobo tenía todo el derecho a encarcelar a aquellas brujas! —exclamó Isabel con vehemencia—. Al igual que yo tengo todo el derecho a reclamar el beneficio si uno de mis súbditos hace la piedra.

—¿Hicisteis lo mismo con Walter cuando fue al Nuevo Mundo? —preguntó Edward —. ¿Si hubiera encontrado oro en Virginia, habríais exigido que se os entregara todo?

—Creo que eso era exactamente lo que nuestro acuerdo estipulaba —dijo Walter en tono cortante—. Aunque, por supuesto, yo estaría encantado de que Su Majestad se quedara con él —añadió precipitadamente.

—Sabía que no podía confiar en vos, Sombra. Estáis en Inglaterra para servirme y, aun así, habláis de esa Congregación vuestra como si sus deseos fueran más importantes.

—Yo tengo el mismo deseo que vos, Majestad: salvar a Inglaterra del desastre. Si seguís los pasos del rey Jacobo y empezáis a perseguir a los daimones, a las brujas y a los wearhs que hay entre vuestros súbditos, sufriréis por ello y también lo hará el reino.

—¿Y qué proponéis que haga? —preguntó Isabel.

—Propongo que lleguemos a un acuerdo, a un acuerdo no muy diferente del que firmasteis con Raleigh. Yo me ocuparé de que Edward Aelley regrese a Inglaterra para que podáis encerrarlo en la Torre y obligarlo a crear la piedra filosofal…, si puede.

—¿Y a cambio?

Isabel era hija de su padre, después de todo, y entendía que nada en la vida era gratuito.

—A cambio daréis refugio a tantas brujas de Berwick como pueda sacar de Edimburgo hasta que la locura del rey Jacobo haya llegado a su fin.

—¡De ninguna manera! —replicó Burghley—. ¡Pensad, señora, en lo que podría acontecer a vuestras relaciones con nuestros vecinos del norte si invitarais a hordas de brujas escocesas a cruzar la frontera!

—No quedan tantas brujas en Escocia —dijo Edward con gravedad—, dado que rechazasteis mis anteriores peticiones.

—Tenía la certeza, Sombra, de que una de vuestras ocupaciones mientras estuvierais en Inglaterra sería aseguraros de que vuestra gente no se inmiscuyese en nuestra política. ¿Y si estas maquinaciones privadas son

descubiertas? ¿Cómo explicaréis vuestras acciones?

La reina lo observó con atención.

—Alegaré que el sufrimiento impone a cada hombre extrañas parejas, Majestad.

Isabel emitió un débil sonido de regocijo.

—Eso es doblemente cierto en el caso de las mujeres — dijo secamente—. Muy bien. Trato hecho. Iréis a Praga a buscar a Aelley. La señora Masen puede servirme aquí, en la corte, para asegurar vuestro rápido regreso.

—Mi esposa no forma parte de nuestro acuerdo y no hay necesidad alguna de enviarme a Bohemia en enero. Vos estáis decidida a traer de vuelta a Aelley y yo me ocuparé de que así sea.

—¡Vos no sois el rey aquí! —exclamó Isabel, clavándole un dedo en el pecho—. Iréis a donde yo os envíe, señor Masen. Si no lo hacéis, os meteré a vos y a la bruja de vuestra esposa en la Torre, por traición. O haré algo peor

—dijo, con los ojos brillantes.

Alguien arañó la puerta.

—¡Adelante! —bramó Isabel.

—La condesa de Pembroke solicita audiencia, Majestad —dijo un guarda, excusándose.

—Por el amor de Dios —juró la reina—. ¿No conoceré nunca un momento de paz? Haced que pase. Mary Sidney entró en la sala como un huracán, con los

velos y las gorgueras hinchados mientras pasaba de la fría recámara a la sala sobrecalentada que la reina ocupaba.

Hizo una grácil genuflexión a medio camino, continuó flotando por la sala e hizo una nueva genuflexión perfecta.

—Majestad —dijo, inclinando la cabeza.

—¿Qué os trae por la corte, lady Pembroke?

—En una ocasión me asegurasteis una prerrogativa, Majestad: una garantía contra necesidades futuras.

—Sí, sí —afirmó Isabel con impaciencia—. ¿Qué ha

hecho ahora vuestro marido?

—Nada en absoluto —aseguró Mary, poniéndose en pie

—. He venido a solicitar vuestro permiso para enviar a la señora Masen  a un importante recado.

—No logro imaginar la razón —replicó Isabel—. No parece ni útil ni capaz.

—Necesito unas gafas especiales para mis experimentos que solo pueden ser adquiridas en los talleres del emperador Rodolfo. La esposa de mi hermano, os pido disculpas, dado que desde la muerte de Philip ha vuelto a

casarse y se ha convertido en la condesa de Essex, me ha dicho que el señor Masen va a ser enviado a Praga. La señora Masen lo acompañará, con vuestra bendición, y me traerá lo que preciso.

—¡Chiquillo vanidoso y necio! El conde de Essex no puede resistirse a compartir cada migaja de información que posee con el mundo —rezongó Isabel, antes de dar media vuelta y alejarse en una ráfaga de plata y oro—.

¡Exigiré la cabeza de ese charlatán por esto!

—Me prometisteis, Majestad, cuando mi hermano falleció defendiendo vuestro reino, que un día me otorgaríais vuestro favor.

Mary nos sonrió serenamente a Edward y a mí.

—¿Y queréis desperdiciar un regalo tan preciado en estos dos?

Isabel parecía escéptica.

—En su día, Edward le salvó la vida a Philip. Es como un hermano para mí.

Mary parpadeó, mirando a la reina con solemne inocencia.

—Podéis llegar a ser tan suave como el marfil, lady Pembroke. Desearía poder disfrutar más de vuestrapresencia en la corte —confesó Isabel. Acto seguido, alzólas manos—. Muy bien. Cumpliré con mi palabra. Pero

deseo que Edward Aelley esté en mi presencia a mediados de verano: y no quiero que esto se eche a perder ni que toda Europa esté al tanto de este asunto. ¿Entendéis, señor Masen?

—Sí, Majestad —dijo Edward entre dientes.

—Id a Praga, pues. Y llevaos a vuestra esposa con vos, para complacer a lady Pembroke.

—Gracias, Majestad.

Edward la miró de forma bastante inquietante, como si quisiera arrancarle la cabeza empelucada a Isabel Tudor y separársela del cuerpo.

—Fuera de mi vista, todos vosotros, antes de que cambie de opinión.

Isabel regresó a su silla y se desplomó contra el respaldo tallado.

Lord Burghley indicó con un movimiento de cabeza que íbamos a seguir las instrucciones de la reina. Pero Edward no podía dejar las cosas como estaban.

—Unas palabras de advertencia, Majestad. No depositéis vuestra confianza en el conde de Essex.

—No le tenéis simpatía, señor Masen. Y tampoco William, ni Walter. Pero me hace volver a sentirme joven —dijo Isabel, posando sus negros ojos sobre mi marido—.

Hubo un tiempo en que vos realizabais ese servicio para mí y me recordabais tiempos más felices. Ahora habéis encontrado a otra y me siento abandonada.

—«Mi afecto es como mi sombra bajo el sol. / Me sigue volando, vuela cuando la persigo. / Se levanta y se acuesta a mi lado, hace lo que yo hago» —dijo Edward dulcemente —. Yo soy vuestra Sombra, Majestad, y no tengo otra elección que ir a donde vos me llevéis.

—Y yo estoy cansada —dijo Isabel, volviendo la cabeza — y no estoy de humor para poesías. Dejadme.

—No vamos a ir a Praga —dijo Edward cuando estuvimos de vuelta en la barcaza de Henry y nos dirigíamos hacia Londres—. Debemos irnos a casa.

—La reina no te dejará en paz simplemente porque te vayas a Woodstock, Edward —dijo Mary con sensatez, mientras se arrebujaba en una manta de piel.

—No se refiere a Woodstock, Mary —le expliqué—. Habla de un lugar… más lejano.

—Ah. —Mary frunció el ceño—. Oh.

La condesa tomó la precaución de poner cara de no comprender.

—Pero estamos tan cerca de conseguir lo que queríamos —dije—. Sabemos dónde está el manuscrito y este podría responder a todas nuestras preguntas.

—Y podría no tener sentido, como el manuscrito que había en casa del doctor Dee —replicó Edward con impaciencia—. Lo conseguiremos de otra forma.

Pero, más tarde, Walter persuadió a Edward de que la reina hablaba en serio y que nos encerraría a ambos en la Torre si nos negábamos a complacerla. Cuando se lo conté a Goody Alsop, se opuso tanto a lo de Praga como Edward.

—Deberías estar yendo a tu propia época, no viajando a la lejana Praga. Aunque te quedaras aquí, llevaría semanas preparar un hechizo que pudiera llevarte a casa. La magia se rige por reglas y principios que todavía tienes que dominar, Bella. Lo único con lo que cuentas por ahora es con un dragón escupe fuego díscolo, un glaem casi cegador y una tendencia a hacer preguntas con respuestas pícaras. No posees los conocimientos suficientes de hechicería como para tener éxito con tu plan.

—Continuaré estudiando en Praga, te lo prometo —le aseguré, estrechando sus manos entre las mías—. Edward ha hecho un trato con la reina que podría proteger a decenas de brujas. No podemos estar separados. Es

demasiado peligroso. No dejaré que vaya a la corte del emperador sin mí.

—No —dijo la anciana con una sonrisa triste—. No mientras te quede aliento en el cuerpo. Muy bien. Ve con tu wearh. Pero has de saber esto, Bella Masen: estás abriendo una nueva ruta. Y no puedo predecir adónde podría

llevarte.

—El fantasma de Bridget Bishop me dijo: «No hay camino futuro en el que no esté él». Cuando siento que nuestras vidas se adentran girando en lo desconocido, encuentro consuelo en esas palabras —dije, intentando

reconfortarla—. Mientras Edward y yo estemos juntos, Goody Alsop, la dirección no importa.

Tres días después, en la festividad de Santa Brígida, zarpamos y comenzamos nuestro largo viaje para ver al sacro emperador romano, encontrar a un traicionero daimón inglés y, por fin, echarle un vistazo al Ashmole 782.

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