EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 6: CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6

 

La mañana siguiente amaneció gris, como si fuera principios de otoño. Lo único que me apetecía hacer era acurrucarme envuelta en varios jerséis y quedarme en mis habitaciones.

Una mirada al exterior, con aquel tiempo tan poco apetecible, me convenció de no regresar al río. Me decidí en cambio por salir a correr. Saludé con la mano al guardián nocturno que estaba en la portería, quien me dirigió una mirada incrédula seguida de un gesto alentador con los pulgares hacia arriba.

Con cada pisada en la acera, algo de la rigidez de mi cuerpo iba desapareciendo. Cuando llegué a los senderos de grava del parque de la universidad, estaba respirando profundamente y me sentía relajada y lista para un largo día en la biblioteca, sin importarme cuántas criaturas no humanas estuvieran reunidas allí.

Al regresar, el portero me detuvo.

—Doctora Bishop...

— ¿Sí?

—Lamento haber tenido que impedir el acceso a su visita de anoche, pero es la política de la universidad. La próxima vez que vaya a tener invitados, háganoslo saber y los enviaremos directamente arriba.

La claridad mental conseguida después de correr desapareció.

¿Era un hombre o una mujer? —pregunté de manera brusca.

Una mujer.

Relajé poco a poco mis hombros, que había alzado casi hasta la altura de mis orejas a causa de la tensión.

—Parecía muy agradable, y a mí siempre me han gustado los australianos. Son amistosos sin ser..., bueno... —El portero dejó la frase sin terminar, pero resultaba claro lo que quería decir. Los australianos eran como los norteamericanos..., pero no tan agresivos—. Llamamos por teléfono a sus habitaciones.

Fruncí el ceño. Yo había desconectado el teléfono porque Sarah nunca calculaba la diferencia horaria entre Madison y Oxford correctamente y siempre me llamaba en mitad de la noche. Ésa era la explicación.

—Gracias por hacérmelo saber. En el futuro no olvidaré informarle sobre cualquier visita —prometí.

De vuelta a mis habitaciones, encendí la luz del baño y vi que los dos días anteriores habían dejado sus huellas. Los círculos que habían aparecido debajo de mis ojos el día anterior se habían convertido en algo parecido a cardenales. Examiné también mi brazo en busca de algún hematoma y me sorprendí al no encontrar ninguno. La fuerza del vampiro al agarrarme había sido tal que estaba segura de que Cullen me habría roto algunos vasos sanguíneos debajo de la piel.

Me duché y me puse unos pantalones flojos y un jersey de cuello alto. El negro intenso acentuaba mi altura y minimizaba mi constitución atlética, pero también hacía que me pareciera a un cadáver, de modo que até un suéter azul pálido alrededor de mis hombros. Eso hizo que mis ojeras parecieran más azules, pero por lo menos ya no tenía aspecto de muerta. Mi pelo amenazaba con erizarse directamente por encima de mi cabeza y crujía cada vez que me movía. La única solución era recogerlo hacia atrás con un moño en la nuca.

 

El carrito de Cullen había sido llenado con manuscritos y me resigné a verlo en la sala de lectura Duke Humphrey. Me acerqué al mostrador de préstamos con los hombros muy rectos.

 

De nuevo el supervisor y los dos ayudantes daban vueltas por todos lados como aves nerviosas. Esta vez, sus movimientos seconcentraban en el triángulo entre el mostrador de préstamos, los ficheros donde estaban catalogados los manuscritos y laoficina del supervisor. Llevaban pilas de cajas y empujaban carritos cargados de manuscritos hacia los primeros tres espaciosdebajo de los arcos con mesas antiguas bajo la atenta mirada de las gárgolas.

—Gracias, Sean. —La voz profunda y cortés de Cullen flotó desde las profundidades.

La buena noticia era que ya no iba a tener que compartir un escritorio con un vampiro.

La mala noticia era que no iba a poder entrar o salir de la biblioteca — o pedir un libro o manuscrito— sin que Cullen pudiera conocer cada uno de mis movimientos. Y ese día, además, contaba con apoyo.

Lo que me pareció una niña muy pequeña estaba amontonando papeles y archivadores en el espacio que había bajo el segundo arco. Iba vestida con un jersey marrón largo y holgado que le llegaba casi hasta las rodillas. Cuando se volvió, me sorprendí al ver a una mujer adulta. Tenía ojos color ámbar y negro, y tan fríos que congelaban.

Incluso sin estar en contacto con ella, su piel luminosa y pálida y el pelo anormalmente grueso y brillante la delataban: era una mujer vampiro. Mechones como ondas serpenteantes se enroscaban alrededor de su rostro y sobre sus hombros. Dio un paso hacia mí, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar sus movimientos rápidos y seguros, y me dirigió una mirada penetrante. Aquél no era, evidentemente, el lugar donde quería estar, y me culpaba a mí.

—Alice —la llamó Cullen en voz baja, saliendo al pasillo central. Se detuvo de golpe, y una cortés sonrisa apareció en sus labios.

—Doctora Bishop, buenos días. —Se pasó los dedos por el pelo, lo cual sólo sirvió para que todavía pareciera más despeinado. Toqué mi propio cabello un tanto cohibida y metí un mechón suelto detrás de la oreja.

—Buenos días, profesor Cullen. Otra vez por aquí, por lo que veo.

—Sí. Pero hoy no estaré con usted en el ala Selden. Han podido acomodarnos aquí, donde no molestaremos a nadie.

El vampiro de sexo femenino puso bruscamente una pila de papeles encima de la mesa.

Cullen sonrió.

—Permítame presentarle a mi colega de investigación, la doctora Alice Brandon. Alice, ésta es la doctora Bella Bishop.

—Doctora Bishop —saludó Alice fríamente, tendiendo su mano hacia mí. La cogí y me sorprendí por el contraste entre su mano diminuta y fría y la mía, más grande y más cálida. Empecé a retirarla, pero su apretón se hizo más intenso provocando un crujido de mis huesos. Cuando finalmente me soltó, tuve que resistir el impulso de sacudir la mano.

—Doctora Brandon. —Allí estábamos los tres, sin saber qué hacer. ¿Qué debe uno preguntarle a un vampiro a primera hora de la mañana? Me refugié en las trivialidades humanas —. Bueno, tengo que ponerme a trabajar.

—Que tenga un día productivo —dijo Cullen. Su gesto con la cabeza fue tan frío como el saludo de Alice.

El señor Johnson apareció junto a mí acercándose desde atrás, con el pequeño montón de cajas grises de mis manuscritos esperándome en sus brazos.

—Hoy le hemos asignado el asiento A4, doctora Bishop —me informó, inflando las mejillas con satisfacción—. Yo llevaré todo esto a su sitio.

Los hombros de Cullen eran tan anchos que no pude averiguar si había manuscritos encuadernados sobre su mesa.

Contuve mi curiosidad y seguí al supervisor de la sala de lectura a mi habitual asiento en el ala Selden.

A pesar de no tener a Cullen sentado delante de mí, sentí claramente su presencia cuando saqué mis bolígrafos y encendí mi ordenador. De espaldas a la sala vacía, cogí la primera caja, saqué el manuscrito encuadernado en cuero y lo puse en el soporte.

La familiar tarea de leer y tomar notas pronto absorbió toda mi atención, y terminé con el primer manuscrito en menos de dos horas. Mi reloj reveló que todavía no eran las once. Aún había tiempo para otro antes de almorzar.

El manuscrito que había en la siguiente caja era más pequeño que el anterior, pero contenía interesantes dibujos de instrumentos alquímicos y fragmentos de procedimientos químicos que podían leerse como una combinación profana de La alegría de cocinar y el cuaderno de notas de un envenenador. «Tome la olla de mercurio y colóquela sobre una llama durantetres horas —comenzaba diciendo una serie de instrucciones— y cuando se haya unido al Hijo Filosófico, retírela y deje que se pudra hasta que el Cuervo Negro lo conduzca a su muerte». Mis dedos volaban sobre el teclado, acelerándose a medida que pasaban los minutos.

Ese día me había preparado para ser blanco de las miradas de toda criatura imaginable no humana. Pero cuando el reloj dio la una, yo seguía estando prácticamente sola en el ala Selden. El único lector que había era un estudiante de posgrado que llevaba una bufanda a rayas rojas, blancas y azules del Keble College. Miraba detenidamente una pila de libros raros con aire taciturno sin leerlos mientras se mordía las uñas con ocasionales ruidos muy audibles.

Después de llenar dos nuevos formularios de préstamo y volver a poner en sus cajas mis manuscritos, abandoné mi asiento para ir a comer, satisfecha con lo que había conseguido esa mañana. Cuando pasé cerca de Jessica Chamberlain, me dirigió una malévola mirada desde un asiento de aspecto incómodo cerca del antiguo reloj; los dos vampiros de sexo femenino del día anterior clavaron helados carámbanos en mi piel, y el daimón de la sala de consulta de música estaba con otros dos daimones. Los tres estaban desmontando un lector de microfilm, y las piezas estaban a su alrededor y un rollo de película yacía en su carrete olvidado en el suelo, a sus pies.

Cullen y su ayudante seguían en su sitio cerca del mostrador de préstamos de la sala de lectura. El vampiro aseguraba que las criaturas no humanas andaban detrás de mí, no de él. Pero el comportamiento de todas ellas ese día indicaba otra cosa, pensé con sensación de triunfo.

Mientras yo devolvía mis manuscritos, Edward Cullen me miro con frialdad. Tuve que hacer un gran esfuerzo, pero logré no devolverle la mirada.

— ¿Has terminado con éstos? —preguntó Sean.

—Sí. Quedan dos más sobre mi mesa. Si pudieras darme también éstos, sería estupendo. —Le entregué los formularios —.

¿Quieres que comamos juntos?

—Valerie acaba de salir. Me temo que voy a tener que quedarme aquí durante un rato —dijo apesadumbrado.

—Otra vez será. —Cogí mi bolso y me volví para salir.

La voz grave de Cullen me detuvo:

—Alice, es la hora de comer.

—No tengo hambre —respondió ella con una voz clara y melódica de soprano, que incluía un cierto tono de irritación.

—El aire fresco mejorará tu concentración. —El tono tajante en la voz de Cullen resultó indiscutible. Alice suspiró con fuerza, rompió el lápiz sobre su mesa, y salió de las sombras para seguirme.

Mi comida habitual consistía en una pausa de veinte minutos en el café del segundo piso de la librería vecina. Sonreí al imaginar a Alice, en ese mismo momento, atrapada en Blackwell's, donde los turistas se reunían para mirar postales, metida entre las guías de Oxford y la sección de novela negra.

Conseguí un sándwich y un poco de té y me metí en el rincón más alejado del local lleno de gente, entre un profesor de historia que me resultaba vagamente familiar, que leía el periódico, y un estudiante que dividía su atención entre un reproductor de MP3, un teléfono móvil y un ordenador.

Después de terminar mi sándwich, cogí la taza de té entre mis manos y miré por las ventanas. Fruncí el ceño. Uno de los daimones desconocidos que había visto en la sala Duke Humphrey estaba apoyado en los portones de la biblioteca, observando las vidrieras de Blackwell's.

Recibí dos ligeros toquecitos en los pómulos, suaves y fugaces como un beso. Levanté la vista hacia el rostro de otro daimón de sexo femenino. Era muy hermosa, con facciones despampanantes y contradictorias: su boca era demasiado ancha para su cara delicada, sus ojos marrón chocolate estaban demasiado juntos teniendo en cuenta su gran tamaño, el pelo era demasiado rubio para su piel color miel.

 

— ¿Doctora Bishop? —El acento australiano de la mujer me envió dedos helados que recorrieron la base de mi columna vertebral.

—Sí —susurré, mirando hacia las escaleras. La oscura cabeza de Alice no apareció desde abajo—. Yo soy Bella Bishop.

Sonrió.

—Soy Agatha Wilson. Y su amiga de ahí abajo no sabe que estoy aquí.

Era un nombre incongruentemente pasado de moda para alguien que era apenas unos diez años mayor que yo, y mucho más elegante. Su nombre me resultó vagamente familiar, y me pareció recordar haberla visto en una revista de moda.

— ¿Puedo sentarme? —preguntó, señalando el asiento que el historiador acababa de dejar libre.

—Por supuesto —respondí en un susurro.

El lunes había conocido a un vampiro. El martes un brujo había tratado de meterse dentro de mi cabeza. El miércoles, al parecer, era el día de los daimones.

Aunque me habían seguido por toda la universidad, yo sabía todavía menos sobre los daimones que sobre los vampiros.

Pocos parecían comprender a aquellas criaturas, y Sarah nunca había podido responder completamente a las preguntas que le había formulado sobre ellos. Según lo que ella me había contado, los daimones constituían una subclase criminal. Su exceso de inteligencia y creatividad los llevaba a mentir, robar, hacer trampas e incluso matar, porque sentían que podían salirse siempre con la suya. Y algo todavía más preocupante, por lo que me había contado Sarah, eran las condiciones de su nacimiento. No había manera de saber dónde o cuándo iba a aparecer un daimón, ya que era frecuente que nacieran de padres humanos. Para mi tía, esto no hacía más que agravar su posición, ya marginal, en la jerarquía de los seres. Ella valoraba las costumbres de familia y los linajes de una bruja, y no aprobaba semejante imprevisibilidad daimónica.

Agatha Wilson se conformó, en un primer momento, con permanecer sentada a mi lado en silencio, observándome a mí, con mi taza de té en la mano. Luego empezó a hablar con un desconcertante remolino de palabras. Sarah decía que era imposible mantener una conversación con los daimones, porque siempre empezaban por la mitad.

—Tanta energía no puede menos que atraernos —dijo con total naturalidad, como si le hubiera hecho una pregunta—. Las brujas estaban en Oxford para celebrar Mabon, y parloteaban como si el mundo no estuviera lleno de vampiros que lo escuchan todo. —Guardó un instante de silencio —. No sabíamos si lo volveríamos a ver otra vez.

— ¿Volver a ver qué? —pregunté en voz baja.

—El libro —dijo en tono confidencial.

—El libro —repetí, con voz inexpresiva.

—Sí. Después de lo que las brujas le hicieron, nunca imaginamos que podríamos llegar a verlo de nuevo.

Los ojos de la mujer daimón se concentraban en un lugar en medio de la habitación.

—Por supuesto, usted también es una bruja. Tal vez sea un error hablar con usted. Sin embargo, pensé que, entre todas las brujas, podría saber cómo lo hicieron. Y ahora aparece esto —dijo con tristeza, y cogió el periódico abandonado para alcanzármelo.

El titular sensacionalista atrajo mi atención de inmediato: «Vampiro suelto en Londres». Leí apresuradamente el artículo.

La policía metropolitana no tiene ninguna pista nueva en el desconcertante asesinato de dos hombres en Westminster. Los cuerpos de Daniel Bennett, de veintidós años, y Jason Enright, de veintiséis, fueron encontrados en un callejón detrás del pub White Hart, en la calle St. Alban, el domingo por la mañana temprano por el propietario del establecimiento, Reg Scott.

Ambos hombres tenían las carótidas seccionadas y laceraciones múltiples en el cuello, los brazos y el pecho. Las autopsias revelaron que la gran pérdida de sangre fue la causa de la muerte, aunque no se encontró en el lugar ningún rastro de sangre.

Las autoridades que investigan los «asesinatos del vampiro», como los llama la gente del lugar, pidieron consejo a James Knox, famoso autor de best sellers sobre ocultismo moderno, entre ellos Materia oscura, El diablo en tiempos modernos y el renacimiento de la magia y La necesidad de misterio en la era de la ciencia. Knox ha sido consultado por instituciones de todo el mundo en casos en los que se sospecha de asesinatos satánicos o asesinatos en serie.

 

«No hay pruebas de que éstos sean homicidios rituales —declaró Knox a los reporteros en una conferencia de prensa—. Ni tampoco parece que se trate del trabajo de un asesino en serie», concluyó, a pesar de los homicidios similares de Christiana

Nilsson en Copenhague el verano anterior y de Sergei Morozov en San Petersburgo en el otoño de 2007. Cuando se insistió en el tema, Knox reconoció que en el caso de Londres podrían estar implicados uno o varios asesinos por imitación.

Los preocupados vecinos han organizado patrullas de vigilancia, y la policía local inició una campaña de seguridad puerta a puerta para responder preguntas y ofrecer apoyo y orientación. Los funcionarios recomiendan a los habitantes de Londres que tomen precauciones adicionales para su seguridad, sobre todo por la noche.

—Esto es sólo el trabajo del director de un periódico en busca de una buena historia —dije mientras devolvía el diario a la daimón—. La prensa siempre se aprovecha de los temores humanos.

— ¿Usted cree? —Preguntó, mirando alrededor de la habitación—. No estoy tan segura. Creo que se trata de mucho más que eso. Con los vampiros nunca se sabe. Están apenas a un paso de los animales. — Agatha Wilson endureció los labios en un amargo rictus—. Y usted cree que somos nosotros los inestables. De todas formas, es peligroso para cualquiera de nuestro mundo atraer la atención humana.

Para ser un lugar público ya había hablado demasiado de brujas y vampiros, aunque el estudiante seguía con los auriculares puestos y el resto de los clientes estaban inmersos en sus propios pensamientos o tenían la cabeza junto a la de sus compañeros de almuerzo.

—No sé nada sobre el manuscrito ni lo que las brujas hicieron con él, señorita Wilson. Y tampoco está en mi poder —me apresuré a añadir, por si acaso ella también pensara que yo podría haberlo robado.

—Prefiero que me tutees. Llámame Agatha. —Se concentró en el dibujo de la alfombra—. Ahora está en la biblioteca.

¿Alguien te dijo que lo devolvieras?

¿Se refería a las brujas? ¿A los vampiros? ¿A los bibliotecarios? Escogí a los culpables más probables.

— ¿Las brujas? —susurré.

Agatha asintió con la cabeza, mientras recorría todo el salón con la mirada.

—No. Cuando acabé de utilizarlo, simplemente lo volví a colocar en su sitio con los demás.

—Ah, los demás —dijo ella, confirmándolo—. Todo el mundo piensa que la biblioteca es sólo un edificio, pero no es así.

Recordé de nuevo la inquietante sensación que me dominó cuando Sean colocó el manuscrito en la cinta transportadora.

—La biblioteca es cualquier cosa que las brujas quieran que sea —continuó—. Pero el libro no les pertenece. No deberían ser las brujas quienes decidan dónde hay que guardarlo y quién puede verlo.

— ¿Qué es lo que tiene de especial ese manuscrito?

—El libro explica por qué estamos aquí —dijo con una voz que revelaba una cierta desesperación—. Cuenta nuestra historia...: origen, desarrollo e incluso el final. Nosotros, los daimones, tenemos que comprender nuestro lugar en el mundo.

Nuestra necesidad es más grande que la de las brujas o la de los vampiros. —En ese momento no había nada confuso en ella.

Era como una cámara que había estado siempre desenfocada hasta que alguien había llegado a mover las lentes para dejarlas en la posición correcta.

—Vosotros sabéis cuál es vuestro lugar en el mundo —repliqué—. Hay cuatro clases de criaturas: humanos, daimones, vampiros y brujas.

— ¿Y de dónde vienen los daimones? ¿Cómo fuimos creados? ¿Por qué estamos aquí? —Movió sus ojos castaños con rapidez—. Vosotros sabéis de dónde viene vuestro poder, ¿no?

—No —susurré, sacudiendo la cabeza.

—Nadie lo sabe —dijo con cierta melancolía—. Todos los días nos lo preguntamos. Los humanos al principio pensaban que los daimones eran ángeles de la guarda. Luego creyeron que éramos dioses atados a la tierra y víctimas de nuestras propias pasiones. Los humanos nos odiaban porque éramos diferentes y abandonaban a sus hijos si resultaban ser daimones. Nos acusaron de apoderarnos de sus almas y de volverlos locos. Los daimones somos brillantes, pero no somos crueles..., no como los vampiros. — En su voz había un cierto tono de irritación en ese instante, aunque en ningún momento alzó el volumen por encima del murmullo—. Nunca haríamos que alguien se volviera loco. Aún más que las brujas, somos víctimas del miedo y la envidia de los humanos.

—Las brujas también tienen desagradables leyendas con las cuales lidiar —dije, pensando en las cazas de brujas y ejecuciones a las que habían sido sometidas.

—Las brujas nacen brujas. Los vampiros hacen que otros se vuelvan vampiros. Vosotros tenéis historias de familia y recuerdos que os consuelan cuando os sentís solos o confundidos. Nosotros no tenemos nada más que los relatos que cuentan los humanos. No resulta sorprendente que haya tantos daimones con el espíritu destrozado. Nuestra única esperanza es confiar en encontrarnos algún día con otro daimón y saber que somos semejantes. Mi hijo fue uno de los afortunados. Nathaniel tuvo una madre que era daimón, alguien que vio las señales y pudo ayudarle a comprender. — Apartó la mirada por un momento, tratando de recuperar la serenidad. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos otra vez, estaban tristes—.

Tal vez los humanos tengan razón. Tal vez estemos poseídos. Veo cosas, Bella. Cosas que no debería ver.

Los daimones podían ser clarividentes. Nadie sabía si sus visiones eran fiables, como las que tenían las brujas.

Veo sangre y miedo. Te veo a ti —dijo. Su mirada se perdió de nuevo en el vacío—. A veces veo al vampiro. El busca este libro desde hace mucho tiempo. En cambio, te ha encontrado a ti. ¡Qué curioso!

— ¿Por qué quiere el libro Edward Cullen?

Agatha se encogió de hombros.

—Los vampiros y las brujas no comparten sus ideas con nosotros. Ni siquiera tu vampiro nos dice lo que sabe, aunque demuestra un poco más de cariño por los daimones que la mayoría de los de su clase. ¡Hay tantos secretos, y tantos seres humanos inteligentes en estos tiempos! Lo descubrirá si no tenemos cuidado. A los humanos les gusta el poder..., y también los secretos.

—No es mi vampiro. —Me ruboricé.

— ¿Estás segura? —preguntó, mirando los cromados de la máquina de café expreso como si fuera un espejo mágico.

—Sí —respondí con vehemencia.

—Un libro pequeño puede esconder un gran secreto..., uno que podría cambiar el mundo. Tú eres una bruja. Tú sabes que las palabras tienen poder. Y si tu vampiro conociera el secreto, no te necesitaría a ti. —La mirada de Agatha se suavizó, adquiriendo calidez.

—Edward Cullen puede pedir el manuscrito él mismo, si tanto lo desea. —La idea de que podría estar haciéndolo en ese momento era tremendamente escalofriante.

—Cuando vuelva a tu poder —dijo con un tono de urgencia en la voz, cogiéndome del brazo—, prométeme que recordarás que vosotras no sois las únicas que necesitáis conocer vuestros secretos. Los daimones formamos parte de esa historia también. Prométemelo.

Sentí una chispa de pánico cuando me tocó, y percibí repentinamente el calor del local y de la gente allí apiñada. De manera instintiva busqué la salida más cercana mientras me concentraba en mi respiración, tratando de controlar el inicio de una reacción de lucha o huida.

—Lo prometo —murmuré vacilante, sin estar segura de qué era lo que estaba prometiendo.

—Bien —dijo ella distraídamente, soltándome el brazo. Su mirada se perdió en el vacío—. Gracias por haber accedido a hablar conmigo. —Agatha miró otra vez la alfombra—. Nos volveremos a ver. Recuerda, algunas promesas son más importantes que otras.

Puse mi tetera y la taza en el recipiente de plástico gris encima del cubo de basura y tiré allí el envoltorio de mi sándwich.

Cuando miré por encima del hombro, Agatha estaba leyendo la sección de deportes del periódico de Londres que había dejado el historiador.

Al salir de Blackwell's, no vi a Alice, pero pude sentir sus ojos.

 

El ala Selden se había llenado de humanos normales mientras yo había ido a comer; todos estaban concentrados en su propiotrabajo y totalmente ajenos a la cantidad de criaturas no humanas que se movían a su alrededor. Envidiando aquellaignorancia, cogí un manuscrito, decidida a concentrarme, pero mi mente se ocupó de repasar la conversación mantenida enBlackwell's y los acontecimientos de los últimos días. Hasta cierto punto, las ilustraciones del Ashmole 782 no parecíanrelacionadas con lo que Agatha Wilson había dicho con respecto al contenido del libro. Y si Edward Cullen y la daimónestaban tan interesados en el manuscrito, ¿por qué no lo pedían ellos mismos?

Cerré los ojos, recordando los detalles de mi encuentro con el manuscrito. Traté de encontrar algún orden en los hechos de los últimos días vaciando mi mente e imaginando el problema como un rompecabezas disperso sobre una mesa blanca, para luego organizar las piezas de diferentes colores y formas. Pero, pusiera donde pusiera las piezas, no aparecía ninguna imagen clara. Frustrada, aparté la silla alejándola de mi mesa y me dirigí hacia la salida.

— ¿Algún pedido? —preguntó Sean cuando cogió los manuscritos de mis brazos. Le entregué un manojo de formularios de préstamo recién cubiertos. Sonrió ante el grosor del montón, pero no dijo ni una palabra.

Antes de retirarme, tenía que hacer dos cosas. La primera era un asunto de simple cortesía. No sabía cómo lo habían hecho, pero los vampiros habían impedido que la interminable oleada de criaturas no humanas del ala Selden me distrajera. Brujas y vampiros no tenían a menudo motivos para darse las gracias unos a otros, pero Cullen me había protegido dos veces en dos días. Y yo estaba decidida a no ser desagradecida, ni intolerante como Sarah y sus amigas en el aquelarre de Madison.

—Profesor Cullen.

El vampiro levantó la vista.

—Gracias —dije simplemente, mirándolo a los ojos y sosteniendo la mirada hasta que él apartó la suya.

—No hay de qué —murmuró, con un tono de sorpresa en la voz.

La segunda cosa que debía hacer era más calculada. Si Edward Cullen me necesitaba, yo también lo necesitaba a él.

Quería que me dijera por qué el Ashmole 782 despertaba tanto interés.

—Tal vez deberíamos tutearnos. Llámame Bella —dije rápidamente, antes de perder el coraje.

Edward Cullen sonrió.

Mi corazón dejó de latir por una fracción de segundo. Esa no era la sonrisita educada con la que ya estaba familiarizada. Sus labios se curvaron hacia arriba, haciendo que todo su rostro resplandeciera. Santo cielo, sí que era guapo, pensé otra vez, ligeramente deslumbrada.

Muy bien —replicó en voz baja—, pero entonces tienes que llamarme Edward.

Asentí con la cabeza, mientras mi corazón todavía latía de forma irregular. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo, soltando hasta el último rastro de preocupación que quedaba después del inesperado encuentro con Agatha Wilson.

Edward movió la nariz con suavidad. Su sonrisa se hizo más amplia. Fuese lo que fuese que mi cuerpo estaba haciendo, él lo había percibido. Es más, parecía haberlo identificado.

Me ruboricé.

Que termines bien el día, Bella. —Su voz se detuvo en mi nombre, haciéndolo parecer exótico y extraño.

— Buenas noches, Edward —respondí, emprendiendo una rápida retirada.

Aquella tarde, remando en el río tranquilo mientras la puesta de sol se convertía en anochecer, vislumbré de vez en cuando una mancha de humo en el camino de sirga, siempre un poco por delante de mí, como una estrella oscura que me guiaba hacia mi hogar.

 

 

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