INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54536
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 10: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO  2

 

A principios de noviembre Edward recibe una llamada de su editor en Nueva York. Quiere hablar del nuevo libro. ¿Puede ir Edward a pasar un día o dos? Estará el dueño de la editorial. Y algunos ejecutivos. Ellos se harán cargo del billete. En business, desde luego. Es un gesto espléndido, reflejo de sus elevadas expectativas. El piso que los Cullen tienen en Nueva York, las dos plantas inferiores de una casa de piedra rojiza al este de Lexington, está alquilado. No pasa nada, le reservarán habitación en un hotel. ¿Cuándo puede ir?

A Edward no le apetece hacer ese viaje, aunque dice que irá. Pero Alice tiene que quedarse en Roma, por el colegio de Johnny. En Nueva York tenían canguros que podían cuidarlo, pero allí no. No es lo mismo.

—¿Y si pasa algo? Mi sitio está aquí —afirma ella. Edward sólo pasará fuera dos noches. Tres, a lo sumo. Será la primera vez que duerman separados desde que él dejó los marines.

Una semana después aterriza en el aeropuerto Kennedy. Al otro lado de la aduana espera un chófer con su nombre escrito en un papel. Después de ver tanta piedra antigua en Roma, Nueva York le parece ridículamente moderna. Resulta chocante, aunque tranquilizador, verse rodeado de sonidos ingleses, anuncios de productos conocidos, gorras de los Yankees, coches grandes.

El día transcurre en reuniones. Allí hace más frío que en Roma. Edward lleva un abrigo nuevo de cachemir azul que Alice le compró en la prestigiosa sastrería Brioni. Les estrecha la mano a los ejecutivos de mayor edad, muchos de los cuales lo acompañaron en la andadura de su último libro. Edward es aclamado como el héroe que regresa a casa. Una joven les lleva cafés.

—¿Quieres alguna otra cosa, Edward? —le pregunta Norm, el dueño de la editorial. Les sirven el almuerzo: sándwiches, ensalada de pasta. Hay una presentación en PowerPoint. Tablas, gráficos, previsiones de ventas. Hollywood está interesado. Después, en el hotel, se echa una siesta. Reuben, su agente, lo ha invitado a cenar. A continuación hay varias fiestas por las que podrían dejarse caer.

Cenan en un restaurante que goza de popularidad entre los ejecutivos del mundo editorial. El maître le da a Edward un caluroso apretón de manos y le dice lo mucho que se alegra de que haya vuelto y que todo el mundo se muere de ganas de leer su nuevo libro. ¿Cuándo sale a la venta? Mucha gente se acerca a su mesa. Algunos se sientan a tomar algo o a intercambiar cotilleos del sector. Edward está cansado. Bebe para no dormirse. Intenta retirarse, pero Reuben insiste en que vayan al menos a una de las fiestas. En Chelsea, cerca del río. Otro de los clientes de Reuben. Promete que será divertido. La generación más joven. «No son como nosotros. Aprenderás algo. Vamos, sólo una copa», pide Reuben. Edward accede, pero es consciente de que se le abre la boca y mira el reloj cuando se dirigen al centro. Es demasiado tarde para llamar a Alice.

¿Cómo sé todo esto? Edward lo puso todo por escrito, y yo lo leí después. El viaje paso a paso y muchas cosas más. ¿Acaso no es eso lo que hacen los escritores? No es real hasta que no está en el papel. Aunque no me enteré de muchos de los detalles hasta años después.

La fiesta se celebra en un loft cavernoso. Reuben presenta a Edward a su otro cliente. Es mucho más joven de lo que era Edward cuando publicó su primer libro. Edward está prácticamente seguro de que él y Reuben son dos de las personas más mayores de la fiesta. El joven autor, cordial, le dice a Edward cuánto le gustó su libro. Es delgado, de cabello rizado oscuro y vivos ojos de color castaño. Aparenta unos doce años. Tiene cara de embaucador. Edward ni siquiera recuerda su nombre. Sabe que no ha oído hablar del libro del joven, y desde luego no lo ha leído. «He estado viviendo en Roma —cuenta como excusa—. Reuben me ha dicho que es tremendo.»

Existe una meritocracia entre los escritores. Aunque Edward es mayor y ha ganado un premio, sabe que no va muy por delante de ese joven. No tiene en su haber un corpus de novelas publicadas que lo respalde. Su carrera aún puede ir hacia un lado o hacia otro. Es el próximo libro el que demostrará si de verdad tiene talento o si lo suyo fue sólo un golpe de suerte.

Entonces sucede: ineludible, inevitable, como cuando se lanzan huesos de tortuga, como cuando baja la marea.

Una voz de mujer detrás de él.

—Edward. ¿Qué haces aquí?

Él se vuelve. Bella.

—Cuánto me alegro de verte —responde él como si tal cosa, y le da dos besos. Tiene la piel caliente, suave—. Lo hacen los italianos. —Ríe—. Una costumbre estupenda.

Los días pasados se deslizan entre ellos. Durante un instante ella se pone nerviosa.

—Creía que estabais en Roma. ¿Ya habéis vuelto?

—No. Mi editor quería que viniera a pasar unos días. He llegado esta mañana.

—¿Cómo está Alice? ¿Y Johnny? ¿Han venido?

—Los dos muy bien. Están en Roma. Y tú, ¿qué tal?

—Bien —contesta ella—. Muy bien. Escucha, siento lo que pasó. Entre nosotros, me refiero. Espero que me perdones.

—No hay nada que perdonar —asegura él—. En todo caso debería sentirme halagado. Además, es agua pasada.

Toman una copa. Edward ya no se siente cansado. Hablan de Roma. Ella no la conoce. Es mágica, le asegura él. Todo el mundo debería vivir allí al menos una vez en la vida.

—Tienes buen aspecto —le dice. Hay algo distinto en ella. Tiene un trabajo nuevo. En la redacción de una revista. Más dinero, más respeto. Está medrando. Hay algo más: se ha cortado el pelo. En verano lo tenía largo; ahora, más corto, con más estilo. La hace parecer mayor, más distinguida.

Yo también la vi. Quedamos para tomar algo poco después de que los Cullen se fueran a Roma. Era la primera vez que la veía con tacones.

—Ya, bueno —contesta Bella—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Me ha traído Reuben, mi agente. ¿Te acuerdas? Lo conociste aquella vez, en la calle. Según él tenía que relacionarme con la generación más joven.

—¿Lleva a Josh?

—¿Se llama así?

—Sí. La fiesta es en su honor.

—¿Es amigo tuyo?

—Estuvimos saliendo algún tiempo.

—No sabes lo que me alegro de verte. No conozco a nadie en esta fiesta salvo a Reuben.

—Te presentaré a algunas personas —se ofrece ella.

Poco después a su alrededor hay un grupo de gente que quiere conocer al famoso Edward Cullen. Los hombres, delgados y con un desaliño estudiado, vestidos de negro. Las mujeres, esqueléticas, muchas bebiendo cerveza del botellín. Él está sentado en un sofá. El centro de atención. Un buhonero abriendo su saco de anécdotas. Saca primero una, luego otra. Bella le lleva un whisky con hielo. Él ha perdido la cuenta de los que ha tomado, pero sabe exactamente cuándo se va Bella y cuándo vuelve. Está actuando para ella.

La habitación se desdibuja, pero Edward se está divirtiendo. Hombres y mujeres jóvenes quieren saber algo de su nuevo libro, qué opina de la literatura contemporánea, del terrorismo, de Oriente Próximo. ¿Es verdad que fue piloto de cazas? Un joven le pregunta si alguna vez derribó un avión enemigo.

—No. Serví en tiempos de paz.

Cuenta lo de la vez que se vio obligado a aterrizar frente a una playa en el norte de África durante un vuelo de instrucción y tuvo que pasar la noche en un burdel de Marruecos. Todo el mundo se ríe.

Bella está detrás, encaramada al brazo del sofá. Son como imanes que se atraen. Él causa sensación, ella sabía que sería así. Su éxito es el suyo.

—No sabía que conocías a Edward Cullen —le dicen.

—Ah, sí, somos viejos amigos.

Es más de medianoche. Los camareros están recogiendo. La fiesta toca a su fin.

—Vamos a ir a un bar —le comenta ella—. ¿Te vienes?

Edward mira a su alrededor: ni rastro de Reuben.

—Sí, ¿por qué no? —contesta. En Roma ya es por la mañana.

En la calle paran un taxi. Bella da una dirección. Él le lleva el portátil y la bolsa del gimnasio.

—¿Adónde vamos? —quiere saber Edward.

—Primero tenemos que pasar por mi casa. Quiero dejar mis cosas. No será ni un minuto, y el bar está muy cerca. ¿Te importa?

—No, qué va.

Bella vive en el East Village, en un piso que alquiló a principios de septiembre. El edificio es modesto, un bloque antiguo. No hay portero. Sobre la acera se ven escaleras de emergencia oxidadas. Una llave para entrar, un interfono con el nombre de los inquilinos, muchos de ellos tapados por otros que acaban de llegar, algunos escritos a mano. Luego una segunda puerta, más pesada, con cristal de seguridad.

—Vivo en el tercero —le informa ella—. No hay ascensor, tenemos que subir andando.

Él carga con sus cosas.

Los años han redondeado la escalera, de mármol. Ésa ha sido la primera parada para generaciones de neoyorquinos. La diferencia estriba en que ahora el barrio se ha puesto de moda y los alquileres son altos. Suelos de baldosas desgastadas. Barandillas de hierro fundido. Paredes con humedades. Menús chinos asomando por debajo de las puertas.

—Ya hemos llegado —anuncia Bella. Más llaves para entrar. Un cerrojo—. Tampoco hay tanta inseguridad, de veras —asegura—. Las cerraduras son de los años ochenta.

El piso es pequeño, faltan cosas. Bella podría llevar allí una semana o un año. Una estantería en una pared. Una cocinita en la otra. Un sofá, una mesa de comedor pequeña llena de papeles desordenados, un par de zapatos, una copa de vino con posos en el fondo. Platos en el fregadero. Cajas apiladas en un rincón. El desorden de un soltero. Un dormitorio a la izquierda. Él está seguro de que en la nevera no habrá nada salvo, quizá, leche caducada, un limón ennegrecido, vino, comida china pasada, tarros de mostaza.

—No es gran cosa, pero por lo menos no tengo que compartir piso —explica—. ¿Quieres tomar algo? No tardo nada. —Encuentra una botella de whisky prácticamente vacía y sirve lo que queda en una taza de café—. Lo siento —se disculpa—. No suelo recibir visitas.

—No, no, está bien. ¿Eres tú?

Hay fotografías dispuestas en la estantería, arriba: una niña pequeña en una calle de París. A su lado un niño más pequeño, a todas luces su hermano. Los colores son desvaídos. Es la cara de una niña decepcionada.

—Sí. Tendría ocho años cuando me la sacaron.

—¿Y ésta?

—Mi madre.

Es una pequeña historia familiar. Esas fotografías tienen por objeto recordar lo que uno deja atrás. Hay una de ella con amigos en lo que parece un partido de fútbol en la universidad. Otra con una amiga, una fiesta al aire libre; las dos con un vestido blanco. En los estantes, los libros de rigor: La campana de cristal, Las flores del mal. T. S. Eliot. Vonnegut. Tolstoi. Gibran. También algunos títulos más recientes. Los dos libros de él, el primero reeditado recientemente. Edward sonríe con timidez y pasa el dedo índice por los lomos.

—Si no te importa, supongo que lo menos que puedo hacer es firmártelos —dice, al tiempo que se saca la pluma.

—No, me encantaría.

Escribe con elegante caligrafía: «Para Bella, que tiene un gusto exquisito para la literatura. Edward Cullen.»

Se los ofrece, y ella lee lo que ha escrito.

—Gracias —responde, y se inclina para darle un beso en la mejilla.

—Algún día valdrán por lo menos lo que pagaste por ellos —apunta él con humor.

Ella también sonríe.

—Salgo ahora mismo —promete.

Edward se desploma en una silla. Está cansado. Demasiada bebida. Es hora de marcharse.

En la otra habitación se oye ruido. De repente, un cristal que se rompe.

—Mierda, qué daño...

—¿Estás bien?

En la otra habitación no hay luz.

—¿Bella?

—Estoy aquí. Me he hecho un corte en el pie.

Edward pasa al cuarto de baño por el pequeño y oscuro dormitorio. La luz está encendida. En la pared hay un cartel de un festival de cine francés. Ella está en la taza del baño. Tiene sangre en la planta del pie. En el suelo hay cristales.

—Lo siento —dice ella—. Se me cayó. Qué bruta soy.

Él le echa un vistazo al corte.

—Te lo puedo curar. No tiene mala pinta.

Va hasta el botiquín y revuelve en busca de un antiséptico.

—¿Tienes agua oxigenada o algo por el estilo?

—Creo que no.

—Deja que primero haga esto. —Se saca el pañuelo, le echa agua y jabón y limpia la herida. Luego le pone una tirita. La planta del pie es rosa, lleva las uñas pintadas de rojo. Tiene unos pies bonitos. Los tobillos, delicados. Edward se ve obligado a adoptar una postura rara en el minúsculo cuarto de baño. Tiene la paciencia de un padre—. Por suerte no habrá que amputar —sonríe—. ¿Crees que podrás andar?

—Puedo intentarlo.

Le pasa ambos brazos por el cuerpo para levantarla, le sorprende lo poco que pesa. Tiene que ponerse de lado para pasar por la puerta.

—En la cama —pide ella.

La deja en la cama, y de pronto los brazos de Bella lo rodean, tiran de él. Lo besa. Sus manos recorren su cuerpo, sus brazos. Esta vez no se resiste, no puede. Y entonces ella está sobre él, a horcajadas. Se quita el vestido por la cabeza, lo tira a un rincón. Los pezones oscuros resaltan sobre su pálido cuerpo en el resplandor azul de la habitación. Sus brazos le rodean, su olor, la suavidad de su piel, su calidez. Su lengua le recorre la boca, tibia y viva. Su mano descansa en la de él, guiándola primero hasta su pecho endurecido, luego hasta la entrepierna, sus dedos resbalando por la fina seda, sintiendo la humedad, antes de hacerla subir. Luego él está encima, ella ciñéndolo con las piernas, atrayéndolo. Ahora las manos le quitan el cinturón, le palpan los costados, las uñas bajo los calzoncillos. Sin soltarse, ella le desabrocha la camisa, le baja los pantalones, le recorre con las manos el vello del pecho. Luego las baja y le agarra el miembro, que está duro, la sangre bombea, el corazón se acelera. Abrazándolo, le dice al oído:

—Te quiero, soy toda tuya.

Se arrodilla delante de él en la cama, su lengua adentrándose en su oído, lamiendo un pezón, el ombligo, va bajando despacio y lo toma en la boca, lentamente primero, luego durante más tiempo, más adentro, hasta que él no puede soportarlo.

—No puedo hacer esto —dice—. No puedo, lo siento. Tengo que irme.

Pero es incapaz. Los músculos, las fuerzas, le fallan. La cortina se ha rasgado, la frontera se ha cruzado. Ahora sólo existe el otro lado. Y Edward está cayendo en él. Algo que en el fondo deseaba. Bella lo atrae de nuevo a la cama, acariciándolo, rodeándolo con las piernas, su cuerpo abrasándolo, los pies en el aire, moviéndose arriba y abajo rítmicamente, sin aliento, empujando y volviendo a empujar, el sudor resbaladizo, su boca buscando la de él, la boca de él en su pecho, su clavícula, su cuello, marcas de dedos en la espalda de él, jadeos, gemidos, ella chilla, él grita, hasta que se desploman juntos.

—No te salgas —musita ella, abrazándolo con fuerza.

Tumbados, respirando. La cabeza de él en la almohada de ella, mirándose a los ojos, las manos entrelazadas, la respiración mezclándose, los cuerpos fundidos. Él no es capaz de recordar cuándo ha sentido tanta paz.

—Creo que yo también te quiero —afirma él.

¿O no? Tal vez sólo lo piense y la idea lo confunda. Tal vez las palabras signifiquen para él cosas distintas que para el resto de la gente.

Ella suspira y lo besa, se ha quedado dormido, agotado por el desfase horario, el whisky y el sexo.

 

Capítulo 9: otoño CAPÍTULO 1 Capítulo 11: CAPÍTULO 3

 
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