INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54519
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 22: CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 5

 

Los días que siguen me los tomo más o menos libres. Voy al despacho a media mañana y vuelvo a casa directamente sobre la una para pasar tiempo con Alice y con Johnny. Salimos a pasear por Central Park, donde aún hay nieve en algunas partes y la mayoría de la hierba está protegida por una cerca. Los senderos serpenteantes, los árboles desnudos, la tierra que empieza a deshelarse. Johnny se sube a las piedras. Comemos perritos calientes y nos subimos al tiovivo, en las paredes los mismos payasos en relieve con cara de loco que me aterrorizaban cuando era pequeño. Una noche vamos a un espectáculo en Broadway, algo pueril y entretenido. A Johnny le encanta, y he de admitir que a mí un poco también. Otra noche nos damos un pequeño festín en Chinatown. Alice me dice que la comida china en Roma es malísima.

Estamos de vacaciones. El mundo real espera que nos reunamos con él. Me encuentro en el despacho cuando mi secretaria me informa de que Edward está al teléfono. No es la primera vez que llama, me recuerda. No le puedo dar largas siempre.

—Jazz, gracias a Dios.

No sé muy bien qué hacer, mis emociones están en conflicto. No hablamos desde que Alice llegó. Estoy enfadado con él, enfadado por Alice y enfadado por nuestra amistad. Nos ha fallado a todos. No me hace mucha gracia hablar con él, y se lo hago notar con el tono que empleo.

—Edward.

—¿Cómo están? ¿Cómo está Alice? ¿Cómo está Johnny? Me estoy volviendo loco.

—Están todo lo bien que cabría esperar, dadas las circunstancias —contesto con frialdad. Nunca ha habido la menor duda respecto al partido que tomaría.

No responde a mi pulla.

—Jazz, por favor, convence a Alice de que me coja el teléfono, tengo que hablar con ella. Debo de haber llamado cien veces.

—Yo no puedo convencerla de nada. Ya hablará contigo si quiere.

—Voy a Nueva York.

—¿Cuándo?

—Mañana. Dile que quiero verla, por favor. Y que la quiero.

—Se lo diré, pero no sé si servirá de algo.

Le oigo suspirar al otro extremo.

—Gracias, Jazz.

—De nada.

Cuelgo. Si no estuviera tan enfadado con él, me sentiría un auténtico cabrón.

Tener a Alice en casa me permite satisfacer unas cuantas fantasías domésticas. ¿Y si todo esto fuera mío? ¿Y si ella fuera mi mujer? ¿Y si Johnny fuera mi hijo? Qué giro tan distinto habría dado mi vida. Cuando salimos a la calle, con Johnny cogido de nuestra mano, parecemos una familia. Hasta me despierto pronto cada mañana para hacerle gofres al niño, una de sus comidas preferidas.

Al día siguiente Edward irá a mi despacho. Me lo suplicó. A Alice no le he oído ni pronunciar su nombre.

—¿Quieres hablar de ello? —le pregunto a Alice después de cenar.

Nuestro nuevo ritual es comer, leerle a Johnny un cuento antes de que se duerma y luego tomarnos nosotros una copa de vino en el salón, la habitación que menos me gusta de toda la casa. Rara vez voy allí, prefiero la biblioteca. Tiene los sofás y las sillas de seda de color salmón, las mesitas auxiliares antiguas, los paisajes ingleses, las alfombras y las lámparas que en su día estuvieran en el piso de mis padres. Naturalmente este salón es mucho más pequeño que el suyo, así que me vi obligado a apiñar lo que pude y llevar el resto a un guardamuebles.

Alice ha vuelto a fumar. Y lo comprendo; incluso me fumo un cigarrillo con ella de vez en cuando.

—La verdad es que no quiero hablar —responde—. Supongo que te agradezco que lo vayas a ver. Estoy segura de que será un consuelo para él, pero no estoy preparada para verlo ni para hablar con él.

—Lo entiendo. ¿Qué quieres que le diga?

—Dile eso nada más. Sigo muy afectada y no soy capaz de pensar en lo que tengo que hacer. Lo primero es decidir qué es lo mejor para Johnny y para mí.

—Muy bien. —Hago una pausa—. ¿Te importa si le pregunto una cosa?

—¿Qué cosa?

—Bueno, es por el abogado que llevo dentro, pero en este país presuponemos que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

Ella me mira, frunciendo el ceño.

—¿Qué quieres decir? Vi el extracto del banco. ¿Qué más pruebas quieres?

Levanto las manos.

—Estoy de acuerdo en que la prueba es incriminatoria, pero no concluyente. Lo que propongo hacer es preguntarle directamente si tuvo una aventura o no.

—¿Por qué? Eso ya lo sé.

—Crees saberlo, pero ¿y si te equivocas? ¿Y si existe alguna explicación de lo más simple y todo esto es un gran malentendido?

—Eso es imposible.

—No, no lo es. Hasta no estar seguros al cien por cien, nada es imposible.

Ella no dice nada, asimila lo que acabo de decir.

—Me he hecho esa misma pregunta miles de veces. ¿Y si no es más que una reacción exagerada por mi parte? Sin embargo, cada una de esas veces la respuesta es la misma. No te puedo decir cómo lo sé, pero lo sé. Y ojalá me equivocara.

—Ojalá, sí.

—Además, ¿por qué no te iba a mentir a ti? Me mintió a mí.

—No lo sé, puede que por nada, pero no olvides que yo no sé que a ti te ha mentido. Necesito una confesión, o alguna otra forma de demostrar su culpabilidad o su inocencia.

Ella asiente.

—Entonces ¿te parece bien? Aunque sólo sea por apaciguar mi alma de abogado.

—Muy bien, como quieras —responde Alice, apagando el cigarrillo en el cenicero, ya lleno—. Me voy a la cama. —Se levanta y se inclina sobre mí, el aliento le huele a tabaco, para darme un beso fraternal en la mejilla—. Sé que tu intención es buena, Jasper. Pregúntale lo que quieras, y si dice algo que tú creas que debo saber, sé que me lo dirás. Gracias de nuevo por verlo. Sinceramente, yo no creo que pudiera.

De haber sido por mí, lo habría obligado a volver a Nueva York de rodillas, sangrando, como un penitente mexicano, pidiendo perdón todo el camino. Y ni siquiera eso habría bastado, pero habría sido un comienzo. Sé que suena fuerte, pero tampoco exagero mucho. El cometido de Edward consistía en protegerla, y le falló. Ahora ese cometido es mío, o al menos lo estoy haciendo mío. Una parte de mí quiere darle un puñetazo en la nariz.

Ni que decir tiene que esta vez no voy al aeropuerto. Edward quería pasarse por mi casa, pero le dije que sería mejor que fuera al despacho. Quería protegerme, tanto de su encanto como —por si las moscas— de sus puños, con la dignidad de mi profesión y la parafernalia de la ley, la imponente mesa, los estantes aplastados bajo el peso de los libros de Derecho, el ridículo arte moderno que adorna las paredes del pasillo, la amplia vista aérea del centro de la ciudad, las recepcionistas con esas permanentes. A mi secretaria, Marybeth, un ser formidable de cuya vida privada hago cuanto puedo por saber lo menos posible, la trato sin ninguna muestra de afecto, de manera que, como un león al que se priva de carne, se muestra especialmente feroz con los clientes.

Me llama cuando llega Edward. Es puntual, pero le digo que aún no lo haga pasar. No tengo nada especialmente urgente que hacer, pero quiero que sude un poco más bajo la mirada felina de Marybeth. Un cuarto de hora después le pido que le deje entrar. Me impresiona verle. Está ojeroso, como si llevara días sin dormir ni ducharse, la ropa arrugada. Su garbo innato ha sido sustituido por una pesadez que no le he visto nunca.

—Gracias por recibirme, Jazz. He venido directamente del aeropuerto.

No digo nada, pero hago girar la silla un tanto, con impaciencia, uniendo las yemas de los dedos. No me levanto para darle la mano que me tiende.

Él la retira y me mira con recelo, consciente de mi hostilidad, pero a sabiendas de que soy su único interlocutor: necesita subordinarse a mí. Le indico que se siente y obedece.

—¿Cómo está, Jazz? ¿Cómo está Johnny?

No me interesan las sutilezas. Enarco las cejas y, con voz comedida, ataco:

—¿Hiciste lo que Alice cree que has hecho? ¿Has tenido una aventura?

No me mira. Aunque le cuesta, lo admite:

—Sí.

Agacha la voluminosa cabeza y aprovecho la oportunidad. Sé que casi es una cobardía por mi parte, pero no puedo evitarlo.

—Y ¿le has dicho eso mismo a Alice?

—No.

—Ya.

—No he tenido ocasión. Se niega a hablar conmigo.

—No quiere hablar contigo.

—Pero yo necesito hablar con ella.

—¿Por qué, exactamente? ¿Para qué? Lo siento, Edward, pero no estoy muy seguro de que fuera a servir de nada. Acabas de reconocer que has tenido un lío. Alice me dijo que hace un mes te preguntó directamente si era así y lo negaste. Le mentiste. Descaradamente. Ya la conoces, es muy lista, muy aguda. Probablemente te hubiera perdonado si le hubieses dicho la verdad..., entonces. Ya sabes lo importante que es para ella la sinceridad. Y cuánto desprecia la falsedad. Tú más que nadie deberías saberlo a estas alturas.

Veo el daño que le causan mis palabras. Me avergüenza admitir que esperaba que fuera así.

—Sí, ya, todo eso lo sé. Pero por el amor de Dios, es mi mujer. Y Johnny es mi hijo. La quiero, lo quiero. Los quiero.

—Pues tendrías que haberlo pensado antes de liarte con otra —le espeto, permitiéndome cierta libertad emocional—. Y ¿se puede saber con quién te liaste? —le suelto.

No dice nada, desvía la mirada. No lo presiono. Alguna francesa, sin duda. Si Alice quiere saberlo, ya lo averiguaré. Tenemos a gente que hace cosas. Ahora no es importante.

Edward me mira, los ojos encendidos, la voz baja.

—Necesito hablar con Alice, Jasper. Si no te dejas de bobadas, iré directamente a tu casa a verla.

Suspiro pacientemente.

—Mira, Edward, sé que sabes dónde vivo, pero ¿por qué crees que me estás viendo a mí primero en vez de a ella? Si Alice quisiera verte, estarías hablando con ella, no conmigo. La cuestión es que no quiere verte.

—No te creo.

Con mi voz más tranquila, contesto:

—Sinceramente, me importa una mierda lo que creas. Alice me pidió que hiciera de intermediario. No de manera oficial, claro está. Lo mío no son los divorcios, pero soy su abogado, como bien sabes, y su amigo.

—¿Divorcios? ¿Se está planteando el divorcio?

—La verdad es que no lo sé, pero tampoco lo descartaría.

—¿Qué quieres decir exactamente con eso?

—Quiero decir que la has cagado. Pero bien.

—Lo sé, Jazz. Por eso estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? Necesito verla, hablar con ella.

—Así no vamos a llegar a ninguna parte. Has admitido que tuviste una aventura, ergo mentiste a Alice. Ergo faltaste a la promesa que hiciste al casarte y, lo que es más importante, te has cargado su confianza y le has roto el corazón. Allegans suam turpitudinem non est audiendus —añado pedantemente.

—¿Qué?

—La traducción es: «Nadie puede alegar en su favor su propia torpeza.»

Sé que me he pasado, pero no puedo evitarlo.

Él me mira, medio sorprendido, medio desdeñoso.

—Así que me estás diciendo que no tengo derecho a hablar con mi mujer.

Veo que los músculos se le tensan bajo el abrigo, cierra los puños. Sé lo que está pensando.

—Yo no he dicho eso.

Edward se levanta bruscamente.

—Esto es de locos.

No me muevo. Nada le gustaría más que pegarme. Pero yo prefiero echar balones fuera.

—Esto no tiene nada que ver con la locura. Mira, si a alguien le desagrada este giro de los acontecimientos es a mí —aseguro, con cierta falsedad—. Lo último que querría yo es veros a vosotros dos en esta situación, pero así son las cosas. Y, hablando en plata, la culpa la tienes solamente tú. Así que, ya que mencionas la locura, deja que te diga, y no tiene nada que ver con la medicina, que lo que hiciste fue una gran insensatez.

Se vuelve a sentar, derrotado. Sin ganas de pelea ya.

—Lo sé. —Al cabo de un rato levanta la cabeza y pregunta—: Entonces ¿qué me sugieres que haga?

En ese momento me veo en un dilema: podría aconsejarle, consolarle incluso. O no.

—Lo siento. No lo sé. Yo sólo te puedo decir que si Alice cambia de opinión, te lo hará saber.

Encaja el golpe.

—¿Y Johnny? ¿Es que no tengo derecho a verle?

—Te repito que no soy yo quien tiene que decidir eso.

Edward no se mueve, sus manazas colgando entre las rodillas.

—Dios mío... —musita.

—Escucha, Edward, siento no poder ser de más ayuda, pero tengo otra cita —miento.

Él me mira, aturdido.

—Ah, sí, claro. —Se levanta y me ofrece la mano, que yo estrecho sin pensar—. Gracias por recibirme. Te lo agradezco de veras. Ya me imagino lo difícil que debe ser esto para ti.

—De nada —contesto, risueño—. Ojalá pudiera ser de más ayuda.

—Pero le dirás a Alice que he venido, ¿verdad? Dile que quiero verla.

—Claro.

Da media vuelta para marcharse.

—Una cosa, Edward. Si ella, o yo, necesitamos ponernos en contacto contigo, ¿dónde podemos localizarte?

Me sonríe a medias.

—No lo sé, Jazz. La verdad es que no lo he pensado. Supongo que esperaba estar con Alice y Johnny, pero ahora no lo sé. Te llamaré, ¿de acuerdo?

Veo salir sus anchas espaldas. Siempre estuve celoso de él. Ya no.

 

 

Capítulo 21: CAPÍTULO 4 Capítulo 23: CAPÍTULO 6

 
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