INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54538
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 31: CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6

 

 

Edward ha salido a correr por el río. Todas las mañanas lleva a Johnny al colegio y después vuelve a casa corriendo. Por las mañanas aún refresca. Lleva el viejo pantalón de chándal gris y un gorro de lana. Son más de cincuenta manzanas, más de tres kilómetros. Toma un atajo hasta el río Este y lo cruza, adelantando a otros corredores, paseadores de perros, madres empujando cochecitos. No está en forma. Los pulmones le arden, sus músculos se resienten. El sudor le corre por la cara. El cuerpo es pernicioso y ha de ser castigado. Cuando vuelve a su piso, hace abdominales y flexiones hasta caer rendido. Luego se ducha y se sienta a escribir hasta que llega la hora de ir a buscar a Johnny. El libro por fin va bien. Ya no está atascado. Las palabras fluyen.

Alice les ha enviado una postal. Les manda amor a los dos. Las semanas han pasado de prisa. Demasiado de prisa, en opinión de Edward. Ver a su hijo tan sólo dos noches a la semana no es suficiente. Nunca lo será. La intensidad de su amor a veces amenaza con abrumarlo. Le asombra su hijo. Quiere saber qué piensa. Desearía poder ver el mundo a través de sus ojos y vivir sus alegrías y sus penas. Quiere pasarle los dedos por el pelo a Johnny, hacerle reír, notar la suavidad y el calor de su mejilla contra la de él. Tienen las mismas manos. No hay nadie en el mundo a quien pueda sentirse más unido. Ni Bella, ni tan siquiera Alice.

Salen a dar largos paseos, unas veces por el parque, otras sin rumbo fijo. A Johnny también le encanta caminar. Hablan del colegio, de los otros niños, de que Jeremy se cree muy guay y Sean lo saca de quicio, y de que Jack hizo llorar a Willa en la azotea. Hablan de que los Rangers cada vez tienen menos posibilidades en la final de la Copa Stanley. Juegan al Jeopardy, y Edward le pregunta por el nombre de presidentes y capitales de estados, y Johnny lo acierta todo. Están empezando con los monarcas ingleses. «¿A qué rey le cortaron la cabeza?» Edward también jugaba a ese juego con su padre. Una noche incluso hablan de la teoría de la evolución de Darwin.

—No entiendo a qué viene tanto alboroto, papá —razona Johnny—. Creo que es guay descender del mono.

Por la noche piden pizza o Edward cocina, por lo general carne o espaguetis. Ayuda a Johnny con los deberes. A la hora de irse a la cama Edward le cuenta un cuento o le lee. El rey Pingüino sigue siendo uno de los preferidos, y ahora el final siempre tiene que ser feliz. Luego Edward se sienta de nuevo a su mesa, se sirve la primera copa de la noche y se pone a escribir otra vez, hace meses que no es tan feliz.

Lo sé porque el propio Edward me lo dice. A los pocos días de irse Alice, me llama al despacho.

—Hola, Jazz —me saluda alegremente. Hace meses que no lo noto tan bien—. Se me ocurrió que podía llamarte para contarte los progresos de Johnny por si llama Alice.

—¿Va todo bien?

Se echa a reír.

—Muy bien, Jazz —responde—. Johnny y yo queríamos saber si te apetecería pasarte por el Palazzo Cullen una noche de éstas para malcomer. No has estado aquí, y pensamos que sentirías curiosidad por ver cómo vive la otra mitad.

Se oye la voz de Johnny:

—Por favor, tío Jazz.

Difícilmente puedo decir que no. Además, ¿acaso no me pidió Alice expresamente que le echara un ojo?

—Veré si puedo —contesto—. ¿Qué día sería?

—¿Qué te parece mañana? Tú traes el vino, algo viejo y caro, y yo te prepararé algo joven y barato.

La noche siguiente llego a la casa y subo la escalera hasta el último piso. Está claro que Edward anda mal de dinero.

El piso es pequeño, tiene pocos muebles y está en un bloque viejo cerca del túnel Midtown. La calle es un desfile interminable de coches y camiones que entran en la ciudad y salen, bocinazos, motores escupiendo monóxido de carbono. Por las ventanas mugrientas sólo se ven más bloques de viviendas y escaleras de emergencia. Edward dice que la anciana hispana del final del pasillo pone el televisor a todo volumen. De vez en cuando oye peleas, gritos. Se imagina que es su novio o su hijo, que van a pedirle dinero. El pasillo huele a fritanga. Sirenas camino del hospital de Bellevue rasgan la noche.

Edward ha instalado una cama sencilla en el dormitorio para Johnny, y él duerme en el sofá del salón. De la pared cuelga un gran póster de un jugador de hockey. Hay una mesa donde trabaja y come. Libros amontonados en el suelo. Un televisor pequeño con uno de los aparatos de vídeo de Johnny conectado a él. A diferencia de muchos pisos de solteros, éste está limpio, gracias al paso de Edward por el Ejército. La ropa está doblada, no hay platos en el fregadero. Mata cucarachas a pisotones. Es un sitio para cambiarse de ropa, para trabajar, tan impersonal como la habitación de un hotel.

A pesar de todo ellos dos parecen estar bien. Edward y yo nos estrechamos la mano como si los últimos meses no hubieran existido y Johnny me da un fuerte abrazo, lo cual me resulta sumamente grato. En la mesa hay una chuleta en adobo. La pequeña cocina forma parte del salón. Edward me sirve un whisky y se sienta a la mesa. Yo me acomodo en el sofá, con Johnny.

—Gracias por venir, Jazz. Sé que no sueles dejarte caer por esta zona.

—He visto sitios peores.

—Bueno, espero que no sea por mucho tiempo. Sólo he firmado un contrato por seis meses. Con suerte, si Hollywood me hace una buena oferta, podré permitirme algo mejor en otra parte.

—O irnos a vivir a Los Ángeles —apunta el niño.

Me callo lo que pienso.

—Echa el freno, compañero. —Edward se ríe—. Será mejor que no nos hagamos ilusiones.

Hablamos del colegio de Johnny, de lo que estudia. Una vez a la semana tiene ajedrez después de clase; otra, piano. El colegio de Johnny está cerca de la otra casa, pero a Edward le queda a varias paradas.

Luego me cuenta que ya tiene listas casi las dos terceras partes del libro y que cree que es lo mejor que ha escrito nunca. Las palabras salen solas. Sin embargo no me dice de qué va.

—Es una sorpresa —asegura, guiñándome un ojo—. Pero se podría decir que es una carta de amor a mi esposa.

Me dice que se levanta todos los días a las cinco de la mañana y escribe hasta las siete, que es cuando despierta a Johnny. Luego vuelve a casa y trabaja hasta que llega la hora de ir a buscarlo.

La cena es agradable, como en los viejos tiempos. Aunque Alice no esté y el escenario sea otro, me veo arrastrado hasta la órbita de Edward, como la fuerza gravitatoria que ejerce un planeta sobre una luna de menor tamaño. Por una noche es imposible que no me caiga bien. Al igual que Alice, pensaba mostrarme distante, frío, pero fue inevitable que acabara haciéndome reír a carcajadas. Johnny se esfuerza por aguantar despierto, y cuando Edward le dice:

—Vamos, hijo. Es hora de ir a la cama.

Yo me pongo de pie y me excuso, pero Edward me indica que me siente.

—No te vayas ya. Déjame que acueste a Johnny y así podremos tener una conversación más seria.

Y, de nuevo como en los viejos tiempos, aguardo en el umbral mientras acuesta a Johnny. Después de cepillarse los dientes, el niño dice sus oraciones y Edward le cuenta uno de sus cuentos.

—Gracias por quedarte, Jazz —dice Edward mientras cierra con cuidado la puerta del dormitorio—. ¿Qué te pongo? —El vino se ha terminado, y prepara dos whiskies con soda. Volvemos a la mesa—. Escucha —empieza—, hay algo que quiero comentarte, y te agradecería que se lo dijeras a Alice.

—¿Qué es?

—Que aún la quiero. Puede que ahora más que nunca. Y no quiero que nos divorciemos. Que la cagué, y que me pasaré el resto de mi vida intentando resarcirla de todo, pero que ni ella ni Johnny ni yo seremos felices nunca a menos que estemos juntos, como una familia. Por favor, ¿se lo puedes decir?

—¿Se lo has dicho a ella?

—Le escribí la semana pasada.

Debía de ser la carta a la que hacía mención Alice.

—Bien, pues buena suerte. Supongo que todo depende de cómo esté cuando vuelva. Dependiendo de cómo la vea, se lo comentaré.

—Gracias, Jazz. Sé que te tiene en gran estima.

Cojo el abrigo y me dirijo hacia la puerta. No es muy tarde, pero va siendo hora de que me marche.

Cuando voy a salir, añade:

—Una cosa más, Jazz. Por casualidad no sabrás de alguien a quien le interese un avión, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—He decidido vender el Cessna. Cuesta demasiado, no lo uso lo suficiente para justificar los gastos y, sinceramente, me vendría bien el dinero. Puede que le interese a algún cliente rico tuyo.

—Preguntaré —prometo.

Ese puñetero avión.

 

El sábado Edward y Johnny van a los Hamptons a pasar el día. Alice vuelve al día siguiente, por la tarde. Es su último día juntos. Salen temprano. Todavía es de noche. Johnny duerme en el asiento trasero mientras Edward conduce, bebiendo café. Cuando sale el sol, se queda una mañana preciosa, como esperaba él. Ha estado pendiente del tiempo los últimos días, y las predicciones son buenas.

Los árboles ya tienen hojas a medida que ellos se van alejando de la ciudad. Edward no ha estado allí desde otoño, cuando fue con Bella. Es como si hubiera pasado una eternidad. Se fija en las nuevas tiendas y los restaurantes, las fachadas recién pintadas, esperando la prodigalidad del verano. Los puestos de granjeros no están aún, los campos se ven pelados, sin labrar.

Llegan al aeropuerto poco antes de las nueve. No hay mucha gente en la pequeña terminal. Mientras Johnny se sienta adormilado en una de las sillas, Edward va por más café y consulta el parte meteorológico.

—Hombre, Martin, ¿cómo lo llevas? —saluda al hombre de detrás del mostrador.

—¡Edward! Cuánto tiempo, tío. ¿Dónde te has metido?

—Pasé el otoño y el invierno en Roma.

—Qué bien.

Edward se encoge de hombros.

—¿Está Jimmy?

—Fuera.

—Gracias. Le pedí que preparara el avión y le llenara el depósito. Ha sido un invierno largo.

—Ya te digo.

—Nos vemos.

—Ve con cuidado.

Edward y Johnny salen a la pista, la mano de Edward en el hombro de su hijo. La manga catavientos cuelga sin vida, y el sol brilla. Ve el pequeño Cessna. Jimmy le ha quitado la lona que lo ha estado cubriendo todo el invierno. La batería está cargada; el sistema de pitot y estática, libre de insectos. Mira debajo de la cubierta y comprueba que los alerones y los cojinetes estén bien engrasados.

—¿Cómo va todo?

Edward se vuelve y ve a Jimmy. Los dos hombres se dan la mano.

—Te acuerdas de Johnny, mi hijo, ¿no? Dale la mano al señor Bennet, hijo.

—¿Qué tal está, señor Bennet?

—Me alegro de volver a verte, Johnny. Cada día estás más alto, ¿eh?

—Soy el más alto de mi clase.

—Eso está muy bien. —Acto seguido Jimmy le dice a Edward—: Me encontré una familia de ratones en el motor, pero la saqué y sustituí algunos cables que habían mordido.

Los dos se acercan y Jimmy levanta la cubierta.

—¿Lo ves? Como nuevo.

—Tiene buena pinta, Jimmy. Gracias.

—Es una auténtica belleza.

—Sí que lo es. Estoy pensando venderlo.

—¿Ah, sí?

—Ajá. ¿Conoces a alguien que pueda estar interesado?

—Claro. Conozco a unos cuantos tíos a los que les gustaría tener un 182.

—Bien. Lo hablamos luego. Voy a cogerlo para dar una última vuelta.

—Hace un buen día.

—No podría ser mejor.

—Bueno, Edward, me alegro de verte. Ya hablaremos de lo del avión.

Edward da la vuelta al aparato, efectuando los procedimientos previos, volviéndole a recordar a Johnny cómo se comprueban el empenaje y los timones de profundidad y de dirección. Pasa las manos por los alerones e inspecciona la rueda del morro y los carenados, retirando los elementos de sujeción y los calzos mientras rodea el avión en el sentido de las agujas del reloj. A continuación vuelve a la terminal para presentar el plan de vuelo a la torre. Él y Johnny llevan días hablando de hacer esto. Irán hasta Cape Cod y tal vez paren a comer en Nantucket. En el cielo no hay ni una sola nube.

Recalentada por el sol, la cabina parece un horno. Edward se quita el abrigo, abre las ventanas y comprueba que Johnny va bien afianzado. Enciende el motor, que cobra vida, la pala de la hélice de pronto es un borrón. Con ojo experto echa un vistazo a los mandos para asegurarse de que funcionan con normalidad. Llama por radio a la torre y pide permiso para despegar.

—Torre de East Hampton, Tango Gulf Niner Niner solicita permiso para despegar.

Por radio se oye:

—Tango Gulf Niner Niner, permiso concedido.

No tienen a nadie delante. Saca el pequeño Cessna de la zona de espera y lo alinea en la pista. Sonríe a Johnny.

—¿Listo? —grita para hacerse oír con el ruido del motor.

El niño sonríe y le enseña el pulgar. Edward adelanta el regulador poco a poco hasta el tope. La presión y la temperatura del aceite están en verde. En torno a los treinta y cinco nudos se activa el indicador de velocidad. Tira despacio del timón cuando el avión alcanza los sesenta y cuatro nudos, y acto seguido están en el aire, el aparato ascendiendo, virando a la izquierda sobre el aeródromo.

—Mira, papá, nuestra casa.

Edward mira abajo. Ve la extensa laguna, luego la gran casa y, tras ella, la casita, siempre maravillado de lo pequeño que parece todo. Lleva años viéndolo desde esa altura. Es lo primero que mira siempre. El corazón le da un vuelco al pensar en la posibilidad de vislumbrar a una minúscula Alice, quizá regando el jardín o jugando en la hierba con Johnny, el cabello oscuro brillando al sol.

Ahora cae en la cuenta de que, si las cosas no se arreglan con Alice, es posible que no vuelva a verla de cerca. Eso hace que se sienta como un fantasma que mirara a los seres queridos que ha dejado atrás.

Recuerda la primera vez que vio a Alice. Atravesando el campus. Acababan de empezar primero, y él ya era el protegido de miembros de la Delta Kappa Epsilon, muchos de los cuales iban a los cursos superiores y sabían lo buen jugador de hockey que era. Le enseñaron New Haven: dónde beber, dónde comer, a qué clases ir. Lo llevaron a fiestas a las que rara vez asistían los de primero. Edward caminaba en sentido contrario cuando uno de sus amigos, un chico de tercero que formaba parte del equipo de hockey, se rió con disimulo y dijo: «Mira, carne fresca.»

Lo primero en lo que se fijó fue en su pelo. Nunca había visto un pelo así: castaño con destellos rojizos, una melena rizada que le llegaba por la mitad de la espalda. Luego le vio la cara, una cara orgullosa, la barbilla prominente, la nariz afilada. Caminaba como un hombre, pensó: fuerte, segura. Intuyó que no le tenía miedo a nada. También vestía como un hombre, con los faldones de una camisa masculina por fuera de los vaqueros. La camisa lo intimidó, creyó que sería de su novio, un hombre mayor. Sugería niveles de refinamiento inimaginables, decía que había visto más mundo que él. Su belleza, su serenidad, su ligereza, todo ello se unía envolviéndola en un halo que la hacía destacar entre todas las chicas que había visto hasta el momento en Yale.

A diferencia de ellas, no era fácil clasificarla: no era pija ni siniestra, ni progre ni bollera, ni deportista ni empollona. Era única, era ella. Él nunca había visto a nadie igual, ni tan bella. Ninguno de los otros muchachos dijeron nada cuando la vieron pasar. También ellos estaban impresionados. Y ella no les hizo ni caso. Su luz hacía que todo a su alrededor pareciera apagado. Cuando dejaron de verla, uno de ellos soltó:

—A ésa me la tiraba yo.

Edward no dijo nada, sólo tenía los ojos clavados en la puerta por la que ella había entrado. Sentía una opresión en el pecho. Le dieron ganas de asestarle un puñetazo al chico que había hablado, pero sabía que habría estado fuera de lugar.

—Cierra el pico —espetó.

Pero sus palabras se perdieron cuando, al mismo tiempo, uno de los otros muchachos le dio de broma en el brazo al primero y le dijo:

—Sí, claro. Pues vete olvidando del tema, tío.

Los demás se echaron a reír, reafirmando su masculinidad, pero Edward frunció el ceño, pensando únicamente en la chica.

Ese año fue un triunfo para Edward. Entró en el equipo de hockey universitario con facilidad, el primer alumno de primero que lo hacía en dos décadas. Con su mezcla de héroes de colegio privado y prodigios de la clase trabajadora, el equipo era uno de los mejores que Yale ponía en el hielo desde hacía años. Ganaron el título de la Ivy League y llegaron nada menos que a las semifinales de la NCAA, la liga universitaria nacional. Incluso estuvo saliendo con una preciosidad neumática de Greenwich, jugadora de hockey sobre hierba, si mal no recuerdo. O puede que fuera lacrosse. No importa. Él no paraba de pensar en Alice. No coincidían en ninguna clase ni iban a la misma facultad. En ocasiones la veía, a veces cruzando la calle, entrando en un edificio, pasando en su coche. Era como un ángel bienintencionado, siempre fuera de su alcance. Y, sin embargo, cada vez que la veía el corazón se le aceleraba, y durante unos segundos lo invadía una sensación de dicha. Seguía allí, no eran imaginaciones suyas, y sí, era tan guapa como la recordaba.

Inevitablemente esa euforia momentánea daba paso a un desaliento apabullante que lo acompañaba durante el resto del día. Deseaba poder decirle únicamente: «¡Eh! ¡Para!» Pero aunque lo hiciera, ¿qué le diría? En una ocasión la vio caminando directamente hacia él, y le entró el pánico y corrió a esconderse. Por lo general se sentía cómodo con las mujeres, pero la belleza de Alice era tan impresionante que lo hacía sentirse estúpido. No sabía nada de ella, ni de dónde era, ni qué clase de persona era, ni lo que estudiaba. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Lo único que sabía es que era preciosa y que, por algún motivo, lo aterrorizaba.

Luego, una noche de primavera, en una fiesta que dio la hija de un industrial alemán adinerado, que reformó toda una residencia de New Haven para celebrar durante una única noche su vigésimo primer cumpleaños, se conocieron. Había cientos de invitados, entre ellos Edward, Alicey yo. Las invitaciones grabadas nos dijeron que había que ir de etiqueta, es decir, que no se podía vestir de cualquier manera, de modo que Alice hizo un esfuerzo esa noche, a diferencia de la mayoría de las noches.

El fin de semana anterior ella y yo recorrimos varias boutiques de Manhattan, y eligió un vestido verde brillante muy ceñido, escotado, que le llegaba justo por encima de la rodilla. No es preciso que diga que estaba despampanante, y yo me sentí muy orgulloso de ser su acompañante esa velada. Las miradas aturdidas, de admiración, de los otros hombres confirmaron lo que yo ya sabía: que Alice no sólo era la mujer más bella de la fiesta, sino la más bella que habían visto en su vida. Hubo muchos cuchicheos a nuestras espaldas, y no cabe duda de que algunas mujeres hicieron comentarios maliciosos, pero nada de eso importaba.

En un momento dado reconocí a un antiguo compañero del colegio al que no había visto mucho a lo largo del año y me acerqué a él con Alice para presentarlos. Debo confesar que fue algo bastante egoísta por mi parte: quería que la mayor cantidad de gente posible de mi colegio mayor supiera que yo iba con Alice. Era mi momento de gloria.

Mi antiguo compañero estaba hablando con un grandullón que nos daba la espalda y llevaba un esmoquin que le quedaba demasiado estrecho, pero yo metí baza de todas formas.

—Hola, Frank —lo saludé—. ¿Dónde te metes? —El aludido se volvió, me dio la mano y se quedó parado al ver a Alice—. Frank, ésta es Alice Brandon.

Frank recuperó la compostura y sonrió.

—Hola, ¿qué tal? Éste es Edward Cullen.

Reconocí el nombre por el Yale Daily News: había sido objeto de admiración frecuente en primera plana.

—¿Eres Cullen el Ganador? —pregunté. El sobrenombre le había sido dado por su destreza en el hockey.

—Sólo Edward —respondió él, sonriendo tímidamente.

—Bueno, Edward, pues yo soy Jazz Gervais, y ésta es Alice Brandon.

No la miró. No fue capaz.

—Hola, ¿qué tal? —farfulló.

—Jazz, adivina quién está aquí. Rocky ha venido desde Princeton para la fiesta. Está en el bar, ¿quieres verlo?

—Alice, ahora mismo vuelvo. De todas formas nos hace falta una copa. Edward, ¿te importaría cuidar de Alice? Sólo será un minuto, ¿de acuerdo?

Alice asintió.

Y así fue como llegó el momento con el que Edward llevaba soñando todo el año, un momento, sin embargo, temido. Tenía la boca seca. El cerebro, de adorno. Aquello era un suplicio. Clavó la vista en Alice, esforzándose para que se le ocurriera algo que decir y no se quedara mirándola como un pasmarote, como un idiota.

—Bonita fiesta —observó—. ¿Te estás divirtiendo?

Alice se volvió y lo miró. Edward nunca había estado tan cerca de ella, sus ojos de un azul claro centelleante.

—No me acuesto con jugadores de hockey —espetó, y dio media vuelta, y vino en mi busca, dejándolo boquiabierto.

Ésa acabó convirtiéndose en una anécdota que después contaban bastante a menudo y que siempre hacía reír en las cenas. Sin embargo, Edward no volvió a hablar con Alice el resto del trimestre. Cuando lo veíamos, Alice o miraba a otro lado o hacía un comentario despectivo. Al término del año, todos nos dispersamos, unos para trabajar o hacer prácticas, otros a clubes de campo y playas. Ese verano Alice trabajó en Washington para un congresista y tuvo un lío con uno de sus asistentes. Me escribió contándomelo todo con un grado de detalle lacerante, unas cartas que yo leía por la noche en el piso vacío de mis padres, pues hacía prácticas en uno de los bufetes de abogados más antiguos de la ciudad. Fue el primer verano que pasamos separados. Ella sólo vino dos veces, si bien pasamos una semana juntos al final. Para entonces, gracias a Dios, Alice ya había puesto fin a la aventura, y fuimos a la playa todos los días, y por la noche matábamos el tiempo yendo a fiestas o al cine o quedándonos en casa sin más. Edward, entretanto, se fue a Oklahoma, donde trabajó construyendo plataformas petrolíferas.

El destino quiso que volvieran a encontrarse. Fue en otoño de segundo. Lo irónico del caso es que fui yo quien los reunió. No habían hablado desde la fiesta de primavera. A mí me habían invitado a formar parte de los clubes literarios más selectos de la universidad, lo cual consideré un gran honor. En la cena de admisión, celebrada en la Leverett-Griswold House, me sorprendió ver a Edward en mi mesa, cuando yo sólo lo tenía por una estrella del deporte. Jamás habría pensado que también le interesaba la literatura. Según mi experiencia, ambas cosas solían ser excluyentes. Sin embargo allí estaba.

Yo aún no sabía que su padre era profesor de inglés, y que él prácticamente había crecido con Shakespeare y Milton. Yo siempre me había enorgullecido de mis conocimientos de Shakespeare, pero los suyos eran superiores. No sólo su capacidad para recitar pasajes oscuros con relativa facilidad, sino también su sensibilidad para comprender las emociones humanas, las que confieren grandeza a las obras. Con esa planta y esa memoria, de no haber sido tan buen jugador de hockey, estoy seguro de que habría sido un actor increíble. En cualquier caso, no tardamos en hacernos amigos.

Una noche organicé una cena en New Haven a la que invité a algunos amigos. Alice vino, naturalmente, al igual que mi nuevo amigo, Edward. Fue en un restaurante tailandés, y éramos ocho, sentados a una gran mesa redonda. Nos sirvieron numerosos platos: sopa de coco, curry de gambas, pato asado, fideos de arroz transparentes, pescado en salsa de curry rojo, y bebíamos cerveza tailandesa y chupitos de vodka de jengibre. Yo tenía a Alice a la derecha, y Edward acabó sentado a la derecha de ella. En un momento dado me di cuenta de que no habían cruzado una sola palabra en toda la noche. Era como si entre ellos se alzara un muro de cristal. Conmigo y con el resto del grupo Alice se mostraba más animada que de costumbre, riendo, lanzando preguntas a los que tenía enfrente, bromeando. Edward, por su parte, daba la impresión de estar en un funeral. Hablaba de vez en cuando con la mujer que tenía a su derecha, pero se pasó la mayor parte de la velada callado, sin apenas tocar la comida.

Después de cenar fuimos andando hasta la casa que Alice tenía fuera del campus, en Elm Street, y nos invitó a subir para tomar una copa de vino. Aceptamos casi todos. Edward, no.

—Gracias —dijo—, pero mañana por la mañana entreno temprano.

Varios días después Alice me llamó.

—No te lo vas a creer.

—¿Qué?

—Edward Cullen me ha pedido una cita.

—¿Sí? Y tú, ¿qué has dicho?

—Que sí, claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Por muchas razones, pensé yo, si bien me limité a decir:

—No, por nada.

Lo memorable no era que alguien le pidiera una cita a Alice —aunque era menos frecuente de lo que la gente pensaba—, sino que ella accediese. Yo había estado con ella en numerosas ocasiones —en Long Island, en Manhattan y en New Haven— cuando la abordaban los hombres, que solían ser mayores, más seguros. Ella nunca era maleducada. Nunca le decía a nadie que se largara ni hacía gestos groseros ni nada vulgar. Simplemente decía: «No, gracias.» A veces, si nos encontrábamos en un bar o en un restaurante, los más insistentes la invitaban a una copa; otros incluso le mandaban flores, si sabían dónde vivía. Si avasallaban demasiado, nos íbamos. Sin embargo, ella casi siempre ponía peros.

Con Edward no sólo dijo que sí, sino que era evidente que se lo había estado pensando y que, después de hacerlo, le gustaba la idea. Posiblemente incluso lo esperase, desde aquel primer momento en la fiesta de primavera. No era una persona espontánea. Compartíamos muchas cosas, pero no eso. Eso era suyo. Era una parte de su vida a la que yo no tenía acceso. A mí me molestó esa reserva, naturalmente, y estaba celoso, pero también sabía que no podía hacer gran cosa al respecto. Si ella lo quería, yo también. Ella era el tiburón, y yo simplemente el pez piloto.

En la primera cita fueron a un restaurante italiano, un sitio sencillo, anticuado, cerca de Wooster Square, que cerró hace años. Edward no tenía coche, así que Alice lo llevó en su MG rojo, embutido en el asiento del copiloto. Después de cenar fueron a un bar y a continuación a la habitación de Alice. Allí, según me contó después, se pasaron la noche entera hablando y mirando sus álbumes de fotos. Viejas Kodak, los bordes dentados, los colores apagados. Fotografías de su infancia, cuando estaba con su abuela, de pequeña, más tarde muy flaca, en bañador, en la playa. Fiestas de cumpleaños, competiciones de natación. Fotos de su padre, joven y musculoso, sin camisa, el pelo aún abundante y rubio, en la boda de una amiga, jugando al golf, en Navidad. Su hermano, Johnny. La serie de madrastras. Un Mercedes amarillo descapotable que acabó empotrado en un árbol. Hombres con jersey de cuello alto y patillas, mujeres con diseños de Lilly Pulitzer y el pelo cardado. Todo el mundo fumaba. Conozco bien esas fotos. También formaron parte de mi vida.

Tardaron un mes en acostarse, me contó Alice, un mes durante el cual apenas la vi. De repente los dos eran inseparables. Se veían después de clase, cenaban juntos en Mory’s o en el piso de ella, donde, aunque parezca extraño, era Edward quien solía cocinar, pues Alice, una privilegiada, no había aprendido a desenvolverse en una cocina. En lugar de ir a Nueva York conmigo, ahora iba con Edward. La ciudad aún era nueva para él, y a ella le encantaba enseñársela. Lo llevó a todos nuestros sitios preferidos: Bemelmans, el White Horse, Vazac’s, el Oak Bar. Se pasaban horas en el Frick y en el Met, iban a Luger’s, en Brooklyn, bailaban en Xenon. Alice lo llevó al 21 por vez primera y cargó la comida en la cuenta de su padre.

A ese primer mes le siguió otro, y otro, hasta sumar un año. Era evidente, para mí, y para ellos, que estaban enamorados. Nunca había visto a Alice tan feliz. Estaba radiante. Y supe que lo único que podía hacer yo era asumirlo. Ya no podía tenerla para mí solo, y si luchaba contra ello, me arriesgaría a perderla, así que pasé a ser el acólito que encendía las velas, portaba la cruz, movía el incensario. En un principio vacilé, preguntándome si aquello duraría, esperando que la relación se rompiera bajo su propio peso. Pero no fue así.

En el verano de segundo se fueron juntos a Europa, estuvieron con unos amigos en Inglaterra, recorriendo el Distrito de los Lagos bajo la lluvia; bajaron hasta la Costa Azul, parando en viñedos por el camino, visitando a viejos amigos de la abuela de Alice. Después fueron a Santorini, donde durmieron en la playa y se pusieron negros, visitaron Marrakech y subieron a Barcelona antes de volver a casa.

No los acompañé, pero cada pocos días recibía postales entusiastas de Alice. Los celos me mataban, pero ¿qué podía hacer? Volvía a hacer prácticas, las miras puestas en la facultad de Derecho. Cuando, en el último año, Alice me dijo que se iban a casar después de graduarse, me alegré de veras. Vi que Edward la amaba; no por su belleza, sino por ella misma. Había atravesado la coraza, había visto su alma y sabía que había encontrado oro. Yo había sido consciente de ello en todo momento, desde luego, y me proporcionó cierta satisfacción saber que había sido el primero y que, a ese respecto, él siempre vendría detrás.

 

El avión de Edward aterriza en el Nantucket Memorial Airport. Todavía es temporada baja, y el aeropuerto está relativamente desierto. Son poco más de las once. Johnny tiene que ir al baño, y toman un desayuno de media mañana en el pequeño restaurante de la terminal. Johnny pide tortitas con beicon. Edward, café y huevos revueltos. El restaurante está lleno de pilotos, unos cuantos de uniforme, pero la mayoría aficionados como Edward. Van a pasar el día, comen y regresan. Son médicos, pequeños empresarios, jubilados. Una pequeña confederación. No hay nada que les guste más que sentarse a hablar de volar. Por lo general Edward se uniría a ellos, pero ese día no lo hace. Ese día tiene a Johnny. Quiere que el día gire en torno a su hijo.

—¿Cómo viste a tu madre antes de que se fuera, compañero? —le pregunta.

—Bien, supongo —contesta el niño, que no para de mover las piernas—. A veces un poco triste.

Edward asiente. Apenas puede mirar a su hijo a los ojos. Son los ojos de Alice. Él tiene la culpa de que Alice esté triste. Toda la culpa es suya.

—Y tú, ¿cómo estás, papá?

A Edward le sorprende la pregunta. Puede que sea la primera vez que Johnny pregunta algo así, poniendo de manifiesto una madurez, una creciente preocupación por los demás, que suele ser uno de los rasgos que más tarde desarrollan los niños, si es que lo desarrollan.

—Bueno, supongo que también algo triste.

—¿Por qué?

—Porque echo de menos a mamá, y te echo de menos a ti.

—Puede que si vinieras a casa, mamá y tú volvierais a ser felices otra vez.

Edward desvía la mirada y da unas palmaditas en la mano a su hijo.

—Me encantaría. Anda, vamos, es hora de volver arriba.

Capítulo 30: CAPÍTULO 5 Capítulo 32: CAPÍTULO 7

 
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