INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54507
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Sálvame

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No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 7: CAPÍTULO 6

CAPÍTULO  6

 

 

Primer lunes de septiembre. Festivo. El glorioso final del verano. Ya anochece antes. El otoño está a la vuelta de la esquina. La gente lleva jersey cuando sale por la tarde.

Bella viene conmigo. Ha pasado con nosotros todos los fines de semana. Ahora es de la pandilla, forma parte de un núcleo que no cambia ni siquiera cuando aparecen en escena personajes secundarios en restaurantes, cócteles, tardes relajadas en casa de los Cullen o en la playa, noches de adivinanzas, paseos en mi pequeño velero, el noveno cumpleaños de Johnny, baños en el mar desnudos o sentadas bajo las estrellas escuchando a Verdi. Todos estamos morenos.

Insistí en que nos viéramos el jueves por la noche, le dije que llamara al trabajo y les contara que se había puesto enferma. De todas formas no habrá nadie, razoné. Todo el mundo se va. Saldremos a última hora de la tarde. Cenaremos y charlaremos. Es mi oportunidad para conocerla mejor. Este fin de semana se quedará en mi casa. Al igual que Emmett y Rosalie, que llegarán mañana. Este fin de semana los Cullen tienen otros invitados.

Pido martinis para los dos. Ahora ella también los bebe. Nunca más de dos, le dije en una ocasión. Repito una broma manida que dice que los martinis son como los pechos de las mujeres: uno no basta y tres son demasiados. Sabias palabras.

Estamos en un restaurante italiano de la ciudad. Lleva allí desde 1947. Los asientos de los reservados son de escay rojo y en la carta hay un dibujo de la torre inclinada de Pisa. Es el único establecimiento de Newtown Lane que queda de mi infancia. Hasta la ferretería ha desaparecido. Hay dos cosas que me gustan de él. Una, que es muy democrático. He visto a estrellas de cine comiendo junto a pescadores curtidos con sus familias. La otra es que hacen una pizza de masa fina exquisita.

Someto a Bella al tercer grado: dónde nació, dónde vivió, dónde fue a la universidad, qué estudió, por qué hace lo que hace, quién es. Mi mano derecha se muere de ganas de coger un bloc de notas para apuntarlo todo, pero más o menos me acordaré.

Bella es una testigo con buena voluntad, la ginebra le ha soltado la lengua. Y yo me porto lo mejor que sé, no me muestro agresivo, sino solícito, empático. Me habla de su padre; de su madre, francesa; de su hermano, menor, que vive en California, donde trabaja para una empresa de programas informáticos. Pero también sé que los testigos tienen sus propias motivaciones. Mentirán o tergiversarán datos si es preciso. Pueden estar resentidos o cerrarse, facilitando únicamente la información mínima. Otros quieren caerme bien, creyendo que eso influirá en mi interpretación de la ley.

Y es evidente que Bella quiere caerme bien. Muy a mi pesar no por razones románticas. No, para eso está demasiado relajada conmigo. Más bien me trata como a un jefe en potencia. Quiere ganar puntos, granjearse mi aprobación. Y es difícil resistirse a ella. Se ríe con mis bromas, me hace preguntas, me tira de la lengua para que cuente anécdotas. No hay nada que le guste más a un hombre que el sonido de su propia voz y un público agradecido, a ser posible femenino.

La conversación se dirige hacia Edward y Alice.

—Cuéntame cosas de ellos —pide—. Sé que conoces a Alice desde siempre. Nunca he conocido a nadie como ellos. ¿De verdad son tan felices como parecen?

Para entonces prácticamente nos hemos terminado el vino. En el plato sólo quedan trozos de masa y unas tristes rodajitas de aceituna.

Me encojo de hombros.

—¿Quién sabe? Me refiero a que la felicidad es una quimera. La verdadera cuestión es si la felicidad pesa más que lo malo, porque en toda relación hay ambas cosas. Supongo que se trata de tener más de la una que de lo otro, y en el caso de Alice y Edward yo diría que sí, que hay más felicidad. Los conozco bastante bien, y he de admitir que nunca he conocido a una pareja tan compenetrada. Funcionan bien y se divierten juntos.

No la culpo por ser curiosa. Algunas parejas causan ese efecto. Las envuelve un halo dorado, algo casi palpable que hace que brillen más que el resto de nosotros. Es como si fueran por la vida con un foco apuntándolos. Cuando entran en un sitio, es imposible no fijarse en ellos.

Me sonsaca. En cierto modo supone un alivio compartir secretillos. He visto y sé muchas cosas de ellos. Así debe de ser como se siente un criado, susurrando en la mesa de la cocina, con confianza, pero manteniendo cierta distancia.

—¿La ama de verdad?

Es una pregunta que yo nunca he formulado, que nunca se me ha ocurrido formular. La respuesta, para mí, es más que obvia: ¿quién no querría a Alice?

—Desde luego —contesto—. La suya es una de las mayores historias de amor de nuestro tiempo.

Suena irónico, pero lo digo en serio. Su historia no tiene nada de trágica ni fatal, como cuando el amor se ve frustrado o fracasa, como en una novela romántica. No son Tristán e Isolda, o Abelardo y Eloísa. No se me ocurren héroes de la literatura que sigan su paradigma. A su historia le faltan los obstáculos de la pasión. Se conocieron y se enamoraron. Una de las cosas más fáciles y al mismo tiempo más difíciles. Lo más novelesco en su vida es que saben mantener vivo su amor. Y no son egoístas con él; lo comparten con muchas personas. Eso es lo que nos atrae a los demás hacia ellos. No que él sea un escritor respetado o ella un bellezón, ni siquiera que vivan en una bonita casa cerca de la playa, ni ninguna de sus muchas otras cualidades. Es la fuerza de los lazos que los unen lo que nos atrae e inspira. Los miramos y queremos ser ellos. Todo eso, ni más ni menos, le digo a Bella. Probablemente esté un poco borracho y un tanto avergonzado con mi locuacidad.

Después, de vuelta a mi casa, le tiro los tejos.

—Jasper, por favor, no —suplica ella—. No compliquemos las cosas.

Me disculpo. La idea de imponerse a una mujer es repugnante. Puede que si no pensara así me hubiesen besado más.

Al cabo de un rato, añade:

—Espero que no te importe.

—Claro que no —contesto, haciendo de tripas corazón—. Me pareció que era de buena educación, intentarlo al menos. No quería que te sintieras insegura.

Bella se ríe, me pone la mano un instante en la rodilla.

—Gracias, Jasper. Me has hecho sentir mucho mejor.

Volvemos a ser amigos.

Llegamos, y en mi casa reina el silencio. Me doy cuenta de que ella nunca ha estado aquí. El centro de la actividad siempre ha sido la casa de Alice y Edward.

—¿Quieres que te la enseñe? Te prometo que no me echaré encima de ti.

—Me encantaría.

La casa la construyó mi bisabuelo. La llamó «Dunemere». Por aquel entonces todas tenían nombre, pero hace mucho que nadie la llama así. Antaño la gente rara vez construía en la playa: prefería estar más cerca de la ciudad y las tierras de cultivo, y lejos de las tormentas que asolaban periódicamente la costa. A finales del siglo XIX los neoyorquinos acaudalados empezaron a erigir residencias en primera línea de playa, donde levantaron mansiones de verano, que todos los años abandonaban poco después de que empezara septiembre.

En los sesenta mi padre acondicionó el lugar para que pudiéramos pasar el invierno, principalmente las navidades. Aisló los muros, que no tenían dentro más que periódicos viejos y botellines de cerveza que dejaron allí los primeros albañiles, y también instaló una caldera en el sótano y radiadores en los dormitorios, pero sólo cuando murieron mis padres y heredé la casa empezó a usarse todo el año, aunque la cierro en enero y febrero y vacío las tuberías para que no se congelen.

A diferencia de muchas de las viviendas modernas de la zona, el interior es oscuro, las dimensiones modestas para una casa de ese tamaño. No hay sala de estar ni cocina familiar. Los agentes inmobiliarios la destinarían al derribo, ya que a la nueva hornada de compradores le resultaría demasiado anticuada. Es de estilo italiano: enlucido color crema en el exterior, algo que no parecería fuera de lugar en el lago Como o en Antibes. En fotografías antiguas en blanco y negro se ven toldos de listas en las ventanas. Se entra por un pasillo central de techos altos revestido del estuco oscuro que tan de moda estuvo en su día. El estuco la mantiene fresca. En las paredes hay retratos familiares y un gran tapiz gobelino desvaído que trajo mi abuelo cuando regresó de la primera guerra mundial. En línea recta, y saliendo por una gran puerta, hay un amplio patio de ladrillo, donde mis padres celebraron su banquete de boda. Da la vuelta a la casa entera y se abre a un jardín que baja hasta la gran laguna salobre que comunica con el océano. Flanqueando la puerta hay sendos retratos de tamaño natural de mis bisabuelos. Mi abuelo, de niño y vestido de marinero, está junto a su padre, con gafas y el gesto adusto. Al otro lado mi tía abuela, con miriñaque, el cabello largo, descansa en el regazo de su madre.

Una mesa larga ocupa la mayor parte del lado izquierdo del pasillo, encima hay un viejo libro de visitas encuadernado en piel. El libro prácticamente está lleno. La primera entrada tiene casi los mismos años que yo. Los libros más antiguos se encuentran en la biblioteca, repletos de caligrafía estilizada y nombres de personas que murieron hace tiempo.

—Escribe tu nombre si quieres —le digo.

Ella lo hace. Hasta ese momento no le he visto la letra, y no me sorprende que sea clara y elegante. La mía, como la de la mayoría de los abogados, es atroz. Bella escribe su nombre y la fecha, y a continuación: «Tienes una casa preciosa.»

A la derecha de la mesa está la puerta que da a un amplio comedor formal, escenario de numerosas e interminables cenas que me vi obligado a soportar de pequeño, a base de sopa y platos pesados preparados por Geneviève y servidos por Robert. Las paredes están recubiertas de papel pintado de la casa francesa Zuber, con escenas de El Dorado. Me encanta ese papel. Gracias a él uno entra en otra dimensión, y en las raras ocasiones que doy una cena formal aún soy capaz de perderme en sus mágicas junglas, bajar el Amazonas en canoa o rechazar a los indios con mi fiel revólver.

En la segunda planta hay ocho dormitorios. El más grande era el de mis bisabuelos, conocido como la Estancia Victoriana. Creo que ahí es donde pondré a Bella. La cama, con dosel, a mí se me queda corta, pero es donde siempre instalo a los invitados que se quedan en mi casa por primera vez. O por lo menos a los que me caen bien. Yo sigo durmiendo en el cuarto que tenía de pequeño, sobre la cocina, en lo que era el ala de los niños.

Por último está el cuarto de juegos de la tercera planta, la habitación de mayor tamaño de la casa, con una mesa antigua de billar, estanterías llenas de novelas populares de cuando mis padres eran jóvenes —Kipling y Buchan, Ouida, Tom Swift y Robert Louis Stevenson—, la cómoda abarrotada de ropa exótica que parientes y amigos fueron trayendo a lo largo de los años y solíamos ponernos en las fiestas de disfraces. En la pared, el remo con el que mi tío abuelo participó en la regata de Henley, y asientos bajo las ventanas, donde solía acurrucarme con un libro los días lluviosos.

—Deberíamos celebrar un baile de disfraces —propone Bella, que está hurgando en los cajones. Saca un traje de pierrot que llevaba yo de pequeño. A ella le valdría. Luego una chilaba que le gustaba mucho a mi padre y le daba un aire a lo Rodolfo Valentino. Era lo que más me llamaba la atención porque iba con una daga de verdad.

—Sería divertido.

La última fiesta de disfraces se celebró hace mucho tiempo.

Por un instante me planteo volver a tirarle los tejos, pero cambio de idea. Quizá ella hubiera accedido esta vez. Las casas caras pueden ser un potente afrodisíaco.

Bajamos y la llevo a su habitación, que es grande, con ventanas que dan a la laguna. Me figuro que probablemente sea mayor que su piso. La cama está nada más entrar a la derecha, la ropa de cama es francesa, parte del ajuar de mi bisabuela. Una pareja de cómodas, un tocador con cepillos de plata de Tiffany de mi bisabuela, una chimenea, un buró, dos butacas Luis XV. Fotografías de mi familia en marcos de plata. Mi abuelo de uniforme. Los tres hermanos de mi abuela. Pesadas cortinas adamascadas de color claro. Una alfombra amplia, una chaise longue y una mesa con un viejo teléfono de pared y una radio igual de antigua, ninguno de los cuales funciona desde hace años, pero que siguen ahí porque siempre han estado ahí.

—Esta habitación es increíble.

—Era la de mi bisabuela. No está mal, ¿eh? Por aquel entonces los maridos y las mujeres rara vez compartían la habitación, ¿sabes? Mi abuelo dormía al lado.

El cuarto es austero como la celda de un trapense.

—Y tú, ¿dónde duermes?

—En el otro lado de la casa, donde los niños. Y no me mires así, eso no quiere decir que tenga un póster del pato Donald en la pared. He ido haciendo algunos cambios a lo largo de los años. Es donde me encuentro más a gusto.

—Pero podrías quedarte en la habitación que quisieras.

—Exacto. Y podría comer en el comedor todas las noches y dar fiestas de disfraces, pero no lo hago. Vengo aquí a relajarme, a dormir y a trabajar.

—¿No te sientes solo?

—Nunca. Además, Alice y Edward están al lado.

Nos damos las buenas noches y enfilo la familiar alfombra que me llevará hasta mi vieja guarida tras pasar el que fue el dormitorio de mis padres y la habitación de invitados buena. Esa noche, ya en la cama, fantaseo con que Bella entra en mi habitación. Una o dos veces incluso salgo al pasillo creyendo haber oído sus pies, pero cuando por fin me quedo dormido, en torno al amanecer, sigo solo.

Capítulo 6: CAPÍTULO 5 Capítulo 8: CAPÍTULO 7

 
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