INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54508
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 21: CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 4

 

Casi no pude dormir la noche que Alice me dijo que volvía. En parte me entusiasmaba el hecho de que viniera a quedarse conmigo. Incluso me tomé libre el resto del día y me fui corriendo a casa poco después de recibir su último correo para ponerme a limpiar, hacer camas, ir al supermercado, buscar comida que pudiera gustarle a un niño de nueve años. Compré galletas, cereales, zumo de fruta, palomitas de maíz. ¿Qué más? Siempre podíamos pedir pizza si quería, pero había estado viviendo en Roma, así que tal vez no le hiciera tanta gracia la comida italiana como se la habría hecho en otras circunstancias.

Estaba preocupado. A la mañana siguiente vi que había recibido varios mensajes desesperados de Edward, de muy tarde. ¿Había hablado conmigo Edward? ¿Sabía dónde estaba? ¿Dónde estaba Johnny? Me quedé mirando la pantalla, vacío por dentro. Era evidente que había pasado algo gordo, pero no sabía qué. Titubeé, preguntándome si contestarle o no, preocupándome por si al hacerlo traicionaba de alguna manera a Alice. Por último escribí: «Alice y Johnny regresan a Nueva York. Me escribió un correo electrónico la otra noche. ¿Qué demonios está pasando?»

Pero no hubo respuesta. Por lo menos no inmediatamente. Supuse lo peor.

Huelga decir que pasé por alto lo que me dijo Alice y alquilé una limusina para ir a buscarla al aeropuerto. Llegué pronto, claro está, no quería arriesgarme a que ya se hubieran ido. Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Alice estaba ojerosa, pero igual de guapa que siempre, la melena de pelo corto en punta enmarcando su rostro. Johnny rezagado, como si fuese un refugiado de nueve años.

—Eres increíble —dice ella, abrazándome—. Te dije que no te molestaras.

—Lo sé, pero ¿desde cuándo te hago yo caso? —Y a Johnny—: Hola, fiera, ¿cómo lo llevas?

—Estoy bien, tío Jazz. ¿Has hablado con papá?

Alice me mira.

—Pues no, la verdad —contesto, y le alboroto el pelo y añado—: Me alegro mucho de verte, chavalote. Supongo que estarás cansado, ¿no?

El niño asiente y no dice nada.

—Los dos estaréis cansados. Deja que te ayude con eso —me ofrezco, haciéndome cargo del equipaje. Alice está demasiado agotada para discutir, que es lo que haría normalmente—. Tengo un coche esperando fuera.

—¡Guay! —exclama Johnny al ver la limusina. Es extralarga. Por lo general me parecen vulgares, pero confiaba en obtener esa clase de respuesta.

Johnny se sube, se acomoda en el asiento que discurre a lo largo de un lateral del vehículo y se pone a enredar con las copas, los decantadores y los distintos botones e interruptores.

—¿Habías estado alguna vez en una de éstas? —le pregunto.

—No —responde él.

—Dios mío, en Europa se me había olvidado que había coches de este tamaño —observa Alice entre risas—. Es enorme.

—Lo sé. Y absolutamente ridículo, ¿no?

—Me siento como una estrella del rock o una reina del baile de fin de curso —afirma. Y agrega, seria—: Gracias, Jazz. —Me pone la mano en la rodilla.

—¿Un tupido velo de silencio? —le pregunto.

Ella asiente.

—Por ahora, si te parece. Hablemos de otras cosas. ¿Cómo estás? ¿Alguna novedad?

Aprovecho para ponerla al día de los chismorreos de la ciudad, guardándome muy mucho de hacer referencia a ningún conflicto conyugal: quién está arruinado, quién borracho, quién ha salido del armario, los hijos de quién han entrado en Yale, los de quiénes no. Al ser yo antiguo alumno, entrevisté a algunos de ellos para conocerlos y responder a sus preguntas, y no sé qué me sorprendió más, si lo jóvenes que parecían o el ahínco con el que trabajaban. Y no sólo estudiaban, sino que también prestaban servicios a la comunidad, hacían teatro, recibían clases de violín, cogían trabajillos en verano, practicaban deportes. Sé que a su edad yo nunca tuve semejante empuje ni diligencia.

Uno de los muchachos con los que me reuní no entró, le cuento a Alice. Había ido a un buen instituto, tenía buenas notas y parecía un buen chico. Mi valoración fue positiva, pero por alguna razón los que realmente deciden quiénes entran y quiénes no dieron con un motivo para no aceptarlo. Le comento a Alice que el padre del muchacho, compañero de clase nuestro, me llamó hecho una furia exigiendo saber qué había pasado y qué iba a hacer yo al respecto. En mi opinión, le digo a Alice, probablemente a los de admisiones no les hubiese importado coger al chico si el padre no hubiese formado parte del paquete.

—Siempre fue un capullo pedante —asegura ella, y se ríe, sacudiendo la cabeza. Me alegro de hacerla sonreír. Cuando bajó del avión parecía un muerto viviente.

Llegamos a mi casa. Vivo al lado mismo de Central Park, en la calle 70, no muy lejos del enorme piso de mis padres. Me sigo cortando el pelo en la misma barbería a la que iba de pequeño, sigo yendo a la misma iglesia en la que me bautizaron y confirmaron, frecuento los mismos restaurantes. Mi vida la define la geografía de mi infancia. En las calles hay niños del colegio al que yo iba, con chaqueta y corbata, que guardan un inquietante parecido conmigo y con mis amigos de hace varias décadas. ¿Tan extraño es que tenga la sensación de aún no ser del todo un adulto?

Uno de los porteros nos ayuda con el equipaje. Le presento a Alice y a Johnny, diciendo: «Hector, éstos son la señora Cullen y su hijo. Se quedarán unos días conmigo.» Les da la bienvenida y me dice que los inscribirá en el libro de visitas. Haría cualquier cosa por mí. Vale la pena dar un buen aguinaldo.

Vamos arriba. Ayudo a Alice y a Johnny a llevar sus cosas a su habitación, que es donde yo leo o veo la televisión la mayoría de las noches. El sofá se abre y se convierte en una cama doble. Esa habitación también es mi biblioteca. Me encanta ese cuarto. Libros, sobre todo de historia y biografías, recorren las paredes rojizas. Grabados de escenas bélicas. En los estantes, soldaditos pintados en miniatura: mamelucos, húsares. Uno de mis pasatiempos. Le tengo un cariño especial a la Grande Armée de Napoleón. Sobre la chimenea, una espada que supuestamente perteneció a Murat y por la que pagué encantado una pequeña fortuna. Hay un cuarto de baño no demasiado grande y un armario donde guardo trastos, esquíes antiguos, abrigos, maletas. Saqué un montón de cachivaches de ahí para que Alice pudiera meter sus cosas.

—Espero que estés bien aquí.

—Es perfecto, Jazz. Gracias.

—Te dejo para que deshagas las maletas. Encontrarán toallas limpias en el cuarto de baño. Si necesitas alguna otra cosa, dímelo.

Esa noche pedimos comida.

—Me muero de ganas de comer una hamburguesa —confiesa Alice. Después de cenar acuesta a Johnny y se viene conmigo al salón, donde he encendido la chimenea y he abierto una botella de un excelente burdeos.

Sé que no es buena idea acribillarla a preguntas. Ya me contará ella lo que me tenga que contar. Si es que quiere.

—Por cierto, en el aeropuerto no dije la verdad del todo, ¿sabes? —reconozco al tiempo que le ofrezco una copa—. He sabido de Edward. Me mandó varios correos preguntándome si sabía dónde estabas. No supe muy bien qué debía hacer, así que le contesté que sí, que te habías puesto en contacto conmigo y que tú y Johnny os ibais a quedar aquí, pero que no sabía lo que estaba pasando. Espero no haber metido la pata, Alice.

Ella sacude la cabeza.

—Sí, supongo que fue lo mejor. La verdad es que salí corriendo.

—Ésa fue la impresión que me dio. Lo decidiste sin pensarlo mucho, ¿no?

—Podría decirse que sí.

—¿Te importaría ser más precisa?

—No podía quedarme.

—Pero físicamente no corrías ningún peligro, ¿no? Ni tampoco Johnny.

—No, no es eso.

—Entonces ¿qué pasó?

Alice deja la copa en la mesa.

—Me está poniendo los cuernos, Jazz. Ya lo sospechaba hace alrededor de un mes, y se lo pregunté a bocajarro, pero me juró que no. Y ayer me enteré de que sí. Desde hace meses. ¿Sabes?, no es que me importe tanto la aventura en sí, lo que no puedo perdonar es la mentira. Así que tenía que irme. De lo contrario, no sé lo que habría hecho.

Permanecemos sentados en silencio, mirando el fuego. Necesito asimilar todo esto. Evidentemente ella sigue conmocionada. Una vez más, Alice me asombra. Si yo hubiera descubierto que la persona con la que llevo veinte años casado me está engañando, probablemente me vendría abajo y me abandonaría a la autocompasión.

—¿Sabes con quién está?

—No, pero ha estado viajando mucho. Sobre todo a París, pero también a Londres, a Barcelona. Me dijo que era por trabajo: reuniones con las editoriales, charlas, entrevistas. Luego, hace unas semanas, una conocida de Nueva York me escribió un correo electrónico para contarme que lo había visto en un restaurante de París con una chica joven de pelo negro. Cuando le pregunté a Edward al respecto, me respondió que trabajaba para la editorial francesa. Le creí, nunca nos hemos mentido. O por lo menos eso pensaba yo.

—Entonces ¿cómo sabes que tenía un lío? ¿Tienes alguna prueba?

Me habla de las cartas del banco, de los sitios en los que ha estado, de lo que ha comprado. Lo trivial del descubrimiento, el descuido. Se le humedecen los ojos.

—No me lo podía creer, pero sé que es verdad. En el fondo, lo sé.

—Lo siento. Pero, claro, es que estamos hablando de Edward. De tu Edward, nuestro Edward, por el amor de Dios. Y me parece imposible. Jamás, ni en un millón de años, me habría imaginado algo así.

—Eso mismo pensé yo, lo que demuestra lo equivocados que podemos estar los dos.

—¿Quieres averiguar quién es? Me refiero a la mujer.

—La verdad es que me da absolutamente lo mismo. Eso no viene al caso. Puede que dentro de una semana lo quiera saber. No estoy celosa; estoy enfadada, dolida, desilusionada, espantada y, sinceramente, muy cansada.

—Y ¿qué vas a hacer?

Alice profiere un suspiro.

—No lo sé. Ahora mismo me lo voy a tomar con calma. Organizar lo de Johnny, instalarme en casa. Pasito a pasito. ¿Te importa si nos quedamos aquí hasta entonces? Sólo será hasta finales de mes.

—Claro que no. No hace falta que lo preguntes, lo sabes.

—Lo sé, pero tú eres un viejo solterón, no estás acostumbrado a tener gente en casa. Y menos a niños de nueve años y cuarentonas mustias.

Sonrío.

—De eso nada. De hecho creo que lo voy a disfrutar, será agradable tener compañía. Pero después ¿qué? ¿Qué hay de Edward?

—Eso aún no lo sé. Sigue siendo un gran interrogante.

—¿Vas a hablar con él?

—Francamente, no sé qué hay que decir.

Alice no es de las que se andan con medias tintas.

—¿Te planteas pedir el divorcio?

Ella se pone tensa y contesta:

—No me presiones. De verdad que no he llegado tan lejos. Lo único que sé ahora mismo es que no quiero pensar en ello ni en él.

—Claro. Pero mantenme informado, ¿vale? Por si necesitas un buen abogado.

Ella mira al techo.

—Déjalo, Jazz.

—Lo digo en serio. Si llegas a ese punto y necesitas a alguien, espero que me dejes echarte una mano, o por lo menos que me dejes buscarte a alguien bueno.

—De acuerdo, te lo prometo.

 

Capítulo 20: CAPÍTULO 3 Capítulo 22: CAPÍTULO 5

 
14442710 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios