INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54510
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 8: CAPÍTULO 7

CAPÍTULO  7

 

 

Después de terminar la carrera, Edward se alistó en la Marina. Al ser licenciado, tenía derecho automáticamente al grado de oficial e ingresó en la escuela de pilotos. Alice lo siguió. Se casaron el día después de su graduación, en una pequeña ceremonia celebrada en la capilla de Battell a la que siguió un almuerzo en el Yale Club. Emmett fue el padrino, y asistieron el padre y el hermano de Alice, Johnny, así como su madrastra de entonces; y también el señor y la señora Cullen. Yo no los conocía. El padre era profesor de inglés en un colegio privado. Vestido de tweed, con fluidez de palabra, irónico, las mismas espaldas anchas. Edward creció rodeado de libros en Connecticut, viviendo de privilegios prestados. Fue la mascota de los estudiantes de los últimos cursos cuando era pequeño y siempre iba invitado a los viajes para esquiar y las vacaciones de sus compañeros cuando era estudiante. A diferencia de casi todos sus compañeros, él trabajaba los veranos, un año, de peón en los yacimientos petrolíferos de Oklahoma. Otro, en un barco pesquero en Alaska.

¿Por qué los marines? En su momento me pareció una decisión extraña. No conocíamos a nadie que quisiera alistarse en el Ejército. Nuestros padres crecieron cuando aún se hacía el servicio militar, pero a casi todos les tocó vivir por su edad entre las guerras de Vietnam y Corea. De hecho, el padre de Alice dejó Princeton para alistarse e ir a combatir a Corea, un acto que a mí siempre me costó conciliar con la vida disipada que le conocí después. O quizá lo explicara en parte. No sabría decir, no he estado en el Ejército y ni siquiera he oído un disparo provocado por la ira.

En los últimos días de la universidad nunca oímos hablar a Edward de que quisiera alistarse. Casi todos nosotros habíamos estado obsesionados con suavizar el impacto de la graduación solicitando empleo en instituciones financieras, periódicos u organizaciones sin ánimo de lucro serias o bien haciendo estudios de posgrado. Yo sabía desde hacía meses que entraría en la Facultad de Derecho en otoño, así que me limité a dejar pasar los días de mayo sin preocuparme demasiado.

Yo estaba seguro de que Edward compartía mi calma aparente, pero rara vez hablaba del futuro. Cuando puso de manifiesto sus intenciones en una de esas cenas de despedida interminables, en la mesa Alice, Emmett, yo y un puñado de amigos íntimos, me di cuenta de que no fui el único sorprendido. Hasta Emmett, que había conseguido trabajo en un programa de formación de Merrill Lynch y era el mejor amigo de Edward, lo miró con cara de no entender nada.

—Estás de broma, ¿no? —preguntó.

—Pues no —contestó Edward—. No bromearía con algo así. Siempre he querido aprender a pilotar un avión. Además, no soy lo bastante bueno para ser jugador profesional de hockey, y no me interesa nada trabajar en Wall Street. La verdad es que no tengo ni la menor idea de lo que quiero hacer, así que pensé que, mientras me decido, lo menos que puedo hacer es servir a mi país.

Alice, claro está, lo sabía. Es más, era evidente que lo aprobaba. Si él le hubiese dicho que se iba a hacer domador de leones o buzo de rescate, lo habría acompañado igual de encantada.

Al estar casados, el primer año vivieron fuera de la base aeronaval de Pensacola. Edward pilotaba cazas. Por aquel entonces tenían un perro, un chucho color café llamado Dexter. Alice conducía el mismo MG rojo que tenía en Yale. Destilaban glamour allá adonde iban. Los oficiales superiores solían asistir a sus frecuentes cócteles. Sus nuevos amigos habían sido leyendas del fútbol de las universidades de Ole Miss y Georgia Tech, y ahora estaban casados con antiguas animadoras.

Fue entonces cuando Alice descubrió su talento para cocinar. Inspirándose en la cocina local y con tiempo de sobra, se atrevió con la zarzuela de gambas, la rémoulade —una salsa a base de mahonesa—, el pollo frito o la tarta de pacanas. Después pasó a Julia Child, Paul Bocuse, James Beard. No tardó en preparar platos con bechamel, coq au vin, terrinas de salmón, ternera al borgoña, suflés de queso. Las invitaciones a sus cenas se cotizaban tanto como las medallas al valor.

Por el día Edward tenía un sinfín de misiones de vuelo y de instrucción, y además iba a clases de teoría. Por suerte, sin embargo, no estalló ninguna guerra. Los fines de semana viajaban, conducían toda la noche para ir a ver a amigos a Jupiter Island o a pescar macabíes en los Cayos. Yo fui a visitarlos varias veces a lo largo de mi primer año en la Facultad de Derecho de Yale. Luego el Ejército los trasladó en varias ocasiones: Bogue Field, Carolina del Norte; Twentynine Palms, en California; un año en Japón. Alice dice que ahí fue cuando Edward empezó a escribir. Sus primeras obras no las leyó nadie salvo ella, pero lo animó. Escribió un montón de relatos e incluso una novela, que en la actualidad no existen.

En una ocasión Alice me confió: «Cuando me enamoré de Edward, nunca se me pasó por la cabeza que fuera escritor. Era, sencillamente, la persona más segura que había conocido en mi vida, siempre decidido a ser el mejor: primero fue el mejor jugador de hockey, luego el mejor piloto, y supongo que es lógico que fuera el mejor escritor. Si quisiera ser el mejor ladrón de joyas, probablemente también lo sería.»

No cejó en su empeño. En un momento dado empezó a enviar relatos a revistas y publicaciones literarias, la mayoría de ellas poco conocidas. Finalmente le publicaron uno, y luego otro. Al término de sus seis años de servicio, dejó los marines para dedicarse por completo a la literatura. Unos años después su primer libro, un roman à clef sobre un oficial de la Air Force, fue objeto de ciertos elogios y moderadas ventas. Según la crítica, sin embargo, aún estaba algo verde.

Él y Alice se mudaron a Nueva York, después pasaron un año cerca de Bozeman, en Montana, y de ahí pasaron a París, donde vivieron encima de un restaurante senegalés, en el nada elegante Distrito 18. Contaban con el fondo fiduciario de Alice, que les daba para vivir, pero no para derrochar. Nació Johnny, y después la segunda novela de Edward, que tardó siete años en estar lista, y ganó el Premio Nacional de Literatura. Incluso se habla de rodar una película.

Pero a él le seguía encantando volar. Cuando se publicó el segundo libro, cumplió una promesa que se había hecho y compró un avión de segunda mano que arregló y que ahora está en un hangar del aeródromo cercano a su casa. Los días que hacía buen tiempo salía a volar. A veces invitaba a alguien para que lo acompañara, e iban a la isla de Nantucket, daban la vuelta al faro de Sankaty Head y volvían. O bien a la ciudad de Westerly. A veces aterrizaba para comer, pero prefería permanecer en el aire. Yo lo acompañé en numerosas ocasiones. Es muy relajante. Alice no solía ir: los aviones pequeños la ponen nerviosa.

 

Viernes por la mañana. El aeródromo se extiende ante ellos, camiones cisterna aguardan al fondo, los aviones de la élite del lugar esperan como recogepelotas para pasar a la acción. Van sólo Edward y Bella. Ella y yo habíamos ido temprano a casa de los Cullen.

—Voy a coger el avión —anunció Edward cuando entramos—. ¿Alguien quiere venir?

Yo rehusé.

—A mí me encantaría —afirmó Bella—. ¿Tienes tu propio avión?

—Sí. Un monomotor Cessna 182. Toda una belleza. Lo han estado reparando, es la primera vez que lo saco en todo el verano.

—¿Hace falta que me cambie de ropa?

—No, así estás bien.

En el aeródromo, Edward rellena el plan de vuelo y realiza las comprobaciones previas. Se dirigirán a la isla de Block. El avión es viejo, pero a él le encanta. El cielo está despejado. Hace calor ya, el calor de las postrimerías del verano. La pequeña cabina es un horno. Edward abre las ventanillas. «Refrescará a medida que subamos», informa. Lleva una vieja camisa caqui y una gorra de Yale descolorida, al cuello una cadena de oro con una medalla. Le cuenta que es un san Cristóbal, y que lo lleva para que le dé buena suerte. Alice se lo compró cuando estaba en los marines. Se dirigen hacia la pista. Sólo tienen un avión delante.

Bella está entusiasmada. Se siente como una niña pequeña, la nariz prácticamente pegada a la ventanilla. Acelera y ruedan por la pista para despegar. Edward empuja la palanca y salen disparados. El tren de aterrizaje aún toca el suelo y un instante después se encuentran en el aire, subiendo, subiendo. La tierra se empequeñece y, cuando viran, Bella ve que ya están a cientos de pies en el aire, las personas abajo, las casas, los árboles van menguando de prisa.

A la altitud de crucero, Edward comenta:

—Menudas vistas, ¿eh?

Tiene que gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor.

Ella asiente, inclinándose hacia adelante. Ve la curvatura de la Tierra y, más allá, extendiéndose hasta los confines del horizonte, el azul del Atlántico. La asombra la velocidad a la que van. Lo que en coche habría sido una hora ahora es cuestión de segundos.

—Es la primera vez que hago esto —dice Bella. Me refiero a ir en una avioneta. Es increíble.

Él se señala la oreja derecha.

—¡Tienes que hablar alto! —chilla.

—¡Vale! —exclama ella, risueña.

Él sonríe y le enseña el pulgar, los ojos ocultos tras las gafas de sol. Va señalando puntos de referencia a medida que avanzan. Han dejado atrás tierra firme, se elevan sobre el océano como dioses. Un pesquero, blanco contra las aguas azul oscuro, se balancea como si fuera de juguete. Block Island se ve a lo lejos, y de pronto casi están encima. Bella ve romper las olas en las rocas.

—Esa playa es Bluffs Beach —informa él a voz en grito—. Y ésos, los acantilados de Mohegan y el faro de Southeast. En medio queda la playa de Black Rock. Es nudista, pero no creo que puedas ver gran cosa desde aquí. —Sonríe.

Ella lo mira. Edward lleva pantalones cortos y mocasines, las piernas fuertes y morenas, cubiertas de vello dorado. Le dan ganas de tocarlas. Es la primera vez que están a solas. Hablar resulta difícil. Ella no sabía que el avión sería tan ruidoso.

En su boca se forman palabras, pero no salen. Es mucho lo que quiere decir, pero no es el momento. Además del ruido del motor, él lleva auriculares, un impedimento adicional.

—¿Has dicho algo? —pregunta él mientras se levanta el auricular derecho para oírla mejor.

Bella sacude la cabeza. Aliviada, se siente como el que avanza por un precipicio pero consigue no perder el equilibrio de milagro. Nota el corazón acelerado, las manos sudorosas. No ha cambiado nada.

—¿Quieres probar? —le dice él al tiempo que señala los mandos que tiene delante.

—¿Qué dices, que lleve yo el avión?

—Sí, no tiene misterio —añade—. Toma los mandos. No es como un coche. Esta palanca controla la altitud, lo que significa que te permite subir y bajar e ir a derecha e izquierda. Si tiras hacia ti, el avión sube; si empujas, baja, ¿entendido? El pedal de la derecha es el acelerador, y eso de ahí, ¿lo ves?, el altímetro. Te indica la altura a la que estás. Mantenla a mil pies. Ése es el indicador de la velocidad; ahora vamos aproximadamente a doscientos cincuenta kilómetros por hora. Y ¿ves ese instrumento pequeño que parece un avión? Pues es el horizonte artificial. Mantenlo nivelado a menos que gires, ¿de acuerdo?

—Y ¿qué hago?

—No te preocupes, yo tendré las manos en mis mandos en todo momento. Venga, coge los tuyos, que no muerden.

Bella agarra la palanca con fuerza, con demasiada fuerza. Las vibraciones del motor recorren su cuerpo. El avión da una ligera sacudida y ella pega un bote.

—No tan fuerte —le advierte él—. Relájate.

—Lo intentaré.

Bella toma aire y lo suelta de prisa varias veces, a continuación coge de nuevo la palanca, en esta ocasión con más delicadeza.

—Bien. Y ahora simplemente mantenlo nivelado. —Edward suelta su palanca—. ¿Lo ves? Ahora estás llevando tú el avión.

—Madre mía, esto es increíble. —Bella está aturdida, no se puede creer lo fácil que es.

—¿Quieres probar a girar?

Ella tiene que aguzar el oído para entender lo que le dice.

—Sí —responde—. ¿Qué hago?

—Gira con suavidad la palanca a la derecha y después enderézala.

Obedece, y el avión gira, pero empieza a bajar.

—Tira hacia ti un poco, pero no mucho.

Ella hace lo que le dice, y el avión vuelve a estabilizarse.

—Muy bien. Ahora mantén el rumbo sin más. ¿Ves eso de ahí? Es nuestro aeródromo. —Cuando se acercan, Edward dice a voz en grito—: Ahora será mejor que me dejes a mí.

Contacta con la torre de control, les dice que se están aproximando y le dan permiso para aterrizar.

Edward extiende la mano derecha y señala un lugar.

—Vamos a pasar por nuestra casa, está en la ruta de vuelo. Mira abajo.

Bella estira el cuello: abajo se alza la casa, como un diorama en un museo, un microcosmos. Ella es una giganta. Él inicia la maniobra de aterrizaje, baja los alerones y reduce la velocidad. Las copas de los árboles van a su encuentro. Todo se agranda. Toman tierra con una ligera sacudida y un bote, la presión del aire ofrece resistencia a las alas. Edward se dirige hacia su plaza y apaga el motor.

—No está mal —dice, consultando el reloj—. Y ni siquiera es mediodía aún.

—¡Muchísimas gracias! Ha sido una de las cosas más alucinantes que he hecho en mi vida —asegura ella.

Los ojos le brillan. Cuando baja de la cabina, el resto del mundo se le antoja plano y vulgar. Le encantaría poder volver a las nubes.

De vuelta a casa, Bella, envalentonada, ahora toda una aventurera, una conquistadora, pregunta:

—¿Qué le pasó a Johnny? Me refiero a la cicatriz. Jasper dijo que lo operaron cuando era pequeño.

—Es cierto. Nació con una cardiopatía congénita, una perforación en el corazón.

—Dios mío. Y ¿qué hicisteis?

—Lo sometieron a varias operaciones. Lo llevamos al hospital infantil de Boston. La primera vez nos pasamos meses allí. Pudo haber muerto.

—¿Cuántos años tenía?

—La primera fue nada más nacer; la última, a los cuatro años.

Recuerdo noches en vela en el hospital, el pitido monótono de los monitores, a cirujanos preocupados vestidos de azul, el pequeño bulto desinflado, inconsciente bajo una burbuja transparente. Fue horrible.

—Y ahora ¿está bien?

Edward se frota la frente.

—No lo sé, creo que sí. Los médicos se muestran optimistas. Hace mucho que no nos da un susto, gracias a Dios.

—No tiene pinta de estar enfermo. Parece un niño completamente sano.

—Ha sido duro. Se cansa con facilidad, y Alice no le quita el ojo. Siempre está atenta por si pasa algo. Hemos tenido algunas falsas alarmas, pero todas las precauciones son pocas. Aunque parezca un niño completamente sano, no lo es.

—Lo siento.

—No tienes por qué sentirlo. Le damos amor y seguridad, e intentamos hacer que su vida sea lo más normal posible. Podría vivir seis años más o sesenta, no hay manera de saberlo. Sin embargo, el colegio se le hace cuesta arriba: tiene prohibido hacer deporte, y los niños pueden ser crueles.

—Debe de ser muy duro. Para vosotros dos, me refiero.

—A veces, sí, pero es un niño estupendo. Sabe lo que hay, e intenta hacernos sentir mejor. A Alice le dice cosas como: «No pasa nada, mamá. No estoy enfermo. No te preocupes por mí.» Pero a veces es imposible no sentirte impotente, ¿sabes?

—Lo siento. Es una maravilla de niño. Una mezcla estupenda de Alice y de ti.

Llegan a casa, y el pequeño sale corriendo.

—¡Papá, papá! —exclama cuando el coche se detiene, haciendo crujir la gravilla.

Yo estoy sentado junto a la ventana, leyendo el periódico.

—Hola, hijo.

—Papá, te han llamado. De Roma. Mamá ha cogido el recado.

—Gracias, hijo. Dile a mamá que he vuelto, ¿quieres?

El pequeño da media vuelta.

Edward le dice a Bella:

—Tengo que hacer una llamada. Me alegro de que hayas venido. —Se baja del coche.

—No, gracias a ti por haberme llevado. ¿Cuándo repetimos?

—Tendrá que ser dentro de un tiempo.

—¿Y eso?

Él la mira, un tanto perplejo.

—Creía que lo sabías. Por eso es la llamada. Alice, Johnny y yo nos vamos a Roma dentro de una semana. Me han concedido una beca, voy a trabajar allí en mi nuevo libro.

—No, no sabía nada. —Le da la impresión de que va a vomitar—. ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?

—Casi un año. Volveremos en junio del año que viene, a pasar el verano.

—Ya —contesta Bella. Añade—: Estaréis entusiasmados...

—Pues sí. Y un buen amigo mío nos ha encontrado una casa cerca del Panteón.

—¿Y Johnny? ¿Y el colegio?

—Hay un colegio norteamericano, y nos han recomendado médicos competentes de allí.

—Qué bien. Me alegro mucho por vosotros. —Intenta que parezca que lo dice convencida.

—Gracias. Será muy divertido. Siempre he querido vivir en Roma, y Alice también. Como te puedes suponer, está como loca con la comida. Ya se ha apuntado a cursos de cocina y de italiano.

—Os echaré de menos. —Bella le echa los brazos al cuello y lo atrae hacia sí, sus mejillas se rozan.

Él le da unas palmaditas en la espalda y se aparta, sonriendo.

—Bueno, nosotros también te echaremos de menos.

—Gracias otra vez —le dice cuando él empieza a andar hacia la casa—. Me lo he pasado genial.

Él se vuelve y le dice adiós con la mano.

—Me alegro.

 

La veo varias horas después. Está sentada en el extremo de mi embarcadero, contemplando la laguna, los pies metidos en el agua. Por delante pasa una familia de cisnes. Un par de beetle cats, esos laúdes con vela cangreja que gozan de popularidad entre quienes viven en la laguna, dan bordadas a lo lejos. Todo es muy apacible.

—¿Dónde te has metido? —le pregunto—. Te hemos estado buscando por todas partes. Vamos a jugar al tenis.

Sí, también tengo una cancha de tenis, una anticuada pista de tierra batida. Sé que hoy en día mucha gente prefiere las acrílicas, pero a mí me sigue gustando pasarle el rastrillo a la cancha. Los preparativos son tan importantes como el juego en sí.

Bella levanta la cabeza. Sorprendida al principio y decepcionada después, como si esperara a otra persona. Llevo mi andrajosa ropa blanca de jugar al tenis.

—Lo siento, Jasper. Necesitaba estar sola un rato.

—¿Te pasa algo?

—¿Tú sabías que Edward y Alice se iban a Roma?

—Claro.

—Yo no.

—¿Tan malo es?

—Sí. Bueno, no. No sé.

—¿Tienes algo contra los romanos? ¿Te rompió el corazón un príncipe o tropezaste y te caíste en la escalinata de la plaza de España?

Intento ser frívolo, pero veo, demasiado tarde, que ella no está de humor.

Menea la cabeza en silencio.

—¿Hay algo que pueda hacer?

Bella niega de nuevo.

—Vale. Bueno, entonces te dejo, ¿no?

—Gracias, Jasper. Es que me apetece estar sola. Quizá me acerque luego a ver cómo va el partido.

—Eso espero. Quiero la revancha.

Bella consigue esbozar una sonrisa al oír eso. La semana anterior me dio una paliza: 6-4, 6-4.

No la vemos hasta por la tarde. Después del tenis, subo de puntillas a su habitación y veo que tiene la puerta cerrada. Baja a las siete. Estoy en la cocina, metiendo carne picada para hamburguesas en la nevera. Vamos a comer en la playa, una tradición del primer fin de semana de septiembre. Habrá unas cincuenta personas. Emmett, Edward y yo hemos bajado a la playa antes para hacer un fuego, haciendo un hoyo en la arena y llenándolo de madera.

—Siento no haber ido a veros —se disculpa al entrar—. No habría sido la alegría de la huerta precisamente.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, gracias.

Está guapa, lleva un vestido de color rosa, escotado, sin sujetador, los pechos asoman por los lados de la prenda. Procuro no mirar.

—Estás guapísima, pero creo que deberías coger un jersey o algo —sugiero—. De noche y en esta época del año puede hacer bastante frío en la playa.

—La verdad es que no me vendría mal un martini, Jasper¿Podrías prepararme uno?

—Será un placer —respondo, me lavo las manos y me voy al mueble bar. Es una especie de comunión. Dejo caer los cubitos de hielo en una vieja coctelera de plata de Cartier que era de mi abuelo, añado ginebra Beefeater y unas gotas de vermut seco. Lo agito, veinte veces exactamente, y lo sirvo en una copa de martini bien fría, también de plata, que decoro con una monda de limón.

—Espero que no te importe beber sola. Quiero seguir mi ritmo.

—Estás hecho un carca, Jasper. —Bella bebe un sorbo—. Perfecto.

Entran Emmett y Rosalie.

—Calentando motores, ¿eh? —comenta Emmett.

—¿Queréis uno? —pregunto.

—No, gracias. Hay mucha bebida en la playa.

—Qué pena no haberte visto en el tenis hoy —le dice Rosalie a Bella—. ¿Estás bien?

Ella asiente.

—Sí, gracias. Un poco cansada, es todo. Ya sabes.

—Ya, sí. Te has perdido el palizón que Edward le ha dado a mi marido.

—Es que menudo saque tenía Edward —admito—. Así cómo iba a irle mal... No te lo tomes a pecho, Emmett. Hoy no habría podido ganarle ni el mismísimo Peter Sampras.

—Sí, bueno. Ya me desquitaré en la próxima.

—Pues vas a tener que esperar hasta el verano que viene —suelta Bella—. A no ser que vayáis a Roma a jugar unos sets.

La miramos todos, sorprendidos por el tono con que lo ha dicho. Rosalie bromea:

—Míralo de esta manera, Emmett: así al menos tendrás un año entero para practicar.

Todo el mundo se ríe.

—Venga, Bella, termínate eso —apremia Emmett.

Cogemos mi coche, Emmett se sienta delante conmigo, las mujeres detrás.

—¿No vamos con Edward y Alice? —pregunta Bella.

—Hemos quedado con ellos allí —contesta Emmett—. Van con sus invitados.

Una pareja holandesa: Wouter y Magda. Él trabaja en una editorial. Han venido a dejar a su hija en un internado y se han pasado por aquí antes de volver a Ámsterdam. Su inglés es perfecto.

El sol desciende sobre el océano cuando llegamos. Una lengua de color naranja recorre el horizonte, de punta a punta de la playa. Ya hay bastante gente. Veo muchas caras conocidas, algunas del club, otras de Manhattan, gente del mundillo de la literatura, amigos de Edward y Alice. El fuego crepita. Las mesas están listas. Hay faroles y neveras llenas de vino y cerveza. Bebidas fuertes, hielo y refrescos. Vasos de plástico. Varios cubos de basura de gran tamaño. Algunos niños. Perros labrador. En el límite del aparcamiento, montones de zapatos.

—¿Me preparas otro martini, Jasper? —me pide Bella.

Me doy cuenta de que al final no ha cogido un jersey.

—Claro. Pero no olvides la vieja regla, la de los pechos de las mujeres.

—Estás enfermo. —Me guiña un ojo—. No te preocupes, Jasper. Éste es el último fiestón del verano, ¿no? Pues relájate, vamos a divertirnos.

No hay coctelera, pero se lo preparo de todas formas.

—Me temo que los he hecho mejores —me excuso.

—Eres un amor, Jasper. Gracias.

Me da un besito en la mejilla.

—Pero después de éste será mejor que te pases al vino.

—¿Cuándo vienen Edward y Alice?

—Ni idea. Supongo que pronto.

Me disculpo, voy a dejar las hamburguesas. Cuando miro, veo que Bella se ha ido. Está hablando con tres hombres jóvenes. Más o menos de su edad, morenos, de cadera estrecha, como jugadores de fútbol. Niños bien, me doy perfecta cuenta. Yo fui como ellos, hace siglos. Bella se ríe. Soy consciente de que los está dejando pasmados.

Edward, Alice y Johnny llegan con Wouter y Magda.

—Perdón por el retraso —se disculpa Edward cuando lo veo—. Aún andamos haciendo maletas. Un año es mucho tiempo.

Ya estoy pensando ir a Roma a pasar las navidades con ellos.

A las nueve la fiesta toca a su fin. En esta época del año anochece de prisa. Los padres llevan al coche a sus hijos adormilados. Las mesas se cierran. Las botellas de vino vacías tintinean en los contenedores de reciclaje. El fuego sigue alto, avivado por los que no están dispuestos a irse todavía. Para los jóvenes la noche no ha hecho más que empezar. Las llamas se alzan en la noche. Los rostros titilan con la luz de la lumbre. La arena ya se nota fría. Voy a ponerme el jersey, pero busco a Bella, me preocupa que pueda tener frío.

Sigue hablando con uno de los jóvenes, en la mano una copa, se frota el brazo desnudo con la otra. Me acerco a ella.

—Perdona que te moleste, Bella, ¿tienes frío? ¿Quieres que te deje el jersey?

Ella me mira, el rostro resplandeciente, los ojos vidriosos. Está borracha.

—Jazz —me contesta—. Qué detalle. Mira, éste es Andrew. Sus padres tienen aquí una casa. Estudia Empresariales.

Nos damos la mano. Andrew se pregunta quién soy yo y cuál es mi papel. Posiblemente sea demasiado mayor para ser su novio, pero demasiado joven para ser su padre.

—Estoy en casa de Jazz. Sus padres tienen aquí una propiedad... pero ya han muerto, y Jazz vive solo.

Repito, sin prestarle atención.

—¿Tienes frío?

—No, estoy bien. Estupendamente.

—Entonces ¿no quieres el jersey?

—Si le hace falta, yo tengo el mío.

Una clara indirecta por parte de Andrew. Ella hace caso omiso y me pregunta:

—¿Han llegado Edward y Alice?

—Sí. Llevan aquí un rato.

Echa un vistazo y los ve. Frunce el ceño.

—Ah, sí, ahí están. —Se vuelve hacia Andrew—: Tengo que ir a saludarles. Ahora mismo vuelvo.

Va hasta allí y le da un abrazo a Alice.

—No sabía que os ibais. Me lo dijo Edward esta mañana. Sé que debería alegrarme por vosotros, pero me da pena.

—No te preocupes. Estaremos de vuelta antes de que te des cuenta. De todas formas, el verano ha terminado.

—Ya, es que es eso precisamente: que no quiero que el verano termine. Y saber que no vais a estar aquí hace que sea todavía más definitivo.

Alice le aprieta la mano.

—Lo sé. Yo nunca quiero que acabe el verano.

—Es que ha sido toda una sorpresa.

—Siento que no te lo hayamos dicho. Lo decidimos el invierno pasado, y se nos pasó por alto que no lo sabías.

—No tienes que disculparte. Habéis sido estupendos conmigo. Os quiero mucho a los dos.

Abraza de nuevo a Alice.

—Nosotros también te echaremos de menos.

Bella vuelve con Andrew, que le da otra copa de vino. No estoy seguro de que sea buena idea, pero yo no soy quién para decir nada.

—¿Todo bien? —pregunta Edward, que está comiendo una hamburguesa. Hemos estado a un lado mientras las mujeres hablaban, y ahora nos unimos a Alice—. ¿Te preocupa algo?

—No estoy seguro —respondo—. Me da que Bella está bebiendo mucho.

Él se ríe con suavidad.

—Sí, bueno, no será la única en esta fiesta.

Alice lo mira.

—Creo que se ha tomado mal lo de nuestro viaje. Si no, ¿por qué iba a emborracharse? Hemos pasado muchas noches con ella y nunca ha hecho esto. ¿Cómo la viste cuando se lo dijiste esta mañana?

—Hombre, desde luego la cogió por sorpresa, y yo me sentí fatal, porque era evidente que no sabía de qué le estaba hablando.

—La vi en la laguna antes de ir a jugar al tenis —cuento—. Parecía bastante triste.

—Es comprensible —dice Alice—. Es como si la hubiéramos adoptado, y ahora la abandonamos.

—Bah, de todas formas se habría acabado hartando de nosotros —asevera Edward—. Me refiero a que necesita pasar más tiempo con gente de su edad. Nosotros somos una panda de vejestorios pelmas con entradas y michelines.

—Habla por ti, gordinflón —replica Alice, y le da en el brazo de broma.

La verdad es que los dos están estupendos para su edad. Yo, en cambio, aparento todos y cada uno de los treinta y ocho años que tengo.

Al otro lado del fuego vemos a Bella, que tropieza y está a punto de caer. Andrew la ayuda, y ella se le cuelga del brazo, riendo. ¿He dicho ya que tiene unos dientes preciosos?

—Sí que parece trompa —admite Edward—. ¿Qué opináis? ¿Hacemos algo?

—Iré a hablar con ella —se ofrece Alice—. Vosotros quedaos aquí.

Veo que Alice está hablando con ella al otro lado del fuego, el chico tímidamente a un lado. Alice  tiene una mano en el hombro de Bella, que sacude la cabeza, intentando apartarse. Pero es muy difícil decirle que no a Alice.

Vienen las dos.

—Edward, ¿te importaría llevar a Bella a casa de Jasper?

—Por favor —protesta ella—. Estoy bien. Por favor. No quiero que Edward me lleve.

—Oye, ¿qué pasa? —Es Andrew.

Intervengo y le digo con mi mejor voz de abogado que probablemente sea mejor que se largue.

—No me hagáis esto —grita Bella—. Alice, ¿por qué no me llevas tú?

—Vale —accede ella—. Pero tenemos que ayudar a recoger esto.

Alice odia conducir de noche. Ya no ve como antes, y no le gusta ponerse gafas.

—Vamos,Bella —insiste Edward con suavidad. Le pone una mano en el brazo.

Ella se la quita.

—Déjame.

Echa a andar hacia el aparcamiento haciendo eses, Edward detrás.

—Ahora vuelvo —dice.

Al llegar al coche ella vomita.

—Madre mía —se lamenta—. Lo siento, soy una idiota.

Edward le dice que no se preocupe. Nos ha pasado a todos. Le da su pañuelo y después, al ver que ella tirita, insiste en que se ponga su jersey.

—¿Estás bien o crees que vas a volver a vomitar?

Bella menea la cabeza.

—No —contesta con un hilo de voz.

En el camino de vuelta llora en silencio, avergonzada y nerviosa. Edward le pregunta si se encuentra bien. ¿Por qué está así? Bella replica que no quiere hablar de eso. Él le asegura que no pasa nada, que son amigos. Si hay algo que pueda hacer, lo hará encantado.

—Estoy enamorada de ti —estalla ella—. Bueno, ya lo he dicho. Lo siento.

Edward se ríe y le contesta que eso sólo lo dice porque ha bebido.

—No te rías de mí —suplica Bella.

Edward intenta tranquilizarla. Le asegura que no se ríe en absoluto de ella.

—Para el coche —pide con toda calma—. Creo que voy a vomitar otra vez.

Él obedece, los faros iluminan la carretera. Las casas duermen apaciblemente. Ella se baja y, en vez de devolver, echa a correr campo a través en medio de la oscuridad. Edward suelta una imprecación entre dientes, se baja del coche y sale corriendo tras ella, gritándole que pare. Va descalza, y le da alcance con facilidad. Asustada como un animal, Bella intenta huir, retorciéndose y volviéndose contra él con sus pequeños puños. Él le agarra las muñecas. Bella, sin aliento, solloza y dice que es una idiota, le pide que se vaya. Él intenta aplacarla, le dice que se tranquilice, que es una chica estupenda, preciosa. Ella lo abraza con fuerza, aún sollozando. Edward le acaricia el cabello. Bella alza la cabeza y él la mira.

Levanta la cara, los labios en los de él, su lengua en la boca de él.

—Hazme el amor —suplica, llevándose la mano de Edward al pecho. Nota que el miembro de Edward se endurece en el acto—. Te quiero. Te necesito. Aquí. Ahora.

Sin embargo, él no lo hace.

—No puedo —responde—. Estoy casado. Quiero a mi mujer. No hagas esto.

—Pero ¿y yo? —pregunta ella—. ¿Me quieres?

—Eres una chica preciosa —le asegura—. No deberías hacer esto. Estoy casado.

—No lo puedo evitar —se justifica ella—. Te necesito. Por favor.

—Bella, por favor. No hagas que esto sea más difícil de lo que ya es. Deberíamos irnos. Ven conmigo, por favor. —Le tiende la mano, pero ella la rechaza, echa a andar hacia el coche.

El trayecto discurre en silencio. No hay nada que decir. Edward se baja del coche para abrirle la puerta, pero ella ya ha salido y va hacia mi casa, la llave está debajo del felpudo. Bella no dice nada.

—¿Estarás bien? —se interesa Edward.

Ya en la puerta, ella se para y lo mira antes de entrar.

El lacre de una carta secreta se ha roto. Ya no hay manera de recomponerlo.

Cuando Edward vuelve a la playa, todo el mundo pregunta por Bella. Él se ríe y contesta que menos mal que no tendrá que verla toda resacosa por la mañana.

 

Se marchan al día siguiente. Es hora de darse los últimos baños y terminar de hacer el equipaje. Por la mañana veo una nota de Bella en la cocina. Ha vuelto en tren, nos da las gracias por todo. El jersey de Edward está en la encimera, doblado cuidadosamente.

Nuestras vidas ya no volverán a ser las mismas.

Capítulo 7: CAPÍTULO 6 Capítulo 9: otoño CAPÍTULO 1

 
14442748 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios