INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54535
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 33: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO  8

 

Encuentran los restos del avión siniestrado esa misma tarde. En el agua sólo se ve el tren de aterrizaje, hecho trizas. El cielo está despejado, sopla viento del suroeste. Casi no hay turbulencias. La torre recibió una llamada de socorro de Edward en torno a las dos de la tarde, informando de que perdía altitud y solicitaba permiso para aterrizar. Después se oyó un ruido de estática que el controlador aéreo no logró descifrar y se hizo el silencio.

Un testigo ocular que estaba pescando en la orilla afirma que vio que se aproximaba un monomotor volando bajo, intentando amerizar. Al entrar en contacto con la superficie, dio varias vueltas de campana y estalló. Los buzos encontraron primero el cuerpo de un niño. Decapitado. El agua estaba fría, la corriente era fuerte y la visibilidad limitada. Los buzos sólo pueden sumergirse durante quince minutos seguidos. No encuentran el cuerpo de Edward hasta la mañana siguiente.

Me entero del accidente como casi todo el mundo: lo leo en internet. Es sábado, y estoy pasando una tarde tranquila en mi casa de Nueva York. «Un escritor y su hijo perecen en un accidente aéreo», reza uno de los titulares. No sabía que Edward y Johnny habían salido a volar ese día. Pincho el titular distraídamente y, con creciente horror, leo el artículo, aturdido y sin dar crédito hasta que el teléfono empieza a sonar. Amigos, conocidos quieren saber si es cierto. Yo no lo sé, pero me temo lo peor.

Luego recibo una llamada oficial del jefe de la policía local, un hombre al que conozco desde hace muchos años. Su padre era nuestro carnicero, y lo recuerdo trabajando en la tienda cuando era adolescente, unos años más pequeño que yo, el delantal manchado de sangre seca. Las manos gruesas, el pelo rubio y corto. Mi nombre figuraba como contacto en caso de emergencia.

—Señor Gervais, lamento decirle esto...

Es todo cuanto necesito oír. Alice sigue fuera, vuelve al día siguiente. Tengo que comunicárselo. Llamo a información para que me den el número de su hotel, que finalmente encuentro en internet. Nadie lo coge. Llamo al consulado mexicano en Manhattan, pero un contestador me informa de que vuelva a llamar el lunes por la mañana. Ni siquiera sé en qué vuelo viene. Después llamo a casa del hombre que se halla al frente del despacho de nuestro bufete en México D. F. y le cuento lo sucedido. Le digo que Alice se aloja en un hotel de Yucatán y, tras mucho refunfuñar, lo organiza todo para que la policía la localice y la ponga al corriente de lo ocurrido.

Es la única forma. No me puedo arriesgar a que llegue al aeropuerto y se entere en un quiosco. Sería demasiado cruel.

Esa noche, tarde, Alice llama desde México. Yo esperaba esa llamada, la temía. Cojo el teléfono a la primera, antes incluso. Alice está histérica.

—¿Qué demonios está pasando, Jasper? ¿Es una especie de broma retorcida? Me acaban de despertar dos policías mexicanos y me han pedido que te llame.

Le cuento lo sucedido. El grito que sale del otro extremo de la línea no es de este mundo. Una mezcla de ira y dolor que no he oído en mi vida.

—Lo siento —repito—. Lo siento mucho.

No hay nada más que pueda decir, así que permanezco a la escucha, oyéndola sollozar, deseando poder estar con ella para consolarla. Al cabo de un cuarto de hora, le pregunto a qué hora llega su vuelo. Se lo tengo que preguntar varias veces, ya que cada vez que intenta responder se echa a llorar de nuevo. Finalmente consigue balbucir la hora.

—No... cuelgues... —suplica, cogiendo aire, pugnando por controlarse.

—No colgaré, no te preocupes.

Seguimos otra hora al teléfono, hablando de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo en silencio o con Alice llorando.

Por la mañana tiene que volar temprano a México D. F., y desde allí al JFK. No llegará hasta por la tarde. Cuando llega, la estoy esperando. Viene en silla de ruedas. A pesar del bronceado está pálida, con las mejillas hundidas. Me acerco a ella, pero ni siquiera estoy seguro de si me reconoce. Sus párpados se mueven. La acompañan una representante de la línea área y un mozo, que se ocupa de su equipaje.

Asiento cuando la chica, guapa, de pelo oscuro, pregunta:

—¿Ha venido a buscar a la señora Cullen? Le han administrado un sedante. Ha venido dormida todo el viaje. ¿Ha venido en coche?

Esta vez no hay limusina. Llevo a Alice a mi casa, la acuesto en mi cama y la dejo dormir.

Durante unos días la noticia aparece en todos los periódicos. Todos utilizan la misma fotografía de Edward, la de la contracubierta de su libro. Un diario sensacionalista incluso ha encontrado una foto del colegio de Johnny. Está con otros niños, con chaqueta y corbata. Han rodeado su rostro con un círculo. Otro publica un gráfico de lo que le pasa a un avión cuando se estrella contra el agua. No puedo mirarlo.

Se especula sobre la causa del accidente. ¿Un error del piloto? ¿Un fallo técnico? ¿Sufrió un derrame cerebral Edward? ¿Iba Johnny a los mandos, intentando aterrizar bajo la supervisión de su padre? ¿Estrelló el avión a propósito un Edward deprimido? La Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil traslada los restos del avión a la base aérea de Westhampton Beach para determinar lo ocurrido. A ambos cuerpos se les practica la autopsia.

Alice quiere incinerarlos. Ahora se encuentra un poco mejor, pero sigue dando vueltas por mi piso como sonámbula. Soy yo quien se ocupa de los preparativos. Hablo con la funeraria de Pantigo Road, relleno los formularios. El New York Times llama para preguntar por la necrológica, al igual que el East Hampton Star y el Southampton Press. Tengo mucho que hacer, y no me gusta dejar sola a Alice. Me preocupa seriamente que se acerque a una ventana y se tire. Vuelvo a casa y me la encuentro sentada delante del desayuno, la vista clavada en una taza de café frío, fumando, toqueteando la medalla de san Cristóbal de Edward. El único indicador del paso del tiempo es el montón de colillas.

Nos vamos a mi casa de la playa, que es donde se celebrará la recepción. Alice me dijo que no puede volver a su casa. La instalo en la Estancia Victoriana, y en lugar de irme a mi cuarto, me quedo en el de al lado, en la habitación monacal de mi bisabuelo. En todos los años que hace que la conozco nunca ha pasado la noche en mi casa. Preparo la cena, pero ella no tiene apetito. Apenas ha comido nada desde hace días. Parece que vive a base de vodka y nicotina. Insisto en que coma algo, le digo que no tiene sentido morir de hambre. Le corto la carne como si fuera una niña pequeña, incluso se la pincho con el tenedor. Ella se limita a mirarme.

Por la mañana llega el servicio de catering. No sé cuánta gente va a venir a mi casa. Cuento con Rose y Emmett, el agente de Edward, su editor, otros amigos. El hermano de Alice, Johnny, llega desde Oregón, donde trabaja de consejero en adicciones y da clases de yoga. Ésas eran las personas a las que sabía que tenía que invitar. Era consciente de que Alice no querría que fueran demasiadas. Sólo la familia y los amigos más cercanos. A algunos no los veía desde hacía años, pero supongo que se habían mantenido en contacto con Edward y Alice.

Poco antes de las once cojo el coche y vamos a la iglesia, Saint Luke, donde también se celebró el funeral de mi padre. Yo sigo yendo a misa con regularidad, ya sea ahí o a Saint James, en la ciudad, pero sé que Edward y Alice sólo lo hacían en Navidad y Semana Santa. Oficia una mujer, lleva ya unos años. Me saluda afectuosamente y con una sensibilidad exquisita, y me deja pasar, ya que llevo agarrada a una sedada Alice. Tuve que ayudarla a vestirse.

Ya han llegado algunas personas, pero no me detengo, acompaño a Alice hasta la parte de delante. En el altar hay muchas flores, además de sendas fotografías de gran tamaño de Edward y Johnny. Noto que se me parte el corazón, no me imagino cómo se sentirá Alice, si es que es consciente de algo, y la abrazo con fuerza. Se le acercan algunas personas, pero intento ahuyentar educadamente a la mayoría.

Echo un vistazo y veo al padre de Edward, sentado solo en un banco de al lado. Ahora viudo y jubilado, ha venido desde Hampshire, donde vive. Me llama la atención una vez más el parecido físico. Es como ver a Edward dentro de treinta años. El padre mira con fijeza las fotografías de su hijo y su nieto, todo su legado aniquilado en un instante. Me habría gustado ir a saludarlo, pero no quería dejar sola a Alice.

Llegan Emmett y Rose. Rose se sitúa junto a Alice, sin decir nada, el mentón alto, le coge la mano. Emmett parece que ha empequeñecido. Entran algunos más, pero mantengo mi atención en Alice. Comienza la misa, las familiares palabras: «Yo soy la resurrección y la vida.» No hay discursos ni palabras en memoria de los fallecidos. Alice no lo habría podido soportar. Todo termina de prisa.

Llevo a Alice hasta el coche, que está aparcado delante de la iglesia. No me fijo mucho en la gente al salir, pero sí veo de refilón algunos rostros conocidos. Hay más gente de lo que esperaba. Los funerales siempre atraen a los curiosos, sobre todo si el fallecido es una especie de celebridad. Sin embargo, sólo nos siguen unos diez coches.

He cogido botas para Alice y para mí, y le ayudo a ponerse las suyas. Avanzamos despacio por el barro hacia la laguna, los demás detrás. Emmett coge una de las canoas y la baja hasta el embarcadero. Echo a andar tras él con Alice. Emmett y yo la ayudamos a subirse, se sienta de cara a popa. A continuación me acomodo yo, en la popa, como siempre. Rose me da la urna. Nadie dice nada.

Los otros asistentes se han reunido en el embarcadero, todos ellos vestidos de negro. Guardan silencio. Sólo se oye mi pala, mi respiración y el corazón rugiéndome en el pecho. El cielo está encapotado, lechoso; el agua, oscura, en calma, opaca. Algunas gaviotas nos sobrevuelan en círculos. La mayoría de las casas de la laguna todavía permanecen cerradas, las cierran durante el invierno, los árboles parecen envueltos en arpillera, el mobiliario de jardín está recogido, las piscinas tapadas con lonas que se cubren de hojas marrones.

Remo hasta el centro de la laguna y abro la urna. Sólo hay una. Ella los quería juntos. Alice la coge con cuidado, mete los dedos, saca un puñado de cenizas y las lanza al agua. Empieza a sollozar. O, mejor dicho, sigue sollozando, porque lo cierto es que lleva días así. Mete la mano una y otra vez, y esparce las cenizas hasta que no queda nada. Me mira y entiendo que ha llegado la hora de dar media vuelta. Tiene los ojos rojos e hinchados, sus lágrimas son reflejo de las que me corren a mí por las mejillas.

Volvemos al embarcadero, y Emmett y Rose nos ayudan a bajar. Llevo a casa a Alice. «No puedo», musita. Le digo que lo entiendo. La acompaño a su habitación, donde se desploma en la cama. La tapo con el edredón y apago la luz. «Por favor, diles que siento mucho no poder bajar. Es que no puedo ver a nadie.»

Abajo el ambiente es lúgubre. Todos se han congregado en la Sala Verde. Hacía muchos años que no había tanta gente aquí. Un camarero de americana blanca prepara copas; otro camarero va pasando aperitivos. Saludo a algunas personas. El agente de Edward y, Reuben, se acerca a mí y me pone la mano en el brazo.

—¿Qué tal está?

—Ha sido un golpe tremendo —contesto.

—Ha sido un golpe tremendo para todos. No me puedo creer que Edward haya muerto. O Johnny. Es una tragedia.

Me muevo entre la gente, sin dejar de pensar en la mujer afligida que duerme arriba. Procuro ser un buen anfitrión, les cuento lo que sé, empatizo con ellos, asiento. Busco al padre de Edward y lo encuentro en el jardín, contemplando el agua.

—¿Le apetece alguna cosa, señor Cullen?

Sobresaltado, el anciano me mira, se centra y menea la cabeza.

—No, gracias, Jasper —responde. Y después pregunta—: ¿Tú qué crees que pasó? Me refiero a ahí arriba. —Apunta al cielo con la barbilla.

—La verdad es que no lo sé. Todavía no tenemos el resultado de las autopsias, ni tampoco el de la comisión de investigación.

—Al carajo con eso. No os dirán nada.

—¿A qué se refiere?

—Incurrió en hamartia.

La palabra me suena, pero no recuerdo lo que significa.

¿Hamartia?

—De la Poética de Aristóteles. El error fatal. Sé lo que hizo mi hijo. Sé que pecó. Me contó lo de Alice y esa otra chica. Siempre es lo mismo: cuando el héroe comete alguna estupidez o algún error, las Parcas no se lo perdonan. Y sí, en muchos sentidos mi hijo era un héroe. Siempre lo fue. Pero ser un héroe no impide que uno cometa terribles errores. O que sufra las consecuencias.

Escucho en silencio. Fue profesor de inglés. Así es como pensaba. Si hubiera sido ingeniero, habría dado una explicación distinta. No cabía duda de que había forjado esa teoría, basada en toda una vida impartiendo clases, durante su largo y solitario viaje en coche desde New Hampshire. En Hamlet no había fallos técnicos, ni errores del piloto en Edipo. El mundo del padre de Edward se regía por ciertas leyes inviolables: causa y efecto. El error trágico sólo podía acarrear más tragedia. Es lo único que tenía sentido a su juicio.

—Era piloto en los marines —añade—. Podía pilotar cualquier cosa, fueran cuales fuesen las circunstancias. Los aviones no se caen del cielo sin más.

Lo miro. Es evidente que siente dolor, intenta desesperadamente racionalizar lo irracional.

—Ojalá lo supiera —le digo al cabo de unos instantes—. Si me perdona, debo atender a los demás.

Lo dejo allí, mirando al agua. Puede que ni siquiera se haya dado cuenta de que me he ido.

Todos necesitamos dotar de sentido nuestra pérdida como mejor podamos. No quería ser grosero, pero no volví a verlo antes de que se marchara. Después de nuestra conversación puede que se fuera directo al coche. A las dos de la tarde ya no queda nadie, y los del catering empiezan a recoger. Me pasé al pedir. En la nevera tengo recipientes de plástico con varias docenas de huevos duros. Una lasaña entera en una bandeja de aluminio. Medio jamón. Litros de whisky, vodka, vino blanco. Pan. Limones. Agua de seltz. Podría sobrevivir semanas. Emmett y Rose son los últimos en irse.

—Llámame si quieres que te eche una mano con Alice, ¿vale? —se ofrece Rose.

Le digo que espero que vengan pronto.

—Gracias, Jasper —dice Emmett—. Hace tiempo que quería decírtelo: no hace mucho nos compramos una casa en Bridgehampton, cerca del mar.

La noticia es una sorpresa.

—Enhorabuena.

—Fue hace alrededor de un mes. Edward lo sabía, pero no tuve ocasión de mencionártelo. Le dije que ya iba siendo hora de que dejáramos de gorronear —añade con una triste sonrisa.

Veo que está a punto de echarse a llorar.

—No seas tonto. Os echaré de menos, pero me alegro mucho por vosotros —afirmo. Aunque en realidad no me alegro: es una pérdida más. La vida que teníamos se ha deshecho, y ya no hay forma de recomponerla.

 

 

Capítulo 32: CAPÍTULO 7 Capítulo 34: CAPÍTULO 9

 
14443116 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios