INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54515
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 15: CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 7

 

 

Los veo en la habitación de su hotel. Edward y Bella. No estoy allí, pero me lo imagino. Las pesadas cortinas están echadas. La habitación es de tonos morados en la oscuridad, pero los objetos se distinguen. Los techos, ornamentados, son altos, de unos seis metros. Reinas y estrellas de cine han dormido allí. Es media tarde, el tiempo gris. Los coches dan vueltas por la place. Mensajeros en moto pasan a toda velocidad. Hay taxis parados, esperando pasajeros. Collares de diamantes resplandecen tras cristales a prueba de balas, en vitrinas que recorren el pasillo, y banqueros bien alimentados vuelven de comer.

Están en la cama, follando. Urgente, desesperadamente, como hambrientos en un banquete. Ella aún lleva puestos los zapatos, la blusa. Las maletas siguen donde las dejó el chasseur. La botella de champán, cortesía de la casa, está intacta en su sudorosa cubitera. Los únicos sonidos son primitivos: carne contra carne, gruñidos de esfuerzo, gemidos de placer. Dos mitades de un todo unidas. Un amuleto, la llave de un reino. No hay nada más en el mundo.

Después ella le dice que ha sido el mejor polvo de su vida. Lo abraza, las manos frías alrededor de su carne blanda.

—Sí —sonríe él, exhausto—. Madre mía, sí.

La deja dormir, cansada por el largo vuelo y el cambio horario. Para él la hora es la misma. Se viste y se va, cerrando la puerta sin hacer ruido al salir. En lugar de usar el ascensor, baja por la escalera enmoquetada. Saluda con la cabeza a los recepcionistas y al conserje, que sonríen cortésmente. No lo conocen. Hace años que no va allí. Todavía tiene que causar una impresión. Se percatan de su abrigo, de los zapatos. ¿Dará buenas propinas? Lo conocerán por su nombre, se beneficiará de sus conocimientos, de su red de contactos, las puertas se le abrirán. Si da malas propinas, monsieur descubrirá que es imposible reservar mesa, que por desgracia no hay manera de conseguir entradas. Es una relación sencilla, la más sencilla.

Para Edward el anonimato es una sensación que lleva como si fuese un velo protector. Ya en la calle, baja por la rue de Castiglione hasta la rue de Rivoli, por los soportales, dejando atrás los cafés y las tiendas para turistas. Al fondo los árboles del Palacio de las Tullerías están desnudos; la hierba, marrón; los bancos, desiertos. Cruza con cuidado la Place de la Concorde, en dirección al Sena. Éste no es el verdadero París, el París de los estudiantes, de los argelinos flacos, de las ancianas que dan de comer a los gatos callejeros. De las tiendas baratas, los sindicatos y las calles cuyos nombres conmemoran victorias olvidadas hace tiempo. La Francia de los trabajadores, de los almuerzos en casa, de los mercados y los zapatos malos. Éste es el París de los visitantes, de los ricos, de los diplomáticos, y de los que satisfacen sus necesidades, de todos ellos. Es una fachada, pero una fachada muy agradable.

Hace años conoció a un comte homosexual que vivía cerca. En una casa fabulosa, en el grand étage, decorada como un club nocturno egipcio. Edward y Alice estuvieron bebiendo con él toda la noche y fueron a todas partes: Ledoyen, Castel’s, Le Baron, y por último, cuando los pájaros empezaron a cantar, volvieron a casa del conde a tomar la última copa. Para entonces ya había amanecido. El comte, de mediana edad y rechoncho, le dijo a Alice que Edward tenía suerte de que su mujer estuviese allí. Edward, más joven y fuerte que el conde, sonrió tan tranquilo, divertido con la decadencia proustiana de todo aquello.

Esta noche llovizna, pequeñas gotas de agua le mojan el cabello. No lleva sombrero ni paraguas, pero no le importa. Le gusta caminar. Nueva York, Londres, Roma, París. Da lo mismo. Por eso no le gustan Los Ángeles ni la mayoría de las ciudades norteamericanas: no hay suficientes aceras.

Camina por el río y sube a la Place des Vosges, la más antigua de París, antes de dar la vuelta. Se descubre en la rue Saint-Honoré. Pasa por las tiendas conocidas: Hermès, Longchamp, Gucci, cuyos artículos elegantes hablan de la buena vida, de escapadas de esquí, islas mediterráneas, hombres morenos adinerados, mujeres aristócratas. Se para delante de una de las mejores y, obedeciendo un impulso, entra, sin saber lo que busca. Las vendeuses altas, elegantes lo miran. No está acostumbrado a entrar en esa clase de tiendas. A diferencia de muchos maridos, a él no lo han llevado a rastras de compras, no lo han hecho esperar de brazos cruzados ante un probador, ver el complicado baile entre cliente y dependiente.

Tímidamente echa un vistazo a los percheros, mirando los precios, intentando no poner cara de pasmo. Le llama la atención un vestido de cóctel negro. Vale miles de dólares. Alice no se ha comprado nada tan caro en su vida. Sin embargo, el precio no importa. Necesita, quiere comprarle algo a Bella. Tiene la generosidad del inicio del amor.

Llama a una de las dependientas, que, menos indiferente ahora que ve lo que Edward está mirando, se acerca. Edward pugna por recordar el francés que sabe y no confundirlo con su italiano, más básico incluso. A diferencia de Alice, los idiomas nunca se le han dado bien.

Je veux acheter cette robe.

Mais oui, monsieur. Savez-vous la taille? —La dependienta dibuja en el aire el cuerpo de una mujer con las manos.

Él la mira con cara inexpresiva. Se da cuenta de que no sabe cuál es la talla de Bella.

—No lo sé —responde, sintiéndose estúpido.

La mujer se lleva las manos a las caderas.

—¿Cómo yo? —pregunta en inglés—. Comme ça?

Él ha olvidado la palabra.

—No. Más bajita. Petite?

Ah, pas de problème —asegura la mujer. Busca el mismo vestido en una talla menos.

—Si no le queda bien, ¿puedo cambiarlo?

Oui, monsieur. Naturalmente.

Casi ha oscurecido. Vuelve al hotel moviendo la bolsa, el vestido en su caja, protegido por capas de papel de seda. Ése no es él, es otra persona. Alguien que duerme en hoteles caros, que entra en tiendas elegantes, que queda con una mujer que no es su esposa. Es un papel que está desempeñando, un sueño. Nada es real. Si alguien lo pellizcara, despertaría. Pero no quiere despertar.

Sube a la habitación, que está igual de oscura que cuando se fue. Desnuda bajo las sábanas, Bella se está despertando. El cuerpo caliente, el cabello alborotado, el aliento acre.

Sonríe, los ojos entrecerrados.

—¿Ha sido agradable el paseo? —pregunta medio dormida, reprimiendo un bostezo.

—Pues sí. Me encanta andar por París. Aunque ha sido el paseo más caro que he dado en esta ciudad. —Le enseña la bolsa con una sonrisa—. Te he traído un regalo.

A Bella se le ilumina el rostro. Se sienta en la cama.

—¡No! No me lo puedo creer, me encanta esa tienda.

Coge la bolsa y abre la caja. La sábana se cae, dejando al descubierto los pechos, los pezones delicados, rosáceos. Él piensa en lo que aún tapa la sábana.

Sosteniendo en alto el vestido, ella exclama:

—¡Es precioso! No me puedo creer que hayas hecho esto, Edward. —Sale de la cama y lo abraza—. Es lo más bonito que me han regalado en mi vida —afirma, y lo besa—. Muchísimas gracias.

—Pruébatelo, a ver si te queda bien. No sabía qué talla tenías. La dependienta me dijo que podía devolverlo si queremos.

—Ahora mismo vuelvo. —Va corriendo al cuarto de baño. La luz se enciende. La pesada puerta se cierra. Él se sienta en la cama, esperando su respuesta—. ¡Es perfecto! —grita desde dentro.

—Enséñamelo.

—No. Quiero que sea una sorpresa.

Sale del cuarto de baño, provocativamente desnuda. Va hacia él, se inclina, los pechos colgando ante su cara como dos peras maduras, sus labios rozando su mejilla.

—Te voy a demostrar cuánto me gusta el regalo.

Esa noche se pone el vestido para cenar. Cabello negro, vestido negro, piel blanca. Es toda juventud, toda vitalidad, toda sexualidad. Es la mujer más guapa del salón. Otros comensales alzan la vista de sus platos y la miran al verla entrar. Es como si no llevara ropa. Seguirla resulta vertiginoso. El maître los acompaña con orgullo.

Edward está maravillado con la transformación: de la joven natural del verano a esa mujer vestida a la última. ¿Cómo habría sido su vida si no lo hubiese conocido en la playa? ¿Si no hubiese ido a esa fatídica fiesta?

—No me puedo creer que estemos en París —asegura, entusiasmada.

Esa noche cenan en el hotel, el restaurante tiene dos estrellas. Un templo de la Belle Époque consagrado al gastrónomo Escoffier. Al día siguiente saldrán a cenar fuera.

Hacen planes. Ésa es una ciudad que Bella conoce de su infancia, una parte de ella siempre la asocia a domingos deprimentes y habitaciones mal ventiladas. Él quiere enseñarle la otra cara.

El camarero les da la carta. Piden unos cócteles de aperitivo. El francés de Bella es impecable. El camarero procura no poner cara de sorpresa: creía que era norteamericana.

—No sabía que lo hablabas tan bien —alaba Edward—. Mi francés se reduce básicamente a lo que puedo pedir de comer o beber.

—Ha pasado mucho tiempo —contesta ella—. He estado practicando para el viaje, pero todavía me siento un poco oxidada. Aunque se me han olvidado muchas cosas. Mi madre siempre decía que tenía buen acento, y dicen que eso nunca se pierde. —Hace una pausa—. Tuve pasaporte francés durante años. Tenía la doble nacionalidad antes de que me obligaran a decidir. Todavía lo conservo; en un cajón de casa. La foto es de cuando tenía doce o trece años. Lo guardo porque me recuerda que, después de todo, soy medio francesa.

—¿Alguna vez has querido pasar más tiempo aquí? Me refiero a vivir.

—Cuando era pequeña, no. Venir aquí era horrible. Supongo que tenía suerte. Cuando la mayoría de los niños de mi edad iba a Disneylandia, yo iba a París, pero era un París sin alegrías ni diversiones, ni belleza ni arte, ni ninguna de las cosas por las que la gente visita esta ciudad. Mis abuelos ni siquiera tenían televisor. Mi hermano y yo nos pasábamos las horas muertas sentados en un sofá duro mientras mi madre hablaba con ellos, tomando té con pastas. Era un suplicio. Yo veía el cielo y suponía que los otros niños, los niños que de verdad eran franceses, estaban jugando en el parque o yendo al zoo. Cuando mis abuelos murieron, me sentí aliviada. Suena fatal, pero es así.

—Al menos viste la verdadera Francia. Yo he estado en Francia, uf, no sé, más de veinte veces, en unas ocasiones más días y en otras menos, unas pasando por París y otras no, pero nunca he visto lo que tú viste. Yo sólo he visto la versión de Hollywood, la versión que Francia quiere que veamos, tú has vivido detrás del telón.

—Supongo, pero esto me gusta más. La comida no es tan buena detrás del telón.

Se echa a reír, la cara se le ilumina. Tiene los dientes blancos. Él le ve el rosa de las encías.

Pide crema de langosta con pistachos y lenguado trufado. Él pide lo mismo.

Edward llama al sumiller. Se deciden por un Montrachet.

—Estoy muerta de hambre —dice ella.

—Y si comemos demasiado, no importa: hay un spa precioso con piscina. Pamela Harriman murió cuando hacía largos en la piscina.

—¿Quién?

—Una famosa cortesana —cuenta él. Y añade—: A decir verdad era la embajadora norteamericana en Francia. Se casó con un montón de ricachones y tuvo aventuras con más.

Después de cenar enfilan un largo pasillo que conduce a la parte trasera del hotel. Es entre semana, y hay una recepción que está a punto de terminar. Hombres de negocios intercambian tarjetas. Se dirigen hacia el pequeño bar, bajando unos escalones. El olor a puros caros perfuma el aire.

—Es mi bar preferido en todo el mundo —le revela él. Iría aunque no pudiera permitirse alojarse en el hotel.

Entran. A Bella la sorprende lo pequeño que es. Ya está abarrotado. El humo se eleva en el aire. Todas las mesas están ocupadas, pero hay dos asientos en la estrecha barra. George, el camarero, prepara combinados.

—Señor Cullen —lo saluda George en inglés con acento británico—. Me alegro de volver a verlo, señor.

Es ligeramente más alto que la media y se está quedando calvo, luce una americana blanca, sus movimientos son precisos. Edward ya le ha enviado una nota advirtiendo que no iría con Alice.

Los dos hombres se dan la mano.

—Me alegro de volver a verte, George. Ésta es Bella.

—Bienvenida —la saluda él—. Creo que acaban de cenar. ¿Les puedo sugerir un digestivo?

Edward mira a Bella.

—Te ofrezca lo que te ofrezca, di que sí. Es a la coctelera lo que Picasso al pincel.

—Muy bien, George. En ese caso me gustaría tomar un digestivo.

—Estupendo. Y ¿le importaría decirme si le gusta el armañac?

Ella asiente. Tras la barra el camarero blande las herramientas de su oficio, las manos eligen, pican, hacen girar, sirven hábilmente. Como última pincelada, el pétalo de una flor.

Voilà.

Bella bebe un sorbo.

—Delicioso —asegura.

Satisfecho, George se permite esbozar una sonrisa.

—Pensé que le gustaría.

—¿Qué es? —se interesa Edward.

—Se llama Hôtel de France: dos partes de armañac, una de crème de cassis, siete de champán muy frío. Un toque de licor de pera. El licor lo hago yo mismo. ¿Y para usted, señor Cullen?

—Sorpréndeme.

Una vez más las manos vuelan sobre la barra. Es como intentar ver cómo hace trampas en las cartas un jugador profesional.

—Y voilà otra vez.

—Excelente —aprueba Edward—. ¿Qué es?

—Una variante del clásico Francés 75. Antes de cenar utilizo ginebra londinense; después de cenar es mejor coñac. Además de, naturalmente, azúcar, limón y champán.

—Magnífico.

—Ha sido un placer. Si me disculpan...

Otro cliente reclama su atención. George le empieza a hablar en español. Se acercan otros, responde en francés. Es como un financiero brillante o alguien que tiene los pronósticos más fiables en las carreras: todo el mundo lo solicita.

—Qué hombre tan fascinante —comenta Bella—. Nunca he conocido a un camarero con tanto amor por su trabajo.

—Tienes razón. Para él esto es la montaña sagrada. Siempre ha de haber alguien que sea el mejor en lo que sea: el mejor abogado, el mejor zapatero, el mejor panadero. Él es el mejor camarero. Ha consagrado su vida a ello. ¿Sabes que cada mañana, cuando se despierta, lee periódicos en cinco idiomas sólo para poder charlar con sus clientes de cualquier cosa que les pueda interesar?

—¿Sabe chino?

—Todavía no.

—Pues debería.

—Tal vez, pero los chinos no vienen aquí aún. Por lo menos no muchos.

Ella bebe a sorbos.

—Espera y verás.

Como sucede la mayoría de las noches, George propicia las presentaciones. Conocen a una pareja de Madrid, después a unos alemanes y, por último, a dos chicas norteamericanas cuyos padres les han pagado el viaje. Bella habla con ellas; Edward se está fumando un habano, un grueso corona.

—¿Te lo estás pasando bien? —pregunta cuando ella se vuelve hacia él.

Bella le aprieta la mano.

—Sí —contesta—. ¿Y tú? ¿Te alegras de estar aquí? ¿Conmigo?

—No me gustaría estar en ningún otro lugar del mundo. Ni con nadie más. ¿Te he dicho lo guapa que estás?

—No lo bastante.

—Estás preciosa.

—Gracias. Por esto, por todo esto.

Más tarde, en la habitación, Edward se sitúa tras ella, la mira mientras se cepilla los dientes, el agua que sale del grifo se asemeja a un cisne dorado. Es muy concienzuda. Mientras se los lava él, ella usa la taza del baño, dejando la puerta abierta. Edward le ve las rodillas blancas. Oye el sonido que hace el rollo de papel al desenrollarse. Se siente abrumado por la falta de pudor, por colarse en la intimidad de Bella, que tiene las bragas en los tobillos, las rodillas juntas, los pechos al aire. Se queda en la puerta observándola, la mano de ella entre las piernas. Sorprendida, Bella levanta la cabeza y lo mira.

—Lo siento —se disculpa—. Quería mirarte.

—No importa.

—Es la primera vez que lo hago.

Bella tira de la cadena y se levanta, dejando las bragas en el suelo.

—Lo entiendo —responde, besándolo—. Todo en esta historia es nuevo.

Ella lo espera en la cama cuando entra. Edward ve que en el teléfono parpadea la luz roja de los mensajes. Hace caso omiso y se deja caer en sus brazos.

 

Capítulo 14: CAPÍTULO 6 Capítulo 16: CAPÍTULO 8

 
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