INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54527
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 16: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO  8

 

 Pasan el día como hacen los amantes. Por la mañana les llevan el desayuno a la habitación. Bella se esconde, riendo bajo la sábana, mientras Edward, por toda ropa un albornoz, firma la cuenta. El camarero adopta una actitud de francesa indiferencia: ya lo ha visto todo.

Hay café caliente, cruasanes, huevos revueltos, beicon crujiente. La mantelería está almidonada y es de un blanco inmaculado.

—Prueba este café —dice él al tiempo que le ofrece una taza con su plato—. Es el mejor del mundo.

—Dices eso de todo lo de este hotel. Madre mía, y tienes razón: está buenísimo.

—Normal, teniendo en cuenta los precios.

—Y estos huevos. Son increíbles. No creí que volviera a tener ganas de comer después de la cena de ayer, pero estoy muerta de hambre.

Después de desayunar salen. El cielo refleja el color gris de las piedras de la place. Delante de ellos, Mercedes aparcados junto a la entrada, chóferes con gafas de sol y traje oscuro esperan la llegada de pasajeros que hablan por el móvil.

Suben por la rue de la Paix y se dirigen a la Place de l’Opéra.

—¿Adónde vamos? —pregunta Bella, cogida del brazo de él. Lleva mitones y una bufanda de lana. «Nunca llevo sombrero», le ha dicho.

—Donde tú quieras.

—No me apetece meterme en un museo. Sé que debería, pero es como levantarse un domingo e ir a la iglesia. Es como un deber, no una diversión.

—Entiendo que eso también deja fuera las iglesias, ¿no? —inquiere Edward con una sonrisa.

—Ah, bueno, sí, supongo que sí. Me refiero a que he estado en Notre Dame, y es preciosa e impresionante, pero no tenemos mucho tiempo. Preferiría no pasar el poco que tenemos en una iglesia con olor a cerrado.

—¿Adónde te gustaría ir?

—¿Quieres decir aparte de al hotel, a la cama? —contesta ella, sonriéndole—. Me basta con pasear hasta que nos entre el hambre y después parar a comer en cualquier sitio. ¿Qué te parece?

—Me parece perfecto.

Van hacia el norte. Mentalmente sus pasos se dirigen más o menos hacia Montmartre, pero Edward está dispuesto a cambiar de dirección si se tercia.

Caminan en un silencio cómodo, de cuando en cuando señalan algo divertido o curioso. Todo resulta de lo más natural, van cogidos de la mano.

—Los coches son tan pequeños... —observa ella—. Es como si los condujera una raza de enanos.

A los pies de Montmartre cogen el funicular para subir a la cima de la colina. Una vez allí se acercan andando a la basílica del Sacré-Coeur, el punto más alto de París.

—No había venido nunca —dice ella. Permanecen allí contemplando la ciudad, el Sena retorciéndose como una serpiente plateada, perezosa, al sol.

—Hay quien cree que la torre Eiffel es el mejor sitio para ver París, pero yo sigo pensando que es éste —opina él—. ¿Sabías que la torre es más antigua que la basílica?

—¿En serio?

—Pues sí. La basílica no se terminó hasta después de la primera guerra mundial, mientras que la torre Eiffel fue inaugurada en 1889. Sin embargo, la gente lleva siglos viniendo aquí. Dicen que los druidas solían celebrar rituales en este lugar.

—No te muevas —pide ella, al tiempo que se saca del bolso una cámara. Tras él, París desciende bruscamente hacia el horizonte—. Sonríe —dice. Él obedece—. Ahora sácame una tú a mí.

Le piden a otro turista que les saque una de los dos. La he visto: son como tantos otros turistas en París. Me pregunto si es así como se sentían.

Hacen una parada para comer en un pequeño restaurante lleno de turistas holandeses, y después pasean por Montmartre hasta Pigalle, pasan por delante del Moulin Rouge, del Bateau-Lavoir, que ha dejado atrás sus días de gloria, cuando Lautrec, Picasso y Utrillo vivían en el barrio. Enfilan el bulevar de Clichy y ven una señal que anuncia el Museo del Erotismo.

—Me da que esto promete —comenta Bella.

—Creía que no querías meterte en un museo.

—Éste es distinto. Vamos.

—¿Estás segura?

—Nunca se sabe. Puede que aprendamos algo nuevo.

Edward paga y entran. Es evidente que el museo goza de popularidad entre los turistas. En las paredes hay imágenes pornográficas del mundo entero: tallas de la India, fotografías contemporáneas de mujeres desnudas vestidas de cuero, viñetas, falos de una longitud exagerada, una planta entera dedicada a los burdeles parisinos, las maisons closes del siglo XIX. Casi estallan en carcajadas al ver algunas de las imágenes.

Hacia la salida hay una tienda de regalos que vende libros, láminas y postales eróticas.

—Espera aquí —pide ella, y a los pocos minutos sale con una bolsa de papel marrón—. ¡Lo tengo!

—¿Qué?

—Mira. —Le da la bolsa. Dentro hay un ejemplar del Kamasutra en francés—. Dicen que hay sesenta y cuatro posturas distintas. Me muero de ganas de empezar.

 

De vuelta en el hotel están sentados el uno frente al otro en la cama. Ella traduce:

—«... los distintos tipos de unión sexual en función de las dimensiones, la intensidad del deseo o la pasión, el tiempo.» Dice que hay tres clases de hombres: el hombre liebre, el hombre toro y el hombre caballo.

—Qué halagador.

—¡Chist! Calla. Dependiendo del tamaño de su lingam.

—Te refieres al...

—Exacto. Y hay tres tipos de mujeres, según el tamaño de su yoni: cierva, yegua o elefanta.

—¿La elefanta? Dios mío.

—Para.

—¿Cómo es que no hay un hombre elefante? No me parece justo.

—¿Para quién?

—Para nadie. Para empezar, para la pobre elefanta, que se queda sin elefante que la satisfaga. Y para mí. Es decir, ¿quién dice que no soy un elefante? Siempre me he considerado un poco mastodonte.

—Y lo eres, cariño. Y ahora a callar. Aquí habla de tres uniones iguales, basándose en las correspondientes dimensiones. Mira, hay un dibujo. Dice que un hombre liebre y una mujer elefante es una unión desigual.

—Eso sí tiene sentido. Es como el chiste del elefante y la hormiga.

—¿Quieres que siga leyendo o no?

—Claro —responde él, acariciándole el blanco muslo—. Continúa.

—Dice que cuando el hombre sobrepasa a la mujer en cuestión de tamaño se da la unión más elevada.

—Bueno, y nosotros, ¿qué somos?

—Yo cierva y tú caballo.

—Preferiría ser elefante.

—Cierra el pico.

El pelo se le cae por la cara continuamente, y Bella no para de quitárselo con una mano. No es lo bastante largo para que le aguante detrás de la oreja.

De pronto, como una alarma, suena el teléfono de la mesilla de noche, grave y prolongado, haciendo añicos el silencio.

—Mierda —espeta Edward, y rueda hasta ponerse de costado con la velocidad propia de la mala conciencia—. ¡Cariño! —exclama demasiado alto—. Siento mucho no haber llamado. Esto ha sido una locura.

Se sienta en el borde de la cama, dándole a Bella la desnuda espalda. Los separa una estrecha extensión de sábana blanca, una barrera infranqueable.

—No, no —dice—. Sólo me estaba echando una siestecita. ¿Cómo estás? ¿Y Johnny? Cuéntamelo todo.

Bella está paralizada, en un principio demasiado aterrorizada para moverse. Apenas puede respirar. Casi es como si Alice estuviera al otro lado de la puerta. Sin embargo, él no vuelve la cabeza ni una sola vez para llevarse un dedo a los labios o pedirle silencio de alguna otra manera. Ni tan siquiera para mirarla. Es como si no existiera. Ya no están en la misma habitación, en la misma cama, en el mismo mundo. Ya no son amantes a punto de acostarse. O tal vez, como la mujer de Lot, Edward no quiera mirar atrás para no convertirse en una estatua de sal.

Bella le sigue mirando la espalda, sin saber qué hacer. Por un instante se plantea hacer algún ruido para provocar una reacción en él, aunque sea de horror. Sería muy fácil: una palabra, un sonido, un portazo. Se desvelaría todo. Así de fácil. Pero no lo hace.

En su lugar se queda escuchando sus intimidades domésticas, la espalda apoyada en la almohada, decidiendo si tirar de la sábana para taparse o no. Se mira los dedos de los pies, mira el reloj y el libro, ahora olvidado, que tanto prometía hacía tan sólo un momento.

—Vuelvo el viernes, sí —asegura—. Sí, sí. Yo también te quiero. Y te echo de menos. Dale un beso enorme de mi parte a Johnny. Ciao, bellissima. —Una pequeña gracia.

Cuelga el teléfono, pero permanece sentado inmóvil, de cara a la pared.

Bella no puede esperar más. Se ha traspasado una línea, se ha hecho pedazos un momento. No dice nada, sale de la cama de prisa y va al cuarto de baño, cierra la puerta. Sale poco después, vestida, con el pelo peinado precipitadamente. Para, se detiene como si fuera a decir algo, pero no dice nada. Tiene el corazón desbocado.

Finalmente él se vuelve.

—¿Qué haces?

—Necesito que me dé el aire. Vuelvo dentro de un rato —dice. Coge el abrigo y sale corriendo de la habitación. Las puertas, grandes y pesadas, están demasiado bien equilibradas para pegar portazos.

—Espera. ¡Ven! —exclama él, pero es demasiado tarde.

Bella no oye el resto, si es que dice algo más. ¿Irá tras ella? Se lo imagina poniéndose los pantalones de prisa y corriendo, buscando los calcetines. Aprieta el paso.

Atraviesa el vestíbulo del hotel y se ve en la calle, sumergiéndose en la vida de la calle. Hay algo familiar, reconfortante incluso, en los letreros de los escaparates, las palabras de los periódicos, los retazos de conversaciones de los transeúntes. No le resulta ajeno. Como una sirena, es capaz de vivir en el mar y en la tierra.

Chispea. Ya está oscureciendo. La lluvia se mezcla con sus lágrimas. Está furiosa con Edward. Furiosa porque ha cogido el teléfono cuando estaban a punto de hacer el amor, furiosa porque no le ha hecho el menor caso, furiosa porque ha hablado tan tranquilo y natural con Alice, furiosa consigo misma por traicionar a Alice y furiosa por la situación en la que se encuentra ahora.

Se abre camino entre el tráfico hasta las Tullerías. Los bancos están vacíos, la gravilla cruje bajo sus pies. El mundo se está yendo a casa. A lo lejos, sumido en la luz crepuscular, la elegante mole del Louvre, con las luces encendidas en la miríada de sus ventanas. «Soy una idiota —piensa—. Éste es un coche que va directo al precipicio. ¿Salto ahora o me quedo?»

Vuelve al cabo de una hora, el pelo empapado. El portero la saluda con una sonrisa.

Mademoiselle —la llama el recepcionista.

Oui?

Monsieur Cullen le dejó un mensaje por si llegaba antes que él.

Le da un sobre con el emblema del hotel impreso al dorso, y ella lo abre. La nota dice: «He salido a buscarte. Si vuelves antes que yo, espérame en la habitación, por favor. Lo siento. Un beso, Edward.»

Sube a la habitación. Al igual que la escena de un crimen, está exactamente como la dejó, las sábanas arrugadas, las almohadas deformadas. El Kamasutra en el mismo sitio en el que cayó.

Un cuarto de hora después llega Edward.

—Gracias a Dios —dice al tiempo que se acerca a ella y la abraza, los brazos y la cara mojados por la lluvia—. Estaba preocupado. ¿Por qué demonios hiciste eso?

—Lo siento. La llamada de Alice me descolocó.

—También me descolocó a mí —responde él entre risas, quitándose el abrigo.

Ella esboza una sonrisilla.

—Eso no lo pensé. Normal que te preocupara. Es sólo que estábamos en medio de un momento especial y de pronto tú desconectas y te pones a hablar con Alice, y fue como si te hubieras olvidado de mí por completo. No me he sentido más sola en toda mi vida.

—Lo comprendo. Pero Alice es mi mujer, y la quiero.

Ella baja la cabeza.

—Lo sé.

—Y resultaría de lo más extraño que me fuese de viaje y no hablara con ella. Lo suyo es que no sospeche nada, eso lo estropearía todo.

Ella asiente.

—Lo sé.

La besa, y ella le deja hacer. El enfado se le ha pasado, pero no el miedo.

—Tienes las manos heladas —observa Edward—. ¿Quieres que pida un té al servicio de habitaciones?

Ella le sonríe. Nunca lo ha deseado ni lo ha necesitado más.

—No, tengo una idea mejor —contesta, y tira de él hacia la cama—. Y esta vez no cojas el teléfono.

 

Esa tarde, alrededor de las ocho, van en taxi camino de Le Marais, dejando atrás las luces rutilantes y las calles privilegiadas del Premier Arrondissement. Es un barrio que no está de moda, con calles estrechas. Es el París de los hoteles baratos y los carteles medio despegados. El taxi se detiene delante de un restaurante anodino, la sencilla fachada revestida de madera oscura, el interior oculto por cortinas de cuadros rojos y blancos. En el escaparate las palabras: RESTAURANT À LA CARTE. FOIE GRAS À LA MODE DES LANDES.

—Que no te engañe la pinta del sitio —advierte él mientras le abre la puerta.

Entran. El comedor está iluminado, pero resulta sombrío. Sólo hay unas veinte mesas, todas están ocupadas. En un rincón Bella cree ver a una famosa estrella de cine. Mira de nuevo y ve que no se equivocaba.

Se sientan, y el camarero les lleva la carta.

—Es casi imposible reservar mesa aquí —cuenta Edward. Y pide champán.

—¿Qué sitio es éste? —musita ella.

—El mejor restaurante de París. Puede que del mundo.

—Venga ya.

—Sí.

—¿Por qué contigo todo es lo mejor?

Él bebe un sorbo de champán.

—Como dijo Oscar Wilde: «Soy de gustos sencillos: sólo me satisface lo mejor.» De verdad creo que es el mejor, igual que un montón de gente. Pero también hay otros tantos a los que les horroriza. Lo que sí te puedo decir es que no lo encontrarás en la Guía Michelin. Como ves, no gastan mucho en decoración, pero la comida es increíble.

—Y ¿qué hace que sea tan buena?

—El secreto es la grasa, si quieres que te diga la verdad. Y la materia prima.

—¿Qué quieres decir?

—De un tiempo a esta parte la mayoría de los restaurantes de París tiene en cuenta que a su clientela le preocupa engordar, pero este sitio no. Es de los que garantizan el ataque al corazón.

—Y ¿eso es bueno?

—Lo es cuando pruebas la comida. En Francia hay muchas cocinas distintas, unas basadas en el aceite, otras en la mantequilla. Aquí se apuesta por la grasa. En este sitio hacen el mejor pollo asado del mundo, que vamos a pedir, por cierto. La piel está cubierta de grasa caliente chisporroteante, y el pollo es un coucou de Rennes, que son los mejores del mundo. También tienen el mejor foie gras que he comido en mi vida. Llega directo de Aquitania. No sé si te has fijado, pero en el escaparate pone: FOIE-GRAS À LA MODE DES LANDES.

—Sí.

—Bueno, pues «des Landes» significa que procede de las Landas, de Aquitania. Y sí, es el mejor. Ni punto de comparación con los demás foie grasde París. Así que, como ves, el secreto es la materia prima.

—Así que vamos a pedir foie gras, ¿no?

—Ajá.

El camarero vuelve, y piden foie gras y pollo, además de patatas al horno. De la carta de vinos Edward escoge un Gevrey-Chambertin.

—Prepárate para el festín —anuncia—. Las patatas sobran, pero están tan ricas que no puedo dejar de pedirlas.

Beben champán. El foie-gras llega: tres tajadas rosáceas veteadas de grasa amarilla, rebanadas de baguette tostadas, mantequilla.

—Me voy a poner como una foca por tu culpa. —Bella unta generosamente el pan caliente con foie gras y mantequilla, que se derriten, se funden. Lanza un suspiro—. Probablemente sea la cosa más rica que he comido en mi vida.

—¿A que sí? —contesta él, sonriendo al ver el placer mutuo—. A Estados Unidos nunca llega un foie rico de verdad. Lo que nos mandan está lleno de conservantes. Lo bueno es esto.

Terminan el foie gras. Bella, voraz, coge el último trozo de pan y rebaña el plato.

—Deja algo de sitio —le aconseja él.

—Lo siento, no puedo evitarlo.

Sale el pollo, dorado y reluciente, la grasa escurriendo de la piel. Al lado, las patatas, capas de finas rodajas cocidas y fritas antes de ser horneadas en grasa de pato con ajo.

—Esto está de miedo —aprueba ella, probando un bocado.

—Lo sé, pero no podrías cenar aquí todas las noches.

—Ahora entiendo por qué la gente engorda: por necesidad. Una persona delgada no podría comerse todo esto aunque quisiera. Si estuviera gorda, me cabría más.

—Se me había olvidado lo grandes que son los pollos aquí.

—Ya. De éste podrían comer cuatro personas.

—No creo que me lo pueda terminar.

—Qué va, ni yo tampoco. Si tomo un bocado más, reviento.

—Le diré que nos lo ponga para llevar. Sé que se considera de mala educación, pero no lo puedo dejar aquí. Está demasiado bueno.

Salen del restaurante cogidos de la mano. En la calle hace frío, el viento levanta papeles por el aire. Los escaparates tienen las persianas echadas. Dejan atrás un café casi desierto. Pasan unos coches, una moto. No hay taxis. Caminan hacia el oeste, hacia su hotel. Al otro lado de ventanas con cortinas, televisores a todo volumen.

—Está demasiado lejos para ir andando —dice él—. Pero no te preocupes, ya pasará un taxi.

—No me importa. Necesito bajar la cena. Gracias, por cierto.

—¿Por qué?

—Por esto, por todo. Por los mejores días de mi vida y la mejor comida. Dios mío, ya me has pegado esa palabra.

Los adelantan otras parejas por la acera. Se acerca un taxi. Edward casi ni lo ve. Silba y grita, y el vehículo se detiene bruscamente. Se suben a él y le dan la dirección del hotel. Las luces de París brillan sólo para ellos. No hay otra realidad. Están allí, en ese momento. Amantes en París. Son como dioses viviendo en secreto entre los mortales. Sólo importan ellos dos. El mundo exterior no existe. Para ellos el mundo es esa Francia, ese París, esa habitación, esa cama.

Capítulo 15: CAPÍTULO 7 Capítulo 17: CAPÍTULO 9

 
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