INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54528
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 19: CAPÍTULO 2

 CAPÍTULO 2

 

La vida es una serie de recuerdos de sensaciones: un olor, un roce, una puesta de sol, tallas de ángeles en una catedral, la muerte de un progenitor. No podemos asimilar todo cuanto vemos, de manera que nos quedamos con lo que podemos, utilizando esos fragmentos para formar un todo. Surgen patrones, unas veces aleatorios, otras engañosos. En ocasiones revelan la verdad.

Por aquella época Alice me mandó un vídeo de Johnny y Edward patinando en una pista de hielo en Roma. Durante el invierno instalan una pista al aire libre a los pies del castillo de Sant’Angelo, mausoleo de emperadores. Edward y Johnny patinan con soltura por la pista, en el sentido de las agujas del reloj, libres como el viento. Cada vez que pasan por delante de Alice, se paran a saludar, sonriendo a la cámara. Tras ellos el cielo es blanco. De vez en cuando otras caras inundan la pantalla: niños agarrándose al borde, chicas jóvenes, rostros inocentes coronados por gorros de lana, palabras en italiano que salen de su boca al pasar. En el centro hay un muchacho presumiendo, dando vueltas y haciendo piruetas. Nieva ligeramente. Todo el mundo parece feliz.

Edward y Alice tardaron varias semanas en desligarse de Roma. Hubo que hacer preparativos, pero resultó más fácil de lo que pensaban. Accedieron a pagar a sus caseros el resto del alquiler, el comité de la beca fue comprensivo y lamentó que los Cullen tuvieran que irse, pero no los sancionó. Otras familias habían hecho otro tanto. Los artistas —se encogieron de hombros— han de estar allí donde mejor trabajen. A los inquilinos de Nueva York no les hizo gracia, pero una cláusula en el contrato daba a los Cullen la opción de rescindir el alquiler siempre que avisaran con un mes de antelación. Incluso el colegio al que iba Johnny en Estados Unidos se mostró dispuesto a colaborar y le permitió volver a pesar de lo avanzado del año. Si necesitaba ayuda adicional para ponerse a la altura de los demás niños, los Cullen tendrían que buscarle un profesor particular. Edward dejó de viajar.

Me sorprendió oír que volverían ese mismo mes. Me pareció raro, pero también sabía lo importante que era para ellos su hogar. Alice me escribió un correo para informarme de que estarían de vuelta en marzo. Me puse loco de contento, como es natural. Hasta les ofrecí que se quedaran conmigo en mi piso, que es pequeño (nunca me ha hecho falta más). Entonces fue cuando me contó que sus inquilinos se iban. No mencionó lo que le había dicho Nina Murray.

El descuido es la madre de la tragedia. Los cataclismos suelen tener su origen en cosas triviales: giramos a la izquierda cuando pretendíamos ir a la derecha, y el mundo cambia para siempre.

Ocurre a finales de febrero. Sólo es cuestión de días que dejen Roma. Alice ha salido corriendo a la macelleria que queda cerca del piso a comprar chuletas para la cena. Son casi las cinco, y la tienda está a punto de cerrar. Edward ha ido a dar uno de sus paseos, tardará horas en volver. Con las prisas, Alice le coge la tarjeta de crédito, que ha dejado en la consola de la entrada. Cuando intenta pagar con ella, el dependiente le dice que se la rechazan. Se disculpa por ello y prueba de nuevo, pero la respuesta es la misma. Abochornada, Alice sale de la tienda con las manos vacías, aunque el carnicero insiste en que puede pagar al día siguiente. Al fin y al cabo ha sido una buena clienta, y esas cosas pasan.

Pero no a ella. Cada tres meses los administradores de su banco le ingresan dinero en su cuenta. Y ella gestiona bien el dinero, nunca gasta en exceso, toma nota de lo que saca y siempre sabe exactamente lo que tiene. Durante años ella y Edward han vivido de sus ingresos, a los que venía a sumarse el sueldo de oficial de él en su momento. Cuando su libro fue un éxito, Edward pudo pagar más cosas de su bolsillo, pero siempre mantuvieron cuentas separadas. Él se mostró muy orgulloso de poder ser por fin independiente económicamente. Sin embargo, ella sabe que a él el dinero le quema. Es generoso, pero demasiado irresponsable. Ése es uno de los motivos por los que tenían cuentas distintas.

Alice vuelve a casa abrigando una sospecha angustiosa. En un cajón del despacho de él, apretujadas contra el fondo, encuentra cartas sin abrir de su banco. Abre la más reciente y se asusta al ver el saldo. Hay hoteles en París, restaurantes y billetes de avión. Ella suponía que todos esos viajes los pagaba la editorial. Luego ve el nombre de una conocida tienda del Faubourg Saint-Honoré. La fecha es del primer viaje a París de Edward; el importe, de varios miles de dólares. Alice sabe que lo que compró no fue para ella. A continuación abre otro sobre de la misma entidad. Dentro hay una notificación que requiere el pago inmediato; en caso contrario, todos los servicios serán suspendidos o cancelados.

Alice cierra los ojos. No puede pensar, apenas puede respirar. Apoya la mano en la mesa para no caer. La verdad la asalta. Dando un grito, parte en dos los sobres y acto seguido levanta el escritorio de Edward y lo vuelca ruidosamente. Salen volando papeles por todas partes, el portátil se estrella contra el suelo.

—¡Cabrón! —chilla—. ¡Cabrón!

El ruido hace que Johnny y la sirvienta acudan corriendo.

—Mamá, ¿estás bien? —pregunta Johnny. El niño asoma la cabeza por la puerta con nerviosismo.

Signora, sta bene?

Sì, bene, bene —contesta ella, pugnando por recobrar la compostura.

—Johnny, cariño, mamá está bien.

—¿Qué le ha pasado a la mesa de papá?

Ella se arrodilla y abraza a su hijo, para tranquilizarlo y tranquilizarse.

—Nada, cariño. Ya sabes lo que pasa cuando uno se enfada, a veces entran ganas de romper algo. A veces también las mamás se enfadan así.

—Estás llorando.

—Lo sé, lo sé, pero no pasa nada, mi amor. —Sabe lo que tiene que hacer. A la mujer le dice—: Angela, per favore, impacchettare la valigia di Johnny. Siamo in partenza stasera. Nos vamos esta noche. E le sue medicine. Y sus medicamentos.

Per quanto tempo?

Non lo so. No lo sé.

La mujer no dice nada. Sabe interpretar las señales. Ha estado casada, tiene hermanos, tíos. Los romanos ni siquiera procuran ser discretos. Se lleva a Johnny con ella para hacer la bolsa.

Alice corre a su dormitorio y saca una maleta de debajo de la cama. Mete unas cuantas cosas importantes (joyas, ropa interior, jerséis de abrigo) y coge los pasaportes de la cómoda. El móvil. Dólares norteamericanos. No puede pararse a pensar. Si lo hiciera, tal vez le faltara el valor.

—¿Adónde vamos, mamá? —quiere saber Johnny.

—Nos vamos a casa, cariño. A Nueva York —contesta su madre. Ni ella misma lo sabía hasta ese instante, pero parece la única respuesta posible.

—¿Y papá? ¿No viene con nosotros?

—Él vendrá después. Nosotros tenemos que irnos ahora mismo.

La anciana no dice nada, coge la maleta de Alice y la baja a la calle por la escalera. «Stronzo», farfulla. Cerdo.

Alice coge la bolsa de Johnny y su bolso, y echa un último vistazo al piso antes de cerrar la puerta. No hay nada que quiera recordar. No deja ninguna nota. Puede que envíe una más tarde. Que Edward deduzca él solito lo que ha pasado. O no. En ese preciso instante le da absolutamente lo mismo.

Ya en la calle va hasta un cajero automático y saca todo lo que le permite la tarjeta. Le da quinientos euros a Angela.

—Le enviaré más. Io manderò più tardi. —La abraza—. Mi dispiace molto. Gracias por todo. Grazie mille.

Angela ha parado un taxi, y el taxista ya ha metido el equipaje en el maletero. Besa a Johnny, los ojos anegados en lágrimas, apretando el cuerpecillo del niño contra ella.

Addio, bel ragazzo.

Es hora de marcharse. Alice no quiere echarse a llorar otra vez.

—Aeropuerto Leonardo da Vinci, per favore —dice. Comprarán los billetes allí.

Johnny se le arrima en el coche.

—¿Cuándo vendrá papá?

—Chist —le contesta Alice—. Pronto, mi amor, no te preocupes.

Los barrios industriales desfilan como en un sueño. Alice centra su atención en cosas sin importancia: la trasera del asiento del conductor, las venas de su propia mano, los mechones de pelo de su hijo. Las finas fibras la hipnotizan. Es como cuando su padre le pegaba: ella clavaba la vista en sus zapatos, fascinada con las costuras, el hilo, la textura de la piel, abstrayéndose del dolor. Johnny canta en voz baja una canción infantil italiana que ha aprendido en el colegio:

Farfallina, bella e bianca, vola, vola, mai si stanca, gira qua, e gira la poi si resta sopra un fiore, e poi si resta spora un fiore.

Mueve las manos como si fuesen las alas de una mariposa.

Al llegar al aeropuerto Alice paga al taxista, y Johnny y ella entran en el vasto vestíbulo de salidas, testimonio de la arquitectura posmoderna. Ve los logotipos de numerosas líneas aéreas: Royal Air Maroc, Air China, Air Malta, TAP. Un sinfín de posibilidades. La oportunidad de empezar completamente desde cero, al azar. Escoger un lugar en el mapa con los ojos vendados e ir allí. Pero eso es demasiado. Sabe lo que quiere, adónde tiene que ir. Ve la misma aerolínea norteamericana que los llevó hasta allí, se dirige al mostrador y pregunta por el primer vuelo a Nueva York.

—Lo siento, signora —le responde el hombre en un inglés excelente—. Esta tarde ya no hay más vuelos. El próximo es a las seis de la mañana, pero hasta entonces no hay nada.

Alice ha olvidado que a esas horas no hay vuelos a Estados Unidos. Habría dado lo mismo.

Grazie, signore —responde. Se echa al hombro la bolsa de Johnny y agarra el tirador de su maleta—. Vamos, tesoro, tenemos que probar en otra compañía.

Le dan la misma noticia en el mostrador de British Airways: no hay más vuelos directos a esas horas. Si lo desea, naturalmente, la signora podría sacar un billete para mañana por la mañana. ¿A qué hora le gustaría salir?

—¿Y a Londres? —inquiere ella—. ¿Hay algún vuelo a Londres esta tarde?

Sì, signora. Hay uno a las 20.25 que llega a las 22.25.

—Perfecto —contesta ella al tiempo que le ofrece la American Express y los pasaportes—. ¿Podría sacar ya los billetes desde Heathrow hasta el JFK para mañana? Sólo ida.

—Naturalmente. ¿En qué clase?

Business, por favor.

Bene. Ya tiene sus billetes para el vuelo de las 20.25 a Heathrow. Y su vuelo de mañana sale a las 15.05 de ese mismo aeropuerto y llega a Nueva York a las 18.10, hora local. ¿Desea facturar su equipaje?

—Sí. Gracias.

Deposita en la cinta primero su maleta y luego la bolsa de Johnny. La mano le tiembla cuando escribe sus nombres y la dirección de Nueva York en las etiquetas del equipaje. Nunca han volado sin Edward.

Prego. Aquí tiene sus billetes. Preséntelos en el Executive Club de British Airways, en la segunda planta de la Terminal C. Allí le indicarán cómo acceder al control de seguridad.

En la sala Alice busca un lugar tranquilo para dejar a Johnny entre los ejecutivos bien vestidos que charlan con premura en numerosos idiomas o miran con atención las luminosas pantallas de sus portátiles. Le da a Johnny su Game Boy y le dice que volverá dentro de un minuto.

—Tengo que ir a hablar con alguien, tesoro.

Acude al mostrador de información y pide que le reserven hotel para esa noche en Londres. ¿La signora tiene alguna preferencia? Hace mucho que Alice no va a un hotel en Londres. Normalmente se quedan en casa de amigos, pero en ese momento no le apetece. Se acuerda de un hotel donde se alojó una vez con su abuela. Era precioso, discreto, estaba en un callejón sin salida cerca de St. James’s. No sabe si seguirá allí. El hombre afirma que no sólo es así, sino que tiene habitaciones disponibles para esa noche. Una deluxe king room. El precio es de más de setecientos dólares.

—Perfecto —contesta Alice, lanzando un suspiro—. Nos la quedamos.

Vuelve con Johnny y mira el teléfono, que ha puesto en silencio a propósito. Ve varias llamadas perdidas de Edward. No quiere hablar con él. En ese momento no. Puede que nunca. Comprueba el correo electrónico: también hay varios mensajes suyos. No los abre. «¿Dónde estás?», dice uno en el asunto. «Llámame», otro. No puede hacerlo. Los pasa por alto y se mete el teléfono en el bolsillo, pero no se queda ahí. Alice tiene que pensar, hacer planes. De modo que ¿qué hace?

Me escribe un correo a mí, como es natural.

Estoy sentado en mi despacho cuando entra el mensaje. El asunto es «Alice», y dice así: «Johnny y yo volvemos a Nueva York. Desde Londres. ¿Podemos quedarnos unos días contigo? Gracias. Te quiere, A.»

Le contesto en el acto: «Mi casa es tu casa.¿Estás bien?»

«Te cuento mañana. Gracias. Eres un sol.»

Mis dedos teclean: «¿Puedo hacer algo? ¿Te voy a buscar al aeropuerto?»

«No hace falta —me contesta—. Llego sobre las seis. Cogeré un taxi.»

 

 

Capítulo 18: CAPÍTULO 1 INVIERNO Capítulo 20: CAPÍTULO 3

 
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