INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54518
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 9: otoño CAPÍTULO 1

 Otoño

CAPÍTULO 1

 

El poeta Lamartine escribió que hay una mujer al principio de todas las grandes cosas. Eso es algo indiscutible. Al fin y al cabo las mujeres nos traen al mundo, de manera que siempre están al principio. Sin embargo, tanto si lo pretenden como si no, también están presentes en el principio de cosas atroces.

Los Cullen se trasladaron a Roma. Los últimos de una larga serie de escritores: Keats, naturalmente, que murió allí, y, sin ningún orden concreto, Byron, Goethe, los Browning, James, Pound.

Edward y Alice viven cerca de la versión eclesiástica de la londinense Jermyn Street. En Roma hasta los curas siguen la moda. De día la calle está llena de arzobispos y cardenales de todos los tamaños, formas y colores, de Soweto y Ottawa, Kuala Lumpur y Caracas, que compran sotanas, casullas, solideos y sobrepellices. Prendas rojas, amarillas, blancas y púrpura inundan los escaparates. Imágenes de madera policromadas de santos y de la Virgen. Dicen que el mejor establecimiento es el de la familia Gammarelli.

Viven en un piso magnífico, en el piano nobile. Los propietarios se han tomado un año sabático. Los techos son altos; los muebles, elegantes; en las paredes hay retratos de nobles narigudos con peluca, coselete. Da la impresión de que en todos los canales de la televisión salen mujeres con los pechos al aire, y deciden guardar el aparato en un armario por Johnny. Hay una mujer mayor, Angela, que va incluida en el piso y no habla inglés. Alice trata de hablar con ella en su pobre italiano, que salpica de palabras en el francés de cuando iba al colegio cuando no sabe cómo decir algo. No importa: se caen bien.

En opinión de la anciana, Johnny es incapaz de hacer mal a nadie.

Ma che bello! —exclama, pellizcándole la mejilla. La mujer cocina y limpia. Para deleite suyo, Edward descubre que hasta le plancha los calzoncillos.

Roma a principios de otoño. El Tíber centellea. La gente aún come fuera. Hay un café cerca de la Piazza della Rotonda donde Edward, Alice y Johnny van por la mañana a tomar caffè latte con caracolas. Johnny bebe zumo de zanahoria recién exprimido. Leen The International Herald Tribune y también, como buenamente pueden, el Corriere della Sera, con un diccionario al lado.

Alice me escribe correos electrónicos contándomelo todo. Como de costumbre, envidio la vida que llevan. Pasan las primeras semanas paseando y comiendo, recorriendo museos e iglesias, admirando la basílica de San Pedro. Cada calle es una clase de historia. Siguen los pasos de santos y vándalos, poetas y turistas. Tienen contactos, amigos de amigos: Bettina y Michele, romanos que viven en una planta de un palacio de la Piazza dei Santi Apostoli. Uno de los antepasados de ella fue papa, algo que en la familia es motivo de orgullo y regocijo. En el comedor tienen un retrato de gran tamaño del pontífice en cuestión. Michele trabaja en Cinecittà. Otros amigos. Mitzi Colloredo. Los Ruspoli. Los Robilant. Banqueros ingleses. Un Habsburgo y su mujer.

No tardan en asistir a fiestas y hacer más amigos. «En Roma, con que conozcas a una persona, ya conoces a todo el mundo», asegura Bettina. El libro de Edward ha sido traducido al italiano y va ya por la tercera edición. Una tarde tiene una firma de libros en una librería cercana a la Piazza di Spagna, y el sitio está abarrotado.

Hay fines de semana en la costa de Ansedonia, con los Barker, un compañero de Yale que se casó con una italiana, una condesa. Alice me dice que son los Hamptons de Roma. Edward se compra una Vespa.

Descubren trattorie: Nino; Della Pace; Dal Bolognese, en la Piazza del Popolo para ver gente, pero no por la comida; Byron, en Parioli. Sin embargo, su preferida está en la Piazza Sant’Ignazio, una plaza escondida no muy lejos de su casa. Estuve allí con ellos cuando fui a verlos. Es uno de esos buenos restaurantes de Roma con solera, donde al terminar de comer dejan en la mesa botellas de digestivos, de licores: Sambuca, Cynar, amaro, grapa casera con higos o fruta macerados. En las paredes, fotografías de estrellas italianas desconocidas.

Lo más extraordinario del restaurante es el personal, que, muy apropiadamente, parece salido de una película de Fellini. Todos y cada uno de los camareros tienen algo raro: uno, una cojera pronunciada; otro, un defecto del habla; el tercero, un bulto como un cuerno truncado en plena frente. Todos son muy agradables y adoran a los Cullen, que cenan allí al menos una vez a la semana.

—Ni nos molestamos en mirar la carta —cuenta Edward—. Nos traen el plato especial del día, y siempre está bueno.

Llega un punto en la vida de cualquiera, ya sea en un restaurante, viendo al hijo de uno jugar al fútbol o paseando a solas por las calles, que se plantea una pregunta: ¿qué más necesitas? Se trata de una pregunta que, una vez planteada, es casi imposible responder. Puede que en ese momento preciso a uno no le haga falta nada más que algo de comer o beber, o quizá uno se sienta satisfecho con la cama donde duerme, una silla preferida, las necesidades inmediatas y los bienes de la vida. También están las cosas intangibles: amor, amistad, pasión, fe, satisfacción. Pero es una pregunta que se piensa una y otra vez, porque pocos de nosotros tenemos lo que necesitamos..., o pocos de nosotros pensamos que tenemos lo que necesitamos, que para el caso es lo mismo. Puede convertirse en una lata. ¿Qué más hay? ¿He hecho bastante? ¿Necesito más? ¿Estoy satisfecho?

Hay una codicia innata en la naturaleza humana: empujó a Eva a comer la manzana, incitó a Bonaparte a invadir Rusia e hizo que Scott muriera en los hielos de la Antártida. La llamamos de distintas maneras. ¿Qué es la curiosidad más que codiciar experiencia, reconocimiento, gloria? ¿Codiciar toda actividad que nos distraiga de nosotros mismos? Odiamos la idea de que hasta aquí hemos llegado, y no nos sentimos satisfechos con lo que tenemos o con haber llegado hasta donde hemos llegado. Queremos más, ya se trate de comida, conocimientos, respeto, poder o amor. Y esa insatisfacción nos impele a probar cosas nuevas, a hacer frente a lo desconocido, a cambiar nuestra vida y arriesgarnos a perder todo lo que teníamos.

 

Edward solía inventarse cuentos cuando acostaba a Johnny. Uno de mis preferidos lo protagonizaba el rey Pingüino. A Johnny le volvían loco los pingüinos. Se lo sabía todo de las distintas especies que había: el emperador, el adelaida, el saltarrocas. Dónde vivían, qué comían. Muchas noches, cuando el niño se iba a dormir me quedaba a los pies de la cama con Alice mientras Edward le contaba el cuento. Cada vez era ligeramente distinto, pero siempre empezaba de la misma manera.

—Había una vez un rey Pingüino que vivía en el Polo Sur con su familia, la reina Pingüina y todos sus príncipes y sus princesas. Los príncipes y las princesas eran muy monos, el rey Pingüino era el pingüino más grande y fuerte de todos, y hasta los leones marinos le tenían miedo. Pero el rey Pingüino estaba triste.

—¿Por qué estaba triste, papá?

—Estaba triste porque estaba harto de la nieve, el hielo y los leones marinos. Estaba harto de nadar. Estaba harto incluso de la reina Pingüina y de los príncipes y las princesas.

—Hala, qué mal. Y ¿qué hizo?

—Un día les dijo a la reina Pingüina y a los príncipes, a las princesas y a todos los demás pingüinos del Polo Sur que quería ver el resto del mundo. Quería ver Nueva York, Francia y Pekín, desiertos, rascacielos y árboles. Todos los pingüinos se echaron a llorar y dijeron:

»—No te vayas, no te vayas. Eres nuestro rey.

»Los príncipes preguntaron:

»—¿Quién nos protegerá de los leones marinos? ¿Quién nos dará kril?

»Las princesas preguntaron:

»—¿Quién nos calentará las patas?

»—Está decidido —les contestó—. Tengo que ver el mundo.

»Todos lloraron cuando lo vieron alejarse. Fue más lejos de lo que había ido nunca. Estuvo caminando dos días enteros. Llegó hasta el océano y vio un barco grande. «Perfecto —se dijo—. Esto es justo lo que necesito para que me lleve a ver el resto del mundo.»

—No, no te subas al barco —solía decir Johnny.

—Es una verdadera lástima que no estuvieras allí para advertírselo, porque eso es exactamente lo que hizo. El rey Pingüino fue hasta el barco y ordenó a los hombres que lo subieran a bordo. Los hombres eran muy altos, pero obedecieron. Lo subieron al barco y le dieron un montón de pescado de comer.

»Algún tiempo después, él no sabría decir a ciencia cierta cuándo, el barco se detuvo. Para sorpresa suya, lo metieron en una caja y lo sacaron del barco. Cuando abrieron la caja, se vio rodeado de otros pingüinos. Olía raro. Como a pescado podrido.

»—¿Dónde estoy? —preguntó.

»—Estás en el zoo —le dijeron los otros pingüinos.

»—¿Qué es un zoo? —quiso saber.

»—Una prisión —le respondieron—. De aquí nunca ha salido nadie.

»—Pero yo soy el rey Pingüino —objetó él.

»—No, aquí no. Aquí sólo eres otro pingüino.

»—Ay, ¿qué he hecho? —dijo el rey Pingüino—. No debí dejar a mi familia ni mi reino. Pero ¿cómo he podido ser tan tonto?

»Se sentó y lloró y lloró. Echaba de menos a la reina Pingüina y a todos los príncipes y las princesas. No volvería a verles nunca. No volvería a protegerles de los leones marinos ni a nadar en el océano ni a calentarles las patas a sus hijos. «Si pudiera volver a casa, no volvería a irme jamás», afirmó.

—Y ¿qué pasa luego, papá?

—¿Tú qué crees?

—Yo creo que la reina Pingüina y todos los príncipes y las princesas pingüinos se convierten en ninjas y encuentran un barco y van a rescatarlo.

Edward se echa a reír.

—Muy buena idea. Bien, pues una noche, cuando soñaba con la nieve, alguien llamó a su jaula. Levantó la cabeza: eran la reina Pingüina y los príncipes y las princesas. Estaban todos sus hijos, hasta el más pequeño, que ahora era mayor y había perdido las plumas grises que tenía de polluelo. Todos iban de negro. Fuera, los cuidadores estaban maniatados.

»—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó el rey Pingüino—. Salid corriendo u os meterán también en el zoo.

»No podía soportar la idea de que sufrieran lo que él había sufrido.

»—No, no lo harán —respondió la reina Pingüina, que nunca había estado más guapa—. Hemos viajado durante meses para encontrarte, y nadie sabe que estamos aquí. Ven con nosotros de prisa y podremos escapar todos.

»Así que el rey Pingüino siguió a su preciosa mujer y a sus hijos hasta el río, y todos se lanzaron al agua. Estaba encantado de verse nadando de nuevo, y les dio a su mujer y a sus hijos los abrazos más grandes del mundo.

»—Qué suerte tener una familia tan estupenda. No me puedo creer que no os valorara como es debido. Prometo que no me volveré a ir jamás.

»Y regresaron todos a casa y vivieron felices y comieron perdices. Fin.

Johnny casi siempre quería un final feliz, y Edward casi siempre estaba dispuesto a ofrecérselo. Sin embargo, una noche, después de que Johnny se fuera a la cama, Edward confesó que en realidad creía que el final debería ser distinto.

—Y ¿cómo ves tú el final, cariño? —quiso saber Alice.

—El rey Pingüino se pudre en el zoo. Y le está bien empleado, si quieres que te diga la verdad.

Capítulo 8: CAPÍTULO 7 Capítulo 10: CAPÍTULO 2

 
14442854 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios