PRÓLOGO
El poeta A. E. Housman hablaba de «la tierra de las alegrías perdidas» y de que nunca podría volver allí donde una vez fue tan feliz.
Cuando yo era más joven, admiraba profundamente el sentimiento del poema, ya que no tenía la edad suficiente para saber lo banal que era. Los jóvenes siempre veneran la juventud, incapaces de imaginarse la vida pasada la treintena. No obstante, la idea de que el pasado es más idílico es absurda. Lo que recordamos es nuestra inocencia, nuestra fuerza, el deseo físico. Muchos se ven constreñidos por su pasado y no son capaces de mirar hacia adelante con cierto grado de seguridad porque no sólo no creen en el futuro sino que, además, no creen en ellos mismos.
Sin embargo, ello no nos impide teñir de rosa nuestros recuerdos. Algunos brillan con más fuerza, ya sea porque fueron más trascendentes o porque han cobrado más importancia en nuestro interior. Las vacaciones se confunden, las ventiscas, el nadar en el mar, los actos de amor, cogernos de la mano de nuestros padres cuando éramos muy pequeños, los momentos de profunda tristeza. Pero también es mucho lo que olvidamos. Yo he olvidado muchas cosas: nombres, rostros, conversaciones brillantes, días y semanas y meses, cosas que juré no olvidar jamás..., y para rellenar los espacios en blanco, refundo el pasado o me lo invento por completo. ¿Me pasó aquello a mí o le pasó a otra persona? ¿Fui yo quien se rompió una pierna esquiando en Lech? ¿Huí corriendo de los carabinieri después de una noche de borrachera en Venecia? Lugares y actos que parecen de lo más real pueden ser totalmente falsos, basados puramente en impresiones de algo que alguien contó en ese instante y que nosotros, de manera inconsciente, incorporamos al entramado de nuestra vida.
Al cabo de un tiempo eso se vuelve real.
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