INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54516
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 6: CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 5

 

El restaurante, que ocupa lo que en su día fue una granja, está apartado de la carretera. Según la leyenda del lugar, en una vida anterior fue un bar clandestino. Al otro lado de la carretera se levanta una de las pocas granjas que quedan en la zona, los campos de maíz tierno silenciosos en la penumbra. La dueña, Victoria, apenas mide un metro cincuenta, lleva el cabello pelirrojo muy corto y tiene la nariz griega. No se ha casado nunca. Su madre, que murió hace unos años, estaba muy gorda, y solía sentarse todas las noches en una silla en la sofocante cocina hasta que se iba el último cliente. Cuando nos ve, Victoria nos da un abrazo a Alice, a Edward y a mí, una señal de aceptación que, sabemos, tiene tanto que ver con que Edward sea un escritor respetado como con que llevemos años siendo asiduos del local. Tras la barra del bar, una de las paredes está repleta de cubiertas de libros descoloridas, enmarcadas y autografiadas, de clientes habituales: Vonnegut, Plimpton, Jones, Cullen.

—Llegáis tarde —nos reprende. Hemos estado esperando en casa para ver la puesta de sol, y ya vamos algo borrachos. Edward preparó unos Dry Martinis—. He estado a punto de quitaros la mesa. Esta noche estamos a tope.

Hay muchos clientes esperando en el pequeño bar donde Kosta sirve bebidas. Lo saludamos con la mano y seguimos a Victoria hasta nuestra mesa. La decoración no ha cambiado desde que empecé a venir aquí, en los setenta, con mis padres, y probablemente no lo haya hecho desde que abrió, en los cincuenta. El tiempo ha envejecido las paredes.

—Queríais sentaros dentro, ¿no?

En verano se puede comer fuera, en un porche, pero hay demasiada luz para nuestro gusto. Ahí es donde se sientan los millonarios. El comedor de dentro es más acogedor, la mesa y las sillas son de madera maciza, no de plástico barato como las de fuera, los manteles son de cuadros blancos y rojos, remendados y raídos. Una salamandra de hierro fundido, vieja y enorme, ocupa un rincón. Le pedimos más martinis a una de las vietnamitas que trabajan allí. Son toda una familia, que vive en una caravana detrás del restaurante.

—Espera a probar esta carne —le dice Edward a Bella, inclinándose sobre la mesa—. Son los mejores chuletones del mundo.

Ella mira los precios y me susurra:

—Jasper, esto es muy caro.

Es caro. No es el sitio al que Bella iría si no la invitara un hombre. La veo hacer cálculos mentales. Recuerdo lo que se siente cuando se sale con un grupo de personas que tienen gustos caros y uno sólo tiene unos pocos dólares en el banco.

Una vez, en la facultad, fui con unos compañeros a un restaurante del Upper East Side, un fin de semana de juerga. Tenía mi primera tarjeta de crédito intacta en la cartera. Cuando me la dio, mi padre me dijo: «Jasper, esto es sólo para emergencias.» Además llevaba unos cincuenta dólares, toda una fortuna por aquel entonces. Uno del grupo, el hijo de un importador de vinos que había crecido rodeado de lujos en Connecticut e Inglaterra, nos informó como si tal cosa de que iba a pedir caviar. Algunos otros, también privilegiados, siguieron su ejemplo. Yo tragué saliva al ver los precios. Él además pidió champán y burdeos.

No era así como yo solía vivir. Una parte de mí ansiaba vivir esa experiencia; la otra estaba horrorizada por el despilfarro. Y eso teniendo en cuenta que no éramos pobres. No obstante, una vida de estricto control de pagas, internados, clubes de campo y universidad me habían mantenido al margen de semejante decadencia. Pedí adrede lo más barato de la carta, pollo a la no sé qué. Daba lo mismo, claro está: cuando llegó la cuenta, la dividimos entre todos. Me espantó ver que mi parte ascendía a casi cien dólares. Yo nunca me había gastado nada parecido en comer. Si mis compañeros se quedaron igual de pasmados, no se les notó. Me di cuenta de que ésa era la consigna: los caballeros no discuten por la cuenta. Al entregar la tarjeta, de mala gana, me sentí idiota, sobre todo cuando pensé en los que se habían atracado a mi costa.

Cuando le conté lo sucedido, mi padre me dijo que no me preocupara, que él pagaría la cuenta. Esa vez. «Espero que hayas aprendido la lección —añadió—. La próxima vez no te sacaré las castañas del fuego.»

Me vuelvo hacia Bella y le aseguro:

—No te preocupes. Eres nuestra invitada.

No dice nada, pero me da las gracias con los ojos, unos ojos preciosos.

Pedimos. Llegan las bebidas. Y después saganaki, que básicamente es queso griego fundido servido en el mismo recipiente en el que se prepara. Delicioso. Taramasalata, pan y aceitunas. Vino. Muchas risas, y Edward se levanta y cuenta una anécdota divertida con no sé qué acento y hace un pequeño baile que consigue que todos nos riamos a carcajadas.

Finalmente llegan los chuletones: grandes trozos de ternera, vuelta y vuelta, pegotes carbonizados de sal, pimienta y grasa chisporroteante que se escurre por los lados. Nos abalanzamos sobre ellos como perros de trineo.

—Por favor..., es lo más rico que he comido en mi vida —afirma, boquiabierta, Bella.

Los demás soltamos un gruñido en señal de reconocimiento, demasiado felices para dejar de masticar.

Entre bocado y bocado noto que Bella se tensa. La miro, pensando que tal vez se esté atragantando, pero no es eso: ha visto algo. Echo un vistazo, siguiendo su mirada.

—¿De qué va esto, Cullen?

Es Jacob. Se ha acercado a la mesa. Nos mira fijamente. Parece nervioso.

—Jacob —contesta Bella—. ¿Qué estás...?

—Tú cállate. No estoy hablando contigo.

Edward deja el cuchillo y el tenedor. Los demás observamos expectantes. Emmett aparta la silla, los músculos del cuello abultados. Edward responde:

—Jacob, haz el favor de no volver a hablar así a Bella.

—Le hablaré como me dé la puta gana. ¿Qué? —pregunta, ahora dirigiéndose a ella—: ¿Ya te lo has tirado? —Y a Edward—: Tiene un buen polvo, ¿no,  Edward?

Me percato de que no pronuncia las ww, lo que revela su verdadero origen. Sí, lo sé, soy un esnob. Pero ¿es eso peor que fingir que uno es alguien que no es?

—Vete de aquí, Jacob. Estás borracho.

—Y si lo estoy, ¿qué? —Le suelta a Alice con desdén—: Será mejor que no la pierdas de vista, o te quitará a Edward en cuanto te des la vuelta.

—Muy bien, ya basta.

Edward está de pie, avanza hacia Jaco.

Por un instante creo que le va a dar. Y al parecer Jacob también lo cree, porque recula sin querer, esperando un golpe que no llega. Y Edward es un hombre fuerte, tal vez no tan fuerte como Emmett, pero sí lo bastante corpulento. Uno no juega al hockey como jugaba Edward si no es bueno con los puños. En lugar de pegarle, lo coge con furia de las solapas.

—Jacob, no sé de qué estás hablando, pero es evidente que has bebido demasiado —dice—. Quiero que les pidas perdón a mi mujer, a Bella y a Rosalie, y después quiero que pagues tu cuenta y te largues.

Jacob parece nervioso, pero replica:

—¿Y si no lo hago?

—En ese caso te sacaré yo y te daré una paliza.

Para entonces Victoria ya está en nuestra mesa, y los comensales de alrededor nos miran.

—¿Qué pasa aquí? Señor Edward, ¿qué está usted haciendo?

Edward suelta a Jacob.

—Nada, Victoria. Uno de tus clientes se va.

—Vete a la mierda, Edward —le espeta Jacob, recuperando la compostura mientras sale del comedor. Y a Bella—: Y a ti que te den por el culo, zorra.

Emmett está a punto de ir tras él, pero Edward le pone una mano en el hombro.

—Déjalo, no vale la pena. —Y añade—: Perdóname, Victoria. Espero que esto no le haya quitado el apetito a nadie.

—No me gustan estas cosas, señor Edward —asegura—. A ése no lo quiero volver a ver por aquí. Usted puede volver cuando quiera. Ustedes casi son de la familia, señora Cullen, señor Jasper.

—Gracias, Victoria. —A continuación Edward se vuelve hacia Bella, apoya las manos en sus hombros y le pregunta—: ¿Estás bien?

Ella asiente, los ojos rojos.

—Lo siento —se disculpa con voz ahogada—. Lo siento...

—A algunos hombres no les hace gracia que los dejen.

Alguien bromea para aliviar la tensión. Creo que soy yo.

—Edward —interviene Alice, que se levanta con toda su clase—, me llevo a Bella al lavabo. Ven, Bella. Rosalie, vente tú también.

Cuando vuelve, Bella no dice nada. No mira a nadie. Alice se inclina hacia su marido:

—Creo que deberíamos irnos.

—Claro. Iré a pagarle a Victoria.

La vuelta a casa transcurre en un silencio incómodo. Emmett y Rosalie van en su coche, los demás en el viejo todoterreno. Edward intenta quitarle hierro a lo sucedido. Por una vez su encanto natural no surte efecto. No hay manera de saber qué piensa Alice. Se lo guarda. ¿De qué hablarán los dos, más tarde, en la cama, en la intimidad de su dormitorio? ¿Estará enfadada Alice? ¿O asustada? Y ¿qué hará o dirá Edward? ¿Dirán algo? No tengo ni idea. Ése es territorio ignoto. Llevan casados casi quince años, y son tan inseparables que ella incluso lo acompañó en las presentaciones de los libros.

Es Alice la que salva la situación. Se da la vuelta en su asiento, mira a Bella, que va detrás conmigo, y dice:

—Espero que sepas que lo que dijo Jacob me importa una mierda.

Ella sorbe por la nariz, agradecida.

—Gracias, Alice.

—No. No tienes que darme las gracias. Es sólo que me pone mala que alguien como él piense que puede ir por la vida envenenando a la gente sólo porque no es feliz. Es un estúpido, y estaba intentando hacernos daño, a ti y a nosotros. Lo hemos herido en el amor propio y ha arremetido contra nosotros.

Pocas veces he estado más orgulloso de ella. Siempre ha tenido la capacidad de apartar la paja y centrarse en lo esencial.

Edward conduce, atento a la carretera. Mira a Alice un instante y sonríe, y ella sonríe a su vez. La enojosa situación queda olvidada. El orden y la confianza han sido restablecidos. Edward pregunta:

—¿Le visteis la cara cuando creyó que le iba a pegar?

Alice se ríe.

—¡Ya! Pensé que iba a echarse a llorar. Ahora que lo dices, ¿por qué no le diste? Dios sabe que se lo merecía.

—Las cosas ya no son como antes, cariño. No me extrañaría nada que hubiese ido a cenar acompañado de un ejército de abogados con la esperanza de que yo hiciera precisamente eso. Ya no se puede pegar a nadie sin que te demanden. Le pasó a un amigo mío hace unos años. Lo dejaron limpio. Los abogados le quitan la gracia a todo. Lo siento, Jasper, no va por ti.

—Lo sé —contesto.

Alice vuelve la cabeza hacia Bella.

—¿Jacob habría hecho eso? ¿Sí? Dios mío, qué horror.

Bella, obligada a responder, contesta:

—La verdad es que no lo sé. Al principio era muy majo. Sólo le vi esa otra faceta cuando vinimos aquí. En Nueva York era encantador y atractivo, un triunfador...

—Todo un partido —comenta Alice.

—Sí. No. Supongo. Pero aquí parecía tan distinto, tan, no sé, es que no era...

—No era ¿qué? —se interesa Edward.

—No era... —empieza a decir Bella, pero se contiene, y en su lugar añade—: No era auténtico. Sí, eso. Parecía un impostor, ¿sabéis lo que quiero decir? De repente aquí, en este sitio tan bonito, a vuestro lado, no sé, me parecía falso. Como un diamante de pega cuando se pone junto a uno de verdad.

Entramos en el camino. Hay algunas luces encendidas. La canguro está despierta. Es evidente que Emmett y Rosalie han ido directos a mi casa. Doy las buenas noches y sigo su ejemplo, avanzando como un monje ciego por un laberinto conocido.

 

Capítulo 5: CAPÍTULO 4 Capítulo 7: CAPÍTULO 6

 
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