INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54531
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 18: CAPÍTULO 1 INVIERNO

Invierno

 

CAPÍTULO  1

 

Victor Hugo escribió que la felicidad suprema en la vida es tener la convicción de que nos aman, pero esa convicción parte de la base de que ese amor existe. Si se demuestra que nos equivocamos, el vacío que queda lo suelen llenar el resentimiento y la ira. Hugo también podría haber escrito que la infelicidad suprema en la vida es descubrir que no nos aman. Una cosa es intuir que no hay amor en nuestra vida, pero lo que de verdad nos destroza es enterarnos de que el amor que teníamos era una mentira.

Llego a Roma una semana antes de Navidad. Viniendo de Nueva York, me sorprende que no haga mucho frío. Aunque los romanos van arrebujados en abrigos y bufandas —nadie sabe llevar una bufanda como un italiano—, se siguen sentando en las terrazas salvo en los días más fríos. Voy ligero de equipaje, a sabiendas de que todo cuanto necesito lo puedo comprar allí.

La primera noche vamos a ver el pesebre que han montado delante de San Pedro. La enorme plaza está atestada de gente, tanto romanos como turistas, monjas africanas, hombres de negocios, familias, dependientas que vuelven a casa y se pasan a admirar el más grandioso de los nacimientos. Edward lleva a Johnny a hombros. La fachada iluminada y los vendedores ambulantes que ofrecen estampas del Papa confieren a la escena un aire carnavalesco. Después vamos a cenar al restaurante de Sant’Ignazio. A pesar de que las calles están vivamente iluminadas y de las alegres multitudes que avanzan a empujones, charlando en italiano, nuestro grupito está apagado. A Alice la noto distante. A Edward, preocupado. Ninguno de los dos parece tener mucho apetito. Cuando terminamos de hablar de amigos comunes de Nueva York, la conversación decae. Johnny ya se ha dormido, la cabeza apoyada en el regazo de su madre.

Ya en casa, le pregunto a Alice:

—¿Qué pasa?

Han acostado a Johnny, y Edward también ha dado las buenas noches. Sólo estamos nosotros dos. En la chimenea arde el fuego. Ni rastro de jet lag. Ha aparecido una botella de vino tinto. Dos copas.

—¿A qué te refieres?

—¿Va todo bien?

—Claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Lo pregunto porque parece que hay tensión. No sé qué os pasa, pero nunca os había visto a Edward y a ti tan distraídos.

—Estamos bien. A veces es difícil adaptarse a una ciudad nueva, ya sabes: el idioma, las costumbres. Además, a Edward le puede cambiar el humor cuando escribe, y le está costando dormir. Y está viajando demasiado, y eso tampoco ayuda mucho.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Pero no lo es. Conozco a Alice lo suficiente para saber cuándo está eludiendo algo.

—Vale. —Sonrío—. Si no quieres hablar del tema, no importa. Estaré aquí una semana, tenemos tiempo de sobra.

—Anda, Jazz, calla —contesta ella alegremente—. Si hubiera algo de lo que hablar, te lo diría. Lo sabes.

—Cuando vi a Edward en Nueva York el mes pasado, dijo que el libro se le estaba atragantando.

—Sí, es verdad, supongo. —Y añade—: Puede que no fuera tan buena idea venir a Roma.

—¿No os podéis ir si queréis?

—Podríamos, pero nos hemos comprometido. Está la gente que le dio el dinero a Edward, los dueños de esta casa, los que nos han alquilado el piso de Nueva York, el colegio de Johnny. Y, además, Edward. Sé que no querría decir que estar en Roma le dio problemas. No le haría ninguna gracia la idea de darse por vencido.

—Ya.

 

Es importante que no olvidéis que yo no sabía lo que estaba pasando. Ni tampoco, desde luego, Alice. Si alguien hubiera preguntado si pensábamos que Edward era capaz de tener una aventura, nos habríamos reído en su cara. Habría sido como preguntar si estaba construyendo un reactor nuclear en el sótano. La idea era inconcebible.

Sin embargo, demasiado a menudo descubrimos que las personas en quienes más confiábamos nos pueden engañar. Los periódicos están llenos de artículos de banqueros, políticos, curas y atletas que estafan a sus clientes, tienen aventuras, abusan de monaguillos o toman esteroides. Es posible que al ser algo tan habitual ya no nos impresione. Vivimos en unos tiempos en que ya no nos sorprende que la gente nos defraude. La única sorpresa es que siempre estamos dispuestos a permitir que nos defrauden.

A veces nos traicionan los amigos. Uno de mis abuelos estuvo en la CIA. Trabajó para la OSS en la segunda guerra mundial y más tarde en Washington. Se hizo amigo de un inglés, también espía. El inglés iba a menudo a casa de mis abuelos, en Georgetown. Salían a pescar, se confiaban secretos del oficio mientras bebían bourbon, confiados al saber que ambos se hallaban en el mismo bando, luchando contra un enemigo común. Hasta que se descubrió, claro está, que el inglés era un topo soviético reclutado en Cambridge antes de que estallara la guerra y que había estado pasando secretos a los rusos, parte de los cuales, no cabía la menor duda, se los había proporcionado mi abuelo, durante décadas. Es una historia famosa. La revelación no sólo puso punto final a la carrera de mi abuelo, sino que, lo que es más importante, acabó con su fe en los demás. Lo volvió pesimista, paranoico, infeliz. No pudo superar el dolor de la traición, un dolor demasiado grande. Al ser también él espía, el engaño era una forma de vida, pero resultó tanto más hiriente cuando el engañado fue él. Cuando murió, unos años después, fue una bendición. El inglés vivió hasta una edad avanzada en un piso de Moscú, como coronel condecorado del KGB. Apareció en todos los periódicos.

Luego están las traiciones que decidimos pasar por alto. En el ocaso de su vida el padre de Alice tenía una novia, Diana, con la que llevaba saliendo alrededor de una década. Una viuda guapa que trabajaba en Sotheby’s. No llegaron a casarse, pero viajaban sin parar, salían a cenar a los mejores restaurantes. Sin embargo, él llevaba una doble vida: había otras mujeres, nunca llegué a saber cuántas. Seguía un patrón: cada pocos años desaparecía días o semanas para irse de parranda. Acababa en el Waldorf o en el Plaza Athénée hasta que Alice lo localizaba y lo llevaba a urgencias, donde invariablemente pasaba una semana o dos debatiéndose entre la vida y la muerte, y después, por increíble que pudiera parecer, se restablecía. Su cuerpo, un día fuerte, se había deteriorado por años de excesos; los pies, con las uñas largas, le asomaban bajo la sábana; y con todo, en sus momentos lúcidos, era capaz de desplegar su inigualable encanto con las enfermeras. Durante esos períodos Diana se esfumaba. Hay quien diría que tenía todo el derecho a hacerlo, que no quería ponérselo fácil, que él merecía ser castigado, pero yo creo que su negativa a ir a verle al hospital tenía más que ver con el instinto de conservación que con la superioridad moral. Verlo en el hospital la habría obligado a enfrentarse a la realidad de la situación, y ella nunca sería capaz de hacer eso, pues sabía de sobra que, una vez que él recuperara sus fuerzas, volvería a hacer lo mismo.

Otra clase de traición es la que cometemos nosotros. Una cosa es que nos mientan y otra muy distinta ser uno mismo el mentiroso. Pero incluso en ese caso, la mayoría de nosotros no lo ve de esa manera. Nos inventamos excusas, justificando la traición, disfrazándola con vestiduras más nobles. Resulta fácil fingir que mantenemos una mentira por el bien de aquellos a los que podríamos herir, con la seguridad absoluta de que no nos pillarán. De todos los engaños, éste es el más habitual y el más absurdo... y el que inspira menos pena a la gente.

A lo largo del invierno, después de que fuera a verlos por Navidad, Edward me estuvo escribiendo correos electrónicos en los que me decía que Edward solía ausentarse varios días seguidos: iba a reunirse con alguien de la editorial, a dar una charla en Barcelona, a París nuevamente para asistir a un congreso de literatura. A mí me sorprendió, porque antes de que se marcharan a Roma les resultaba impensable pasar una noche separados. Sin embargo él ahora tenía éxito, y yo supuse que esas cosas eran gajes del oficio. Alice estaba tranquila. Por lo menos con su relación. En ningún momento insinuó que se sintiera preocupada, sólo decía que Johnny y ella lo echaban de menos, y que cuando él volvía de sus viajes, solía mostrarse irritable, se encerraba en su estudio durante horas o desaparecía para dar largos paseos por la ciudad y nunca le pedía a Alice que lo acompañara.

En febrero llamé de nuevo a Bella, echaba de menos a Alice y buscaba a alguien que compartiera el cariño que le tenía. Hacía meses que no veía a Bella ni hablaba con ella, pero pensé que, si podía, accedería a aguantarme una noche mientras le prometiese una buena cena y una conversación agradable. Me alegró oír su voz después de tanto tiempo, y quedamos. Pero al día siguiente me llamó para cancelar la cita.

—Jasper —me dijo—, siento hacerte esto, pero lo de la cena de mañana no va a poder ser.

—No pasa nada —repuse—. ¿Va todo bien?

—Sí, sí, muy bien. Es que acabo de enterarme de que tengo que ir a París mañana por trabajo. Espero que no te importe.

—Desde luego que no —le aseguré—. Lo entiendo perfectamente.

Sólo después caí en la cuenta de que Alice había dicho que Edward iba a ir a París también en un viaje relámpago. El segundo desde diciembre. En Nueva York pensamos que ir a París es toda una empresa, pero lo cierto es que si uno vive en Roma viene a ser como ir a Long Island. Un vuelo directo dura sólo dos horas, después de todo, y hoy en día no es nada caro. Recuerdo quedarme asombrado con mis amigos ingleses cuando volaban a Verbier o Gstaad para ir a esquiar el fin de semana. Para ellos eso estaba prácticamente al lado.

Estuve a punto de llamar a Bella para decirle que Edward también estaría en París, que fuese a verlo, pero cambié de opinión. Estaba seguro de que los dos tendrían planes y de que lo último que les apetecería hacer sería andar corriendo por París para intentar tomarse una copa con prisas. No hay nada más aburrido que tomar una copa por obligación, algo rápido, a media tarde, cuando la otra persona no para de mirar el reloj porque tiene que salir disparada para hacer otra cosa.

 

Cuando Edward vuelve de ese viaje a París es tarde. Entra en casa esperando que todo el mundo esté dormido, confiando en que sea así. Sólo hay una luz, en el salón, y va a apagarla. Pero en la habitación hay alguien. Alice, sentada, contemplando la negra noche romana, el fantasma de su rostro reflejado en la ventana. Delante, una copa de vino tinto.

—Pensé que estarías en la cama —dice él.

—¿Qué tal en París?

No lo mira, sigue de cara a la ventana, la voz neutra, contenida.

—Muy bien, ya sabes: es menos divertido cuando no se hace más que trabajar. Jamás creí que me fuera a aburrir en París, ¿sabes?

Ella no responde. Edward está en el centro de la habitación, no se acerca a ella como haría normalmente, barrunta el peligro como un animal.

Al cabo de unos instantes ella lo mira.

—Edward, ¿qué está pasando?

—¿A qué te refieres?

Se atreve a acercarse a ella, la mayor ofensa, sonriendo, las manos extendidas.

Alice se inclina hacia atrás, y la mano de Edward no llega a tocarle el hombro.

—No me toques.

—¿Qué ocurre?

Aún sentada, ella vuelve la cabeza para mirarlo. Edward nunca la ha visto tan enfadada. En su enfado no hay gritos, ni violencia, sino algo peor. Algo frío y duro y fulminante; sus ojos, dos trozos de cobalto.

—¿Estás teniendo una aventura?

—¿Cómo? Pues claro que no. —Intenta parecer sorprendido, como si la mera idea fuese ridícula—. ¿Por qué...?

—¡No me mientas! —chilla Alice, y se levanta de pronto, interrumpiéndolo. Un único dedo, el índice, extendido como un cuchillo—. Te lo advierto, no te atrevas a mentirme.

—¿Me podrías explicar a qué coño viene esto?

Ella le lanza una mirada iracunda.

—Nina Murray me escribió un correo electrónico. Me dijo que te vio en París la otra noche cenando con una chica.

Fue en un pequeño restaurante cerca del hotel. Recomendado por el conserje. Edward creyó ver una cara conocida en un grupo de norteamericanos que estaba en el otro extremo del restaurante. Ahora sabía que no se había equivocado. Nina Murray y su marido, Burt. Feúcha. Su hija iba a la clase de Johnny. Él apenas los conocía. Ella y Alice habían sido amigas.

—Es verdad, cené con Michelle, la directora de marketing de la editorial francesa —miente.

Ella lo mira serenamente.

—¿Sólo cenaste? ¿No te acuestas con ella?

—No, no me acuesto con ella. —Se sienta enfrente—. Te quiero.

—¿De veras? —pregunta Alice, ablandándose, queriendo creerlo—. Eso creía, pero últimamente no estoy tan segura.

Él le coge las manos.

—Lo siento. He sido muy egoísta, he estado viajando mucho, centrado en el libro. No pensé en lo duro que podía ser para ti y para Johnny.

Ella se retrepa en el asiento y suspira, retirando las manos.

—No sé qué pensar.

—Ya. Puede que no fuera tan buena idea venir a Roma. Cuando lo hablamos el año pasado me lo pareció, ¿sabes? Pero el libro no va bien, y tanto viaje me tiene lejos de ti mucho tiempo.

—Puede. Es sólo que desde que me escribió Nina llevo aquí sentada pensando que tienes una aventura y que todo tiene sentido. Has viajado mucho, y en casa estás irritable. ¿No es eso lo que hacen los hombres de tu edad? Pasados los cuarenta, se compran un deportivo, se tiran a veinteañeras y dejan a su mujer.

—No todos.

Alice parece a punto de echarse a llorar.

—Quizá tengas razón, quizá Roma no fuera buena idea. ¿Podemos hacer algo? ¿Podemos volver a Nueva York?

—Lo estudiaré por la mañana. Vamos, es tarde. Es hora de irse a la cama.

Le tiende la mano y ella la acepta, poniéndose de pie. En ese momento la quiere con toda su alma.

En la cama, hacen el amor. En silencio, con ternura, los besos de ella apasionados. Conocen bien el cuerpo del otro. Cuando terminan, él se limpia en el lavabo. Por primera vez en meses están abrazados, la cabeza de ella en el pecho desnudo de él. Edward se queda dormido. Alice cierra los ojos, pero permanece despierta un buen rato.

Capítulo 17: CAPÍTULO 9 Capítulo 19: CAPÍTULO 2

 
14443059 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios