INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54523
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 32: CAPÍTULO 7

CAPÍTULO  7

 

 

Vuelven a estar juntos, de nuevo en la casa de Long Island. Se oyen risas, música y voces. Es verano. El sol brilla, el cielo es azul. Están en el jardín, planeando ir de excursión a la playa o dar una cena, o simplemente leen. Navegando por la laguna, donde los domingos por la tarde hay regatas. Alice cocinando o en el jardín. Johnny jugando con un amigo. Ha crecido. Está más alto, delgado como su madre. Tiene su belleza.

Su enfermedad cardíaca ha desaparecido completamente. Como si nunca hubiera existido. Ahora juega al tenis. Le dejo usar mi cancha. Incluso hay algunas chicas, algo que da una vaga idea de lo que pasará dentro de unos años. Será irresistible. Las mujeres caerán rendidas a sus pies. Edward sale de casa, tiene buen aspecto. Terminó la novela. Fue otro éxito. Van a llevar al cine su último libro. ¿Quién más está? A ver, yo, por supuesto, feliz de ver unida de nuevo a mi segunda familia, reconfortado por el amor que comparten, satisfecho como un tío preferido; y también están Emmett y Rose, que lleva en brazos a su primer hijo.

¿Cómo pasó todo? ¿Cómo pasan las cosas? Se dieron cuenta de que se amaban demasiado. Y, como todas las parejas que de verdad son felices, sólo se sentían completos cuando estaban juntos. El dolor es transitorio. El amor, sin embargo, es eterno.

Edward y Johnny tomaron tierra, y Alice volvió de México. Cuando Edward llevó a Johnny a casa, Alice le invitó a pasar. Inspirada por el viaje, acababa de ir a comprar y estaba asando una pierna de cerdo. Preparando chile ancho relleno. ¿Le gustaría quedarse a cenar? Había cervezas frías en la nevera. Se sentaron a la mesa como tantas otras veces antes, el hecho de estar juntos era reconfortante como un abrigo viejo. Hubo risas. Alice les habló de México, del color que cobraba el mar al atardecer, de los loros en la jungla. Volvió con mantas indígenas, un sombrero mexicano para Johnny. Ellos le contaron la excursión en avión. Johnny presumió de sus conocimientos de reyes ingleses. «Jorge I —dijo— sucedió a la reina Ana. Era alemán.» Ellos aplaudieron y él sonrió, agradeciendo los aplausos, pero más feliz aún porque sus padres estaban juntos de nuevo.

Después de cenar acostaron a Johnny, como siempre hacían, con cuentos y un beso en la frente, y ellos se quedaron hablando hasta tarde, empapándose de los pensamientos del otro, riendo de pura dicha en presencia del otro. Hubo lágrimas, pero no recriminaciones, ni ira, ni miedo. No era necesario. Era como si sus vidas no hubieran cambiado. Cuando llegó la hora de irse a la cama, no cupo la menor duda de que Edward se quedaría. La siguió escalera arriba sin más, ella no esperaba menos. Hicieron el amor, despacio, convencidos, felices, como antes, como sólo pueden hacerlo dos personas que se quieren de verdad.

Y Edward ya no se fue. El amor lo pudo todo. Se hicieron mayores. Tuvieron perros. Johnny fue al colegio de Edward, luego a Yale. No jugó al hockey, pero eso le daba lo mismo a todos, a Edward el primero. Se le daban bien los idiomas, y pasó un trimestre en París, con amigos de la familia. En una ocasión fuimos todos a verlo y recorrimos en bicicleta el valle del Loira. Johnny hablaba italiano, español y francés, y estaba aprendiendo mandarín. Le interesaban las relaciones internacionales. Puede que incluso el Derecho.

Él y yo comíamos juntos varias veces al año. Yo subía a New Haven y almorzábamos en Mory’s o, cuando él se encontraba en Nueva York, en alguno de mis clubes. Todos los años, por Navidad, íbamos a ver una obra de teatro o un musical a Broadway, como cuando él era pequeño. Me encantaba que me hablara de su vida, de sus intereses. Además de su físico, ha heredado las pasiones y la naturaleza sensible de su madre, y de su padre el sentido del humor y la habilidad de hacer que todo parezca fácil. Es una combinación perfecta de los dos. No podría estar más orgulloso de él.

En primavera íbamos todos a esquiar una semana a Breckenridge. Los veranos los pasábamos en Long Island, y Johnny venía todo lo que podía, por lo general con alguna de una larga serie de chicas guapas, bronceadas, con los dientes blancos y el cabello color miel. Venían con nosotros a la playa, los pechos firmes apenas ocultos por los biquinis. Johnny, ágil y musculoso, la cicatriz del pecho sólo visible cuando se quitaba la camisa, manejaba una de las canoas. Aún echaban carreras a nado. Alice seguía ganando casi siempre, pero en una ocasión vi que Johnny se frenaba y supe que la estaba dejando ganar. Ahora era mucho más alto que ellos dos. Alice conservaba el tipo, pero Edward había engordado. Ambos tenían el pelo gris.

Después de graduarse, Johnny no se unió a los marines, como su padre, sino que pasó un año en Camboya dando clases en una aldea remota. Me mandaba correos electrónicos desde allí, describiendo a la gente, sus costumbres, su amabilidad. También me enviaba fotografías de él ayudando a construir un pozo, guiando un búfalo de agua, subido a una moto. Luego volvió y entró en la facultad de Derecho y en mi bufete, animado por mí, claro está. Era querido, e iba camino de convertirse en socio en un futuro no muy lejano. Sin embargo yo sabía que era demasiado inquieto para quedarse. Obedeciendo a instintos más nobles, se trasladó a Washington, donde entró a trabajar en el Departamento de Justicia. Allí fue donde conoció a Caroline, que acabaría siendo su esposa. Era inglesa, y trabajaba en la embajada británica.

Sus padres vinieron a Estados Unidos para conocer a Edward y a Alice, y pasaron un fin de semana en Long Island. Todo el mundo se llevó a las mil maravillas. El padre, Gerald, trabajaba en la City. La madre, Jilly, ama de casa, estaba emparentada con E. M. Forster y se interesaba por la literatura. Había leído los libros de Edward —para entonces ya había escrito cuatro— y se moría de ganas de conocerlo. Caro tenía dos hermanos: uno, oficial del regimiento de caballería Blues and Royals; el otro, aún estudiante en Cambridge. Vivían cerca de Eaton Square y tenían una residencia de fin de semana en Gloucestershire, una casa típica de los Cotswolds, esa comarca con las colinas de piedra caliza dorada, con vistas a un extenso valle verde. En agosto siempre veraneaban en la Toscana; en invierno salían de cacería.

Johnny y Caro se casaron en los Cotswolds, ante cientos de invitados. Asistieron muchos de los amigos de Johnny, junto con algunos amigos de Alice y Edward: Emmett y Ros, yo. Instalaron una gran carpa en el jardín. Corrió el champán. Los hombres iban de chaqué, las mujeres lucían sombrero. Alice estaba preciosa, con un vestido verde manzana que realzaba el azul de sus ojos. Era un pueblecito encantador. La recepción se celebró a escasa distancia de la iglesia, que era anterior a la conquista normanda. En el río había cisnes. Edward fue el padrino.

Veíamos menos a Johnny, pero era de esperar. Cuando llevaban dos años casados, Caro anunció en Acción de Gracias que estaba embarazada. Edward, con una sonrisa enorme, le dio unas palmaditas a su hijo en la espalda. Alice besó a Caro. El niño nació en mayo, y le pusieron por nombre Jasper Wakefield Cullen. Le siguieron dos más poco después: Madeleine y Gerry. A los tres les regalé sendas cucharas de oro grabadas con su nombre. Eran tres niños guapos y sanos.

Un año Johnny y Caro volvieron a Shanghái. Otro lo pasaron en Londres. Él ya no trabajaba en Justicia, había vuelto al bufete (donde a esas alturas yo ejercía de abogado consejero) en calidad de socio. Vivían en Nueva York, yo les regalé una casa señorial. Lo sé, fue un derroche absurdo, pero ¿qué otra cosa puedo hacer con el dinero? Además, como le dije a Johnny, algún día todo iría a parar a él de todas formas. Los niños empezaron a ir al colegio y, como hiciera en su día con Johnny, yo acudía diligentemente a todas sus obras de teatro, conciertos y partidos.

Alice y Edward siempre iban también. Aún se comportaban como amantes, nunca estaban muy lejos el uno del otro. Edward, el cabello aún abundante, blanco, seguía caminando con la ligereza y la soltura de un atleta entrado en años. Lo habían operado de la rodilla. Alice también tenía el pelo blanco. Se lo había cortado, ya no le llegaba por la espalda, pero conservaba el mismo brillo en los ojos. Tenía esa belleza delicada, como de pergamino, que sólo tienen algunas ancianas. Ella y Edward salían de viaje de vez en cuando. A Edward le pidieron que impartiera un seminario en Yale, fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Róterdam. Pronunciaba discursos en las graduaciones. No pasaron una sola noche separados.

Durante los primeros años, Johnny y Caro iban al campo los fines de semana y se quedaban con Alice y Edward, pero a medida que tuvieron más hijos y éstos fueron creciendo, se hizo evidente que la casa se quedaba pequeña. Tendría que haberlo pensado antes pero, después de hablarlo con Edward y Alice, les dije a Johnny y Caro que también les regalaba mi casa, además de un pequeño fondo que se destinaría a su mantenimiento. Nuevamente ellos pusieron objeciones, pero yo insistí y aduje que no tenía sentido que un hombre se paseara solo por una casa enorme cuando lo que ésta pedía a gritos era una familia con hijos.

Así que me fui a vivir con Alice y Edward, ocupando el que fuera el cuarto de Johnny. Me sentía muy a gusto y, francamente, más seguro. Si me hubiera caído por la escalera en mi casa, habría podido pasar perfectamente un día o dos antes de que alguien me encontrara.

Ahora soy viejo. Casi estoy calvo. Tengo que quitarme continuamente la caspa de los hombros. Mi oído no es el que era, y hay muchas otras cosas que tampoco funcionan tan bien como antes. Soy uno de esos ancianos que llenan sus días yendo al médico. Me paso por el despacho cada mañana, pero cada vez tengo menos que hacer. Principalmente ejerzo de asesor. Todavía asisto a algunas juntas. Formo parte del comité que gestiona la biblioteca de uno de mis clubes. Me sigo tomando un martini todas las noches, aunque me han dicho que no me conviene. Alice y yo salimos a dar largos paseos. No tan largos como en su día, pero nos basta. Ahora se ayuda de un bastón, un bastón elegante, con la empuñadura de oro, que fue de su bisabuelo, el terrateniente. Y estemos en el campo o en la ciudad, por la noche me voy a la cama feliz y contento. No me arrepiento de nada. He conocido el amor, he tenido la suerte de vivirlo casi todos los días de mi vida. No podría ser más feliz.

Si no fuera porque nada de esto es verdad.

Capítulo 31: CAPÍTULO 6 Capítulo 33: CAPÍTULO 8

 
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