INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54509
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 12: CAPÍTULO 4

 CAPÍTULO 4

          Bella  ya está cuando él entra en el restaurante. Ya ha oscurecido. Se levanta, bella, expectante, y le dice al oído:

—Las ostras pueden esperar, pero yo no. Ven conmigo.

Baja una escalera y él la sigue. Los aseos son amplios. En la puerta hay un cerrojo. Bella lo abraza como si quisiera compensar el tiempo perdido, una mano lo atrae hacia sí, la otra va directa a su cremallera. «No llevo bragas», musita al tiempo que se levanta el vestido. Ya está húmeda. Él la coge, la pone contra la pared, las manos de ella asiendo sus hombros, las manos de él se abren paso más abajo, ella profiere jadeos entrecortados, agudos, los ojos cerrados, la boca tapada para no gritar.

Vuelven a su mesa, las mejillas encendidas, compartiendo secretos en silencio. El camarero se acerca para tomarles nota de las bebidas.

Ella se adelanta y pregunta con aire cómplice:

—¿Crees que lo sabe?

Edward se retrepa en su silla y lenta, teatralmente, empieza a inspeccionar la sala, una ceja más alta que la otra. Ella suelta una risita.

—Sí, sin duda —responde—. Todo el mundo lo sabe. Se le nota en la cara. Intentan ser discretos, claro.

—Claro.

—Por eso nadie nos mira, y el camarero nos trata como a cualquier otro cliente. Pero se nota.

Ella asiente, reprimiendo la risa.

—Tienes razón, se nota.

—Podríamos tener perfectamente un neón sobre la mesa que pusiera: «Se lo acaban de montar en el baño.»

—Es de lo más violento. ¿Cómo vamos a superarlo?

—Demostrándoles que somos mejores que todo eso. Que estamos por encima de las circunstancias.

—O podríamos repetirlo —propone ella con lasciva.

El camarero vuelve con las bebidas. Dos martinis.

—Madre mía, eres insaciable. ¿Puedo tomarme una copa antes al menos?

—Te la has ganado. —Su mano está debajo de la mesa, apoyada en el muslo de él.

Miran la carta.

—¿Qué vas a tomar? —pregunta ella.

—Sé que empezaré por las ostras.

—Más te vale.

—¿Cuántas crees que debería pedir?

—¿Habrá una especie de fórmula matemática? ¿Como cuántas ostras se queman por orgasmo? ¿Una docena de ostras por orgasmo? Si tomaras cinco docenas de ostras, ¿significaría que podrías tener cinco orgasmos?

—Pues no tengo ni idea. Aunque no sé si podría comerme cinco docenas de ostras.

—La verdad es que sí que parecen muchas. ¿Te las tienes que comer todas de una sentada o las puedes repartir a lo largo de la noche? Algo así como te comes una docena y follas; te comes otra, y follas otra vez...

—Una pregunta excelente.

—Desde luego parece más práctico que meterse cincuenta ostras de golpe. ¿Y si sólo tuvieras un orgasmo inmenso y ya? Cincuenta ostras, bum, listo.

—¿Y si fuera el mayor orgasmo de la historia del mundo? Cincuenta ostras podrían ser una auténtica bomba. ¿No preferirías tener un orgasmo increíble, revolucionario, trascendental, en vez de un puñado de pequeños orgasmos?

—Hum... Creo que preferiría una sucesión de orgasmos pequeños, ¿sabes? Porque nada más tener el orgasmo más increíble de mi vida, en cuestión de minutos querría hacerlo otra vez, pero estaría demasiado agotado. O lo estarías tú.

—Tienes razón. Las mujeres no necesitan ostras.

—Tendríamos que preguntarle a un médico para averiguar cuál es la proporción adecuada.

—O a un ostricultor.

—No, mejor a la mujer de un ostricultor.

Llovizna cuando salen del restaurante. El otoño está más avanzado en Nueva York que en Roma. La mayoría de las hojas ha caído ya. Ella se abraza a él con fuerza, y Edward afloja el paso para adaptarse a sus piernas, más cortas. Es una ciudad nueva para los dos. Las luces brillan sólo para ellos.

Paran a tomar una copa en un bar cerca del piso de ella, pero después de pedir, ella dice:

—La verdad es que no me apetece. Creía que sí porque a ti te apetecía, pero lo que de verdad me apetece eres tú. ¿Te importa si nos vamos?

—Pues vámonos —contesta él, y deja unos billetes junto a las bebidas, intactas.

Arriba, en el dormitorio tenuemente iluminado, él se sitúa tras ella.

—Quiero que me desnudes —pide Bella.

Él le baja la cremallera del vestido despacio, le quita primero una manga, luego la otra, hasta que la prenda cae al suelo. Lleva un sujetador de color rosa palo que él le desabrocha con delicadeza. Después, lentamente, como un suplicante, da la vuelta y se arrodilla ante ella, acariciándole el vientre con la nariz. Le da la vuelta para sentarla en la cama y la descalza. Desnuda, ella se pone de pie, de cara a él.

—Tócame —musita.

Él obedece, le acaricia los pechos, la espalda, los brazos, entre las piernas.

—Bésame —pide.

—Ahora desvísteme tú —dice él.

Bella le quita la corbata prestada, la desliza por su cuello, y, cogiéndola con las dos manos, se la pasa por el cuerpo, arriba y abajo. Luego le echa el lazo con ella y la utiliza para atraerlo. De puntillas, lo besa dulcemente en la boca antes de tirar la corbata entre risas. Le desabrocha la camisa y va bajando la mano por el vello del pecho, besándolo y lamiéndolo hasta detenerse en su ombligo. Lo rodea, le quita una manga de la camisa, luego la otra, hasta situarse detrás de él, sus manos ciñen su cintura para aflojarle el cinturón.

—No te muevas —le susurra—. Yo lo hago.

Le baja los pantalones, le besa y le lame la cara posterior de las piernas, y a continuación su mano se cuela en sus calzoncillos y siente su miembro tenso contra la tela. Mueve la mano arriba y abajo, despacio, y después le baja los calzoncillos.

—¡Dios! —exclama él.

Todavía detrás, le quita un zapato, el otro, se deshace del pantalón. Luego lo gira para tenerlo de frente y lo toma en la boca, despacio, despacio, subiendo y bajando, jugando, levantando la vista para mirarlo.

Como si fuera el momento indicado, él retrocede y le da la vuelta, Bella queda de cara a la cama. Se echa hacia adelante y descansa su peso en los antebrazos y las pantorrillas. Él la penetra desde atrás, y cuando está completamente dentro, ella se estremece y grita. Él se mira mientras entra y sale de ella, fascinado con ese movimiento tan primario. Le mira la espalda, sus manos en las caderas de ella, que gime, y se cierra como un puño. Quiere estar en ella en todas partes a la vez, sentir lo que ella siente, experimentar lo que ella experimenta. Está lo más cerca que se puede estar de otra persona, y así y todo no le basta. La pone de lado, la pierna derecha en el aire, la mano derecha de él tras su cabeza, la izquierda en el pecho. Están frente a frente. Ahora son iguales. Sin querer, él se sale y, con una risa cariñosa, ella lo devuelve a su sitio.

—Me encanta tenerte dentro —dice.

Se vuelve boca abajo, y él la penetra profundamente, arqueando la espalda, más y más, y más y más dentro. Ella abre mucho los ojos mientras se agarra a la colcha repitiendo «Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío», hasta que su voz se pierde en un «ah ah ah ah ah ah» a medida que él va más y más de prisa, y ella pugna por respirar, la cara contra la cama hasta que los dos lanzan un grito que más parece de dolor que de placer.

Después ella va al cuarto de baño. Cuando vuelve, pregunta:

—¿De verdad tienes que irte mañana?

—Sí. Ya tengo el billete.

—No quiero que te vayas —afirma ella, cogiéndole la mano—. Ahora que te he encontrado, no quiero que te marches. ¿No podrías quedarte unos días más?

—No lo sé. No es tan fácil. Alice... —Es la primera vez que la menciona—. Me espera.

Bella suspira.

—Lo sé.

Ninguno de los dos dice nada.

—¿Cuándo podrás volver?

—No lo sé.

—¿Y si dijeras que tienes que irle a echar un vistazo a algo de la casa de la playa?

—Tenemos a un hombre que se ocupa de ella. Si hubiera algún problema, llamaría.

Ella se aparta.

—Así que te vas. Y no puedo hacer nada para que te quedes.

—No es que no quiera. —Él le pone la mano en la espalda.

—¿Qué vamos a hacer? —A Bella le tiembla la voz—. ¿Es todo? ¿Te tengo unos días y luego todo vuelve a la normalidad?

—No lo sé.

Ella se vuelve hacia él.

—Sé que no lo sabes —responde—. Ninguno de los dos lo sabe. Pero ahora las cosas son distintas. Tú lo sabes y yo lo sé. No estoy intentando destrozar tu matrimonio, espero que lo entiendas. Quiero a Alice, pero te quiero más a ti. Y no soporto la idea de no verte, de no abrazarte.

—¿Qué motivo podría dar? Necesito un motivo.

—¿Necesitas más motivo que una chica que te quiere matar a polvos? —contesta ella entre risas.

—Es un motivo bastante bueno. —Edward sonríe y la besa en el hombro.

—¿Lo harás?

—Ya veremos. Hablaré con la agencia de viajes.

—Yo diré en la oficina que me he puesto mala.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Me gustaría ir a la playa. Nunca he ido en esta época.

—Está preciosa, mucho más tranquila. No hay nadie. Sobre todo entre semana.

—Podemos hacer un picnic.

—Lo que no podemos es quedarnos en casa. No hay agua, está todo cerrado.

—No hace falta. Podemos quedarnos en el hostal. O volver a la ciudad. Sería una aventura.

A la mañana siguiente Edward llama a Alice desde la habitación de su hotel.

—Me ha surgido algo —afirma—. Necesito quedarme un día más, ¿te importa?

Ella parece decepcionada.

—No, claro. Johnny tenía muchas ganas de que volvieras. Te ha hecho una pancarta en el colegio. En italiano.

—Ya me la dará. Estaré de vuelta el sábado, no es tanto tiempo.

Después de colgar, se sienta junto al teléfono, se queda mirándolo. Por un momento se plantea llamar de nuevo para decir que al final ha decidido volver. Que no se queda. Que los echa de menos y tiene muchas ganas de verlos. Que todo ha sido un gran error. Una broma. Pero entonces suena el teléfono, y, sobresaltado, lo coge.

—Señor Cullen —dice la voz—, lo llamo de recepción. Su asistente me ha pedido que le diga que ha llegado. Lo espera en el coche.

—Ah, sí —responde él—. Gracias. Ahora mismo bajo.

Cierra la puerta al salir. Si había alguna oportunidad de dar marcha atrás, ha pasado.

 

Capítulo 11: CAPÍTULO 3 Capítulo 13: CAPÍTULO 5

 
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