INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54506
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 25: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO  8

 

Edward deambula por las calles. Se para en los escaparates, se toma un café, de vez en cuando una copa, curiosea en librerías. Es un hombre a la deriva. Por primera vez en su vida no sabe adónde ir. Va sin rumbo, vacío. Yo reconstruí todos estos hechos más tarde.

Pasa por delante del edificio donde vive Bella. No es la primera vez. Durante el día. Sabe que ella no está. Es imposible que salga en ese momento. Está en el trabajo. Por eso se encuentra él allí. Repite palabras mentalmente. Lo que le dirá. Los distintos argumentos: Lo siento. No puedo seguir con esto. Tenías razón. Vámonos de aquí. A algún lugar de México donde nadie nos pueda encontrar. A Panamá. Tengo que quedarme con mi hijo. Quiero a mi mujer. Te quiero. No sé qué hacer. No he estado tan confundido en toda mi vida. Perdonadme. Una de las dos. Las dos.

Ha ido allí a diario, le tranquiliza saber que nadie lo ha visto. La única persona que lo reconoce es el hombre del delicatessen. Ojos de azteca, un diente de oro. Dos sobrecitos de azúcar, sin leche. Luego da una vuelta a la manzana, y una más, siempre mirando a su ventana. Recordando lo que pasó en esa habitación, en esa cama. Atesorándolo en su cabeza. Preguntándose adónde ha ido a parar su vida. Todavía hace frío. Los árboles están desnudos, los edificios son grises. Montones de nieve endurecida, negruzca, se aferran a la acera con obstinación. Cada día hace esa peregrinación. Ahora no tiene a nadie. Nadie lo quiere. No tiene a nadie que lo una a ella. Te necesito. Necesito a alguien. Pero no a cualquiera. No es así como piensa. Necesita cariño, amor, aprobación, perdón.

Una de las veces que se encuentra allí cree verla y le entra el pánico, no sabe qué hacer o decir. Pero no es ella. Sabe que si quiere verla, no tiene más que ir antes. Pero ésa no es la razón de que se encuentre allí. En cierto modo le basta con ver el edificio. Es como un juego de azar: destapo una carta, pero ¿cuáles son las probabilidades? Está siendo un cobarde. Empiezo a odiarlo.

Cuando por fin la llama, lo hace de repente.

—Hola, soy yo.

Bella está en el trabajo.

—¿Edward?

—Sí.

—Gracias a Dios. Estaba muy preocupada. ¿Te encuentras bien? ¿Cómo estás? ¿Dónde estás?

Él estaba preparado para recibir un ataque de ira. El hecho de que no sea así lo sorprende, le infunde valor.

—Estoy bien —afirma—. En Nueva York. ¿Y tú?

—¿Puedo verte?

—Me gustaría.

—¿Esta noche?

—Esta noche no puedo. Salgo con Johnny.

—¿Mañana?

—Mañana.

—Ven a mi casa a las ocho.

La noche siguiente vuelve a esa calle tan familiar. Ese día no ha ido. Son las ocho y pocos minutos. Esta vez, en lugar de pasar por la acera de enfrente, sube el pequeño tramo de escaleras y llama al portero automático. Se oye un zumbido al momento y él empuja la puerta. Sube la escalera que tan bien conoce.

Bella espera en la puerta. ¿Cómo la saluda? ¿Bromea? ¿Le da un beso educado? ¿La abraza? Momentos como ése son cruciales, lo dicen todo. Si fuera yo, optaría por el beso educado. Pero no es el caso. Nunca lo será.

Es un momento de confusión. Ninguno de los dos sabe lo que piensa el otro. Se hallan en la puerta, ni dentro ni fuera. Recuerdos del cuerpo de ella. Aliento compartido. Las manos de él. Una atracción intensa, innegable.

Bella la abraza, sin decir nada. Recuerda su olor, el tacto de su pelo. Los latidos de su corazón. Bella lo abraza con fuerza, sumergiéndose en él. Imposible saber si es una bienvenida o un adiós.

La boca de Bella encuentra la suya. Sus labios se unen. De nuevo él no se puede resistir.

—Dios mío, cuánto te he echado de menos —asegura ella.

—Y yo a ti.

La ropa desaparece, los propósitos se van al traste. Es demasiado para él. Sucumbe. Tampoco ella estaba segura de cómo reaccionaría. Ha estado enfadada con él, dolida por su ausencia. Sintiéndose una idiota; peor, una puta. De todo esto yo me entero mucho después, cuando ella me lo cuenta.

Después están en la cama. Edward habla. Le cuenta lo que ha sido de su vida, de todas nuestras vidas. La ira de Alice, su huida de Roma, la decisión que ha tomado.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Bella.

—No lo sé. No estoy seguro de que Alice quiera que haga algo. No creo que quiera que luche por ella. Creo que me quiere fuera de su vida.

—¿Y tú? ¿Quieres salir de su vida?

—No. Hay demasiadas cosas. Demasiados años. Johnny. Ella nunca saldrá de mi vida. Sería imposible.

—¿Todavía la quieres?

—Claro. Nunca he dejado, ni dejaré, de quererla.

Bella cierra los ojos.

—Y a mí, ¿me quieres?

—Sí. Os quiero a las dos. ¿Está mal?

—Por lo visto Alice cree que sí.

—¿Y tú?

—Nunca te he pedido que me quisieras sólo a mí. Nunca he querido competir con Alice. Te quería tanto que quería que tú me quisieras también, aunque fuese un poco.

Edward la atrae hacia sí con delicadeza y la besa en la frente.

—Te quiero más que eso —afirma.

Por la mañana él se despierta primero. Es sábado. Cae algo de nieve, los copos se derriten al entrar en contacto con el suelo. Bella duerme desnuda a su lado, roncando con suavidad, las manos bajo la cabeza. No quiere despertarla, así que se queda tumbado. Más tarde saldrán a desayunar. Lo normal sería que se levantara y fuese a la cocina, preparara café y después se fuera a trabajar al despacho, pero ya nada es normal. En pocas semanas todo se ha trastocado. Ya no tiene el despacho de Roma, ni el de Nueva York. Su antigua vida es un sueño. Él, un exiliado. En el piso que ha alquilado, un quinto, descansa su ordenador portátil, que casi no ha tocado, en la mesita de la cocina. Dentro hay una novela a la que a veces se muestra reacio a volver. Han cambiado demasiadas cosas, demasiadas de sus circunstancias.

¿Le sorprende verse allí? La mujer que tiene al lado no es su esposa, no es la madre de su hijo. Y así y todo... Y así y todo hay algo en ella tan importante que está dispuesto a tirarlo todo por la borda. ¿Es ella? ¿O es algo que quiere ver en ella? Sí, es guapa, pero tanto como Alice. Sí, es lista, pero Alice es sabia. ¿Será igual de generosa? ¿De amable? ¿De indómita? Sé que es más joven, está menos acostumbrada a la familiaridad que nace de dos décadas de matrimonio. Ella no ha oído todas sus bromas, no conoce todos sus estados de ánimo ni sus anécdotas. Para ella él es un país aún por descubrir, donde hasta los quehaceres y rituales más rutinarios parecen emocionantes.

Y ¿por qué lo ha escogido ella? Puede que sea joven, pero no es una niña. Es ambiciosa, eso está claro. Hay muchos otros hombres que habrían ocupado con gusto el lugar de Edward en su cama. Una parte importante tuvo que ver con la oportunidad. ¿A cuántos escritores galardonados conoce? Para ella ése era el primer círculo, la mesa principal. No le bastaba con estar con un hombre rico. Eso se lo enseñó Jacob. No, probó esa mercancía y se dio cuenta de que era deficiente. No quería ser un mero apéndice. Tenía sus propios sueños.

Entonces conoció a Edward. Todavía atractivo. Alegre. Con éxito, respetado. ¿Cómo no iba a enamorarse de él? Era todo lo que ella quería. Se armaría un pequeño escándalo si dejaba a su mujer por ella, pero en los círculos literarios esas cosas eran habituales, y las antipatías no tardarían en apagarse. Estar con él daría un brillo nuevo a su carrera: las cenas, las puertas abiertas. Tal vez incluso escribiera ella una novela. Serían felices juntos, ella lo veía. Hasta empezó a preguntarse qué dirían de ella algún día en la biografía de Edward. ¿Qué opinaría la Historia de ella? Destrozahogares, compañera, querida, salvadora o quizá sólo una nota a pie de página antes de que él la dejara por otra mujer.

Pero eso aún es sólo una fantasía. Necesita que él suelte amarras. Ésa no era su intención en un principio, pero ahora parece la única salida. Sólo así podrán ser felices tanto Edward como ella.

En uno de los asientos de la cafetería del barrio, Bella pregunta:

—¿Sabe algo Alice de mí?

—No. No ha preguntado, y yo no le he dicho nada.

—¿Se lo dirías?

—¿Quieres que lo haga?

Ella se para a pensar un instante. ¿Sería así su vida? ¿Sentada frente a él cada mañana, viéndolo beberse el café, comerse los huevos? Se pone tabasco, ella lo recuerda.

—No lo sé —responde—. No quiero que mientas si te pregunta.

—No, ya ha habido bastantes mentiras.

—Deja que sea yo quien se lo diga.

Edward la mira fijamente.

—No lo dirás en serio.

—Pues sí. No quiero que te odie más de lo que ya te odia. Yo también me merezco parte de ese odio.

—No, tengo que decírselo yo.

—Escúchame, tiene sentido. Puede que incluso mejore las cosas. Si voy a verla y soy sincera con ella, quizá le siente mal, pero sabrá apreciar la verdad.

Edward le coge las manos.

—Gracias, pero no. Jamás te pediría que hicieras eso. Ni siquiera quiero que lo hagas. Sería una cobardía. Es mi responsabilidad. Cuando llegue el momento, se lo diré, pero no antes. Entiéndelo, por favor.

Bella asiente.

—Lo entiendo.

Una semana después Bella llama a la puerta de Alice. Llueve a cántaros. La clase de lluvia que hace que el paraguas no sirva de nada. Sabe que Edward se enfadará cuando se entere, pero es demasiado tarde. No volvió a sacar el tema durante el fin de semana. Permaneció a la espera para ver qué haría él. Si lo haría. Cuando tuvo claro que no, decidió que tenía que intervenir.

Está nerviosa. Vacila al acercarse. Por un instante está a punto de dar media vuelta y salir corriendo. Habría sido fácil inventar una excusa. Me ha surgido algo en el trabajo. Otra vez será, ¿te parece?

La puerta se abre.

—Bella —dice Alice, al tiempo que le da un beso en la mejilla—. Pasa. Pobrecita, estás empapada.

Bella entra.

—Anda, dame eso —dice Alice. Ayuda a Bella a quitarse el abrigo y lo cuelga en el perchero—. No me puedo creer que haya pasado tanto tiempo. Estás guapísima. Me encanta ese corte de pelo.

Bella se ruboriza y sonríe.

—Gracias. No me acordaba de que no lo habías visto.

—Me hizo mucha ilusión que llamaras.

—Gracias por dejarme venir.

—Vamos, no seas tonta. Es justo lo que necesitaba. Me alegro mucho de verte. —Alice se mete en la cocina—. ¿Quieres un café? ¿O prefieres té?

—Un té estaría bien.

—Sólo será un momento. Ponte cómoda.

Bella permanece de pie.

—Me encanta tu casa.

—Gracias. Es una pena que haga tan mal tiempo. Cuando hace bueno, se está de maravilla en el jardín.

—¿Qué tal Johnny?

—Muy bien. Parece contento de haber vuelto a Nueva York. Tiene su cuarto, a sus amigos. Ya sabes cómo son los niños. Listo. —Alice sale con una bandejita de plata en la que ha dispuesto una tetera de porcelana, dos tazas a juego, una jarrita para la leche y un azucarero. Alice tiene un montón de porcelana preciosa que heredó de su abuela. ¿Sacó la de Spode? Creo que sí—. Espero que el Lapsang te guste. Parece indicado para una tarde así.

Sirve el té, y su aroma ahumado inunda la habitación. Bella agradece la distracción. La mano le tiembla cuando coge la delicada taza. Están en el salón. Fuera, la lluvia repiquetea sobre el cristal, tamborilea sobre las piedras. A Bella la impresiona nuevamente la belleza de Alice, su porte. Su dignidad. Hace que se sienta insignificante. Doblemente, ahora.

—Bueno, y tú, Bella, ¿qué me cuentas? —pregunta Alice—. ¿Cómo estás?

—Muy bien. En el trabajo bien, me han ascendido. Más dinero. Me permitió irme a vivir sola en un piso.

—Es verdad, Jasper me comentó algo. Dijo que se tomó una copa contigo en otoño.

—Quedamos en volver a vernos en primavera, pero surgió algo. ¿Qué tal está?

—Como siempre, el pobre. ¿Y el amor? ¿Alguna novedad en ese frente?

—Ha sido complicado.

—Eso me lo creo. Pero ¿acaso no lo es siempre? —Alice se echa a reír—. Dicho sea de paso, no sé si ya lo sabrás, pero Edward y yo nos hemos separado.

Bella asiente.

—Sí, lo sé. Y no sabes cómo lo siento.

—Gracias. No ha sido fácil.

Bella respira hondo.

—Alice, hay algo que quiero contarte. Por eso he venido a verte.

—¿De qué se trata?

—No sé cómo decirlo, así que lo voy a soltar sin más.

Alie frunce el ceño.

—Que vas a soltar, ¿qué?

—Dios mío, lo siento tanto. Tanto... —Bella suspira.

A Alice se le eriza el vello de la nuca. Sabe lo que va a decir Bella casi antes de que lo diga, y cierra los ojos. No quiere oírlo. Es demasiado.

—Alice, Alice. Soy yo —continúa Bella—. Soy yo la que lo ha estropeado todo. Soy yo la que está con Edward. Lo siento mucho.

Oír las palabras es peor incluso que imaginarlas. Alice palidece, se le tensa la mandíbula. Se queda sentada sin mover un músculo, en silencio, anonadada. Bella se echa hacia adelante, temerosa, nerviosa. Empequeñeciendo.

—¿Qué has dicho? —pregunta Alice al cabo.

—Soy yo —contesta ella, apenas se la oye.

—El vestido de París, ¿te lo compró a ti?

Bella asiente y se sorbe la nariz.

—Sí.

—¿Y todos esos viajes?

—Sí.

Alice coge aire, la vista clavada en un punto de la pared. ¿Cómo reaccionar a algo así? El descaro de la traición, su enormidad. Atenta contra todas las leyes de la naturaleza. Es la clase de confesión que lleva a la ira. No, peor, al asesinato. Una mancha que lo impregna todo. Sin embargo, Alice no abofetea a Bella. No grita, no levanta la voz. Es una mujer que sabe aguantar una paliza, que sabe cómo no darle al que inflige los golpes esa satisfacción, por fuertes que sean los correazos. Con voz comedida, pregunta:

—¿Lo quieres?

—Sí.

Bella asiente de nuevo, sin atreverse a mirar a los ojos a Alice.

—Ya. Y él, ¿te quiere?

—No lo sé. Creo que sí.

El amor es, naturalmente, peor incluso que el sexo. El sexo no es más que una traición del cuerpo. El amor, del corazón.

Alice se levanta, se acerca a una mesita que hay en el otro extremo de la habitación y saca un paquete de tabaco de un cajón. La mano le tiembla un tanto al encenderse un cigarro. Da unas caladas, de espaldas a Bella, mirando al jardín, viendo gotear la lluvia de las ramas. Los brazos cruzados, se vuelve hacia Bella y pregunta:

—¿Cuándo pasó?

Bella se suena en la servilleta, sigue evitando la mirada de Alice.

—En otoño, cuando Edward vino a Nueva York. Coincidimos en una fiesta, yo le invité a subir a mi casa para tomar una copa y...

Alice levanta la mano.

—Gracias, es suficiente. Creo que no quiero oír más. Tan sólo quiero hacerte una última pregunta. ¿Por qué me cuentas todo esto?

—Porque quería que supieras cuánto lo siento y que Edward te seguirá queriendo aunque os divorciéis. No sabe que he venido. Si lo supiera, se pondría furioso.

—¿Lo has visto? —inquiere Alice con voz entrecortada. Si pensaba que no podía llevarse más sorpresas, se equivocaba.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Este fin de semana.

—¿Te acostaste con él?

Bella vacila, y acto seguido hace un gesto afirmativo.

—Sí.

Alice cierra los ojos.

—Ya.

Bella permanece a la expectativa. Aguardando. Las lágrimas humedeciéndole las mejillas.

—Bella, gracias por venir. No puedo decir que me alegre oír lo que me has contado, pero admiro tu valor. No sé qué esperabas de mí, y siento decepcionarte si pensabas que me pondría histérica o empezaría a insultarte o a tirarte cosas.

—No, la...

—Por favor, déjame terminar. Lo que sí quiero decir es lo mucho que me entristece que hayas traicionado así nuestra amistad. Cuando entraste en nuestras vidas, el verano pasado, creí que eras una persona muy diferente de la que has resultado ser. Te acogí, te acogimos, y así es como nos lo pagas. No sé cómo puedes vivir con esto sobre tu conciencia, no lo sé.

—Alice...

—Creo que será mejor que te vayas. Ya me tragué tus lágrimas una vez. Por favor, no me insultes más pensando que voy a picar de nuevo.

Va hacia la puerta. Bella la sigue.

—Alice, no..., no sabía qué esperar de venir aquí, pero confiaba en que al menos intentases perdonar a Edward y no odiarme a mí.

—No creo que pueda prometerte ninguna de esas dos cosas. Y ahora, por favor, vete.

 

Voy a verla esa tarde. Alice me llamó para que fuera, hecha una furia.

—¡La muy zorra! —gritó por teléfono—. ¡La muy zorra!

Cuando llego ya está borracha, en la encimera de la cocina una botella de vodka. Charcos de hielo derretido. Es difícil saber cuándo ha empezado. Probablemente no mucho después de que se fuera Bella.

Está llorando. Me cuenta la conversación, la bandeja del té aún en la mesa de cristal de Mies Van der Rohe del salón. Veo que han tirado una taza. Los restos, un montoncito caro en el suelo. Moquea, tiene saliva en la boca, la cara mojada por las lágrimas. La conozco desde hace años y nunca la había visto así. Le ofrezco mi pañuelo. Lo coge y se lo queda.

—Iré a ver si Johnny está en la cama —le digo.

Ella hace un gesto con la mano, incapaz de hablar.

Subo. Gloria está con Johnny, leyéndole un cuento antes de dormirse.

—Hola, muchacho —lo saludo—. Mamá me ha pedido que te dé las buenas noches de su parte y que te diga que te quiere.

—¿Qué le pasa a mamá?

—Nada. Esta noche está algo cansada.

—¿Por papá?

—No —respondo con una risilla—. Ya te lo he dicho, sólo está cansada. —Me inclino y le doy un beso en la frente. Está claro que no me cree. Así es como los niños aprenden a no fiarse de los adultos—. Te verá por la mañana. Que duermas bien.

—Buenas noches, tío Jazz.

Le doy las buenas noches a Gloria con un movimiento de cabeza y me voy.

Abajo Alice está fumando. Preparo dos copas.

—Más te vale que no hayas venido pensando en comer —me advierte—. La comida interfiere con el alcohol. Que le den. No voy a volver a cocinar en la puta vida. Vivo en Nueva York. Puedo pedir lo que quiera cuando quiera. Comida tailandesa o mexicana o lo que te dé la puta gana. Sólo hace falta un teléfono y una tarjeta de crédito y un pobre desgraciado te lo trae en bicicleta hasta la puerta. Cocinar es de idiotas. He tardado años, pero por fin me he dado cuenta. ¿Ves todos esos putos cacharros? Pues los voy a vender. Y los libros de cocina los voy a regalar. ¿Qué me dices, Jazz? ¿Quieres un puto libro de cocina? Elige el que más te guste. Los tengo a montones: de cocina francesa, italiana, griega, americana..., nouvelle, haute cuisine. Di uno y seguro que lo tengo. Si empecé a hacerlo fue sólo por Edward. Parecía encantado.

—No, gracias —le digo.

—Buenas noches, señora. Buenas noches, señor Jasper —se despide Gloria alrededor de un cuarto de hora más tarde. Lleva puesto el abrigo. Son casi las nueve.

—Buenas noches, Gloria —responde alegremente Alice—. Hasta mañana. Y gracias por todo.

Después de que Gloria cierre la puerta y eche la llave, Alice suelta:

—Lo que no entiendo es por qué ella.

Sé a qué se refiere. Lleva siendo un tema recurrente en la conversación toda la tarde, pues Alice aborda el asunto desde distintos ángulos.

—Me refiero a que estábamos en Roma, donde había todas esas italianas increíbles a las que se podría haber tirado, pero en vez de eso la elige a ella. No le veo el sentido.

No digo nada. Necesita hablarlo. Lo que más le duele es la doble traición.

—Mírame, Jasper. A ver, no estoy mal para mi edad, ¿no? Las tetas todavía no se me han caído demasiado, tengo el culo bastante bien y los brazos aún no se me han descolgado, gracias a Dios.

—Eres preciosa, Alice. Y no deberías preocuparte por eso.

—Entonces ¿por qué debería preocuparme? ¿Eh?

—Desde mi punto de vista, por nada.

Me sonríe y me pone la mano en la mía.

—Gracias, Jasper. El bueno de Jasper. Siempre has estado cuando te he necesitado.

—Y siempre lo estaré.

Me da unas palmaditas en la mano.

—¿Sabes qué? Creo que estoy un pelín borracha.

—Sólo un pelín.

—Creo que me voy a la cama.

—Buena idea.

Hace ademán de levantarse, pero da un traspié.

—Huuy —dice con una ancha sonrisa—. Puede que necesite que me ayudes a subir la escalera.

Me pongo de pie y ella me rodea el cuello con el brazo. Sólo soy un poco más alto que ella. Uno ochenta con un buen par de zapatos.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, pero no te muevas o me caeré de bruces.

La ayudo a subir la escalera y a meterse en la cama. Mientras tanto, ella no para de reírse.

—Tengo que ir al baño —afirma entre risas—. Espérame aquí. —La acompaño hasta el cuarto de baño y sale poco después, acaba de tirar de la cadena—. Mucho mejor —asegura—. Lista para que me des las buenas noches.

Le retiro la sábana y ella se tira en la cama.

—¿Me ayudas con los zapatos, Jasper?

Le quito los zapatos. Ella se desabrocha los pantalones.

—Ahora los pantalones.

—No creo que...

—Ah, vamos, no te cortes. Méteme en la cama como Dios manda. Me merezco que me mimen un poco, ¿no?

La intimidad del momento me abruma. No miro cuando le quito los pantalones, consciente de mi deseo. Así y todo no puedo evitar entrever una tira de ropa interior antes de que meta las piernas bajo la sábana.

—¿Quieres agua? —le pregunto.

—Sí, por favor.

Voy al cuarto de baño y vuelvo al poco con un vaso de agua. Alice no se ha dormido aún.

—Todo me da vueltas —comenta—. Mierda. No me pasaba esto desde la facultad.

—Túmbate boca arriba y apoya un pie en el suelo —le aconsejo.

Ella obedece.

—Así mejor. Joder, no. Creo que voy a vomitar.

Se levanta, me aparta y va al cuarto de baño haciendo eses. Rebota contra el armario y cierra de un portazo. Espero unos minutos y llamo.

—¿Estás bien?

Oigo la cadena y un quejido. Preocupado, abro la puerta. Alice está hecha un ovillo al pie de la taza.

—Creo que esta noche me voy a quedar a dormir aquí.

La idea me horroriza.

—De eso nada —le digo—. Arriba.

—No. Me quedo aquí.

—Y yo te digo que no. Me niego a dejarte así. Vamos. —La cojo por los hombros e intento levantarla, pero pesa demasiado. O yo no soy lo bastante fuerte. En cualquier caso, sigue en el suelo—. Alice, no te voy a dejar ahí.

—Y ¿qué piensas hacer?

Recuerdo cuando me plantaba cara de pequeños, ella encaramada a la rama más alta, amenazando con saltar, y yo suplicándole que no lo hiciera. Una vez saltó y se rompió una pierna. Tuve que ir corriendo a buscar ayuda, y Robert tuvo que llevarla a casa mientras Geneviève llamaba a una ambulancia.

—Déjate de tonterías —razono—. Realmente no quieres dormir en el cuarto de baño.

—Sí que quiero. Es muy cómodo.

—Que no.

—Mira como sí.

—No te voy a dejar. ¿Qué pensaría Johnny?

—Ah, vamos. No seas aburrido. Deja de ser tan aburrido todo el tiempo, Jasper. Jasper, Jasper, siempre tan aburrido.

Eso me dolió. Ahí estaba, inmóvil y borracha en el suelo. Desafiándome. O al menos eso pensaba yo. No podía dejarla así. Después de todo, ¿no era responsabilidad mía?

Así que, una vez más, intento levantarla.

—Huy, Jasper —se mofa—. Qué masculino.

—Cierra el pico —le espeto—. Y colabora.

Para sorpresa mía, me deja que la levante. No está gorda, pero es grandota, una antigua atleta, y pesa más de lo que yo creía. Consigo ponerla de pie. Se ríe mientras la llevo de vuelta a la cama.

—Procura dormir —le digo, y apago la luz—. ¿Estás bien?

—La verdad es que no —musita.

—¿Quieres que haga algo más?

—Sí. No te vayas.

Alarga el brazo, y yo le cojo la mano.

—Está bien —contesto, y me siento en la butaca que hay junto a la cama—. Me esperaré hasta que te quedes dormida.

—No, ahí no. Ven aquí —me pide, dando golpecitos en la cama, moviendo el brazo torpemente.

—Es que... —balbuceo.

—Por favor. Creo que necesito que alguien me abrace.

—Vale, está bien.

Me siento en la cama, en el lado de Edward, no me cabe la menor duda, y me quito los zapatos y me echo, completamente vestido. Ella se me arrima, me mete la cabeza por debajo del brazo y la apoya en el pecho.

—Así mucho mejor —dice—. Ya no me da vueltas la habitación.

Para mi susto, empieza a besarme. No con dulzura, ni siquiera con delicadeza. Bruscamente, abriéndome la boca a la fuerza con la lengua. El aliento le huele a vomitona. Sus manos se deslizan por mi cuerpo. Sorprendido, la beso al principio. Después de todo, que aquello con lo que uno lleva soñando casi toda su vida empiece a hacerse realidad no pasa todos los días. ¿Cuántas noches he imaginado este preciso momento? Sus labios contra los míos, fundidos en un éxtasis mutuo.

Pero no es así. No es eso lo que he soñado. No hay nada poético en ello. No sólo le huele mal el aliento, sino que tengo la sensación de que lo que hacemos no está bien. Intento levantarme. Alice está borracha. No hay nada de romántico en esto. Es burdo. Yo quería darle música y pétalos de rosa.

—Debería irme —digo sin fuerzas, tratando de zafarme de sus brazos.

—No. No te vayas —susurra, su mejilla contra la mía. Ya noto su mano en mi cinturón—. Quiero que me hagas el amor, Jasper. Por favor. Si no lo haces, pensaré que nadie me quiere. Por favor. Hazlo por mí.

Estoy desgarrado. Me siento como un héroe de la Antigüedad, dividido entre lo que quiero y lo que está bien. Ella está encima de mí. Noto que me excito, y ella también lo nota. No puedo evitarlo.

—Sé que quieres quedarte —me dice mientras me besa.

Y me quedo.

Capítulo 24: CAPÍTULO 7 Capítulo 26: Primavera capítulo 1

 
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