INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54513
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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El escriba

BDSM

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Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 35: EPÍLOGO

 EPÍLOGO

 

Alice no se recuperó nunca de la muerte de Edward y Johnny. Acabó volviendo a un simulacro de vida. No era capaz de pisar ninguna de sus dos casas, de manera que siguió conmigo. Sé que pensaba con frecuencia en quitarse la vida, así que no la perdía de vista. «Sólo me quiero morir —aseguraba—. ¿Por qué no me ayudas?» Y yo, que habría hecho cualquier cosa por ella salvo eso, siempre le respondía que no. En ocasiones me preguntaba si estaba haciendo lo correcto, me decía que tal vez fuera mejor dejarla marchar. Su dolor era insoportable. Se venía abajo en mitad de una comida. No salíamos nunca, rara vez veíamos a alguien.

Cuando Edward vivía y estaban juntos, todos nos sentíamos tan satisfechos con el mundo que se había construido en torno a su matrimonio que eran pocas las relaciones que teníamos fuera de él. No las necesitábamos. La gente venía a nosotros. Pero eso ya no era así. Alice seguía muy medicada. Yo incluso dejé de ir a mis clubes, temeroso de dejarla, aunque sólo fuera para asegurarme de que cenaba algo o no olvidaba un cigarrillo encendido cerca de una cortina. De día contaba con una enfermera a la que contraté para que la cuidara y así poder ir yo al despacho, pero de noche sólo estábamos nosotros dos.

Sufría unas pesadillas que la atormentaban. La oía chillar en la cama y me acercaba corriendo a su puerta, esperaba y aguzaba el oído. Algunas veces llamaba, pero la mayoría simplemente la dejaba dormir. Sin embargo, ella siempre sabía que yo estaba allí.

—Jasper—decía llorando—. ¿Estás ahí?

—Sí —le contestaba—. ¿Quieres que entre?

—No, sólo ha sido otra pesadilla.

Por lo general, después de uno de esos episodios me esperaba allí hasta que se calmaba. En otras ocasiones ya no era capaz de volver a dormirme, y me ponía a leer o a enredar con algo hasta que amanecía. Un día tuve que regresar pronto a casa corriendo después de que la enfermera me llamara aterrorizada para decirme que Alice se había encerrado en el cuarto de baño y se negaba a salir y a responder a sus preguntas. Cuando llegué, llamé a la puerta y le pregunté a Alice, desesperado, si se encontraba bien. Para alivio mío se oían señales de vida y no del agua de un grifo corriendo. Ya iba a llamar a la policía cuando oí la cerradura y Alice salió. Se había cortado el pelo, esa melena espléndida ahora estaba esparcida por el lavabo y por el suelo del cuarto de baño. Al día siguiente mandé quitar todas las cerraduras, sin decirle nada a Alice, y le subí el sueldo a la enfermera después de suplicarle que se quedara.

Poco a poco fuimos pasando las cosas de Alice a mi casa de la playa o al piso de la ciudad, pero fue mucho más lo que dejamos atrás. Hicimos el mismo equipaje que uno hace para irse de viaje: coger sólo lo esencial, dejar todo lo demás. Ella no quería gran cosa: un abrigo caliente, ropa interior, botas de agua, un jersey andrajoso de su padre, un osito de peluche de cuando era pequeña. Unos viejos álbumes de fotos familiares, medallas de cuando nadaba. Algunas joyas de su abuela que no estaban en la caja fuerte del banco. Dejó los libros de cocina, los cacharros, los cuchillos. Era como si estuviese abandonando las dos últimas décadas de su vida. No cogió nada de Johnny, nada de Edward. Pedí que metieran sus cosas en cajas y las llevaran a un guardamuebles.

Cuando se hizo patente que Alice no volvería a ninguna de las dos casas, propuse venderlas, o por lo menos alquilarlas. «Me da lo mismo —aseguró ella—. No puedo volver.» No abrigué ninguna duda en lo tocante a la de Manhattan, pues yo no atesoraba muchos recuerdos de ella. Sin embargo, lo de la casita fue harina de otro costal. No sólo ocupaba un lugar especial en mi corazón, sino que además me preocupaba que algún zafio gestor de fondos de riesgo la comprara, la echara abajo y levantara sobre sus cimientos una mansión moderna horrorosa que me vería obligado a ver a diario. De manera que en lugar de venderla, la compré y, a instancias de Alice, la derribé. En la actualidad es un campo donde crecen flores silvestres en verano.

No obstante, lo que sí hicimos fue colocar una gran piedra, más bien una roca, en realidad, a orillas de la laguna, cerca de donde Alice había esparcido las cenizas. Pesaba varias toneladas y fue necesario emplear una grúa. Un cantero labró los nombres completos de Edwad y Johnny, las fechas de su nacimiento y su muerte y un epitafio que escribió Alice: OS QUERRÉ SIEMPRE. También pusimos al lado un banquito de piedra, y ella plantó flores alrededor. Iba allí a diario y se pasaba horas sentada.

Nos casamos al año siguiente. Puede que para algunos sea una sorpresa, pero no debería ser así. Ella se estaba recuperando y, por lo menos a mi juicio, me parecía lo indicado. La única opción posible, a decir verdad. Le había pedido la mano en varias ocasiones, y ella siempre me decía que no estaba lista. Me daba las gracias por ayudarla y se preguntaba qué importancia tenía. Ya estábamos juntos, así que, «por favor, ¿por qué no cambiamos de tema?». Yo seguí insistiendo. Tenía mis motivos, naturalmente. En parte creía que si Alice se casaba conmigo sería más capaz de cerrar sus heridas. Pero también lo deseaba con toda mi alma.

También había motivos de índole práctica. Como marido suyo, podría ir a verla al hospital. Podría hacer cosas por ella legalmente que siendo tan sólo un amigo no me permitirían. Además, estaré chapado a la antigua, sí, pero creo en las convenciones, y si íbamos a vivir bajo el mismo techo, debíamos hacerlo como marido y mujer. Al final ella claudicó.

Sólo se lo dijimos a unos pocos. A Emmett y a Rose, pero sólo después. No hubo recepción. La ceremonia se celebró en el ayuntamiento, mi encargado de mantenimiento y el profesor de golf del club fueron los únicos testigos. Intercambiamos las alianzas. Yo entregué el cheque. Después nos fuimos los dos a un cine. A Alice le encanta el cine.

Seguíamos durmiendo en habitaciones separadas. El sexo no hacía falta ni mencionarlo. Nos habría resultado imposible a los dos después de todo lo que había pasado. Al igual que los hijos. Aunque Alice era demasiado mayor, podríamos haber adoptado. Pero eso no venía al caso. Me bastaba con que Alice ahora fuera mi esposa. Sé que ella sólo accedió motivada por una mezcla de apatía, gratitud y miedo. Mientras se restablecía, empezó a sentir un miedo irracional a estar sola. La idea de tener que pasar la noche sola la aterraba. Siempre dejábamos una luz encendida.

Por suerte yo llevaba lo bastante en el bufete para organizar mi agenda en función de ella, ya que Alice, además de ser incapaz de quedarse sola por la noche, también se negaba a volar. En consecuencia me vi obligado a ceder a otros abogados del bufete unos cuantos trabajos en el extranjero. No la culpo, no era sino una cortapisa adicional con la que teníamos que vivir.

Sin embargo, no todo era malo. Hubo días buenos. Alice volvió a jugar al golf, un deporte que no practicaba desde pequeña, cuando ella y su padre, que era un jugador de primera, ganaban el torneo tan a menudo que al final les daban la copa directamente. A Edward nunca le interesó el golf, le parecía demasiado lento, así que ella lo dejó sin más. Se hallaba en perfecta forma, y podía lanzar la bola igual de lejos que cualquier hombre. Habría sido de lo más feliz haciendo treinta y seis hoyos todos los días, empezando temprano cada mañana y no cejando en su empeño hasta por la tarde, hiciera el tiempo que hiciese. Por mi parte soy un golfista mediocre, en el mejor de los casos, a pesar de haber tomado clases desde la infancia, pero jugaba encantado por Alice.

A Alice no le importaba que fuera mejor que yo. Le bastaba con concentrarse en la bola, el viento, el green. Incluso disfrutaba de la camaradería de otros golfistas, y a menudo jugábamos con otra pareja de socios o iba ella sola si yo no podía. Su belleza, su complexión atlética y el aire de misterio hicieron de ella una figura irresistible en el club, claro está, y al principio nos llovieron las invitaciones a cócteles, bailes, cenas. Declinamos educadamente todas y cada una de ellas. Una cosa era charlar en el campo de golf, otra muy distinta hacerlo en casa de alguien.

Una de las peores épocas del año para ella comenzaba cuando el club cerraba el campo durante el invierno. Para hacer que se sintiera mejor, acabé comprando una casa en Florida, en el mismo club del norte de Palm Beach donde mis padres tuvieron una vivienda en su día. Aún había algunas ancianas que los recordaban. La casa, de color rosa, de una planta y estilo colonial español, con piscina, un dormitorio para cada uno y un pequeño apartamento sobre el garaje, estaba en el mismísimo campo de golf.

Empezamos a pasar más tiempo en Florida, nos subíamos al tren que bajaba hasta West Palm Beach —tardábamos veinticinco horas— después de Acción de Gracias y nos quedábamos hasta abril. Allí fue donde Alice empezó a relacionarse de nuevo y animarse un tanto. Para entonces el pelo le había crecido, pero ya no era tan largo ni tan dorado como antes. Seguía sin cocinar, pero comenzamos a aceptar algunas invitaciones, y ella empezó a disfrutar yendo al campo de golf o al club principal a cenar. Eran amigos nuevos, gente que no tenía nada que ver con su vida anterior. Muchos de ellos felices en su incultura. Los libros que tenían en las estanterías, si es que tenían alguno, eran novelas de espías para leer en la playa, manuales sobre cómo mejorar el swing, un puñado de biografías abultadas que tal vez no hubieran sido abiertas nunca. También tenían la colección habitual de vistosos libros de gran formato con cuidadas fotografías de casas y jardines. A esos banqueros, abogados y directores generales jubilados no les habría dicho mucho que Alice hubiera estado casada con Edward Cullen, el escritor, lo cual le permitía no sólo un reconfortante anonimato, sino también la oportunidad de empezar de cero. En ese mundo ella era únicamente Alice Gervais, ni Wakefield ni Cullen. No diré que fuera feliz, pero sí que sufría menos, y yo estaba sumamente agradecido.

Poco a poco empezó a volver a la vida. Comenzó con el golf y siguió con esa otra gran actividad dominical: ir a misa. Después de que Alice se fuera a vivir conmigo, yo cada vez podía ir menos a misa los domingos. Le pregunté con tiento si le apetecía ir, pero rehusó, diciendo amargamente: «No creo que a Dios le haga gracia oír lo que tengo que decirle.»

Luego, unas navidades, accedió a acompañarme. Hacía años que no íbamos juntos a la Misa del Gallo. Nos encontrábamos en Florida, y la Christ Memorial Chapel estaba engalanada, adornada con guirnaldas y coronas de flores, un pesebre en un rincón, el coro con sobrepelliz, velas rojas ardiendo en todos los candelabros. El servicio se celebraba a las once, y la iglesia estaba atestada de gente que lucía sus mejores galas, montones de corbatas rojas y verdes, la alegría del momento sin duda avivada por una buena cena. Había niños adormilados contra el hombro de sus padres, ancianas sentadas juntas.

El párroco, que nos recibió afectuosamente a la puerta, celebró la tradicional misa con un marcado y cálido acento escocés, mientras los niños que hacían de san José, la Virgen María, los pastores y los reyes representaban la historia. Cantamos villancicos, yo encantado de que uno de ellos fuese uno de mis preferidos: El acebo y la hiedra.

Después, cuando volvíamos a casa, Alice comentó:

—Se me había olvidado cuánto me gustaba ir a la iglesia. ¿Podemos volver el domingo?

De manera que volvimos la semana siguiente y a partir de ahí todas las demás. También cuando estábamos en Long Island. Y si bien yo continué yendo únicamente los domingos, Alice empezó a estudiar la Biblia y no tardó en sacarse el título necesario para trabajar en programas de ayuda a la comunidad. Tomaba parte en campañas de recogida de ropa, echaba una mano en comedores de caridad, visitaba a enfermos en el hospital y llevaba alimentos a los ancianos. Acabó metiéndose de lleno en ello.

A esas alturas yo estaba prácticamente apartado del bufete, una decisión que fue una de las más fáciles de mi vida. Mantenía allí un despacho, e iba de vez en cuando, pero sobre todo por distraerme, ya que no tenía mucho que hacer, salvo firmar algún documento que otro y leer detenidamente The Wall Street Journal. A Alice y a mí no nos hacían falta más ingresos, claro está. Además de mi dinero, Alice seguía teniendo el fondo fiduciario, que ahora gestionaba yo. También contaba con el dinero de la venta de las casas y de los libros de Edward, y por primera vez en su vida era bastante rica.

Las ventas de los libros de Edward aumentaron vertiginosamente tras su muerte, y después de muchas vacilaciones, se rodó una película basada en la segunda novela. Gracias a la participación de una de las estrellas más rentables de Hollywood, la película fue relativamente bien en taquilla. Naturalmente nos invitaron al estreno, invitación que indefectiblemente rehusamos. Alice no quería ver la película. Yo me escabullí una tarde, y me resultó moderadamente entretenida, pero no tenía nada que ver con el libro. Con todo, no pude evitar pensar cuánto le habría gustado a Edward ver su libro llevado al cine, aunque es posible que el resultado final le pareciera decepcionante. Sé que habría agradecido, y mucho, el dinero. Su agente, Reuben, llevaba años detrás de Alice para que le dejara leer el borrador de la última novela por si se podía salvar algo, pero ella se aseguró de que nadie lo viera.

Bueno, eso no es del todo cierto. Yo lo leí sin que ella se enterara. Una de las responsabilidades que contraje tras el accidente fue gestionar el patrimonio de Edward, lo que también implicaba sacar sus pertenencias del piso que había alquilado. No había gran cosa, pero estaba su ordenador. Todo lo demás lo metí en cajas, no así el portátil. No fue muy difícil averiguar su contraseña —por cierto, era «Alice»—, lo cual me permitió encontrar la novela y guardarla. En el archivo más reciente había varios cientos de páginas. Le di el ordenador a Alice, pero me guardé una copia de la novela a escondidas. Fue por curiosidad. Alice aún estaba tan frágil que yo no quería hacer o decir nada que pudiera disgustarla.

Era un buen libro, mejor en muchos sentidos que el anterior. Giraba en torno a nosotros, aunque en realidad no éramos nosotros. Supongo que eso es lo que hacen los escritores. Había una familia, un matrimonio felizmente casado: un marido atractivo, una esposa bella, un hijo encantador. Eran queridos y admirados. Incluso aparecía un amigo de la familia. En semejante panorama idílico irrumpe una joven guapa, sensual. Pero no es una persona traicionera. Es lista, rebosa vida, desea encontrar el amor. Hay una aventura, a la que siguen un corazón partido y remordimientos. Las descripciones de la primera noche, París, todos los viajes que hicieron, el tiempo que pasaron juntos: allí había detalles que sólo podían conocer ellos dos. Ésa es la razón de que yo sepa tantas cosas. Edward tomó nota de todo. Lo distinto era que la historia acababa bien. Marido y mujer volvían a unirse. Era una historia de perdón. Es posible que algunos lectores pudieran encontrar semejante conclusión poco realista, almibarada incluso, pero para mí tenía sentido. Era, como me dijo Edward la última vez que lo vi, una «carta de amor» a Alice.

Nunca le dije a Alice que había leído el libro por miedo de que ello abriera de nuevo unas heridas que apenas habían cicatrizado. No podía soportar la idea de que pasara algo así. Pero sí despertó mi curiosidad. Había muchas cosas que yo no sabía, que ninguno de nosotros, excepto Edward y Bella, sabíamos de su aventura. No obstante, cada año, siempre sin el conocimiento de Alice, releía el manuscrito con la esperanza de averiguar algo nuevo relativo a lo que Edward sentía por Alice, a lo que sentía por Bella. Es evidente que había cierto placer masoquista en ello. Si bien yo sólo era un personaje secundario, resultaba extraño leer cosas de mí, aunque se supusiera que era una invención. ¿De verdad soy yo?, se pregunta uno. ¿Así es como hablo? ¿Así es como Edward —o el escritor que sea— lo ve? Uno no sabe si sentirse ofendido o halagado, o las dos cosas a la vez. Lo que a una persona le parece importante, a otra le resulta accesorio. Con todo, acudía al libro todos los años, sumergiéndome de nuevo en esos días previos al pecado original y a la inevitable caída.

Gran parte de lo que dejó escrito era, además, muy hermoso, o al menos a mí me lo parecía, ya que plasmaba su vida, nuestras vidas, volviéndolas reconocibles y, sin embargo, dotándolas de otras muchas cosas. Había algunas palabras, pasajes que me daban escalofríos cada vez que los leía. Pero, como sucede con todos los secretos, al cabo de un tiempo el peso se me hizo demasiado insoportable para llevarlo solo. Tenía que compartirlo con alguien. A todas luces nunca podría hablar del libro con Alice; nuestros amigos golfistas no servirían, y hasta viejos amigos como Emmett y Rose, a los que hacía ya tiempo que no veíamos mucho y que eran personajes secundarios en la novela, habrían sido meras cajas de resonancia. Tenía necesidad de compartir, pero, lo que era más importante, tenía necesidad de saber más.

Sólo podía hacer una cosa. Llamé a Bella. Habían pasado casi diez años, y no fue fácil dar con ella, pero al final lo conseguí. La sorprendió oír mi voz, como es natural, pero tuvo la amabilidad de quedar conmigo para comer. Ahora vivía en Old Greenwich, y me preguntó si podíamos vernos cerca de la estación Grand Central, ya que después tendría que coger el tren de vuelta. El único sitio que conocía en las proximidades era el Yale Club, así que se lo propuse.

 

Cuando llega el día —disimulo diciéndole a Alice que voy a comer con un cliente importante, de los cuales cada día tengo menos—, entro en el club por primera vez desde hace meses y en la puerta me saluda Louis.

—Bienvenido, señor Gervais, cuánto tiempo —dice—. Espero que haya pasado un buen invierno.

Es pronto, y la espero abajo, en el recibidor. Su tren tiene la llegada prevista a poco más de las doce y media. Bella cruza el umbral a la una menos pocos minutos. Tiene el pelo más largo, el rostro no tan lozano como en su día, pero todavía bello, los ojos almendrados, los labios carnosos, ligeramente entreabiertos. Estamos a finales de abril, y lleva un elegante abrigo gris y un vestido por la rodilla, beis, discreto, pero de buena factura. Ha engordado un poco, pero sigue teniendo buenas piernas. Le veo una alianza en la mano izquierda y un diamante de buen tamaño.

Me levanto para saludarla.

—Hola, Jasper —me dice, tendiéndome la mano—. Cuánto tiempo.

—Sí. Gracias por venir hasta aquí.

—No pasa nada. Aprovecho siempre que puedo para bajar a Nueva York.

—¿Cuánto hace que vives en Old Greenwich?

—Cuatro años.

Subimos al comedor de la azotea, que es más tranquilo e íntimo que el bullicioso Tap Room. Veo sentados a algunos socios que conozco y los saludo con la cabeza. El maître, Manuel, también se sorprende gratamente de verme. Le doy un cordial apretón de mano y nos acompaña hasta nuestra mesa.

—¿Qué les traigo de beber?

—¿Un Dry Martini? —le pregunto a Bella.

—No. —Sonríe—. Para mí nada de martinis. Agua con gas, por favor.

—Yo sí me tomaré uno, si no te importa, aunque mi médico lo desaprobaría. Con Beefeater y un toque de limón, bien agitado, por favor.

Manuel se va y me vuelvo hacia Bella, centrándome por completo en ella.

—Me alegro de volver a verte —afirmo—. Tienes muy buena cara, el aire del campo te sienta bien.

Ojalá pudiera decir eso mismo de mí. Aunque acabo de volver después de pasar varios meses en Florida y luzco un favorecedor bronceado, mi médico anda detrás de mí por el colesterol, y me ha dicho que tengo que perder unos diez kilos.

Ella se ríe. Con la risa de siempre. Campanillas de plata.

—Bueno, no sé. Supongo que no me puedo quejar, pero a veces echo mucho de menos Nueva York.

—¿Por qué te fuiste allí?

—Porque David, mi marido, es de allí, y pensamos que sería el mejor sitio para formar una familia. Él viene y va a diario, y yo me quedo en casa cuidando de los niños.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Por ahora dos chicos, pero estoy embarazada de cinco meses.

—Enhorabuena. ¿Cuántos años tienen los niños?

—Nueve y tres.

—No suena nada mal.

—No, la verdad. Es una vida un poco aburrida a veces, pero allí tenemos buenos amigos, y David y yo siempre nos aseguramos de pasar por lo menos un fin de semana al mes solos en Nueva York. Nos alojamos en un hotel, vamos al teatro, a ver a amigos, a probar restaurantes nuevos. De esa forma tengo lo mejor de ambos sitios.

—Y ¿dónde trabaja David?

Me cuenta. En un gran banco, pero puede que se lo monte por su cuenta dentro de unos años. Tiene un máster en Dirección de Empresas por Harvard. Se conocieron en una fiesta. Fueron de luna de miel a las islas Galápagos.

Hablamos un poco más de su vida.

—¿Cómo estás tú, Jasper? ¿Y Alice?

Le cuento. Le hablo de Alice, de lo que ha pasado en los años que han transcurrido desde el accidente. De cómo han cambiado nuestras vidas. De nuestro matrimonio. De Florida. Pero no del libro.

Llega la comida. Tomo la sopa Baker y un entrecot poco hecho. Cuando puedo, me doy caprichos. Bella pide únicamente salmón, que deja en su mayor parte en el plato.

—Y dime, ¿por qué querías verme? —pregunta—. No creo que me hayas llamado de repente después de todo este tiempo, y después de todo lo que pasó, sólo para charlar.

Ahora le hablo del manuscrito... y le digo que soy la única persona que lo ha leído. Que es muy bueno y que lo releo todos los años. También le cuento que me dejó con más preguntas que respuestas. ¿De verdad fue así? ¿Fue así como pasó en realidad? Hay demasiados espacios en blanco. ¿Me puede ayudar a rellenarlos?

—De eso hace mucho tiempo, Jasper —se excusa—. Yo era muy joven.

Sin embargo insisto, y al final ella transige. Hablamos de la aventura que tuvieron, de París, de lo emocionante de los comienzos, de la angustia del final. Se le saltan las lágrimas a medida que escarbo más. Quiero detalles que suelen ser dolorosos.

—Llevo mucho tiempo sin pensar en nada de eso —asegura—. He intentado no hacerlo.

Se levanta y se disculpa, tiene que ir al baño. Cuando vuelve, parece más serena. Se ha retocado el maquillaje.

—Lo siento —se excusa.

Pedimos café.

—¿Llegaron a averiguar lo que pasó? En el accidente, me refiero —se interesa.

—Los informes no fueron concluyentes.

Ella asiente.

—¿Tú qué crees que pasó?

Ésa es una pregunta que me he hecho muchas veces. Incluso contraté a investigadores privados para que revisaran las historias médicas y los informes de la comisión de investigación.

—No lo sé —contesto finalmente—. Pero te diré lo que sí sé: al contrario de lo que dijeron algunos periódicos en su día, no creo que Edward lo hiciera a propósito. El libro iba bien. Edward adoraba a Johnny, jamás le habría hecho daño. Y seguía queriendo a Alice, y me dijo que iba a intentar recuperarla. Es más, creo que ella lo habría aceptado. Que yo sepa, no había motivo alguno por el que quisiera matarse o matar a Johnny.

—Y eso ¿dónde nos deja?

—Bueno, cabe la posibilidad de que se tratara de un error del piloto, pero es poco probable. Edward era demasiado bueno. Pudo ser una válvula obstruida. O tal vez se estrellara un pájaro. La comisión no encontró ningún indicio de fallo técnico, pero el avión estaba en tan mal estado que no había forma de decirlo. Como es natural, el fabricante envió a sus abogados para alegar que no podía haber sido una avería del avión y blandió un montón de informes que demostraban la seguridad del aparato y su diseño... Es un misterio.

—Yo también le he dado vueltas a menudo —admite Bella—, y tampoco he conseguido encontrar un buen motivo. Al principio pensé que era la forma que tenía Dios de castigarme por haberme acostado con un hombre casado, pero después me di cuenta de que no era a mí a quien castigaba. —Ríe con tristeza—. ¿No es típico? Cuando somos jóvenes, sólo pensamos en nosotros mismos.

Cruzamos la Vanderbilt Avenue y me despido de ella a la entrada de la estación.

—Esta semana hace diez años de aquello, ¿sabes? Creí que quizá me llamabas por eso.

—Sí, supongo que sí. Diez años es mucho tiempo.

—Sin embargo, qué curiosas son las vueltas que da la vida, ¿no? Me refiero a que ahora tienes lo que siempre quisiste, ¿no?

—No puedo decir que lo vea de esa manera.

—¿No?

—No. Preferiría con mucho que Edward y Johnny siguieran con vida.

—Pero entonces no estarías casado con Alice. No la tendrías para ti solo.

—Nunca la quise para mí solo. La amo. Siempre la he amado. Lo único que quería era su felicidad. Pero ella no me ama, no como amaba a Edward.

—Bueno, pues tiene mucha suerte de tenerte.

Su actitud me saca de quicio y además me resulta un tanto ofensiva.

—¿Y tú? ¿No te sientes nada culpable?

—¿Culpable? ¿Yo? ¿De qué?

—De lo que pasó, del dolor que causaste.

—¿Que yo causé? No, me parece que no lo entiendes.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Que yo no tengo la culpa de nada. Era joven y estaba enamorada.

—Entonces, ¿fue culpa de Edward?

—Sí. Fue algo que decidió hacer. Yo no sabía lo que hacía. Vuelvo la vista atrás y veo lo ingenua que era, y parece que han pasado siglos. Lo irónico del caso es que al final gané. Al menos en cierto modo. Pero hubo momentos en que no lo creí así.

—¿Qué quieres decir?

Bella sonríe y me pone la mano en el brazo.

—Lo quería, ¿entiendes? Nunca sabré si él me quería de verdad o no, pero sé que quería más a su familia. Ahora que soy madre, entiendo por qué eligió lo que eligió, pero por aquel entonces no lo entendí. Y, claro, no tuvimos ocasión de averiguar qué habría pasado. Sin embargo he intentado compensarlo, y he tenido la gran suerte de encontrar a alguien que me quiere por ser como soy, a pesar de todo. —Entonces consulta el reloj y dice—: Lo siento, pero tengo que irme. Mi tren está a punto de salir. —Me da un beso fugaz en la mejilla—. Gracias por la comida. Me ha encantado volver a verte. —Se da la vuelta y se detiene. Se saca un sobre del bolso—. No estaba segura de si iba a dártelo. Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes? No sabía cómo sería el reencuentro. Pero ha estado bien... Espero que lo entiendas. Si crees que es buena idea, puedes contárselo a Alice. —Me ofrece el sobre, de tamaño carta, color crema, con mi nombre escrito con tinta en la parte delantera—. Adiós, Jasper —se despide, y me aprieta la mano.

Me quedo mirando el castaño oscuro de sus ojos y por un momento recuerdo a la muchacha que fue y por qué nos dejó deslumbrados a todos.

La veo bajar la grandiosa escalinata de mármol y después caminar a buen paso entre el gentío hacia su andén.

Vuelvo al club y subo a la sala de lectura, en la segunda planta. En el sopor que sigue a la comida, el sitio está casi vacío, unos cuantos socios de mayor edad, como yo, dormitan en los sillones. Los más jóvenes, entusiastas del squash y en forma, ya han vuelto a trabajar. Me siento junto a la ventana. Se me acerca un camarero y me pregunta si quiero algo. Me planteo pedir un whisky con soda, pero al final me decido por un café. Todavía tengo que volver al campo con Alice.

Saco el sobre del bolsillo interior de la chaqueta y deslizo el pulgar bajo la solapa. Se abre con facilidad, no está pegado a conciencia. El papel es fuerte, caro; el interior, como veteado. Por detrás hay una dirección de Old Greenwich. Dentro, tres fotografías, de distintas épocas y tamaños. Las miro de prisa. No las conocía. En la primera estamos los siete: Bella, yo, Alice, Edward, Johnny, Emmett y Rose. En la playa. Edward en medio, el brazo rodeando a Alice. Los dos se ríen, los cabellos ondeando al viento. A su otro lado, Johnny. Yo estoy junto a Alice y al otro lado, en biquini, Bella. No me puedo creer lo jóvenes que estamos. Incluso a mí, que nunca me sentí realmente joven, me sorprende la relativa firmeza de mis músculos y la tersura de mi cutis.

Recuerdo ese día. Le pedimos a alguien que pasaba por allí que nos sacara la foto. Supone un golpe. Hace años que no veo una foto de todos nosotros juntos. Guardé lo que teníamos por miedo a disgustar a Alice. La miro unos minutos, el recuerdo me aturde. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo.

El camarero vuelve con el café, arrancándome de mi abstracción. Firmo la nota y le doy la vuelta a la fotografía. Hay una fecha y las palabras «Georgica Beach» escritas con rotulador negro, pero nada más.

Cojo la segunda. De Edward y Bella. Parece París, y me felicito en silencio cuando la vuelvo y veo que pone: «Basílica del Sacré-Coeur.» Están juntos, como de luna de miel. Me sale el abogado que llevo dentro: ésa es la prueba, la prueba irrefutable del delito, si se quiere. No es que lo dudara, pero por fin tengo delante la prueba palpable de que pasó.

La última fotografía en realidad es una felicitación de Navidad, el retrato de una familia feliz: Bella y su marido sentados en un césped muy verde con dos niños y un golden retriever. El marido es moreno, como Bella, atractivo, delgado, los dientes blancos. Parece libre de pecado, la clase de persona que participa en triatlones. Apoya una mano en el más pequeño de los dos niños, la viva imagen de su padre en miniatura. El otro chico, bastante más mayor, se encuentra junto a su madre. A diferencia de su hermano es rubio, de ojos azules. Hay algo familiar en él.

¿Cuántos años dijo Bella que tenía su hijo mayor? Hago un cálculo rápido: las cuentas cuadran. ¿Sabría que podía estar embarazada el día del funeral? Y, sin embargo, a lo largo de todos estos años, no ha dicho nada, no ha pedido nada. Meto las fotos en el sobre y el sobre en el bolsillo.

Me voy a los Hamptons por la tarde, llego antes de cenar. Alice está en la biblioteca, viendo la televisión. Delante una botella medio vacía de vodka y soda, debido a la condensación del hielo hay un charquito debajo de la copa. Ahora la mesa está llena de cercos. Enciendo las luces y pongo un posavasos bajo la copa. Aún refresca de noche, así que enciendo la chimenea. Alice no dice nada.

Para ella esta época del año es mala. No solemos hablar del tema, pero sé que el aniversario del accidente siempre le resulta opresivo. Aparte de asegurarme de que en casa haya vodka, tabaco, Prozac y Ambien en abundancia, no hay mucho más que pueda hacer por ella. A pesar del dolor que siente, se niega a ir a ninguna parte. Año tras año le sugiero que nos quedemos en Florida, pero ella no quiere. Es importante estar aquí, encontrarse lo más cerca posible del sitio donde ellos estuvieron con vida por última vez.

Como de costumbre cuando no salimos a cenar ni pedimos comida, cocino yo, algo que nunca se me ha dado bien. No obstante, a Alice le da lo mismo. Podría servirle cualquier cosa —solomillo de Lobel’s o comida de gatos— y ella se lo comería con el mismo desinterés.

—¿Qué tal la comida? —pregunta mientras corta una chuleta de cordero demasiado hecha.

Le agradezco que lo pregunte, es un esfuerzo por su parte. Su médico la ha estado animando a hacerlo. Sé que, en este caso en concreto, si le hubiese dicho dónde he estado en realidad y con quién, se habría preocupado enormemente.

—Bien. Un antiguo caso. Atando cabos sueltos.

—Ya. Bien.

Ya ha perdido el interés. Comemos en silencio, sentados a la vieja mesa de la cocina, con el hule amarillo, donde solían sentarse Geneviève y Robert hace siglos, tras decidir que el comedor formal, el del papel de Zuber, era demasiado formal.

La miro. Está mayor, más consumida, pero me sigue dejando sin habla. Como siempre, quiero decirle que la amo, pero no puedo. No haría sino alterarla. Le resulta doloroso pensar en el amor. De manera que me guardo las palabras, las pronuncio para mis adentros, una forma de dar gracias en silencio.

Después de cenar Alice se va a la cama, como siempre, y yo friego los platos. Después me sirvo un brandy, abro las ventanas y pongo a Verdi. Tras ponerme un abrigo para protegerme de la fría noche de abril, salgo al jardín de atrás, en la mano la copa de balón, y me siento en una de las sillas Adirondack que dan a las aguas iridiscentes de la laguna. Hace una noche preciosa, en el cielo hay millones de estrellas.

Los compases de La Traviata acarician el aire. Es uno de mis momentos preferidos del día. Mi cerebro es libre de explorar, de abandonarse a sus recuerdos. Mis ojos se recrean con las familiares vistas. El resplandor nocturno, sobrenatural, de la laguna. Las formas indistintas de los árboles se alzan como viejas amigas, lanzando susurros con la brisa. Me encanta esa fuga melancólica de colores, todos esos morados y platas y negros. El árbol más próximo a mí, a unos cinco metros de distancia, está bien iluminado por las luces de la casa. Se alza sobre mí, ligeramente inclinado, como si también él escuchara la música. Veo cómo se engastan sus ramas en el manto de hojas nuevas. Me llama la atención lo enmarañadas, y al mismo tiempo lo bellas que están las ramas, la filigrana imposible de seguir, tan compleja y sin embargo tan simple, como una lluvia de diamantes. Qué altos, qué elegantes, qué nobles son estos árboles, cuánto tiempo les ha llevado crecer así y, no obstante, con qué facilidad pueden caer.

Un viento fuerte, una hacha. El hombre o la naturaleza, lo mismo da. Podría llamar a mi jardinero mañana y pedirle que los tale todos y los convierta en mantillo. Todos nosotros somos vulnerables. Pienso un buen rato en las fotografías, en lo que Bella quería que yo supiera. Es más de lo que puedo hacer.

Llevo la copa dentro, saco el sobre de la chaqueta, que cuelga del respaldo de una de las sillas de la cocina, y me dirijo a la biblioteca. Aún arde el fuego, que avivo con un atizador. Verdi inunda la estancia. Las llamas se elevan. Cojo las fotografías y el sobre y los echo al fuego. Espero hasta que no queda ni rastro, pidiendo perdón en silencio.

 

De eso hace años. Todavía pienso en Bella. En Alice. En Edward y Johnny. Nunca están muy lejos de mis pensamientos. En mi cabeza siguen ahí, riendo, jóvenes, inocentes. Ahora Alice y yo somos viejos. Ella agoniza lentamente en la habitación de al lado, utiliza un respirador, es un bulto encogido, ovillada en la cama, atendida por enfermeras las veinticuatro horas, las cortinas echadas. No fue capaz de dejar de fumar. No tenía sentido discutir. Pidió que nos fuéramos de Florida para venir a morir aquí y yo accedí. Era lo último que podía hacer por ella, así que contraté una ambulancia para que la trajera hasta aquí mientras yo la seguía en un coche.

—Gracias por todo... —sisea.

Estoy sentado en la habitación a oscuras, sosteniéndole la diminuta mano, intentando ser fuerte por los dos, pero sabiendo que en el fondo ella se siente aliviada de que se acerque la liberación final. No he hecho nada por ella, mientras que ella lo ha sido todo para mí.

—Está bien, mi amor —musito—. Descansa. Pronto habrá terminado todo. Dentro de nada volverás a reunirte con ellos, te lo prometo.

Y sé que en muchos sentidos ya está agradeciendo la paz que durante tanto tiempo le ha sido negada: en la boca un levísimo atisbo de sonrisa. Las últimas décadas de su vida han sido una especie de infierno para ella, y me pregunto, no por primera vez, cómo pudo crear Dios a una criatura tan buena y pura y bella como Alice sólo para atormentarla. Fue cruel. No tenía sentido... Como los artistas a los que gasearon los nazis en los campos de concentración. Todos esos poetas, músicos, bailarines, gente que tras años de estudios, años de sacrificio destinados a sembrar la esperanza y enriquecer la vida, fue asesinada, sus vidas segadas, sus voces perdidas para siempre. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene poseer dones especiales si no se nos permite hacer uso de ellos?

Alice no hizo nada malo, y sin embargo le tocó sufrir. Sé que en lo más profundo de su corazón en parte se culpaba a sí misma. «Ojalá no me hubiera ido a México», gritó infinidad de veces. Le dije que no era culpa suya, que no tenía nada que ver con ella, pero no era capaz de creerme. Sus médicos intentaron hacer eso mismo, con idénticos resultados. El corazón humano necesita echarse encima cargas, asumir la responsabilidad de sus pérdidas. De lo contrario, estalla.

 

Arrojo las cenizas de Alice en la laguna. No asiste mucha gente. Emmett y Rose se unen a mí, pero Emmett ya no es capaz de llevar la canoa solo. Contrato a unos jóvenes para que nos echen una mano, nietos de amigos. Ellos me llevan hasta el centro de la laguna, donde lloro en silencio mientras esparzo con delicadeza sus restos en el agua. Me sorprende cuán livianos e inconsistentes resultan. No hace mucho componían a la persona a la que más he amado, su piel, sus ojos, su pelo. Todo ello reducido a polvo. A nada. Desvaneciéndose en las aguas. Desapareciendo. Y sin embargo sé que éste es el sitio donde quería estar, y me hace feliz que por fin pueda reunirles en la muerte.

Al día siguiente hago añadir su nombre y sus fechas al cenotafio, junto a los de su marido y su hijo. Me consuelo pensando que, si existe el cielo, ahora estarán allí juntos. Por lo menos rezo por ello.

Llevo años viviendo con fantasmas. Los fantasmas de Edward y Johnny, el fantasma de mi padre e, incluso estando viva, el fantasma de Alice. Me rondan, incapaces de morir del todo porque siguen vivos en mi memoria. Son mis héroes, mi estrella polar, y me he pasado la vida entera intentando seguirlos. Al final me queda el dolor de lo que podría haber sido. Tomamos muchas decisiones acertadas en la vida, pero son las malas las que no podemos perdonar nunca.

 

 

 

FIN

 

Capítulo 34: CAPÍTULO 9 Capítulo 36: GRACIAS

 
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