INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54525
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 29: CAPÍTULO 4

CAPÍTULO  4

 

 

Cuando mi padre murió, todo fue, al revés de la conocida frase, de repente y después gradualmente. Mi madre me llamó al bufete el día anterior a Acción de Gracias.

—Tu padre no se encuentra muy bien —me informó con su voz precisa, elegante—. La ambulancia acaba de marcharse. Lo llevan al Southampton Hospital. Creo que será mejor que vengas.

Supe que debía ser serio. Por aquel entonces nadie iba al hospital a Southampton.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Ha sufrido un ataque. Últimamente no se sentía bien, lo encontré en el suelo de la cocina y llamé a la ambulancia.

—Ahora mismo voy.

De todas formas pensaba salir a la mañana siguiente para cenar con ellos el Día de Acción de Gracias. Era una tradición familiar. Algunos amigos de mis padres irían a tomar algo a eso de las dos de la tarde y después nos sentaríamos todos a la mesa para dar buena cuenta del pavo que cocinaría Geneviève y serviría Robert. Entre el pavo y el postre, que solía consistir en una serie de tartas también elaboradas por Geneviève, nos abrigábamos bien y bajábamos a la playa para abrir el apetito. Luego, al día siguiente, mis padres se irían a Florida y cerrarían la casa hasta abril.

En los viejos tiempos a veces se nos unían Alice; su hermano, Johnny; su padre, y la mujer que estuviera con él en ese momento, pero ello solía deberse principalmente a mi insistencia. A mi madre no le hacía mucha gracia el señor Brandon, y supongo que sabía que bebía, si bien era demasiado educada para decir nada, al menos delante de mí. Cuando venían, mi madre siempre sacaba las copas de vino pequeñas y pedía que subieran únicamente una botella de vino de la bodega. Estoy seguro de que el padre de Alice se daba perfecta cuenta de ello. Era demasiado listo para no dársela. En cuanto a mi padre, era capaz de verle el lado bueno a todo el mundo, y puesto que los dos hombres eran vecinos desde pequeños, aun cuando mi padre era mayor, le sacaba más de diez años, tenían muchas cosas de las que hablar. Y el señor Brandon podía ser muy divertido, siempre y cuando no hubiera bebido demasiado, entonces podía ser una auténtica víbora. Dejaron de venir el año que vendieron la casa grande, al año de que muriera la abuela de Alice, pero para entonces Alice y yo ya estábamos en Yale.

Después de que llamara mi madre, colgué el teléfono y me fui a ver a mi jefe, un infatigable abogado envejecido antes de tiempo al que habían hecho socio no hacía mucho y que iba a trabajar a diario desde Manhasset. Por aquel entonces yo aún no era socio del bufete ni, por lo tanto, mi propio jefe. Teníamos entre manos un contrato importante y durante las últimas semanas habíamos estado en el despacho cada día hasta después de medianoche. Le conté lo sucedido, y él suspiró y me respondió de mala gana que me fuera. La muerte sigue siendo una de las pocas cosas que la abogacía respeta más que las necesidades del cliente.

Entonces yo tenía un viejo Audi verde, y fui lo más de prisa que pude al hospital. El éxodo vacacional ya había comenzado, y tardé en llegar más tiempo de lo que me habría gustado, aunque me conocía todos los atajos. Aquello fue antes de que mucha gente tuviera teléfono móvil —yo, desde luego, no tenía, aunque sí contaba con un busca del trabajo—, y cuando entré en el aparcamiento no sabía cuál era la situación.

Mi madre se encontraba en la sala de espera, parecía bastante serena. Estaba impecable. Después de llamarme, estoy seguro de que eligió con sumo cuidado el traje de chaqueta adecuado para la ocasión, los pendientes, el bolso y los zapatos apropiados, y se sentó a su mesa a escribir con su característica letra inclinada instrucciones para Geneviève en su ausencia. Sólo entonces le pidió a Robert que la llevara al hospital en el viejo Cadillac.

—¿Cómo está? —pregunté después de darle en la suave y ajada mejilla el beso de rigor.

Como de costumbre, desprendía un leve aroma a Chanel n.º 5.

—Lo tienen en observación —repuso con voz firme—. El jefe del servicio se ocupa de él.

Como para no hacerlo: mis padres habían efectuado generosas aportaciones al hospital.

Mi madre paró a una enfermera que pasaba y le pidió que le dijera al médico que saliese a explicarme lo que ocurría. Eso es más difícil de conseguir de lo que parece, pero ella siempre había tenido una habilidad especial para esa clase de cosas. Enfermeras, camareras, azafatas, taxistas, funcionarios. Había algo en su forma de hablar y conducirse que captaba la atención, incluso de aquellos que en la mayoría de los casos se mostrarían menos predispuestos a detenerse. Puede que tuviera que ver con el hecho de que su padre era general, pero yo creo que era algo innato.

Mi padre tenía un carácter más dulce. Alto, serio, bondadoso. En la chimenea de mi casa tengo una fotografía suya de cuando iba a la facultad, a finales de los cuarenta. No podía decirse que fuera guapo, pero tenía un rostro sólido, tranquilizador y las espaldas anchas de un remero.

Cuando se casaron y me tuvieron a mí, mis padres eran mayores que la mayoría de sus coetáneos. Creo que fue un matrimonio feliz. Mi madre jugaba al bridge y llevaba las riendas de todo. Mi padre trabajaba en uno de los grandes bancos de Wall Street, donde por lo visto era muy respetado tanto por su tino profesional como por su integridad. Pasaba mucho tiempo fuera en viajes de negocios, por lo general acompañado por mi madre. Durante un tiempo incluso ejerció de subsecretario de Hacienda en la administración Nixon. Uno de los socios de más edad de mi bufete, que lo conocía desde hacía años, me comentó poco después de que yo pasara a ser socio: «Siempre he admirado a tu padre. Era un hombre indispensable para mucha gente dispensable.»

Resultaba duro verlo postrado en la cama del hospital inconsciente, con una mascarilla de oxígeno en la cara, vías en los ahora delgados y blancos brazos, un catéter, toda una serie de aparatos parpadeantes al fondo. Siempre digno, era un hombre que iba con corbata incluso los sábados, siempre con los faldones del polo de tenis por dentro, y no creo que soltara un taco en su vida, ni siquiera cuando otro conductor daba un volantazo delante de él. No le habría hecho ninguna gracia la idea de que un grupo de desconocidos lo zarandease y lo sobara. En el fondo agradecí que estuviera sedado.

—No sabemos a ciencia cierta qué le ha provocado el ataque —me informó el médico en jefe—. Hemos realizado una serie de pruebas, rayos X, TAC. Por el momento no hay nada concluyente. Su madre nos ha informado de la dieta que sigue, sus patrones de sueño y el ejercicio que realiza. Le hemos pedido a su médico de Manhattan que nos envíe por fax su historia, y por ahora no hay nada.

—Pero estoy seguro de que algo podrán decirnos, ¿no?

—Vamos a seguir con las pruebas. Por el momento será mejor que lo mantengamos sedado. A ustedes los tendremos informados.

Esa noche mi madre y yo cenamos en casa, atendidos por unos preocupados Geneviève y Robert. Después de volver a casa mi madre se colgó del teléfono para llamar al puñado de invitados que iban a venir a cenar al día siguiente.

—No sabéis cuánto lo siento —la oí decir en su despacho, cerca del saloncito—, pero me temo que debo suspender la cena de Acción de Gracias de mañana. Sé que es terrible, así, en el último minuto, pero el pobre Hugh no se encuentra bien, y esta mañana lo llevamos a Southampton al hospital. Sí. Gracias por ser tan comprensivos. No, no, por favor, no es preciso que enviéis nada, estoy segura de que estará de vuelta en casa dentro de unos días sano como una manzana. —Clic.

—¿Cómo estás, hijo? —me preguntó mi madre, frente a mí en la mesa—. ¿Alguna novedad?

Me sorprendió la pregunta. El que era su marido desde hacía tres décadas se hallaba en el hospital, posiblemente agonizando, y ella mantenía la compostura.

Me entraron ganas de decirle lo que pensaba, pero al final contesté sin más:

—No, madre, ninguna novedad. He estado trabajando mucho, pero era de esperar.

—¿Alguna chica?

—Pues no.

Ella suspiró, así que añadí:

—Esta mañana me comentaste por teléfono que papá llevaba ya unos días sintiéndose mal. ¿Tienes idea de qué le pasaba o de si podría tener algo que ver con el ataque?

—El doctor Marshall me dijo que las pruebas no eran concluyentes, como creo que también te dijo a ti. No sé si tiene sentido dejarse llevar por las especulaciones. Ninguno de los dos somos profesionales de la medicina.

—Sí, eso es verdad, pero me preguntaba si algo se lo que les dijiste a los médicos podría arrojar alguna luz sobre el motivo por el que papá está en el hospital.

Ella se encogió de hombros y comió un poco más.

—Les dije a los médicos lo que sé. Estoy segura de que a ti no te gusta que un profano intente decirte cómo hacer tu trabajo, y sin duda a un médico tampoco.

Mi padre estuvo así días. Acción de Gracias fue una jornada triste, solos mi madre y yo. Después de cenar salí a dar el tradicional paseo hasta la playa, salvo que en esa ocasión fui solo. Hacía frío, y llevaba una bufanda al cuello, la americana de tweed me protegía del viento. Permanecí allí, contemplando las olas, mucho tiempo, rezando en silencio para que mi padre se recuperara. Esa mañana había rezado más oraciones, esta vez en voz alta, con mi madre, cuando fuimos a misa de Acción de Gracias a Saint Luke. Para entonces ya se había corrido la voz entre los fieles, muchos de los cuales eran amigos de mis padres del club. El rector, a la puerta con su larga sobrepelliz blanca, nos cogió las manos a mi madre y a mí afectuosamente, ofreciendo sus más sinceros pensamientos y oraciones.

Los amigos de mi madre no se mostraron menos atentos. «Ay, Elizabeth», decían, rodeándonos, las señoras de más edad vestidas como mi madre, flacas, con postizos; los hombres, con chaqueta, pantalones de tweed y corbata con el distintivo del club, la mayoría caminando con ayuda de un bastón y con sonotone. Los hombres tendían a frenarse, mientras que las mujeres avanzaban con premura. Cómo culparlas. Debía de ser de lo más deprimente para ellos ver caer a uno de los suyos, todos y cada uno de ellos preguntándose ahora quién sería el siguiente.

El viernes llegó un equipo de especialistas de Manhattan. Nefrólogos, neurólogos, cardiólogos, incluso expertos en enfermedades tropicales. «¿Ha estado su padre en Brasil en los últimos seis meses?», me preguntó uno de estos últimos alegremente.

Al día siguiente mi padre despertó, aturdido. Yo estaba allí, había pasado todas las noches con él, sabía que él habría hecho lo mismo por mí, durmiendo en una silla.

—Jazz —me dijo, el pánico reflejado en sus ojos—, ¿qué demonios está pasando?

—Estás en Southampton, papá, en el hospital. Te dio un ataque en casa. Te han tenido sedado.

Me di cuenta de que no terminaba de entender a qué me refería, así que repetí:

—Llevas aquí desde el miércoles.

—¿Desde el miércoles? Y hoy, ¿qué día es?

—Sábado.

Miró hacia otro lado.

—Dios mío —comentó, la realidad de su situación empezaba a hacérsele patente—. ¿Y tu madre? ¿Cómo está?

—Bien, papá.

Me dio unas palmaditas en la mano. Parecía tan poca cosa, tan débil... No era mi padre, sino una pobre sombra de él.

—Jazz, ¿podrías pedirle a la enfermera que me diese un poco de agua? Tengo muchísima sed. —Se pasó la mano por la cara—. Y también necesito afeitarme. Debo de parecer un vagabundo.

A lo largo de los días que siguieron tuvo momentos de lucidez, pero por lo general los médicos procuraban mantenerlo bastante drogado. Yo me iba a casa cada mañana a ducharme y desayunar, y después, a menos que mi madre necesitara que le hiciese algún recado, volvía al hospital. Como es natural, acabé odiando ese sitio, fue el comienzo de mi apostasía de la profesión médica. Era muy deprimente, olía a heces, desinfectante y muerte. La gente sola varada en esas habitaciones impersonales, televisores a todo volumen, las toses y los gemidos tras cortinas echadas, médicos y enfermeras arracimados yendo arriba y abajo por los pasillos fluorescentes. La falta de información, los aires de superioridad y, sin embargo, a pesar de tanta formación y de tanta experiencia, aún no habían sido capaces de averiguar qué le pasaba a mi padre.

A menudo me daba la impresión de que las pruebas lo hacían empeorar. Seguían probando distintos medicamentos, muchos de los cuales le aceleraban el ritmo cardíaco, o lo atiborraban de soluciones para que los escáneres pudieran realizar su trabajo. Lo peor, al menos para mí, era que siempre estaban entrando médicos nuevos, muchos de ellos ridículamente jóvenes, que echaban un vistazo a las gráficas y me formulaban las mismas preguntas una y otra vez. ¿Cuánto bebía? (No mucho.) ¿Fumaba? (Lo dejó hace años.) ¿Hacía ejercicio? (Varias veces a la semana.) ¿Algún antecedente en la familia de enfermedades cardiovasculares? (No, que nosotros sepamos.) ¿Ha estado en Brasil en los últimos seis meses?

Y así una y otra vez. Era exasperante. No paraba de preguntarme qué significaban los garabatos y los jeroglíficos de esas gráficas. ¿Por qué no hablaban los médicos entre sí? Si nosotros los abogados lleváramos igual nuestro oficio, sin comunicación alguna entre los distintos representantes que trabajan en un acuerdo y haciéndoles a los clientes las mismas preguntas una y otra vez, el caos sería absoluto. Era un desastre. Pero ahora, en una situación de crisis, esos médicos parecían menos competentes que el tipo que arregla la fotocopiadora del despacho.

Mi padre era un hombre estoico. Nació durante la Gran Depresión y se crió con la sensación de privación que sufría la mayoría de sus compatriotas, aunque la riqueza que poseía su familia lo protegió de lo más duro del golpe. Después de ir a Yale, en la posguerra, entró en la Armada, y el hecho de que supiera idiomas, legado de una institutriz francesa y una Fräulein, así como de los años que estuvo viajando por el extranjero con sus padres y hermanos en los años treinta, le valieron el cargo de ayudante del almirante Sherman, que por aquel entonces era el jefe de operaciones navales. Tras dejar la Armada, entró en el banco. En todos los años que lo conocí, no recuerdo a mi padre levantando la voz o quejándose de nada que no fuera la política y los Yankees de Nueva York.

De manera que la conmoción fue mayor si cabe cuando, una tarde que estaba sentado a su lado, intentando trabajar —mi bufete me había enviado los papeles que tenía que revisar—, mi padre me dijo:

—Jazz, ven aquí.

Me incliné sobre él y me miró con cara de loco, una mirada que no le había visto nunca.

—Tienes que sacarme de aquí —me suplicó—. Tienes que sacarme de aquí. Si no lo haces, moriré en este sitio.

Lo miré tratando de averiguar si quien me hablaba era mi padre o alguien que aún estaba ido debido al cóctel de medicamentos que le habían administrado. ¿Había despertado después de tener una pesadilla? ¿O de verdad estaba aterrorizado? Sus ojos me dijeron que iba en serio. Me sentí impotente. Miré su cuerpo entubado y traté de imaginar lo que supondría quitar alguno de esos tubos. Y ¿cómo iba a sacarlo de allí? ¿A cuestas? Nos vi a los dos cojeando por el pasillo, haciendo caso omiso del personal de seguridad, cargando con un gotero. ¿Me dejarían usar una silla de ruedas o tendría que sacarlo en una camilla? Y después ¿qué? ¿Llevarlo a casa? ¿Cómo? ¿En el Cadillac? ¿En mi Audi? ¿Nos dejarían ir en ambulancia? Sabía que era irracional plantearme incluso semejante temeridad, pero lo hice. Habría hecho cualquier cosa por mi padre, pero eso no pude. Sabe Dios que me gustaba tan poco como a él que estuviera allí, pero sacarlo se me antojaba el colmo de la irresponsabilidad.

—Papá, lo siento, no te puedo sacar de aquí. Te tienes que quedar. Los médicos están haciendo todo lo que pueden.

—No te creo. Me van a matar. Tienes que sacarme de aquí.

—Papá, no quieren matarte.

Me agarró el brazo.

—Por favor.

—Lo siento.

—Vete al carajo —me soltó, e intentó incorporarse. Era viejo y frágil, pero tenía fuerza. Me vi obligado a retenerlo por los hombros para impedir que se bajara de la cama.

—Papá, tienes que quedarte en la cama.

—Tú no eres mi hijo. Déjame.

No le hice caso, llamé a la enfermera, que vino y le inyectó un sedante en el brazo mientras él forcejeaba con nosotros dos. Al cabo de unos segundos dormía.

Al día siguiente parecía normal. Cuando llegué, me lo encontré sentado en la cama, con la mirada clara, lo estaban afeitando. En la bandeja, los restos de un desayuno, la primera comida sólida que ingería desde que había ingresado.

—Buenos días, Jazz —me saludó, a todas luces satisfecho consigo mismo—. ¿Puedes hacerme un favor? Tengo reunión de la junta la próxima semana, y necesito que te ocupes de que me envíen la documentación. ¿Podrás encargarte?

Ese giro de los acontecimientos me infundió ánimos. Los médicos todavía no habían determinado qué le pasaba ni qué había provocado el ataque, pero estaban igual de aliviados que yo. Me informaron de que, si seguía evolucionando así, podrían sacarlo de la UCI y pasarlo a planta. Ese día estuve viendo fútbol en la televisión con él. Se dormía de vez en cuando, pero sobre todo le interesaba ponerse al corriente de lo que había sucedido en el mundo. Le llevé los Wall Street Journal de la semana anterior, que le había guardado, y se alegró mucho, y me dijo que no hacía falta que me quedara a dormir con él. Agradecido por poder dormir en mi propia cama, en una cama, me quedé allí hasta las ocho de la tarde. Por primera vez desde que era pequeño, le di un beso de buenas noches.

Como insistía, volví al despacho al día siguiente. Esa tarde él y yo hablamos por teléfono. Me dijo que si todo iba bien saldría de allí en el plazo de unos días. Que mi madre ya había sacado los billetes de avión a Florida y llamado al ama de llaves para darle la lista de la compra. Fue la última vez que hablamos.

A las cuatro de la madrugada sonó el teléfono de mi piso. Yo me había vuelto a quedar trabajando hasta tarde, pero salté de la cama a la primera. Al otro extremo se oyó la voz de mi madre:

—Tu padre ha muerto —la oí decir. Yo estaba pasmado en el dormitorio, no entendía nada—. Le dio un ataque al corazón.

Conteniendo las ganas de gritar o llorar, dije:

—Lo siento mucho, madre.

—La enfermera ha dicho que no cree que sufriera —me contestó—. Me temo que vas a tener que venir otra vez.

El funeral se celebró ese sábado, asistió el cortejo de allegados que cabía esperar. Alice no pudo ir, ya que entonces Edward estaba destinado en California, pero me llamó esa noche. Le conté que mi padre me había pedido que lo sacara del hospital y que no podía evitar sentirme culpable por haberle fallado en cierto modo, que si hubiese logrado llevármelo tal vez siguiera con vida. Alice me dijo que dejara de pensar eso, que la persona que me lo pidió no era mi padre, sino otra. A esas alturas su padre ya había entrado y salido de varios sanatorios, y ella tenía experiencia en tratar a alguien que se hallaba bajo los efectos de psicofármacos.

Eso me hizo sentir mejor, pero no alivió por completo el dolor. Quería mucho a mi padre, y estaba furioso con sus médicos por, en mi opinión, no haber averiguado qué tenía y haberlo matado. No era que los médicos no hubiesen hecho todo lo que podían, lo habían hecho todo; pero no había servido de gran cosa.

Mi madre murió dos años después. También de un ataque al corazón, pero en circunstancias menos dramáticas que las de mi padre. Una mañana, en Florida, Geneviève fue a llevarle el desayuno y ella sencillamente no despertó. Siempre pensé que no pudo irse mejor.

Entonces yo tenía casí treinta años, y heredé la casa y otras muchas cosas. Les dije a Geneviève y a Robert que si querían podían quedarse conmigo, el salario seguiría siendo el mismo, pero que no requeriría los mismos servicios que mis padres. Se quedaron unos meses, sobre todo para ayudarme a vaciar y limpiar el piso de mis padres y poner orden en la casa de Long Island, pero ya tenían una edad y, gracias a la considerable suma que les legaron mis padres, decidieron jubilarse y volver a su pueblo, cerca de Lausana, a vivir cómodamente. Habían sido una parte importante de mi vida, y me entristeció que se marcharan. Fui a verlos una vez, hace años, y todavía nos mandamos postales y regalos por Navidad.

La muerte de mi padre, en lugar de hacer que fuese más consciente de mi propia mortalidad, me empujó a evitar a los médicos. Hasta entonces siempre había sido responsable en ese sentido, e iba al médico todos los años. Ya entonces tenía el colesterol un poco alto, y no me habría venido mal perder algo de peso, pero por lo demás estaba más sano que un roble. Sin embargo los médicos se parecen un poco a los curas: afirman hallarse en posesión de conocimientos secretos que les confieren un aire de superioridad injustificada, y la mayoría de nosotros acude a ellos sólo cuando todo lo demás falla.

Capítulo 28: CAPÍTULO 3 Capítulo 30: CAPÍTULO 5

 
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