INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54524
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 13: CAPÍTULO 5

CAPÍTULO  5

 

     No hay tráfico. Las salidas no están colapsadas. Bella lleva un jersey color crudo con el cuello cisne, de canalé, que no para de toquetear. Se sienta en el asiento del copiloto del coche alquilado, atenta, pues no quiere perderse nada, una niña en una excursión del colegio. Mientras conduce, él cuenta anécdotas divertidas, y ella ríe con esa risa que fue una de las primeras cosas que me llamaron la atención. Campanillas de plata. Una risa que uno no quiere que cese nunca.

Pasan mucho antes de la hora de comer por la ciudad, ahora desprovista de sus vistosos adornos veraniegos. Es como asistir a un ensayo general, con el reparto vestido de calle y los asientos del teatro desocupados. La ciudad vuelve a ser de quienes viven allí. Hay camionetas paradas en Main Street. Letreros que anuncian una cena a base de pasta en el parque de bomberos. El equipo de fútbol del instituto entrena bajo un cielo color arcilla.

—Es la época del año en que más me gusta esto —cuenta él—. Es tan tranquilo. Normal que tantos artistas y escritores se hayan sentido atraídos por este sitio. Pero muchos locales han cerrado. Los alquileres cada vez son más caros, la gente de aquí no se los puede permitir, y la mayoría de los artistas tampoco. ¿Ves eso? —Señala un escaparate que vende sanitarios caros—. Antes era un bar, el Big Al’s. Jackson Pollock lo frecuentaba. —Algo más abajo gira y aparca delante de la estación de trenes—. Espero que éste no cierre nunca —comenta—. La comida es demasiado buena.

Entran. A la derecha hay un expositor refrigerado con ristras de salchichas, quesos, guindillas, jamones, aceitunas. En la pared de enfrente, hileras de pasta, salsas caseras, sopas, bebidas y helados. Huele a aceite de oliva y pan recién hecho. En medio hay una cola de hombres, la mayoría contratistas, obreros, unos blancos, otros hispanos, que piden sándwiches. En las paredes, fotografías, postales enviadas por clientes fieles.

—En este sitio la comida es casi tan buena como en Roma —le dice al oído a Bella.

—Hola, Edward —saluda uno de los hombres de detrás del mostrador—. ¿Qué tal? ¿Dónde te metes? Hacía tiempo que no te veía.

Se dan la mano.

—Hola, Rudy. He estado fuera. Trabajando en otro libro.

—Y ¿cómo va?

—Bien, bien.

—¿Y la señora Cullen?

Mira a Bella.

—Muy bien, Rudy, gracias. Ésta es Bella, una amiga. Le he dicho que tienes el mejor prosciutto a este lado de Parma.

Rudy levanta las manos, halagado, aceptando el cumplido.

—Y bien, ¿qué os pongo? —pregunta.

Piden pan, queso, carne. Comida de obreros, de campesinos italianos. Comida para comer con las manos.

—Creo que Rudy no da su visto bueno —comenta Bella una vez fuera, intentando quitarle hierro al asunto.

Él deja la bolsa en el asiento de atrás.

—Ha sido un poco raro —admite.

—Quizá no debiéramos haber venido.

—Qué va —la tranquiliza él con una sonrisa—. Anda, sube. Aún tenemos que comprar el vino.

La playa está desierta. Las olas grises rompen en la arena. Hace demasiado frío para ir descalzos. Él lleva una manta y la comida.

—El agua está distinta en esta época del año —se percata ella—. Casi como enfadada.

Edward se arrodilla en la arena y extiende la manta. Del bolsillo se saca un sacacorchos.

—Estás hecho un boyscout —dice Bella entre risas.

—Hay que estar siempre listo, ése es mi lema. Espero que no te importe beber de la botella.

—Tú intenta impedírmelo y verás.

Después de comer se tumban en la manta, la cabeza de ella en el estómago de él, mirando al cielo. Más cerca del suelo hace menos frío. No muy lejos hay una gaviota solitaria, esperando su oportunidad.

—¡Largo! —exclama Edward al tiempo que le tira un trozo de madera al pájaro, que aletea, alza el vuelo y se aleja un poco.

—La pobrecita tiene hambre —se compadece ella.

—Claro que tiene hambre. Pero si le damos de comer, todas sus amigas querrán venir a la fiesta... y se acabó la tranquilidad.

Echan a andar por la playa, dejando atrás los embarcaderos de piedra y las casas vacías de los millonarios.

—Tenía otra razón para venir a este sitio. —Bella sonríe—. Aquí es donde nos conocimos.

Se vuelve para mirarlo, se arrebuja en su abrigo, los brazos de él la rodean, el viento le alborota el cabello. Todavía no se ha acostumbrado a lo bajita que es.

—¿Cómo olvidarlo?

—Eres mi socorrista —afirma ella con voz suave, buscando su boca—. Podría haberme ahogado, y me habrías salvado.

—Pero a ti no te hacía falta que te salvara nadie.

—Sí que me hacía. Aún lo necesito.

Él no dice nada.

—Quiero dar marcha atrás en el tiempo, ir a todos los sitios a los que fuimos este verano, pero ahora solos nosotros dos. Quiero ir a los mismos restaurantes, a las mismas tiendas, volar otra vez en tu avión.

—Muy bien.

—Y quiero ir a la casa.

—Pero está cerrada. No hay nada.

—Me da lo mismo. La quiero ver. ¿Podemos?

Él asiente. A menudo me he preguntado por qué lo hizo. Sé por qué quería ir Bella, pero ¿por qué la llevó él? Ése era su hogar con Alice, con Johnny. Un sitio especial para ellos. Para todos nosotros. ¿Por qué profanarlo? Sin embargo, supongo que un hombre en su situación ya está gastando un dinero que no tiene. ¿Qué importa un poco más?

Avanzan por el camino y el jardín, tan familiares. El lugar no es tan grande como Bella lo recuerda. Por fuera la casa parece inanimada, un caparazón vacío. Las hojas han caído de los árboles. Sus pies hacen crujir la gravilla. Edward coge la llave de debajo de la maceta. Dentro no hay luz, no corre el aire. Es como entrar en una tumba. A Bella le sorprende el orden: los zapatos están en su sitio, las raquetas de tenis han desaparecido de la vista; las puertas y las ventanas, cerradas.

—Uf, qué frío —dice él.

Ella está en medio del salón, que le resulta familiar y desconocido al mismo tiempo. Los fantasmas del verano pueblan la habitación: conversaciones medio olvidadas, el sonido de las bolas de cróquet en la hierba, el zumbido de los insectos al otro lado de las mosquiteras, el olor a carne chisporroteando en la parrilla, risas.

—Me pregunto si le hará gracia que estemos aquí —observa ella—. A la casa, me refiero.

—Voy a encender la chimenea —propone él, pasando por delante. Abre el cañón. La leña está seca, los periódicos son de finales de agosto. En unos instantes se oye el crepitar de las llamas—. Ya que estamos aquí, vamos a echar un vistazo —comenta—. Hace unos años se coló un mapache por el tejado y nos encontramos a una familia entera en el armario de Johnny. No te imaginas la que se organizó.

Empiezan por el desván, él abriendo camino, como un niño pequeño. Huele a cerrado, a bolas de naftalina. Está lleno de baúles polvorientos, maletas desechadas, bolsas de ropa, juguetes viejos, ventiladores y sillas rotos, camas, revistas pasadas, cajas de adornos de Navidad, viejas botas de montar que no volverán a pisar un estribo.

—Yo no veo nada —dice él.

—Hay tantas cosas... Podría pasarme aquí días.

—Ya, parte es nuestro, pero también hay cosas de la familia de Alice. En algún sitio hay un perchero entero con vestidos de cóctel de su bisabuela. No sé por qué los guardamos. Créeme, no volverán a estar de moda.

—¿Qué es esto?

—Mi baúl militar.

—¿Qué hay dentro?

—Nada, cosas de los marines.

—¿Puedo verlas?

Él lo abre. Arriba del todo, la guerrera.

—A ver si aún me sirve. —Se quita el abrigo y se la pone—. Me queda un poco estrecha. —Sonríe.

—Muy guapo.

En la segunda planta, echan un vistazo a los dormitorios. Primero el de Johnny, luego el de invitados. Por último el de él y Alice. Es la primera vez que Bella lo pisa. Antes no se habría atrevido. Es una habitación sencilla, cómoda. Las paredes y el suelo de madera están pintados de blanco. Mira por la ventana y disfruta de sus vistas privadas, de los campos que se extienden más allá de las ramas peladas de los árboles. En la cama hay un edredón de retazos multicolores. Debajo, zapatillas. Libros en la mesilla de noche. En la cómoda, fotografías, cepillos para el pelo, perfumes, gemelos, calderilla en un cuenco. La vida secreta de las familias.

Bella se estremece.

—No me siento a gusto aquí —admite—. Deberíamos volver abajo.

La encuentra en el sofá, junto al fuego, la barbilla en las manos.

—No sé si ha sido buena idea que hayamos venido aquí —asevera, la vista clavada en los troncos encendidos.

—¿Por qué lo dices?

—Porque es tu casa. Tu casa y la de Alice. Creí que podría hacerla mía, pero me equivocaba. Pensé que haríamos el amor en tu cama. Sé que suena fatal, lo siento. Quería demostrar algo, pero cuando me he visto en tu habitación no he sido capaz. Es la primera vez que tengo la sensación de que hemos hecho algo malo. Antes era como si sólo fuésemos nosotros dos, ¿sabes? Tenía la sensación de que tú y yo juntos podríamos cambiarlo todo, y de que estaría bien. Pero ya no estoy tan segura.

Edward alarga el brazo y le coge la mano.

—¿Quieres que volvamos a Nueva York?

Bella asiente.

—Sí —contesta—. Lo siento.

Guardan silencio la mayor parte del camino de vuelta, la radio sustituye la conversación. Cuando pasan por delante del recinto de la exposición universal, él pregunta:

—¿Quieres que me quede esta noche contigo?

—Sí. Bueno, ¿tú quieres?

—Sí.

Aparcan cerca del piso de Bella, por la tarde. El resto del mundo aún trabaja. Suben la escalera exterior, paran un momento a abrir el buzón.

—En cuanto a lo de antes, ha sido demasiado, ¿sabes? —explica ella, sentados en el sofá.

—Lo sé. Yo tampoco lo he hecho nunca.

—¿Nunca?

—No.

—¿Nunca has tenido una aventura?

—No.

—¿Has querido tenerla?

—No hasta que te conocí.

Sin decir nada, Bella se levanta y lo lleva de la mano a la habitación.

 

Después se quedan tumbados en la cama, los cuerpos vacíos, las sábanas hechas un ovillo a sus pies.

—¿Cuántas amantes has tenido? —pregunta ella.

—No muchas. En el instituto hubo unas cuantas chicas; en la facultad, una o dos, en primero. Pero desde Alice no ha habido nadie más.

—Entonces ¿por qué yo? No me puedo creer que no haya habido otras mujeres que te hayan deseado.

—Ha habido algunas.

—¿Y?

—Y no hice nada.

—¿Por qué?

—No eran importantes.

—Y ¿por qué yo soy importante?

—Porque tú eres tú. Porque somos nosotros.

—¿Quieres decir que existe un nosotros?

—Existe el ahora.

—¿Te hace feliz?

—No sé si me hace feliz, pero sé que, en caso contrario, sería infeliz.

—¿Por qué?

Bella se toma su tiempo para responder.

—Es una buena pregunta —contesta—. No lo sé. Quizá porque no puedo dejar de pensar en ti. Desde que entraste en nuestras vidas vi que tenías algo especial. Cuando te conocí, en la playa, pensé que eras guapa, pero no pensé en eso. Sólo cuando viniste a nuestra casa esa noche, a nuestra fiesta, me di cuenta de que estaba cabreado porque salías con el gilipollas de Jacob. Sabía que te merecías algo mejor. Quería que tuvieras algo mejor.

—Y ¿tú eres mejor? —inquiere ella con una risotada.

—No lo sé. Sólo sé que me importaste. Lo supe casi inmediatamente.

—No tenía idea.

—No, ni tampoco quería yo que lo supieras. Eras nuestra invitada. Nuestra criatura desvalida. El proyecto de verano de Alice.

—¿Es eso lo que pensaste de mí?

—Sí. No. Me refiero a que es lo que quise pensar. No habría podido vivir en paz si me hubiese permitido pensar otra cosa.

—¿Y cuando Jacob dijo esas cosas en el restaurante?

—Exacto. Supongo que me sentó tan mal porque en cierto modo sabía que parte de lo que decía era verdad. Pero yo ni siquiera lo sabía entonces. Entonces tú eras nuestra protegida, ya sabes a qué me refiero. En ningún momento se me pasó por la cabeza que ocurriría esto.

Ella se le arrima más.

—Lo siento.

—Pues no lo sientas.

—¿Habremos cometido un grave error?

—No lo creo. Espero que no.

—Pero estás casado, tienes una vida con Alice. Y con Johnny.

—Lo sé.

—No quiero hacerle daño. Ojalá hubiera un modo de crear un pequeño universo paralelo donde tú y yo pudiéramos estar juntos y donde tú pudieras estar con ella y nadie saliera herido.

Edward la besa en la cabeza, como besaría a un niño que deseara que un río pudiera ser de chocolate o que todos los días fuesen Navidad. Sin embargo, una parte de él también quiere creerlo.

—Lo único que sé —continúa— es que me he pasado un montón de tiempo paseando por las calles de Roma pensando en ti. Preguntándome qué harías. Cómo sería tu jornada. Quiénes son tus amigos. Si habría alguien abrazándote.

—¿En serio?

—Sí. Pero no sabía si te iba a volver a ver. Era una fantasía. Supongo que es la edad: algunos hombres se compran un deportivo; yo soñaba con una chica guapa que estaba a miles de kilómetros.

—Y ahora es real —musita ella, jugueteando con el vello de su pecho.

—Sí, ahora es real.

—Y ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé. Lo único que sé es que mañana me vuelvo a Roma. Lo único que sé es que tengo que trabajar en mi libro.

—Tu libro. No me has contado nada, y no he querido preguntar. ¿Qué tal va?

—Uf. —Edward suspira—. No tan bien como me gustaría.

—¿Por qué?

—La otra noche le decía a Jasper que era porque me distraían los monumentos y los sonidos de Roma, y es verdad hasta cierto punto, supongo. Es fácil distraerse en Roma. Pero también es fácil distraerse en Nueva York, y eso no había sido un impedimento antes.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Tenía un amigo que era un piloto muy bueno. De Texas, un muchacho estupendo. Mandíbula cuadrada, valiente, muy buenos reflejos. Un día se vio involucrado en un accidente. No fue culpa suya, sino un fallo técnico. Pero supuso el fin de su carrera como piloto. Le dieron la oportunidad de volar de nuevo, pero no fue capaz. No pudo meterse en la cabina, así que lo dejó. No volví a verlo.

—¿Y?

—Ahora sé cómo se sentía.

—Pero tú no estrellaste un avión. Tu libro fue un éxito, miles de personas de todo el mundo lo han leído. Ganaste un premio nacional, por favor.

—Lo que quiero decir es que tengo miedo. Me asusta volver a la cabina, porque no estoy seguro de que pueda volver a hacerlo. ¿Y si el próximo libro es un fiasco?

—Tienes que dejar de pensar así.

—Lo sé, pero cada vez que me siento a escribir me asalta una incertidumbre que no había sentido antes. Intento escribir, pero al poco rato necesito salir y echo a andar.

—¿Cuánto llevas escrito?

—Pues ésa es la cosa: he escrito cientos de páginas, pero he desechado la mayoría.

—¿Por qué?

—No sé por dónde tirar. Ahora estoy con algo que casi no tiene nada que ver con lo del principio. Me peleo con las voces, los personajes. Me siento y escribo algo que me gusta, pero cuando vuelvo a leerlo unos días después no me gusta nada.

—¿Puedo ayudarte en algo? Sé que suena tonto, pero me refiero a que si necesitas comentarlo con alguien, compartir tus ideas, puedes hablar conmigo cuando quieras.

—Gracias, pero lo que necesito es volver a Roma y encerrarme unas semanas para concentrarme única y exclusivamente en el libro. Espero que para entonces ya tenga claras algunas cosas.

—Vale, pero queda dicho.

Bella se levanta y va al salón a cambiar la música. Tiene el trasero blanco, redondo, las piernas algo cortas para su cuerpo. Le gusta verla caminar.

—¿Te apetece cenar algo? —pregunta él—. Todavía hay tiempo.

Se visten y salen. Su horario es distinto al del resto del mundo, hay un pequeño restaurante francés cerca del piso. Van allí, cogidos de la mano.

—Estoy muerto de hambre —afirma él.

—Yo también.

—Voy a tirar la casa por la ventana y pedir una botella del mejor vino —dice Edward.

Cuesta varios cientos de dólares. Será, cree, el vino más caro que Bella ha bebido en su vida. Es un regalo que le quiere hacer, uno de tantos. El dinero carece de importancia. Lo único que desea es su felicidad.

El camarero decanta el vino y, cuando está listo, lo sirve.

—Es increíble —afirma ella, bebiendo un sorbo.

—Siempre ha sido uno de mis preferidos. Un Pauillac. Cinquième cru. No tan caro como un premier cru, pero, en mi opinión, igual de bueno. La cosecha del 82 fue especialmente buena.

—Hablas como Jasper —ríe ella.

También él se ríe.

—Supongo que sí. Probablemente sea porque él me ha enseñado mucho de lo que sé. Yale y los marines están muy bien para aprender un montón de cosas, pero no de vinos franceses.

En la cena hablan de ella, su familia, su trabajo. Están empezando a conocerse. Rellenando los espacios en blanco. Edward se entera de que la pera es su fruta preferida, de que no le gusta Renoir, pero le encanta Degas, de que baila claqué y de que en el instituto llevaba gafas, hasta que se pasó a las lentillas. La vida de él es conocida, ha vivido de cara al público. La suya está por descubrir. Sin embargo, al igual que en ese juego infantil que consiste en unir puntos, cuantos más puntos une, más ve en ella a la persona que en el fondo él ya sabía que era.

—¿Qué harías si viésemos a algún conocido tuyo? —pregunta Bella—. Me refiero a si nos vieran aquí, juntos.

—No lo sé. Aunque claro que se me ha pasado por la cabeza. Supongo que dependería de quién fuera... y de lo que estuviéramos haciendo nosotros. Quiero decir que no hay nada muy sospechoso en que estemos cenando, ¿no? Somos amigos, pasaste un montón de tiempo con nosotros en verano. ¿Qué hay de malo en eso?

—Algunas personas podrían malinterpretarlo, pero no estarían seguras.

—Sin embargo no se equivocarían. Es difícil ocultar el lenguaje corporal, sobre todo si te estás acostando con alguien. Hay una especie de calor que desprenden los amantes, aunque estén en extremos opuestos de la habitación. Casi te quema la ropa. —Extiende el brazo y le coge la mano, entrelazando los dedos con los de ella—. Me encantaría viajar contigo —le dice.

—¿Dónde iríamos?

—A Francia. Me gustaría ir a París contigo, y al sur de Francia. Después a Marruecos, Tánger, Zanzíbar.

—Voy a por el cepillo de dientes.

—Lo digo en serio. Podríamos encontrar algún sitio barato y vivir un año en la playa. Tú harías topless y los pechos se te pondrían color caramelo. Pero primero te quiero llevar a la cama en el Ritz. Pedir comida al servicio de habitaciones. Sé que estuviste en París de pequeña con tus padres. ¿Cuándo fue la última vez?

—En la facultad. Estuve de mochilera el año antes de terminar.

—Pero no has estado en el Ritz.

—Se nos salía un poco del presupuesto.

—¿A qué otros sitios fuiste?

—Pues aparte de París, a Madrid y Barcelona. Luego a Florencia y Venecia, y para terminar, dos semanas en Grecia. En Santorini. Me quemé viva.

—¿Ibas sola?

—Con mi novio. Se llamaba Greg. Lo dejamos poco después. ¿No es eso lo que pasa siempre? Te vas de viaje con alguien y es fácil acabar harto. Sus costumbres te empiezan a poner de los nervios.

—¿Sabes lo que dicen de Venecia?

—¿Qué?

—Que si vas con alguien con quien no estás casado, nunca te casarás con ese alguien.

—No pasa nada. Tú ya estás casado.

Edward deja pasar el comentario, pero por un momento ella se pregunta cómo reaccionará. No sabe por qué lo ha dicho.

—Entonces, ¿no te importa viajar conmigo? ¿Y si yo también te acabo poniendo de los nervios? —le plantea él con una sonrisa.

—También es cierto justo lo contrario: si puedes viajar con alguien y después te sigue cayendo bien, es que estás con la persona adecuada.

—Bueno, pues entonces supongo que tendremos que averiguarlo, ¿no?

Se han bebido el vino, han terminado la comida. Edward paga y se van. Es su última noche en Nueva York. Al día siguiente, por la tarde, debe volver a Roma. Se pasan el día siguiente en la cama, durmiendo, haciendo el amor. La última vez durante casi una hora, lenta, cuidadosamente, como pescadores de perlas que se llenaran los pulmones de oxígeno. Más al norte, las maletas de Edward siguen en el hotel, una habitación que apenas ha visto. A las cuatro de la tarde se tiene que ir.

—Ojalá no tuviera que irme —se lamenta.

Ella está sentada en la cama, con un albornoz negro puesto de cualquier manera, los brazos cruzados en actitud protectora. La única luz es la de un sol que va perdiendo fuerza, una hora intermedia. Ella se está distanciando, esperando el golpe.

Él quiere decir algo, tranquilizarla, pero no es capaz de dar con las palabras.

—¿Esto es todo? —inquiere Bella sin mirarlo, desde lo más profundo de su interior.

Edward quiere decir que no, pero no quiere mentir. Ni siquiera sabe ya cuál es la verdad.

Tiene el abrigo puesto. Está listo para volver a su otra vida.

—Sé que no te puedo pedir que te quedes —razona ella—. Sé que tienes que volver con Alice y con Johnny.

—Ya.

—Y no voy a exigirte promesas.

—Lo sé. Y siento no poder hacerlas.

—Pero sí me prometí a mí misma que no sería una bruja ni te haría sentir culpable, así que no lo haré. —Tiene los ojos humedecidos; la voz, temblorosa.

Edward se acerca y le coge la mano, sus blancos y limpios dedos suaves y laxos. Son unas manos bonitas, sin adornos, sin anillos, sin esmalte de uñas. Las manos de una aristócrata, de una geisha.

—No quiero perderte —le asegura él—. Volveré. No sé cómo, pero ya se me ocurrirá algo.

—Estaré esperándote.

—Podrías venir tú a Europa. El próximo mes tengo que salir de viaje. Podríamos vernos en alguna parte.

—¿Y Alice? ¿No irá contigo?

—No. No querrá. Querrá quedarse con Johnny. Y no sería mucho tiempo, sólo un par de días.

—Perfecto —responde ella con una sonrisa.

—Bien. Ojalá fueran más.

—Ojalá, sí. —Bella se levanta y se acerca a él, el albornoz se le abre, pega su cuerpo desnudo al de él—. Y ahora será mejor que te marches —añade, sus labios rozan los suyos—, o empezaré a seducirte.

Él echa la cabeza atrás y se ríe.

—Te echaré de menos —afirma. No es capaz de recordar cuándo la ha deseado más.

—Te quiero, Edward —le dice ella.

—Te quiero.

Esta vez sí lo ha dicho. No cabe duda.

Un último abrazo y después la puerta, el pasillo solitario, la vieja escalera hasta la calle. El eco sordo de sus pasos al bajar. El olor a comida de los otros pisos, la cháchara de la televisión. Vidas normales. No para hasta llegar abajo, sabe que ella no estará mirando. En la calle, Edward vuelve la cabeza y la levanta, contando las plantas para dar con su piso. Bella no aparece, y un momento después él enfila la calle de prisa en busca de un taxi. El olor a ella impregna sus dedos.

Capítulo 12: CAPÍTULO 4 Capítulo 14: CAPÍTULO 6

 
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