INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54526
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 27: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO  2

 

Han pasado varias semanas desde aquella noche con Alice. Me desperté temprano, en su habitación, y cogí mis cosas sin hacer ruido. Ella dormía profundamente, roncando un poco. La dejé allí, en la oscuridad, escabulléndome como si fuera un ladrón, esperando no despertar a Johnny mientras me vestía en el pasillo.

Ninguno de los dos llamó al otro ese día ni el siguiente. Yo no llamé porque no sabía qué decir. Tampoco sabía qué le estaría pasando a Alice por la cabeza. Estaba muy borracha. Más de lo que yo la había visto nunca. ¿Se acordaría de lo que había pasado? Yo sí, y el recuerdo me incomodaba. Fue doloroso, no un dolor físico, sino emocional. Sin embargo era ella la que estaba sufriendo de veras. Sabía que no pensaba en mí, si es que pensaba en alguien. Yo no era más que un instrumento, un corazón que latía y una sangre que fluía acelerada. Alice no dijo esta boca es mía en todo el tiempo. Yo, dicho sea de paso, tampoco.

Cuando terminamos, ella se limitó a taparse y se quedó dormida. Yo no sabía si irme o quedarme, de manera que permanecí allí en vela, sin atreverme a moverme, mirando al techo, oyéndola roncar, reflexionando sobre ese giro inesperado de los acontecimientos, desnudo, aturdido y avergonzado, hasta que no pude soportarlo más y me fui.

Unos días después llamé y dejé un mensaje. Intenté sonar lo más inofensivo posible. ¿Cómo estaba? ¿Y Johnny? ¿Y si cenábamos el fin de semana? Estaba convencido de que Alice me había estado escuchando mientras le dejaba el mensaje, despreciándome. No me devolvió la llamada.

Probé de nuevo unas noches más tarde. Esta vez lo cogió.

—Ah, hola —saludó—. Lo siento, ahora no puedo hablar. Ya llego tarde.

—¿Te llamo mañana?

—Perfecto.

Colgó casi antes de que yo pudiera contestar.

Me sorprendió oír que llegaba tarde a algo. Alice no salía mucho, y cuando salía era con Edward o conmigo. ¿Adónde iría? ¿A quién vería? Conocía su vida casi tanto como la mía desde hacía casi cuarenta años. Ahora me sentía desconectado. O no. Puede que le estuviera dando demasiadas vueltas a todo. No lo sabría hasta que no hablara con ella.

Sin embargo, cuando la llamé al día siguiente no lo cogió. Ni al otro. Al final me cansé de dejarle mensajes. Iba de casa al despacho y del despacho a casa, intentaba distraerme en el trabajo, pero mis ojos siempre acababan clavados en la fotografía de Alice y yo que tengo en mi mesa. Era de hacía años, creo que la sacó Edward. Estábamos en la playa. Por aquel entonces yo tenía más pelo y menos cintura. Ella seguía igual. A veces algunos clientes, charlando, me preguntan si es mi mujer. Sé que resultaría raro tener la foto de la mujer de otro en la mesa, así que suelo mentir y decir que es mi hermana. Al fin y al cabo casi es verdad, aunque a menudo me siento tentado de mentir y decir que sí, que es mi mujer.

Las semanas que siguieron fueron de las más solitarias de mi vida. Daba la impresión de que mi amiga del alma me había abandonado. Yo había llevado una vida sumamente reducida, las estrellas fijas de mi cosmos personal siempre habían girado en torno a Alice. Mientras ella estuviera ahí, al otro lado de la mesa o del teléfono, ¿qué más necesitaba yo? No obstante ahora era plenamente consciente del vacío. Me sentía como un pianista que hubiera perdido una mano.

Una noche estaba en el club, tras concluir mi irregular rutina de ejercicios y darme una sauna, a punto de disfrutar de un merecidísimo martini, cuando otro socio se acercó a mi mesa.

—Hombre, Jazz —me dijo—. ¿Te importa si me siento?

—En absoluto —repuse.

Me caía bien Dewey. Iba unos cursos por debajo en el colegio, pero nos conocíamos de los mismos círculos, tanto en la ciudad como en Long Island. A diferencia de la mayoría de los socios, que acudían al club para alejarse de sus mujeres, yo acudía en busca de compañía. Él era afable, y solíamos coincidir en que todo iba a peor, desde la calidad de los nuevos socios de los distintos clubes a los que pertenecíamos ambos hasta la ineptitud generalizada de los representantes elegidos en Albany y Washington.

Dewey se sentó, parecía incómodo.

—Escucha, espero no salirme del tiesto con lo que te voy a preguntar.

—Y ¿qué es?

—Bueno, sé que eres amigo de Alice Cullen.

—Lo soy, sí.

—Puede que no sea asunto mío, pero la vi la otra noche.

—En eso no hay nada raro.

—No, claro que no. Pero lo que quiero decir es que la vi con un hombre. Vicki y yo conseguimos una canguro y pensamos que sería divertido ir al centro, a ese pequeño restaurante italiano del que habíamos leído una crítica. A él no lo reconocí, pero desde luego no era su marido. Conozco a Cullen de pasada, y ese hombre no se le parecía en nada. Era más moreno. Creí que debía mencionártelo, ya sabes a qué me refiero.

—Ya —contesté. No sabía muy bien qué decir. ¿Otro hombre? ¿Quién era? ¿Qué pequeño restaurante italiano? Me entraron ganas de hacer preguntas, pero el tacto me lo impidió—. Es que, en fin, los Cullen se han separado.

—¿Cómo dices? Siento oír eso. Hacían una buena pareja. Ella es una auténtica belleza, y a él lo recuerdo de cuando jugaba al hockey.

—Sí, es una verdadera pena.

—Bueno, supongo que eso lo explica todo. Siento la intromisión.

—No pasa nada. Me alegro de haber aclarado las cosas.

Se levantó para marcharse.

—¿Adónde vas tan de prisa, Dewey? —le dije—. Te invito a una copa.

—De acuerdo —repuso, al tiempo que se sentaba—. Tomaré lo mismo que tú.

Acabé convenciéndole de que cenara conmigo. La conversación se desvió hacia los temas de siempre, que, cuando nos levantamos de la mesa, prácticamente habíamos agotado. Nos despedimos en la calle con promesas vagas, pero bienintencionadas de ir a jugar al tenis cuando hiciera mejor tiempo.

De camino a casa, bajo la lluvia, no paré de darle vueltas a lo que me había contado Dewey. ¿Otro hombre? ¿Qué demonios estaba pasando? Lo más normal habría sido llamar a Alice para contarle el cotilleo, pero esa vez no sólo no me hablaba, sino que además el cotilleo era sobre ella. Me sentí tentado de pasarme por su casa para llegar hasta el fondo del asunto. A pesar de la lluvia supongo que creí que era buena idea, puesto que eso es lo que hice. Era evidente que mi capacidad de raciocinio se había visto afectada por el hecho de haber bebido varios martinis y media botella del burdeos del club.

Las luces estaban encendidas cuando llamé al timbre. Eran las nueve y media aproximadamente. Como nadie me abrió, volví a llamar. Al final salió Gloria, que entreabrió la puerta con cara de susto, si bien se relajó al ver que era yo. Con todo, no me dejó pasar, no quitó la cadena.

—Señor Jasper, buenas noches.

—Buenas noches, Gloria. Siento venir tan tarde. ¿Está la señora Cullen?

—No, la señora Alice no está.

—¿Sabe cuándo va a volver?

—No, señor. Sale todas las noches hasta tarde. Y la semana pasada también.

—¿Con quién?

Ella sacudió la cabeza.

—No sé. Con hombres distintos. Por favor, ahora me iba a acostar.

—Ya. Siento haberla molestado. ¿Podría decirle a la señora Cullen que he venido?

—Sí, señor Jasper.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Gloria sonrió y cerró la puerta de prisa y corriendo. Por un momento me planteé quedarme a esperar a Alice, pero no sabía cuándo iba a volver ni con quién. Y me estaba empapando.

No tenía otro sitio al que ir salvo a casa. ¿A quién más podía acudir? ¿A Edward? Difícilmente. ¿A Emmett y Rose? Supuse que sí, pero no sabía si me serían de alguna ayuda. ¿A Bella? La idea era ridícula. Ya en la cama, me di cuenta de que tenía que encargarme yo mismo. Sabía que tenía que dar con Alice y hablar con ella. Era la única forma. Pero ¿cómo?

También sabía que sería casi imposible saber qué estaba haciendo Alice a menos que me lo contara ella. O que yo la siguiera. Me vi enfundado en una gabardina, acechando entre los arbustos y haciendo el payaso, plenamente consciente de que era algo que jamás podría hacer. Pero eso no quería decir que no pudiera hacerlo otro. Sabía que nuestro bufete a veces contrataba a investigadores privados, de manera que al día siguiente le pedí a Marybeth que me facilitara el número de la agencia a la que solíamos llamar.

Esa tarde un hombre llamado Bernie entró en mi despacho. Era fornido, tenía bigote y llevaba una corbata llamativa y zapatos de suela gruesa. En el pasado nunca había tenido ningún motivo para requerir sus servicios, pero sabía que había sido policía y que varios de mis colegas respondían por él.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Gervais? —me preguntó.

—Es un asunto personal —contesté—. Quiero dejarlo claro desde el principio. Así que, se lo ruego, asegúrese de pasarme la factura a mí personalmente, no al bufete.

—Como usted quiera, señor. ¿De qué se trata?

—Me gustaría que siguiera a alguien.

—¿A quién, señor?

Le di la fotografía de mi mesa.

—¿Su esposa?

—No, una amiga.

El hombre observó la foto.

—Muy guapa. ¿Tiene alguna foto más reciente?

—La conseguiré. Pero ella sigue teniendo el mismo aspecto.

—De acuerdo. Y dígame, ¿cuál es la situación?

Se sentó con una libreta abierta en la rodilla, bolígrafo en mano.

—Se llama Alice Cullen. La conozco desde que éramos pequeños y es mi mejor amiga. Se separó hace poco de su marido, con el que llevaba casi veinte años casada, y ha sido una conmoción para ella. Hace unas semanas dejó de devolverme las llamadas, lo cual es extraño, porque rara vez pasan tres o cuatro días sin que hablemos o nos mandemos algún correo electrónico. Un amigo mío me contó que la otra noche la vio con un hombre en un restaurante del centro. Yo hablé con la canguro de su hijo y me dijo que la señora Cullen sale todas las noches, por lo general con distintos hombres. Sinceramente, estoy preocupado, porque no es nada propio de ella, y quiero asegurarme de que está bien. También me preocupa el bienestar de su hijo, que casualmente es mi ahijado. Lo que me gustaría es que no la perdiera usted de vista, que averigüe adónde va, qué hace y con quién lo hace.

—Claro. Sin problema. —Dejó el bolígrafo.

Odio que la gente diga «sin problema». Lo detesto. Cuando alguien trabaja para mí, no puede ser un problema para ellos. Es un trabajo.

—Y, naturalmente —añadí después de respirar hondo—, estoy seguro de que no hará falta que le pida que sea discreto. Que no se entere de que la están siguiendo.

—Desde luego.

A continuación hablamos de sus honorarios y de otros detalles. Prometí mandarle por correo electrónico fotos más recientes de Alice y después le extendí un cheque, un anticipo. Dijo que se pondría en contacto conmigo en el plazo de unos días si había algo que contar. Me impresionó su profesionalidad. Nos dimos la mano y se fue. Sé que hay quien podría pensar que estaba yendo demasiado lejos, metiendo las narices en los asuntos de Alice, pero me daba lo mismo. Lo único que me importaba era asegurarme de que estaba bien. Esperé los días que siguieron. No supe nada ni de Bernie ni de Alice.

Después de un fin de semana de preocupación, Bernie me llamó el lunes por la mañana.

—Seguí a la sujeto tres noches —me contó por teléfono—. La primera noche salió de casa en torno a las ocho y fue en taxi a un restaurante de Tribeca. Allí se reunió con un hombre. Griego, un tal Yannis Papadakis. Edad: treinta y ocho años. Profesión: armador. Estado civil: divorciado. Descripción física: uno ochenta de estatura, complexión atlética, cabello castaño, ojos del mismo color, afeitado, sin rasgos distintivos. Le enviaré su foto por correo.

No había oído hablar de él.

—Continúe —pedí.

—La sujeto salió del restaurante con Papadakis poco después de las once. Los dos habían bebido mucho. Verá una copia de la factura en el archivo que le mandaré. Papadakis pagó con una tarjeta Centurión. Fuera los esperaba un coche, un Cadillac Escalade último modelo. Los llevó a poca distancia de allí, hasta el piso que Papadakis tiene en Beach Street. La sujeto entró en su casa. A las tres de la madrugada la sujeto salió del piso y el Escalade la llevó a casa. ¿Quiere que siga?

—Por favor.

Bernie se aclaró la garganta.

—La noche siguiente, viernes, la sujeto salió de casa de nuevo sobre las ocho. Esta vez cogió un taxi al centro, hasta un restaurante italiano del Soho, donde se reunió con un hombre llamado Steven Ambrosio. Edad: cuarenta y dos años. Profesión: banquero. Estado civil: soltero. Descripción física: uno cincuenta y cinco aproximadamente, delgado, cabeza rapada, ojos marrones, afeitado, sin rasgos distintivos. La sujeto salió del restaurante con Ambrosio en torno a medianoche y a continuación ambos fueron en taxi hasta el piso que Ambrosio tiene en la calle 68 Este. Nuevamente alrededor de las tres de la madrugada la sujeto abandonó el piso y se fue a casa en taxi. Le mandaré un correo con fotografías de Ambrosio y facturas. ¿Alguna pregunta?

Nuevamente, no conocía a ese hombre.

—Por ahora no. Por favor, continúe.

—El sábado a la sujeto pasó a buscarla Papadakis a eso de las tres de la tarde, esta vez conducía él mismo, un Porsche 911. Los seguí hasta Southampton, donde Papadakis tiene una residencia de fin de semana en Ox Pasture Road. Aparcar era complicado, así que me tuve que conformar con dar vueltas a la manzana. En el barrio vive mucha gente acaudalada, y la policía lo patrulla con regularidad. Sin embargo, sí pude averiguar que la sujeto y Papadakis fueron a una fiesta que se celebraba en una casa de Sagaponack, en Daniels Lane. Probablemente se consumieron sustancias ilegales. Alrededor de la una de la madrugada la sujeto y Papadakis volvieron a Ox Pasture. Al día siguiente salieron a comer a Nello, en Southampton, en torno a la una, y después regresaron a Manhattan. De nuevo Papadakis pagó. Le proporcionaré a usted una copia de la factura. La sujeto llegó a casa en torno a las cinco de la tarde, y esa noche no salió.

—Gracias, Bernie —le dije—. Muy concienzudo.

—¿Va a requerir más mis servicios?

—Sí. —Estaba pensando—. Sí, quiero que continúe siguiendo a la señora Cullen. La única diferencia es que la próxima vez que salga quiero que me llame usted y me diga dónde está.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Luego Bernie dijo:

—Entiendo, señor Gervais. Pero debo informarlo de que si se plantea agredir a la sujeto o violar sus derechos de alguna manera, a mí se me acusaría de ser su cómplice, y no permitiré que eso suceda, señor.

Reí ligeramente.

—¿Cómo dice? Ah, no, no. Por favor, Bernie. No se preocupe por nada de eso. No tengo la menor intención de agredir a la señora Cullen ni de infringir la ley. Sólo quiero hablar con ella. Y como la montaña no va a Mahoma, Mahoma ha de ir a la montaña.

—Muy bien, señor Gervais. Tengo su móvil. La volveré a seguir esta noche y, si sale, lo llamaré.

Esa noche no recibí ninguna llamada de Bernie. La siguiente, sin embargo, el teléfono sonó poco después de las ocho.

—Buenas tardes, señor —saluda—. La sujeto está en marcha. Lo llamaré de nuevo cuando haya llegado a su destino.

—Excelente. Gracias.

Me paso el siguiente cuarto de hora aproximadamente dando vueltas por casa con el móvil en la mano, consultando el reloj, palpando y volviendo a palpar mis bolsillos para asegurarme de que llevo la cartera, un pañuelo, el peine, el cortaúñas, la pluma. Cuando recibo la segunda llamada, me dirijo al ascensor con el teléfono pegado a la oreja. Bernie me da el nombre y la dirección de un restaurante en el West Village. Me alivia saber que no está en alguna parte de Brooklyn. Recuerdo que cuando iba más allá de la calle 42, de noche, se me hacía tan extraño como visitar la cara oculta de la Luna. De un tiempo a esta parte los barrios más de moda en Nueva York son aquellos que en su día eran los más pobres. Salgo a la calle, tengo un coche esperando, le doy al conductor la dirección.

—La sujeto está sentada en un reservado del fondo —informa Bernie—. Ni con Papadakis ni con Ambrosio. Todavía no he averiguado quién es el hombre. Unos cincuenta años, cabello canoso, traje caro.

—Gracias, Bernie. No me hará falta más. Si todo sale bien esta noche, podrá enviarme la factura por la mañana. Deséeme suerte.

—Buena suerte.

En torno a las nueve llego a un restaurante muy iluminado. Busco a Bernie, pero no lo veo. Las calles de esa zona siguen estando adoquinadas, pero lo que antes eran mataderos y edificios comerciales ahora, tras sufrir una remodelación, son boutiques, restaurantes y clubes nocturnos.

Le pido al conductor que espere y entro. El sitio está lleno de una muestra representativa de jóvenes modernos de Manhattan. Artistas desaliñados con camisetas negras se mezclan con banqueros jóvenes, y hay chicas guapas por todas partes. Entiendo por qué no hay mucha gente de más edad: cuesta mucho oír algo. Me dirijo al bar, abriéndome camino a duras penas. Con mi traje de J. Press estoy fuera de lugar, parezco alguien que se ha equivocado de sitio. Finalmente el camarero repara en mí y pido un martini.

Echo un vistazo, buscando a Alice y rezando para que no me vea ella a mí primero. No resulta fácil, ya que la zona del comedor no se ve del todo desde el bar. Al cabo la veo: en un rincón, con un hombre de pelo gris, tal y como dijo Bernie. Charla animadamente, como hace cuando se ha tomado unas copas. Veo que junto a la mesa hay una cubitera con una botella de vino abierta.

Agacho la cabeza en el acto para que no me vea. Me vuelvo y procuro, como puedo, dar la impresión de que me encuentro a gusto. Sin embargo, no tarda en desplazarme un joven que no se ha afeitado en varios días. Luce un sombrero porkpie y pide bebidas para un grupo de amigos. Yo me retiro a un rincón con el rabo entre las piernas. Está claro que no me puedo quedar donde estoy. Tengo que hacer algo o marcharme.

Después de terminarme el martini, dejo la copa en la barra con resolución, junto a un billete de veinte dólares, y echo a andar hacia el fondo. No voy directo a la mesa de Alice, sino que finjo buscar a alguien en una de las mesas, el mentón alto, olisqueando el aire como un oso perdido. No soy muy buen actor, pero tampoco hacía falta serlo. Sólo hay una persona a la que he de convencer.

—¡Alice! —exclamo.

Ella me mira, sorprendida, hermosisíma. Los ojos azules muy abiertos.

—Jasper —dice—. ¿Qué haces aquí?

Pelo Gris parece confuso, es evidente que no le hace gracia la intromisión. Desde luego no lo culpo.

Me inclino y le doy dos besos a Alice.

—He quedado a cenar con un cliente —miento—. Creí que sería divertido ver por qué todo el mundo habla tanto de este sitio, pero acabo de recibir un correo que me dice que se va a retrasar.

—Jasper, perdona, éste es Richard —dice, y señala a Pelo Gris como si toparme con ella en un restaurante del centro con un desconocido fuera lo más normal del mundo.

Es la encarnación hollywoodiense de un alto ejecutivo: mandíbula granítica, dentadura perfecta, cabellera abundante, reloj de oro. Más de cerca me doy cuenta de que más bien rondará los sesenta.

—¿Qué tal? —contesto, y mientras cojo una silla desocupada que tengo detrás pregunto—: ¿Os importa?

Ya me estoy sentando, de manera que la única respuesta posible sin ser maleducados es «no». Aún tienen la carta en la mano, lo que significa que todavía no han pedido.

—No, claro que no —replica Pelo Gris, y me dedica una sonrisa de sala de juntas magnánima—. Un amigo de Alice siempre es bienvenido.

—Y no un amigo cualquiera —puntualizo—. Su mejor amigo. Nos conocemos desde que éramos dos renacuajos, ¿no, guapa? Y dime —añado con desenfado mientras vuelvo la cabeza y la miro por primera vez desde que me he sentado—, ¿dónde te metes? He estado intentando dar contigo, pero últimamente has estado muy ocupada.

Alice me mira mal.

—Sí que lo he estado, sí, Jazz. Siento que no hayas podido localizarme.

—Bueno, está claro que he estado yendo a donde no debía.

—Perdona, Jasper, ¿quieres tomar algo? —pregunta Pelo Gris.

Es evidente que viene de la escuela que cree que la mejor forma de hacerse con el control de una situación es pagando por ella.

—Pues sí, gracias, Rich. Todo un detalle por tu parte. —Alzo la mano, llamo en el acto a un camarero y le pido un martini de Beefeater con un toque de limón—. Siento mucho entrometerme así. Por cierto, ¿de qué os conocéis?

Alice no dice nada, se limita a fulminarme con la mirada. Pelo Gris cuenta:

—Ah, nos conocimos en una fiesta en Southampton la semana pasada.

—Conque en Southampton. Qué sitio más bonito. ¿Hace mucho que vives allí?

—Unos diez años. Compré una vieja granja y la sustituí por algo más moderno. ¿Sabías que no había más que un cuarto de baño en toda la casa? El agente inmobiliario me dijo que allí vivía una familia de siete miembros. Imagínate la cola que se formaría por la mañana —apunta con una risa estudiada.

Lo odio, naturalmente, pero también le veo su encanto. Me he sentado a una mesa frente a muchos como él, avasallándolos, tomando lo que me corresponde. Podría hacerlo todo el día, o toda la noche. Es como cazar moscas.

Sonrío afablemente a Pelo Gris y vuelvo la cara hacia Alice, dejándolo colgado.

—¿Y Johnny? Hace semanas que no lo veo.

—Es verdad, sí —replica ella con una sonrisa idéntica. Ah, cómo la conozco—. Está bien.

—Igual me paso a verlo una tarde de éstas, suponiendo que estés —le suelto. Y a Pelo Gris—: Es mi ahijado. Tiene nueve años. Un gran chico. —Y antes de que él pueda colar alguna observación manida sobre las virtudes de los niños de nueve años, me centro de nuevo en Alice—: Por cierto, he descubierto que tenemos algunos amigos comunes.

—Siempre los hemos tenido, Jazz —replica con agudeza.

—Ya, bueno, pero éstos son nuevos.

—¿Ah, sí? Me alegra mucho saber que estás haciendo amistades nuevas. Creo sinceramente que te hace falta ampliar tu círculo de amigos.

—Bueno, es evidente que a ti no hace falta que te diga lo mismo, porque también has hecho muchos amigos nuevos.

—Me gusta la gente.

—Claro, y por lo que he oído eres muy popular. Sin duda será muy agradable ser tan popular entre tantas personas. Tengo entendido que haces un amigo nuevo casi cada noche.

—Que te den, Jasper —me espeta.

Por lo visto el juego ha terminado.

—Vamos, ¿se puede saber qué pasa? —inquiere Pelo Gris, desconcertado.

—Nada, Rich —respondo—. Sólo estamos de broma.

—Pues qué bien que te hayas dejado caer por aquí, Jasper—cambia de tercio Alice—. Ha sido toda una coincidencia.

—Sí, ¿no? —afirmo alegremente mientras miro el teléfono—. Huy, creo que mi amigo quiere que quedemos en otro sitio. Creo que debo irme. —Me levanto—. Gracias por la copa, Rich. —Me inclino sobre Alice y le digo al oído mientras le doy un beso de buenas noches—: ¿Es que te has vuelto loca? —Y a continuación, en voz más alta—: Hablamos un día de éstos.

Alice, tiesa en su asiento, no responde. Está furiosa conmigo. Bien, ésa es la reacción que esperaba. O al menos una de ellas.

—Bueno, pues hasta la vista. Que os divirtáis —digo.

Me dirijo a la salida caminando con naturalidad. Ya en la puerta, me vuelvo y saludo con la mano. Pelo Gris, que ha estado mirándome todo el tiempo, me saluda a su vez, encantado de librarse de mí. Alice permanece sentada sin más. Fuera, en el anonimato de la calle, profiero un suspiro de alivio. Me doy cuenta de que estoy sudando y noto que el sudor se me enfría en el cuerpo con el aire de la noche. Busco mi coche y voy hacia él.

—Gracias por esperar —digo al subirme.

El conductor, sij, levanta la vista del móvil.

—Sin problema, señor. ¿Adónde vamos?

«Sin problema.» Esa locución espantosa. Refunfuño para mis adentros y respondo:

—A ninguna parte por el momento. Vamos a esperar aquí un rato.

Desde el asiento trasero veo perfectamente la entrada del restaurante. Para deleite mío, ni siquiera han pasado diez minutos cuando veo salir a Alice y a Pelo Gris. No oigo lo que dicen, pero el lenguaje corporal de Pelo Gris indica sorpresa, decepción y servilismo. Intenta dilucidar qué demonios está pasando y cómo puede salvar la noche. Alice, alta y erguida, el brazo extendido para llamar a un taxi, avanza con determinación, con desdén, como la proa de un barco. Por lo visto coger un taxi en este barrio es fácil. Parece haber una docena o más dando vueltas en busca de clientes. Uno se detiene delante de ella. Le da a Pelo Gris un beso de cortesía y se sube al coche, dejándolo en la acera, desconcertado y caliente.

Veo el rostro de Alice en el asiento trasero cuando el taxi pasa por delante de mí.

—Muy bien, ya podemos irnos —anuncio al conductor—. A casa, por favor.

 

 

Capítulo 26: Primavera capítulo 1 Capítulo 28: CAPÍTULO 3

 
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