INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54532
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 23: CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6

                             

Esa noche, de nuevo, espero hasta después de cenar, después de abrir la segunda botella y de lavar y recoger los platos. Le pregunto a Alice si quiere saber cómo me ha ido con Edward. Supongo que así se sentirá el médico cuando ha de darle malas noticias a un paciente. Esa mancha en la radiografía es lo que nos temíamos. Éstas son las opciones, ninguna especialmente buena. Y el paciente, por su parte, no quiere saber la verdad: esas palabras cambiarán su vida para siempre, causarán un daño irreparable, desgarrarán familias. No es algo que querían, sino algo que les han hecho. Han sido traicionados por algo en lo que siempre han confiado. Incluso ha habido momentos de esperanza, de creer que, a pesar de lo que temían en el fondo, todo ha sido un gran error. Un error humano. Las pruebas iniciales estaban mal, se han librado. Requiere mucho valor escuchar, no taparse los oídos, no revolverse contra ello, sino aceptarlo y actuar.

—Lo siento —digo, después de confirmarle lo peor.

Ella tiene los codos apoyados en las rodillas. Desvía la mirada, como si lo de haberse enterado de que Edward es culpable le hubiese pasado a otro y estuviéramos hablando de dos personas distintas cuyas vidas están destrozadas.

—Gracias, Jasper —dice al cabo—. Supongo que eso elimina cualquier sombra de duda. —Se enciende otro cigarrillo—. Me gustaría que me hicieras un favor.

—Lo que sea.

—¿Podrías decirle a Edward que agradezco que haya sido sincero contigo? Estoy segura de que no le fue fácil.

—Claro.

—Pero también que aún no quiero hablar con él.

Asiento.

—No podrás seguir evitándole siempre y lo sabes, ¿verdad? ¿Qué hay de Johnny? No para de preguntar por su padre.

Ella suspira.

—Lo sé. Sólo unos días más. Es todo lo que pido.

A pesar de que hago lo posible para que se quede en mi casa, ella y Johnny se mudan a la suya a principios de mes. Es un día frío y húmedo, llueve. Supongo que es lo que deben hacer, pero me siento muy solo sin ellos. La noche siguiente, insisto en ir a verlos. Sé que Alice me necesita.

Se me hace extraño estar aquí. La vivienda comprende las dos primeras plantas de una vieja casa señorial. Más el jardín, que siempre se me antojó un auténtico lujo en muchos sentidos, aunque recuerdo que Edward no paraba de quejarse. Se instalaron allí poco después de que naciera Johnny, y el jardín estaba bastante mal. Alice lo mandó arreglar, puso sillas de hierro forjado y una mesa de comedor, así como redes y torres para trepar y un arenero para Johnny. «Es la peor idea que hemos tenido en la vida —refunfuñaba Edward—. Una invitación para todos los gatos del vecindario. Debería poner un letrero que dijera: BIENVENIDOS AL GRAN CENTRO GATUNO CULLEN, y cobrarles a los dueños de los gatos un cuarto de dólar cada vez que lo utilicen.» Al final quitaron el arenero.

Aparte de eso, recuerdo muchas veladas agradables tomando algo mientras Alice hacía parrilladas de carne. Incluso tenían un calefactor que nos permitía sentarnos fuera casi todas las noches, salvo las más frías. Unas veces sólo estábamos nosotros; otras, amigos de Edward, gentes de círculos literarios principalmente. A Edward le encantaban las fiestas.

La casa es sencilla: una construcción de piedra rojiza típicamente neoyorquina, el acceso por debajo de la escalera de entrada, pasando un pequeño patio. A la derecha de la puerta principal se abre un espacio para los desayunos, donde Johnny solía comer. Hay una cocina alargada, abierta al comedor, con un magnífico juego de sillas estilo reina Ana y una mesa maciza con las patas en forma de garra que Alice heredó de su abuela. A continuación, bajando unos peldaños, un salón en un nivel inferior, diáfano; a lo largo de la pared izquierda, un biombo del período Edo enorme, precioso, con una escena de La novela de Genji. Alice lo compró cuando Edward estuvo destinado en Japón. Al otro lado del salón, separado por una cristalera inmensa, el jardín. El efecto es sorprendente, y resulta agradablemente espacioso y moderno.

Una noche, en una fiesta especialmente tumultuosa, un actor amigo de ellos que estaba borracho fue directo a la cristalera. Se rompió la nariz y, según él, eso le costó el papel protagonista en una película. De no haberlo visto con mis propios ojos no lo habría creído. El actor afirmaba que ni la había visto, y Edward repuso bromeando que lo que pasó fue que era tan presumido que no pudo dejar de mirar su propio reflejo.

Arriba están el dormitorio principal, que da a la calle, y dos habitaciones en la parte de atrás que se asoman al jardín; una es la de Johnny; la otra, el despacho de Edward. En el sótano, inacabado, hay una vieja mesa de ping-pong, una lavadora y una secadora, estanterías con libros, una caldera. Me pregunté qué sentiría Alice allí ahora, con la ropa de Edward en el armario, fotografías, libros, su taza de café preferida. Una cosa habría sido volver a la casa de Long Island, que, al igual que la mía, fue construida por su familia. Allí no había vivido nunca nadie más. Los fantasmas de allí eran sus fantasmas. Pero la cosa cambiaba en esa casa, que era la de ella y de Edward. Si se elimina un miembro de la ecuación, la operación no tiene sentido.

Edward, Edward, Edward. Ni siquiera ahora puedo evitar mencionarle. Lo llenaba todo.

Alice me abre la puerta. Cuelgo el impermeable mojado en el perchero. Parece cansada.

—Hola, Jazz —saluda—. Pasa.

En la casa reina una calma extraña, como en una iglesia los lunes por la mañana. Hay algo distinto, y no es la ausencia de Edward. No, es otra cosa. No caigo hasta que Alice apunta:

—Espero que no te importe que no haya preparado nada de cenar. No tengo ganas.

—Claro que no. Podemos pedir algo.

Entonces lo sé: no huele a comida, no hay actividad en la cocina. Ir a casa de Alice siempre era una tentación para los sentidos, los aromas que salían de las distintas cazuelas seducían al afortunado invitado. Ella siempre estaba de cara a los fogones, charlando alegremente mientras partía zanahorias en dados o reducía salsas. Sin embargo, desde que se había enterado de lo de Edward, casi ni calentaba una taza de café. Echo un vistazo a la cocina: parece un perro triste esperando que vuelva su amo.

—Hola, tío Jazz —me saluda Johnny, y baja atropelladamente la escalera, recién bañado y con el pijama puesto, seguido de la canguro de toda la vida.

—Te acuerdas de Gloria, ¿no, Jasper?

—Claro —contesto al tiempo que le doy la mano a la mujer guatemalteca que se ocupa de Johnny desde que era muy pequeño.

—Señor Jasper —dice ella, ruborizándose. Su inglés no es muy bueno.

Alice habla español con bastante soltura. Yo, además de mi lengua materna, sólo hablo francés, gracias a una institutriz francesa que tuve durante años de pequeño. En consecuencia, mi relación con Gloria se reduce a poco más que unas sonrisas y movimientos de cabeza por ambas partes.

—Tengo un sorpresón para ti —le digo a Johnny.

—¿Cuál?

Le enseño dos entradas para un partido que jugarán los Rangers la semana que viene.

—Tú y yo, amigo. El viernes de la otra semana. En el centro. Los Rangers contra los Penguins —le cuento.

Él coge las entradas y las mira, disimulando su decepción.

—Genial, tío Jazz

Los niños mienten fatal.

—¿Qué se dice? —le recuerda su madre con un empujoncito.

—Gracias, tío Jazz. —Me da un abrazo poco entusiasta y le pregunta a su madre—: ¿Me puedo ir ya a la cama?

—Claro, cariño —le responde ella—. Ahora mismo subo.

Gloria sigue a Johnny escaleras arriba.

—Ha sido una estupidez —admito.

—No. La intención era buena.

—Me acabo de acordar de que Edward solía llevar a Johnny a ver a los Rangers. Creí que sería divertido.

—Tú no eres Edward, Jazz.

No pretende ofenderme, pero así y todo es un golpe.

Me acerco al mueble bar y me sirvo un whisky generoso.

—Lo sé. Y no pretendo serlo. Sólo intento hacerle sonreír. Al fin y al cabo es mi ahijado.

—Lo sé, pero habría estado bien que me lo hubieras comentado antes.

—Echa de menos a su padre.

Alice asiente.

—Normal. ¿Has hablado con él?

—Me llama todos los días —contesto. Y añado—: ¿Y si fuera con Johnny al partido la semana que viene? Sabe Dios que no me interesa lo más mínimo el hockey. Podría venirles bien a los dos.

—Deja que lo piense.

Ese día también había hablado con Edward. Estaba desesperado por saber cómo se encontraba Alice de ánimos y quería saber cuándo podría verles, a ella y a Johnny. Como de costumbre, le di largas, desviando las preguntas más imperiosas y haciendo cuanto pude para mantenerlo lo más informado y desconcertado posible.

—¿Cuándo podré verla?

—Pronto, espero. Creo que se ha dado cuenta de que tiene que hablar contigo.

—Gracias a Dios.

—No estoy seguro de que eso sea necesariamente bueno. Para ti, me refiero.

—Me da igual. Me estoy volviendo loco. Por favor, tienes que decirle cuánto lo lamento y lo mal que me siento.

—Ya lo he hecho. No creo que sirva de mucho.

Silencio. A continuación:

—Ya.

—Por cierto, ¿tienes ya un sitio donde quedarte?

—En casa de Emmett y Rose. Pero me puedes llamar al móvil a cualquier hora.

—Muy bien. Espero que la próxima vez que hablemos te pueda dar mejores noticias.

—Gracias, Jazz. Eres un gran amigo.

Cierto, lo soy. Lo irónico del asunto es que él cree que soy amigo suyo. Al igual que el galán trasnochado, siempre que oye aplausos presupone que van dirigidos a él.

Una semana después, mientras cenamos en la mesa del comedor sushi y cerveza que hemos ido a buscar a un restaurante, Alice me anuncia:

—Creo que estoy lista.

—¿Para qué exactamente?

—Para ver a Edward.

—Ya. ¿Para hacer qué?

—Aún no estoy segura. En este momento sería muy fácil tirarlo todo por la borda, ¿sabes? Una parte de mí quiere hacerlo, igual que un niño no puede evitar darle una patada al castillo de arena que se ha pasado horas construyendo.

—¿Y la otra parte?

—La otra parte de mí es consciente de que esto no es un castillo de arena.

—Vale. ¿Cómo quieres hacerlo? ¿Te puedo ayudar?

—Sí. Le he estado dando muchas vueltas a esto. No le puedo ver aquí, y no quiero quedar en un restaurante.

—Entonces, ¿dónde lo quieres ver?

—Necesito un sitio neutral, pero privado a la vez. Por eso esperaba que me dejaras usar una sala de tu bufete.

—Claro. ¿Cuándo le quieres ver?

—No tiene sentido seguir aplazando esto. Me gustaría que lo llamaras esta noche y le dijeras que vaya mañana.

—¿Hora?

—Mejor por la mañana. ¿Puedes disponer de una sala a las diez?

Asiento.

—¿Quieres que esté presente?

—No. Tengo que hacer esto sola.

—De acuerdo. Pero andaré cerca, por si cambias de idea.

A la mañana siguiente voy al despacho temprano y lo organizo todo para la reunión. Cuando llamé a Edward después de cenar, le tranquilizó saber que por fin Alice estaba dispuesta a verlo.

—¿Cómo la ves? —preguntó—. ¿Tengo alguna posibilidad?

—Francamente, no lo sé —repuse.

—Correré el riesgo.

Edward llega unos minutos antes, y esta vez no le hago esperar. Tiene mejor aspecto que la última vez que lo vi. Se ha cortado el pelo, lleva el traje planchado, los zapatos limpios. Parece que venga a una entrevista de trabajo. Lo noto nervioso, a pesar de la ancha sonrisa y el firme apretón de manos.

—¿Dónde está Alice? —pregunta.

—Ven conmigo. —Lo llevo en silencio hasta el sitio. Tenemos muchas salas de reuniones, unas más grandes, otras más íntimas. He escogido una de estas últimas. Es una habitación formal, el mobiliario y los cuadros de las paredes, sobre todo de caballos, ingleses. En el suelo hay una alfombra oriental. Ahí es donde solemos leer testamentos. Las persianas están bajadas para que no entre el sol matutino. Entramos—. Espera aquí —le pido.

A las diez en punto vuelvo con Alice. Lleva un traje de chaqueta de lana roja, el viejo Chanel que se pone todos los años cuando come con el administrador de su fondo fiduciario. Va sin maquillar, el cabello impecable. Está guapa, pero severa.

Edward se pone de pie al verla entrar.

—Alice —dice, y echa a andar hacia ella, movido por la fuerza de costumbre, pero se detiene al darse cuenta de que ella no quiere que la abrace.

Es la primera vez que me encuentro en una habitación con ellos y no se sienten atraídos el uno hacia el otro como imanes. Alice ni siquiera lo mira, se sienta en el extremo opuesto de la mesa.

—Gracias, Jasper —dice—. Si necesitamos algo, te llamo.

—Tomaos el tiempo que queráis —respondo, y cierro la puerta al salir.

Después de poco más de media hora, suena el teléfono.

—Ya estamos —informa Alice. Salgo corriendo con la mayor dignidad posible, casi me llevo por delante a dos abogados jóvenes. Llamo y entro. Edward está pálido—. Gracias, Jasper —repite Alice, que sigue sentada mientras Edward pugna por ponerse de pie.

Le pongo una mano en la espalda para guiarlo.

Cuando llegamos a recepción, Edward comenta:

—He metido la pata hasta el fondo, ¿no, Jazz?

No digo nada, pero asiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Aunque sé que la culpa es suya, lo siento por él.

—Me ha pedido la separación.

Enarco las cejas.

—Lo siento —contesto—. ¿Te sorprende?

Él sacude la cabeza.

—No, supongo que no. ¿Tú lo sabías?

—No. No me dijo nada.

—No, claro —dice con aire pensativo—. Llevo veinte años con ella y todavía es un misterio.

—Hombre, tú también te has andado con bastante misterio.

Coge la indirecta y sonríe avergonzado.

—Ya.

—¿Qué planes tienes?

—La verdad es que no lo sé. Ni siquiera puedo volver a Roma, aunque quisiera, que no quiero. En Nueva York están Alice y Johnny, necesito estar cerca de ellos aunque Alice no quiera verme. Supongo que abusaré un poco más de Emmett y Rose y después me figuro que buscaré piso. Tengo un libro por terminar.

—En fin, te deseo buena suerte.

—Gracias. Estaré en contacto. Alice dijo algo de un partido de hockey este viernes. Creo que tengo que darte las gracias por ello. Es todo un detalle. Sabes cuánto nos gustan a Johnny y a mí los Rangers.

—De nada.

—Dijo que lo mejor sería que me organizara contigo, si te parece bien.

—Claro.

Nos damos la mano. Ahora me puedo permitir ser magnánimo.

Le veo abrir las pesadas puertas de cristal, dirigirse al ascensor e irse tras un último adiós con la mano, la leonina cabeza sobresaliendo entre los abogados de traje oscuro y los clientes que tiene alrededor. Vuelvo a la sala de reuniones, donde espera Alice.

—Edward me lo ha dicho.

Ella asiente.

—Era la única solución que tenía sentido.

—Pero no has pedido el divorcio.

—No, todavía no. Separarnos nos dará tiempo a los dos para pensar bien las cosas.

—¿Cómo se lo tomó?

—Bastante bien. —Alice suspira—. Se echó a llorar y me dijo que lo sentía, y que me quería, y me pidió otra oportunidad. Le dije que no creía que pudiera, le expliqué por qué y él escuchó. Le dije que podía ver a Johnny, pero que quería que lo hiciera a través de ti, al menos por ahora. Espero que te parezca bien.

—Edward lo mencionó. Claro que me parece bien.

—Se me ha hecho un tanto raro verle, ¿sabes? Fue como ver a un extraño, alguien a quien ni siquiera conozco, en lugar del hombre con el que he pasado media vida.

—Me cuesta imaginarlo.

—Ya, tampoco lo habría imaginado yo. Lo único que veía era una gran mentira. No veía manos ni ojos ni pelo, sólo la mentira. A decir verdad me produjo rechazo. Casi no pude mirarle.

Me siento a su lado.

—Alice, ¿qué sabes de las leyes relativas al divorcio en el estado de Nueva York?

—He leído algo en internet. Sé que cada uno de nosotros necesita un abogado para preparar la documentación y presentarla en los juzgados. Cuando haya transcurrido un año cualquiera de los dos puede pedir el divorcio de mutuo acuerdo si todavía lo queremos.

—Sí, más o menos. Pero eso es sólo si te quieres separar legalmente. ¿Es lo que quieres hacer?

—Sí. ¿Me representarás?

—Sabes que sí, aunque no es mi especialidad. Todo depende de lo enrevesado que sea todo. Si surgen problemas relativos a la pensión, al régimen de visitas de los hijos, al reparto de bienes, cosas por el estilo, se puede complicar mucho.

Ella asiente.

—Lo entiendo. No quiero negarle a Edward el derecho a ver a Johnny. Eso los mataría a los dos. En cuanto a los bienes y la pensión, lo hablé por encima con Edward. No quiero nada suyo, tengo mi propio dinero.

—¿Qué hay de los bienes?

—De eso nos ocuparemos más adelante Edward dijo que accedería a todo lo que pidiera.

—Eso no lo dudo, pero por lo visto, es bastante habitual. Al principio la gente se suele amoldar a los deseos del otro, con la esperanza de que cambie de opinión. Con el tiempo eso puede cambiar; la gente se enfada y da muchos problemas. Por eso es buena idea que los abogados lo expliquen todo bien de antemano. Las cosas se pueden poner feas.

Ella cierra los ojos un instante.

—Muy bien, Jasper. Haz lo que tengas que hacer.

Asiento.

—Y ahora ¿qué?

—¿Ahora? Ahora me voy a ir a casa a intentar averiguar qué hacer con el resto de mi vida. La otra noche, cuando te fuiste, me quedé pensando que, aparte de ti, ya casi no tengo amigos propios. Prácticamente todas las personas a las que conozco las he conocido por Edward. Eso me hizo sentir muy sola y me deprimió.

—Harás nuevas amistades.

—No es eso. Es sólo que mi existencia se ha fundido hasta tal punto con la suya que es muy poco lo que ha quedado de mi vida.

—Suena algo duro.

—¿Sí? No lo sé. Desde luego a mí me lo parece. —Se levanta—. Gracias otra vez por todo, Jasper. Sé que no tengo que decirte lo agradecida que te estoy por esto y, bueno, por todo. No podría haberlo hecho sin ti.

Sin darme tiempo a decir nada, me abraza. Siento su familiar mejilla en la mía, el olor a miel de su pelo.

—¿Quieres que me pase esta noche? —pregunto.

Alice sonríe y me pone la mano en el brazo.

—No, mejor no. Tengo que empezar a plantearme la vida sola. No puedo apoyarme siempre en ti.

—Lo entiendo. De todas formas pensaba asistir a una charla sobre arte bizantino en el club —miento.

—Vale. Bueno, ahora tengo que salir de aquí. Necesito fumarme un cigarrillo.

La acompaño también a ella hasta los ascensores y nos damos un abrazo.

—Te llamo mañana —digo cuando las puertas se cierran.

Y se va, llevándose, como siempre, un pedazo de mi corazón.

 

 

Capítulo 22: CAPÍTULO 5 Capítulo 24: CAPÍTULO 7

 
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