INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54529
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

MIS OTRAS HISTORIAS:

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

BDSM

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 24: CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 7

 

 

—Eres un capullo de mierda.

—Vamos, Rose. No te cebes con él, ha tenido un día duro.

—¿Que ha tenido un día duro? ¿Y qué hay del día que ha tenido Alice? ¿Y del mes? ¿Te has parado a pensarlo?

—Tiene razón, Emmett —tercia Edward—. Me merezco todo lo que dice Rose.

—Vamos, Edward, cierra el pico —espeta ella.

Lleva cabreada con él desde que llegó. Cada vez que coincidían en una habitación, ella le lanzaba miradas asesinas y le daba respuestas cortantes, pero al enterarse de que Alice se quiere separar, revienta. Y le saca todavía más de quicio que él se quede sentado sin más, encajando sus insultos.

—¿Queréis hacer el favor de cerrar la puta boca los dos? —dice Emmett, la corbata floja en torno al grueso cuello. Están sentados a la mesa de la cocina—. Rose, cariño, Edward sabe que ha sido un idiota, no hace falta que lo sigas machacando. No le hace ningún bien a nadie.

—Me da lo mismo. Estoy muy cabreada contigo, Edward.

—Yo también estoy cabreado conmigo, Rose.

—¿Necesitas un abogado? —pregunta Emmett antes de que su mujer diga nada.

—Sí. Lo normal sería que le pidiera consejo a Jazz, pero es evidente que está de parte de Alice.

—No lo culparás, ¿no? —espeta Rose.

—No, claro que no. Me habría sorprendido si hubiera hecho otra cosa.

—Te está bien empleado —apunta ella al tiempo que sale de la cocina.

—Es posible que pueda buscarte a alguien. Un compañero del trabajo pasó por esto el año pasado. Dijo que su abogado no era idiota del todo.

—Gracias.

Desde la otra habitación Rose llama a Emmett, enfadada, y cierra la puerta del dormitorio de un portazo.

Emmett mira a Edward, luego al techo.

—Está bastante enfadada contigo. —Se levanta—. Será mejor que vaya a verla.

—No te preocupes. Los matrimonios en apuros mejor de uno en uno, ¿eh? —responde Edward con una sonrisa descafeinada.

—Ahora mismo vuelvo.

Edward se queda en la mesa de la cocina, jugueteando con el salero y el pimentero. Emmett vuelve al poco.

—Rose está demasiado enfadada contigo para cocinar. Dice que si queremos comer, que nos las apañemos. Le he dicho que estaba siendo una bruja, se ha mosqueado y dice que se va a acostar. ¿Y si salimos a cenar algo?

 

En el restaurante piden una copa.

—Las mujeres pueden perdonar casi cualquier cosa menos lo que tú has hecho, ¿sabes? Y se lo toman prácticamente igual de mal cuando le pasa a otra, porque tienen miedo de que les pase a ellas. Desde que estás aquí, Rose no para de ponerte verde y de preguntarme si soy feliz en nuestro matrimonio y de decirme cuánto me quiere. Y que sepas, tío, que hacía años que el sexo no era tan bueno. —Se ríe, y Edward sonríe—. Bueno, ¿y con quién fue? —pregunta Emmett como si tal cosa, mientras da sorbos de su escocés con hielo.

Edward sabe por dónde van los tiros. Se revuelve en la silla, incómodo.

—Prefiero no decírtelo.

Emmett arquea las cejas y después mueve la mano como si despejara el aire.

—Bah, olvídalo, no es importante. Pero, escucha, tengo que hablarte de algo.

—¿Qué?

—Bueno, ya sabes que Rose está bastante cabreada contigo. Eres mi mejor amigo, y si de mí dependiera, podrías quedarte todo lo que quisieras. Pero ella es mi mujer, y me ha dicho que no te quiere en casa. De eso es de lo que estábamos hablando antes de salir. Te puedes quedar esta noche, pero mañana te quiere fuera. Lo siento, tío.

—No, no pasa nada. Lo entiendo. Ya habéis hecho bastante dejándome quedar tanto. Ha sido una gran ayuda.

—Y ¿qué piensas hacer?

—No lo sé. Supongo que meterme en un hotel barato y buscar algún sitio para alquilar.

—¿Necesitas dinero?

—No, gracias. No creo. Me siguen llegando cheques. Y mi agente dice que hay un estudio con ganas de comprar el libro, lo cual me daría un dinero.

—¿Cuándo sabrás si sale adelante?

—No hay manera de saberlo. Por lo visto estas historias tardan una eternidad. Aún tienen que decidir un montón de cosas: porcentajes, derechos, otros detalles, no sé. Muchos estudios compran un libro por un buen puñado de dinero y luego ni siquiera ruedan la película, ¿sabes? Una locura, pero con suerte se sabrá algo en primavera.

—¿Significa eso que irías a Hollywood?

—No lo sé. Puede. Sí. Para asistir a una reunión o dos. Hace años que no voy. Cuando estaba destinado en Twentynine Palms, Alice y yo íbamos a Los Ángeles de vez en cuando. Sólo está a un par de horas. Alice tenía una prima lejana que vivía en Brentwood, una anciana loca cuyo padre fue un director famoso en su día. Trabajó con tipos como Errol Flynn y Bogart. Era una auténtica borracha, pero muy divertida. Vivía en un caserón destartalado con un golfista profesional rubio que era más joven incluso que nosotros. Había gatos y perros por todas partes, hasta una tortuga grande. Solíamos quedarnos con ella, y nos llevaba a fiestas salvajes en sitios como Venice y Santa Mónica.

—¿Aún vive?

—No, murió hace años. Pero con ella la diversión estaba asegurada.

—Ya. Bueno, pues buena suerte. Más te vale que me invites al estreno.

—Te pondré en primera fila.

Sin embargo, Edward estaba siendo optimista, como de costumbre, con su situación económica. La verdad, según supe más tarde, era que se había gastado gran parte de sus ingresos. Había estado con Alice tanto tiempo, y siempre dependiendo de su dinero para salir adelante, que en cuestión de finanzas era como un adolescente que vive de lo que le pasan sus padres. El dinero que había conseguido apartar había ido a parar a las manos de los gestores de Alice. Como muchos otros inversores, habían perdido dinero con la reciente caída de los mercados. No obstante, las ventas de su libro habían contribuido a compensar gran parte de las pérdidas.

Su manera de gastar era lo que más había mermado siempre su patrimonio. El Cessna había sido un capricho. Recuerdo que Emmett, que trabajaba en banca, le dijo que más le valía que invirtiera el dinero, pero Edward desechó la idea.

«Tengo que comprarme ese avión, Emmett. Fue una promesa que me hice a mí mismo. Además, es un bellezón.»

A la mañana siguiente Emmett ya se ha ido cuando Edward entra en la cocina con su equipaje. Rose está junto a la pila, lleva un albornoz largo y mira por la ventana mientras se toma una taza de café.

—Siento molestarte, Rose. Me voy.

Ella no dice nada, se limita a subir la barbilla.

—Gracias por todo. Cuando llegué, esperaba que todo esto saliera de otra manera, en serio. Supongo que me equivocaba en muchas cosas. Sólo quería decirte, por si te interesa, que sigo queriendo a Alice y que haré todo lo que pueda por recuperarla.

Sin mirarlo, Rose responde:

—¿Por qué hacen esto los hombres? ¿Por qué les joden la vida a los demás sólo porque quieren echar un polvo? —Se vuelve hacia él—: ¿Eh? ¿Podrías responderme? Tú lo has hecho. ¿Por qué?

—No..., no lo sé —balbuce Edward.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿Tan poco te importaba tu matrimonio que te metiste en la cama con una fulana sin ningún motivo?

—No. Es más complicado.

—¿Complicado? ¿Cómo de complicado? Porque a mí me parece bastante simple: estabas casado. Y, para colmo, con Alice, por el amor de Dios. ¿Es que no era lo bastante guapa? ¿Lo bastante buena? ¿No era lo bastante buena madre? ¿Lo bastante rica? Dime, ¿qué era eso que no te daba y que tuviste que ir a buscar a otra parte? Dímelo, porque de verdad que me gustaría saberlo.

—No, con Alice lo tenía todo.

—Entonces ¿qué fue? ¿Querías más? ¿No te bastaba con ser un escritor de éxito y un padre, con amigos que te querían? ¿Con una mujer que te adoraba? ¿Te creías demasiado especial para vivir según las reglas de todo el mundo? ¿O es que no pensaste en las consecuencias que traerían tus actos? ¿Que tu egoísmo se lo cargaría todo? Así es como piensan los niños, Edward. No como piensa un hombre hecho y derecho.

Él no es capaz de decir nada.

—Me pones mala. Anda, ¿por qué no te marchas ya? —Lo dice con lágrimas en los ojos.

 

Esa tarde Edward me llama.

—Sólo quería que supieras que ya no estoy con Emmett y Rose.

Me cuenta que ha encontrado una habitación en un hotel barato en la calle 20 Este. No lo conozco.

—Está lleno de familias alemanas —añade—. Soy el único huésped que no lleva unas sandalias Birkenstock ni va con mochila.

—Por si tuviera que ponerme en contacto contigo, ¿cuánto tiempo piensas quedarte?

—No lo sé. Cuesta unos doscientos dólares la noche, así que no está tan mal. Tengo intención de ponerme a buscar piso hoy mismo.

—No olvides que ha de tener una habitación para Johnny —le recuerdo—. De lo contrario es posible que un juez no permita que se quede contigo.

Unos días después llama de nuevo, esta vez para informarme de que ha encontrado un piso de un dormitorio en Murray Hill, cerca del túnel. La tarde siguiente es el partido de hockey. Me pregunta qué hacer: ¿está bien que vaya a casa a buscar a Johnny? Le contesto que lo consultaré con Alice y lo llamaré.

Marco el número de Alice y espero a que salte el contestador. Conozco a Alice: odia el teléfono y nunca se molesta en cogerlo.

—Alice —le digo—. Alice, soy yo. Si estás ahí, cógelo, por favor.

—Hola, Jazz.

Como suponía, esperaba junto al teléfono mientras decidía si cogerlo o no.

—Mañana por la tarde es el partido de hockey. Edward quiere saber si puede pasar a recoger a Johnny. Si te incomoda, puedo llevarle yo al Madison Square Garden.

Ella profiere un suspiro.

—No, no pasa nada. No hace falta que me hagas de recadero. Dile que puede venir.

—Vale. ¿Por qué no salimos tú y yo a cenar mientras ellos están fuera? Te invito.

—Gracias, me gustaría.

Al día siguiente llego a casa de Alice a las siete menos cuarto. Edward ha quedado en ir a las siete.

—Pasa —me invita Alice, y me ofrece la mejilla.

Johnny me mira con esa cara de desilusión que tan bien conozco al ver que, una vez más, no soy su padre. Lleva su polo de los Rangers. Le alboroto el pelo.

—Pásatelo bien, ¿eh?

—Si quieres, ponte una copa, Jazz —me dice Alice.

—Buena idea. ¿Tú quieres algo?

—No, gracias.

Me acerco al mueble bar y me preparo un martini.

Suena el timbre.

—¡Papá!

Johnny va corriendo a la puerta y se tira a los brazos de su padre.

—¡Papá, papá!

Edward abraza a su hijo con fuerza, lo levanta, entierra el rostro en el cuello del niño.

—Johnny —musita—. Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti, papá. Te quedas, ¿no?

Edward mira a Alice y deja en el suelo a Johnny. Tras inclinarse para ponerse a su altura, le coge la mano y contesta:

—La verdad es que no puedo, muchachote. Todavía tengo que acabar unas cosas en Roma. Sólo he venido para verte y, bueno, tengo que coger el avión de vuelta en cuanto termine el partido.

—Ah.

—Johnny, ve a buscar el abrigo —le dice Alice, y le pone una mano a su hijo en el hombro—. No vayáis a llegar tarde al partido.

El niño sube corriendo mientras dice:

—Ahora mismo bajo, papá.

—No se lo has dicho.

Alice tiene una expresión glacial en la cara.

—No, creí que sería mejor que se lo contaras tú.

—¿Yo? —Edward ladea la cabeza y a continuación se mira los pies, conteniendo las emociones, sabiendo que no tiene derecho a protestar—. Si es lo que quieres...

—Es lo que quiero, sí. Si le digo que ya no vas a volver aquí, me echará la culpa a mí, y yo no soy el malo de esta película, ni pretendo serlo. Y, francamente, no estoy de humor para ser de esos padres que fingen estar unidos. No me parece honesto.

—Ya. Hola, por cierto. Estás muy guapa.

—Gracias.

—Hola, Jazz.

—Edward.

—¿Qué crees que es lo mejor que le puedo decir?

—Tú eres el escritor. Estoy seguro de que darás con algo.

Edward adelanta el labio inferior y asiente.

—Vale.

Johnny baja la escalera corriendo, salva los dos últimos peldaños de un salto y planta los pies en el suelo. Pocas cosas hay que les gusten más a los niños que meter ruido.

—¡Listo!

—Muy bien, campeón. Vamos.

—Adiós, mamá. Adiós, tío Jazz.

—Adiós, cariño. Que te diviertas.

La puerta se cierra tras ellos. Alice se vuelve hacia mí y me dice:

—Si quieres puedes prepararme esa copa ahora, Jasper.

Estamos en el salón, de espaldas al jardín. Alice, fuma. Cuando Johnny se encuentra en casa ella suele salir.

—No sabía que sería tan duro —confiesa—. No sabía que nada pudiera ser tan duro. —Hay lágrimas en sus ojos—. Mierda —añade, y se las limpia con la mano—. No quiero llorar.

—¿Es que no has llorado?

Ella sacude la cabeza.

—La verdad es que no. No como sé que necesito hacerlo.

—Pues quizá debieras.

—He estado tan enfadada que no tenía ganas de llorar. Pero al ver a Johnny con Edward me ha entrado una tristeza horrorosa. Teníamos una familia, ¿sabes? Éramos felices. Y ahora nada. No es justo. ¿Cómo ha podido hacerlo?

Me levanto y le doy mi pañuelo. Ella se suena la nariz.

—No lo sé, Alice. La verdad es que no lo sé. Claro que estas cosas están a la orden del día, pero nunca creí que pudiera pasaros a Edward y a ti.

Echa la cabeza hacia atrás, por fuera de la silla.

—Mierda. Intentaba ser fuerte. Por Johnny, por mí y, en cierto modo, por Edward.

—¿No te estabas pasando?

—No lo sé. Puede. Me refiero a que ¿qué se hace en estas situaciones? Mi padre se divorció tres veces, pero ninguna de las tres se puede decir que fuera un matrimonio en toda regla. Yo era demasiado pequeña para acordarme de mi madre. Su segunda esposa, ¿te acuerdas? Nancy. Puf, ésa sí que era una bruja. No sabes cuánto me alegré cuando se fue. Y la última, Ingrid, entraba y salía cuando nosotros íbamos a la facultad. Casi ni hablé con ella.

Me acordaba de las dos últimas, las dos guapas, pero tan disolutas como el padre. Su vida parecía ser una ronda sin fin de alcohol y pastillas. La segunda esposa era conocida por irse a la cama con cualquiera. Alice incluso le había puesto un mote: la Bici, porque todo el mundo se había montado en ella.

—No hay instrucciones. Tienes que hacer lo que creas que es mejor para ti..., y para Johnny. Estás enfadada con Edward. Es más, crees que ya no te puedes fiar de él y que no puedes seguir casada con él.

—Supongo.

—Pero te importa que tuviera una aventura, ¿no?

—Claro.

—Y que te mintiera al respecto.

—Claro.

—Pues no seas demasiado dura contigo misma. Esto no ha sido culpa tuya.

—Pues es lo que no paro de preguntarme: ¿y si fue algo que hice? Me refiero a que sé que ya no nos acostábamos tanto como antes, pero Edward nunca se quejó.

—¿Y si lo único que quería era sexo? Ya se sabe que los hombres pasan por una crisis a los cuarenta. Ésta podría ser la suya.

—¿Sabes qué? No creo que me importara si sólo fue sexo. Pero me mintió, Jasper. Y a veces lo notaba distante. ¿Te acuerdas de cuando fuiste a vernos a Roma en Navidad? Presentiste que algo iba mal, pero yo no estaba dispuesta a admitirlo. No paro de pensar que tuvo que ver con el libro y con estar en Roma.

—Me acuerdo.

—Lo que de verdad me pone mala es que tal vez se enamorara de otra.

No digo nada. Es una idea que me resulta inconcebible.

—Es la única excusa, ¿no? —continúa—. Quiero decir que no fue una cana al aire. Estaba fuera todo el tiempo, y mentía al respecto. No me importaría tanto si hubiera sido un ligue de una noche, pero la historia ha durado meses.

—¿Cómo sabes que no era nadie de Roma? Nadie sabe aún quién fue la mujer. Yo no me he puesto a curiosear porque tú no parecías tener mucho interés. Si quieres, puedo averiguarlo.

—No, no, Jazz. Ya lo haré yo cuando esté lista.

—¿Cómo?

—Se lo preguntaré a Edward sin más. Se siente tan mal que creo que me diría todo lo que quisiera saber.

—¿Cómo sabemos que no sigue viendo a esa mujer? Si sentía algo por ella, ¿crees que la dejaría así como así?

—El Edward que yo conozco es un romántico..., y un poco bobo. Así que sí, es posible que la siga viendo. Incluso lo haría movido por el sentido del deber. Y ¿qué se lo impide? Después de todo le he pedido la separación, ya no tiene por qué andar escondiéndose.

—El otro día hablé con Emmett. Edward estaba en su casa, ya lo sabes.

—Sí. Rose y yo hemos hablado.

—Entonces sabrás que lo echó de casa.

—No fue sugerencia mía. Hasta le pedí que le dejara quedarse, pero no podía. Creo que está incluso más enfadada con él que yo.

—Sí, bueno, Emmett me dijo que Edward está destrozado, de verdad. No salió una sola vez de noche y apenas de día.

—Lo que quiere decir ¿qué?

—Lo que quiere decir que no se ha comportado exactamente como un marinero de permiso. Si estuviera enamorado de otra, la estaría viendo, esté donde esté, no paseándose por casa de Emmett y Rose como una alma en pena.

Alice apaga el cigarrillo.

—No lo sé. Puede. Escucha, no quiero seguir hablando de esto. Creí que habías dicho que me ibas a invitar a cenar.

A lo largo de los años he tenido algunas experiencias románticas con mujeres, pero en su mayor parte éstas han sido desterradas de mi vida, lejanas como estrellas. Esto pasaba más cuando yo era más joven y cuando las chicas de mi edad y mi círculo salían a cazar a los hombres que les convenían. No me cabe duda de que las madres convencieron a algunas de ellas de que yo era un buen partido. Una vez estuve a punto de comprometerme, con Agatha, Aggie, como la llamaban. Tenía unas piernas preciosas y una sonrisa siempre a punto, y creo que le gustaba la idea de ser la señora de Jasper, por lo menos la parte que venía con una gran casa en los Hamptons, un apellido importante, los clubes apropiados y dinero en abundancia.

No era codiciosa, la habían educado demasiado bien para eso, pero por aquel entonces yo ya tenía la suficiente experiencia en Derecho para reconocer una fusión hostil en potencia cuando la veía. En lugar de hincar la rodilla como ella esperaba que hiciera, me fui de viaje —a ver a Alice y a Edward, por cierto—, y cuando volví le dije que tal vez fuera mejor que viéramos a otras personas. Se lo tomó bastante bien. Me di cuenta de que se había llevado un chasco, todos sus dulces deseos se habían quedado en agua de borrajas, pero con el corazón roto no estaba. La vi varios años después. Vivía en Darien y tenía tres niños, estaba casada con uno que trabajaba en Wall Street. Llevaba el pelo más rubio, y daba la impresión de jugar mucho al golf. Era evidente que tenía lo que quería y no me guardaba rencor.

—¿Y tú, Jazz? —me preguntó—. ¿Cómo estás? ¿Todavía tienes esa preciosidad de casa?

Le respondí que sí.

—¿Hijos?

—No, por desgracia no. Supongo que sigo buscando a la chica adecuada.

Me obsequió con una sonrisilla condescendiente, una mezcla de triunfo y compasión.

—Pobre. Bueno, la verdad es que no me sorprende. Desde luego no parecía interesarte mucho lo de casarte.

Era cierto, sí. Me figuro que ése es uno de los motivos por los que no me afectó demasiado cumplir los cuarenta, y seguir aún soltero. Para mí sólo había una mujer, y ya estaba cogida. La idea de casarme con otra me resultaba impensable. Lo que más me fastidiaba de las citas era que siempre veía el final de la relación. Al cabo de un tiempo me pareció inútil, y quizá incluso un poco cruel, dejar que alguien estrechara unos lazos que al final se romperían.

No todas las mujeres con las que salí se lo tomaron tan bien como Aggie. A menudo hubo lágrimas y reproches. Protestas. Cabreos. Algunas veces fueron ellas incluso las que me dejaron, pero rara vez puse unos peros más allá de lo que dictaba la buena educación. El motivo, por supuesto, que ninguna de esas chicas era Alice. Era demasiado esperar que alguna lo fuera, de modo que al final dejé de probar, sin más.

Por consiguiente, la verdad es que no tenía ni idea de lo que suponía romper con alguien a quien se quería. Alice y yo nunca habíamos sido pareja, así que no había nada que romper. Basándome en mis limitados conocimientos, sólo me podía imaginar lo que estaban sufriendo ella y Edward. Pero Alice y yo seguíamos siendo amigos, que era lo que a mí más me importaba, sólo por detrás de su felicidad. Tampoco sabía lo que le pasaba a Edward por la cabeza cuando pensaba en Bella, aunque por aquel entonces yo aún no sabía que ella estaba implicada.

¿Qué iba a hacer Edward? ¿Cómo saldría de ésta? ¿Quería salir siquiera? Más adelante pensé que estaba atrapado entre dos mujeres: una a la que había engañado y que ahora lo despreciaba, pero a la que, creía yo, aún amaba. La otra era su amante. Las dos bellas y las dos importantes para él. ¿Libraría una batalla posiblemente perdida para recuperar a su esposa o aceptaría que la vida cambia y abrazaría a la otra? Los riesgos eran muchos. Si elegía a Alice, podía perderlas a las dos. Si escogía a Bella, perdería para siempre a Alice. ¿Sería feliz así? Yo sé cuál habría sido mi elección.

 

 

Capítulo 23: CAPÍTULO 6 Capítulo 25: CAPÍTULO 8

 
14443027 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10759 usuarios