INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
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Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 3: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO  2

          

Pasan varias semanas. Es sábado por la mañana. Bella ha alquilado un coche. Va a casa de Jacob. No lo ve desde aquel fin de semana. Ha estado fuera, en Extremo Oriente, le dijo. ¿O era Europa del Este? Para sorpresa suya, la ha vuelto a invitar a`ir. Ella está a punto de rehusar, pero entonces él le dice que los han invitado a cenar en casa de los Cullen.  ¿Que cómo lo sé yo? También estaba invitado. Lo interesante es que creo que fue idea mía.

«No hace falta que alquiles un coche», objetó Jacob. Era mucho dinero para ella, pero insistió. No le dijo por qué. Más tarde me contó que no le gustaba depender de él, que quería poder ir a donde se le antojara y cuando se le antojara.

A medida que se acercaba a Southampton y la carretera 27 se iba congestionando cada vez más, Bella empezó a arrepentirse de haber ido en coche. El sol luce alto sobre los estériles pinos que bordean la carretera y se refleja en los techos de un denso torrente de coches caros que se dirigen al este y que impiden que Bella corra. Avanzan lentamente, dejando atrás estaciones de servicio y moteles, concesionarios de coches y puestos de granjeros. Desde esa carretera no resulta visible nada del glamour. Al otro lado de la mediana, en sentido contrario, los coches pasan a toda velocidad. Bella tiene calor y está irascible. Hasta la radio la molesta.

Cuando Jacob llamó, ella casi había dejado de pensar en él y estaba lista para pasar página. Su compañera de piso, Dana, dijo que era tonta si dejaba en verano a un francés rico y guapo con casa en los Hamptons. Que por lo menos aguantara hasta otoño.

Bella se pregunta, y no es la primera vez, por qué lo hace. Sabe que se acostará con Jacob. Es un amante divertido, aunque egoísta, pero a ella ya no le interesa. No significará nada. Un pequeño precio que pagará. Se abrirá de piernas y después, cuando Jacob haya terminado, las cerrará y se dormirá, y los dos habrán conseguido lo que querían. Me la imagino. Hará los ruidos oportunos, le clavará las uñas en la espalda, jadeará debidamente, gemirá agradecida. Bella no es lo que parece.

¿Quién es exactamente? Es medio francesa, me dijo después. Y está orgullosa de serlo. Eso hace que sea más exótica. Su padre era un oficial norteamericano con apellido irlandés, licenciado en una universidad de renombre, apuesto con su uniforme y generoso con su exigua paga. Sus padres se conocieron cuando él, destinado en una base alemana, estaba de permiso en París. Su madre era más joven, prácticamente recién salida del colegio de monjas, hija única de unos padres mayores. Su padre era profesor de la École Normale Supérieure. Vivían en una vieja casa en Asnières-sur-Seine, un municipio que tal vez sea más conocido por ser el hogar de la familia Louis Vuitton. He estado allí. Es increíblemente burgués.

Su madre se casó con él poco antes de que dejara el Ejército. Fue una ceremonia sencilla, que se celebró en la iglesia católica del lugar. Otro militar ofició de padrino. Fue algo apresurado, el pequeño bulto que sería Bella empezaba a ser perceptible bajo el vestido. Después se fueron a vivir a la ciudad natal de él, en Massachusetts, cerca de Worcester. El siguiente hijo, el hermano menor de Bella, no tardó en llegar, pero la madre nunca pudo acostumbrarse a los duros inviernos ni a los reservados habitantes de Nueva Inglaterra. El idioma se le atravesó, su acento era demasiado fuerte, demasiado extranjero. Bella recuerda a su madre retirándose a su habitación y pasando allí horas, días, cuando los largos meses oscuros envolvían la ciudad. Sólo volvía a sonreír cuando llegaba la primavera. Entretanto el padre de Bella se deslomaba. Trabajó de viajante, después de corredor de bolsa. Compraron una casa nueva, grande, de estilo victoriano, en un barrio deprimente. Él prosperó, pero nunca se hizo rico. Hubo años buenos y malos. Un Jaguar verde que en su día lució en la entrada fue sustituido por un Buick. Bella tenía una habitación para ella sola, igual que su hermano. Fue al colegio, sacó buenas notas, aprendió a patinar sobre hielo y a besar a los chicos. Su madre les enseñó francés, y los domingos los llevaba a misa.

Todos los años la madre iba a París con Bella y su hermano a ver a sus padres. Bella odiaba esos viajes. Sus abuelos le parecían viejos y distantes, reliquias de otro siglo, de otra vida. Lo que más le gustaba era pasear por las calles y los parques de París. Era un mundo inimaginable para sus compañeros de clase, que apenas habían ido más allá de las viejas fábricas que rodeaban su ciudad y para los que Boston estaba tan lejos como la luna. Veía a chicos franceses de su edad y fingía que quedaba con ellos, que la estaban esperando. Que le dejaban fumar sus cigarrillos y montarse en su escúter, bien agarrada a sus vientres planos y duros. En realidad ella, su madre y su hermano iban al Louvre, cómo no, y comían en cafés donde siempre pedían el plato del día. En una ocasión, como algo muy especial, su padre fue con ellos, y bajaron hasta Niza a pasar una semana en la playa. Para entonces el abuelo de Bella ya había muerto, y su abuela se le antojaba más distante incluso, sentada en una silla vieja junto a la ventana en aquella habitación familiar, opresiva, entre pastas de té rancias y olor a decadencia. Ése fue el último viaje. Poco después sus padres se divorciaron.

Su padre volvió a casarse. Se mudó a Belmont, y su mujer no tardó en tener una hija. Empezaba de nuevo. Bells tenía dieciséis años, vivía con su madre en la vieja casa y hablaba con su padre en vacaciones y en los cumpleaños. Cuando fue a la universidad, dos años después, ya sabía que el amor no se encuentra tan fácilmente. Que si lo quería, había que ir a por él. El caparazón protector que había ido desarrollando poco a poco finalmente se endureció. Bella no estaba enfadada con su padre, pero sabía que ellos dos no tenían mucho que decirse. Unas semanas después de que ella se trasladara a Nueva York, él le envió un cheque con una pequeña cantidad. En una nota breve decía: «Espero que te ayude a arrancar», pero ella no lo tocó durante muchos meses, a pesar de lo poco que ganaba, y al final lo rompió. Él nunca se lo mencionó.

Cuando Bella estaba en la universidad, su madre se trasladó a París para cuidar a su madre. A la muerte de la anciana, su madre heredó una pequeña cantidad de dinero y el apartamento, que vendió. No volvió a casarse. Bella fue a verla en una ocasión. No vivía en París, sino en Senlis, en su día residencia de reyes, en un pisito cerca de la catedral. Estaba mayor, pero más serena. Llevaba un pequeño crucifijo al cuello. Parecían más dos amigas charlando que madre e hija. Cuando Bells se marchó, su madre la abrazó, pero no dijo nada.

De todo eso hacía años. Ahora Bella había pasado a engrosar esa tribu de mujeres independientes que trabajaban sin ninguna seguridad ni una guía clara en la ciudad, confiando en encontrar el amor y, ya que no el amor, el éxito o algo que se le pareciera. Bella no era promiscua, pero estaba libre, lo que explica la presencia de Jacob y de los hombres que lo habían precedido y de los que sin duda vendrían.

El tráfico había sido peor de lo que Bella esperaba. Cuando llega a casa de Jacob, ya van mal de tiempo para ir a cenar.

—Te lo has tomado con calma, ¿eh? —comenta él, y la besa mecánicamente. Ya está vestido, en la mano una copa de champán. No le ofrece una.

—Lo siento, el tráfico —se disculpa Bella, y va corriendo al dormitorio para darse una ducha rápida y cambiarse de ropa.

Cinco minutos después baja a la carrera la escalera de fuera con los zapatos en la mano. Jacon la espera con el coche en marcha.

—¿Todo bien? —pregunta, casi sin darle tiempo a cerrar la puerta, enfilando ya el camino de la entrada a toda velocidad, la gravilla salpicando el césped. Ella se pinta los labios y se peina en el coche—. Te dije que era una tontería venir en coche —insiste—. No me habría importado ir a buscarte. —Ella pasa por alto su brusquedad. No es a él a quien ha ido a ver.

Cuando llegan a casa de los Cullen aún hay luz. Por el oeste, el cielo empieza a teñirse de una llamativa mezcla de naranja y morado. Edward los recibe en la puerta. No le importa la hora que es.

—Pasad —los invita, el cabello mojado, acaba de darse una ducha. La camisa azul celeste se le pega al cuerpo. Tiene la nariz quemada por el sol—. Mira qué caso —comenta, ofreciéndoselo como si fuese un obsequio.

Bella le pone la mejilla y nota que sus labios le rozan la piel.

—Muchas gracias por la invitación —dice—. Cuando Jacob me lo comentó me hizo mucha ilusión.

—De nada —contesta Edward—. Le causaste muy buena impresión a Alice. Os traeré algo de beber.

A Bella la casa se le antoja más mágica que la vez anterior. No hay un montón de invitados hablando, riendo, flirteando. Esa noche ha vuelto a su ser, tranquilo, íntimo, una casa donde vive una familia, donde se comparten y guardan secretos. En la pared ve un pequeño cuadro en el que no se fijó la vez anterior. Una marina. En un marco muy elaborado, descolorido, una minúscula placa de latón con el nombre del artista: CULLEN HOMER. Le sorprende y le impresiona. A Bella le gustaría poder mirarlo todo, estudiar las fotografías, aprender el idioma.

Edward está en el mueble bar. Tenemos una broma: siempre que uno de nosotros o, como sucedió en una ocasión, todos nosotros, nos encontramos en Venecia, vamos al famoso Edward’s Bar, al lado de la plaza de San Marcos, y birlamos un cenicero o un posavasos para traerlo aquí. En la pared hay una foto de Edward plantado delante de la puerta de doble hoja de cristales translúcidos del Edward’s Bar, con una sonrisa tonta, como si fuera el dueño. La sacó Alice en su luna de miel.

—Ha sido un día redondo —comenta—. Emmett ha alquilado un barco en Montauk y hemos pescado un tiburón cada uno. Madre mía, ha sido increíble. —Descorcha una botella de vino y hace una mueca de dolor—. Aunque me he hecho un corte en la mano. —Enseña la palma.

Bella y Jacob ven que la tiene roja y con ampollas. Despacio, con delicadeza, Bella se la coge y la sostiene, pasándole los dedos por la piel herida.

—Te dolerá mucho —se compadece.

—Bah, parece más de lo que es. —Su mano se aferra a la copa—. Casi todo lo rojo es yodo.

—¿Qué has hecho con el tiburón? —pregunta Jacob.

—Lo he llevado para que lo disequen. Lo voy a colgar en esa pared. Será un buen tema de conversación. Ya sabes cómo es la gente aquí: les va a chiflar —añade entre risas.

Salen al porche. En el césped, Emmett le lanza discos de playa con cuidado a un niño rubio. Bella se da cuenta de que es el pequeño que manejaba la linterna la noche de la fiesta. Dejan de jugar cuando los ven, y el niño saluda con la mano.

—Ése es Johnny —la informa Edward—. Johnny, ven a decir hola a nuestros invitados.

El niño se acerca corriendo, las morenas piernas largas y delgadas como las de un potro. Bella ve que tiene los ojos azules de su padre y la nariz pecosa.

—Hola, ¿qué tal? —dice en voz baja mientras les tiende la mano, tal y como le han enseñado. Pero es un chico tímido: no los mira a los ojos.

—¿Qué tal, muchacho? —responde Jacob.

—Hola, Johnny —dice Bella, agachándose para ponerse a su altura—. Soy Bella. ¿Cuántos años tienes?

La estoy estudiando: se le dan bien los niños, es evidente. Me figuro que trabajaría de canguro cuando iba a la facultad. Sería la mejor amiga de los niños.

—Ocho —contesta él, y apenas se le oye, pero al menos mira a Bella a los ojos—. Pero casi tengo nueve.

—¿Casi nueve? Entonces eres ya muy mayor. Yo tengo veintiséis. Y dime, ¿qué cosas te gusta hacer? A mí me gusta salir a navegar y leer libros.

—Mi papá escribe libros.

—Lo sé. He leído su libro. Me gustó mucho.

Johnny sonríe. Edward apoya la mano en el hombro de su hijo.

—Muy bien, chavalote. Es hora de cenar. ¿Qué es lo que se dice?

—Buenas noches. Encantado de conoceros.

Entra en casa, Bella lo sigue con la mirada, enamorada ya de él. Es mi ahijado.

Emmett se aproxima. A pesar de su volumen, es muy rápido. Lo he visto jugar al tenis: aún es capaz de ganar a hombres más jóvenes y mucho más delgados.

—Hola. —Y dirigiéndose a Edward—: Ya tiene un buen brazo. Entrará en el equipo.

Edward sonríe distraído. Bella intuye que está pensando en otra cosa.

—Los jugadores de hockey hacen exactamente lo mismo que los de fútbol, sólo que nosotros lo hacemos sobre hielo y hacia atrás —puntualiza. Y acto seguido les dice a Bella y a Jacob—: Tendríais que ver la mano de Johnny.

—Para mano la de las chicas. —Emmett esboza una sonrisa sarcástica.

Hablan utilizando el lenguaje de cuando eran jóvenes. Los dos antiguos jugadores de hockey, miembros de la fraternidad Delta Kappa Epsilon. Edward estaba en el equipo de hockey, en el último año fue capitán.

Recuerdo noches largas y frías en el campo Ingalls Rink, arrebujado en una manta con Alice, compartiendo mi petaca de bourbon, viendo jugar a Edward. Era bueno, muy bueno. Ella no podía dejar de mirarlo. Entonces Edward tenía el pelo más largo, más rubio. La miraba cada vez que marcaba un tanto, buscando su aprobación, aunque en el fondo sabía que ya contaba con ella. Ya eran inseparables.

Alice Brandon era la chica más guapa del instituto. Era la chica más guapa allá adonde iba. Los hombres la rondaban, pero a esas alturas ella era inmune a esas atenciones. Directores de revistas y fotógrafos le habían pedido que hiciera de modelo, pero ella siempre decía que no. En su opinión la belleza no era algo que se ganaba, sino algo que venía dado, como ser zurdo, y no se paraba a pensar en ello. Mientras que las otras chicas se emperejilaban para las fiestas, pidiéndoles ropa a sus compañeras de habitación, poniéndose pendientes que sus madres habían rescatado del fondo de los cajones y les habían regalado para que los lucieran en una noche especial, Alice nunca lo intentó. Solía llevar una camisa vieja de su padre, un jersey suelto y un vaquero. Así y todo, adondequiera que iba los hombres se olvidaban de la chica con la que habían salido y se la quedaban mirando, aunque pocos tenían el valor suficiente para abordarla, presintiendo que era diferente, incapaces de conocer a la persona que se ocultaba bajo esa belleza.

Yo la conocía, claro está. Siempre habíamos hablado de ir a Yale juntos, pero después de que ella fuera al instituto femenino de Maryland y yo al privado de Massachusetts, la realidad casi fue mejor que el sueño. Por aquel entonces ella tenía coche, un MG rojo antiguo, descapotable, que le regaló su abuela, matrícula MWSMG. El primer año de facultad fue una amalgama de fines de semana en Manhattan, clubes nocturnos y adormiladas carreras en el último minuto por la interestatal I-95, resacosos y animados, para llegar a tiempo a clase los lunes por la mañana.

Luego, en segundo, ella se enamoró de Edward. Estábamos en colegios mayores distintos: él en el Davenport, Alice y yo en el Jonathan Edwards. Nos habíamos fijado en él, desde luego; en Mory’s, donde solía estar rodeado de sus amigos, bebiendo cerveza o celebrando su última victoria. Gozaba de popularidad y, sinceramente, es imposible imaginarlo de otro modo. A Alice le cayó mal en el acto, algo que yo debería haber interpretado como una señal. «Se lo tiene muy creído», espetó, en esas noches en que estábamos sólo ella y yo, que eran la mayoría. Quería reírse de él y despreciarlo por lo que veía en él de sí misma. Sin embargo, volviendo la vista atrás, era como observar a dos leones rondándose: habría sido una lucha a muerte o toda una vida juntos.

Alice y yo seguimos siendo amigos, ¿cómo podía ser de otra manera? Había sido mi compañera de correrías nocturnas desde la primera vez que se escapó por la ventana de la segunda planta para ir a coger luciérnagas juntos. De pequeños solíamos bajar por el camino de gravilla con la bici al lado para vernos e ir a medianoche a la playa, donde encendíamos fuego con la madera que llegaba a la orilla y escuchábamos el sonido de las olas lamiendo la arena mientras compartíamos nuestros pensamientos y sueños más íntimos.

No obstante, debíamos tener cuidado. Mis padres viajaban con frecuencia, y yo me quedaba solo al cuidado de Geneviève y Robert, una pareja suiza sin hijos. Geneviève, bajita y fornida, cocinaba. Robert conducía y se ocupaba del jardín. Los dos se metían en la cama a las diez y suponían que yo hacía lo mismo. Era hijo único, un ratón de biblioteca, así que difícilmente se habrían imaginado que yo tenía esa vida secreta, nocturna. El padre de Alice sí suponía un problema: la habría molido a palos si la hubieran pillado escabulléndose. De todas formas, eso no la hubiera detenido.

Una vez que estábamos jugando a tenis le vi unos verdugones en los muslos cuando se inclinó a coger una bola. Su padre la había emprendido a correazos con ella. Quise hacer algo, pero ella juró que no era nada, que jugásemos otro set. Valiente era, desde luego. Lo sigue siendo.

La cena es estupenda: pez espada fresco, tomates y maíz, pan caliente y helado, todo ello acompañado de un vino blanco seco. Alice hace el pescado a la parrilla de una manera especial, con ramas de pino, lo cual hace que sepa de maravilla. Nos sentamos bajo faroles de papel redondos, fuera, en un pequeño porche protegido con mosquiteras al que da la cocina. Hay más hombres que mujeres, de manera que me siento entre Jacob y Rosalie. Rosalie es muy divertida. Alta, rubia, capaz de hablar durante horas. Es de cerca de Filadelfia, de la zona residencial de Main Line. Ella y Emmett llevan años intentando tener un hijo, en vano. Admiro el aguante de Rosalie, el hecho de que no se compadezca.

Jacob no para de intentar tirarme de la lengua sobre mis clientes, pero le doy largas. Cuando me canso de su insistencia, dejo de hacerle caso y escucho una de las anécdotas que está contando Edward, que, si mal no recuerdo, fue de cuando tenía diecisiete años y se estrelló contra un árbol a propósito para sacarle dinero al seguro. Incluso pidió prestadas unas protecciones de portero de hockey. El coche era una tartana, y esperaba hacerse con unos quinientos dólares. Creyó que cincuenta kilómetros por hora sería una buena velocidad, ni mucha ni poca, pero el impacto fue tal que lo dejó fuera de combate.

—Lo siguiente que veo es a un poli dándome en la ventanilla con la porra y preguntándome qué coño pasa y por qué llevo protecciones de hockey en pleno julio.

Nos partimos de risa. Bella, a la derecha de Edward, no puede estar más encantada. Ha estado ayudando a Alice en la cocina y es la primera en ponerse de pie para quitar la mesa.

Está luciéndose un poco, quiere que sepamos que es algo más que la última conquista de Jacob. Todos nosotros tenemos unos treinta y tantos años, y no podemos evitar sentirnos un tanto cautivados con su explosiva mezcla de juventud, belleza, pasión y cerebro. Resulta que hace el crucigrama del New York Times, que también es una de las distracciones preferidas de Edward. Se quejan con complicidad de la creciente influencia de la cultura pop en las pistas. Discuten sobre la reseña de un libro que los dos han leído no hace mucho, y coinciden en su pasión por Mark Twain. ¿Es la mejor noche de la vida de Bella? Eso creo.

Jacob está al margen. No le gusta no ser la estrella. A esta gente no le impresionan su Aston Martin ni su superreloj ni la última vez que estuvo en San Bartolomé. Éste no es su sitio. Igual que el sitio de Bella no está a su lado. A mí me gustaría que Jacob se fuera.

Después de cenar jugamos a las adivinanzas, otra cosa en la que Edward destaca. A medianoche todo el mundo está ya borracho, y Edward se levanta y dice:

—Es la hora.

Yo sé a qué se refiere. Y Emmett y Rosalie también. Alice pone los ojos en blanco.

—La hora ¿de qué? —pregunta Bella, pero los otros ya se han puesto en marcha.

—La hora de ir a la playa —informa Rosalie, volviendo la cabeza—. Lo hacemos después de todas las cenas.

—Id vosotros —decide Alice, en la silla—. Alguien se tiene que quedar con Johnny.

Podría haberme ofrecido yo. Acostumbro a hacerlo. Pero esta noche no.

—Vamos —responde Bella mientras tira de un desconcertado Jacob para que se levante y sale disparada hacia el viejo todoterreno rojo de los Cullen.

Delante, junto a Edward, Emmett lleva una botella de vino. Se le traba un poco la lengua. Rosalie va sentada encima. Bella y Jacob se acomodan a mi lado, en el asiento trasero. La casa está cerca de la playa, a menos de cinco minutos en coche. A esta hora no hay nadie. La luna ilumina una senda en el agua. Notamos la arena fría en los pies.

Edward echa a correr hacia la orilla, quitándose la camisa primero y luego los pantalones, hasta quedarse desnudo, y lanzarse a las oscuras aguas dando alaridos. Emmett y Rosalie lo siguen de cerca; Rosalie chilla al zambullirse. Yo soy más lento, pero de pronto veo a Bella a mi lado, también sin ropa. No puedo evitar fijarme en su cuerpo a la luz de la luna, sus pechos jóvenes, la redondez de sus caderas. Vislumbro un triángulo de vello púbico oscuro. Cosa de un instante, naturalmente. Está a mi lado y, un segundo después, en el agua. Me asalta el deseo al verla correr. Sólo quedamos Jacob y yo. Me bajo los pantalones. «Qué coño», farfulla, y también se quita la ropa. Nos metemos juntos.

De noche el mar siempre parece mucho más en calma. Es como un lago grande, las olas apenas son ondas. El agua nos llega por la cintura. La mayoría de las mujeres se agazaparía en el agua, escondiéndose. Bella no. Empiezo a tener más claro que no es como la mayoría de las mujeres. Edward y Emmett se están echando agua como dos niños pequeños. Ella se les une, riendo, salpicando con ganas. Resulta imposible no mirarla. Jacob permanece a un lado, como si fuera un intruso en lugar del amante de Bella. Después Rosalie se sube a hombros de Emmett y se tira de cabeza elegantemente.

—Yo también quiero —dice Bella. Pero en lugar de subirse encima de Emmett, o Jacob, se sitúa detrás de Edward y le coge las manos. Él se agacha obedientemente bajo el agua mientras ella le pone los pies en los hombros. La levanta con facilidad, y ella se mantiene en equilibrio un instante, le suelta las manos, extiende los brazos y echa atrás la cabeza antes de lanzarse con soltura. Cuando reaparece, se aparta el pelo mojado de la cara y grita—: ¡Quiero hacerlo otra vez!

Edward se agacha de nuevo, de espaldas, y ella se encarama sobre él con seguridad. Nuevamente le suelta las manos y se sostiene, pero esta vez vacila y cae estruendosamente al agua. Edward la ayuda a salir.

—Cuidado —le dice entre risas.

—Mi socorrista preferido —comenta ella riendo, y le da un beso mojado en la mejilla y un abrazo fugaz, sus pezones rozándole el pecho—. Me has vuelto a salvar otra vez.

Se le planta delante como diciendo: «Mírame, esto podría ser tuyo.» No recuerdo si alguien más se percató de ese momento. Intenté captar la mirada de Emmett o Rosalie, pero estaban en plena zambullida.

Edward no dice nada, mira hacia otro lado cuando Jacob se acerca.

—Te voy a enseñar cómo se hace, tío —fanfarronea.

Bella se aleja, pero él se hunde y dice:

—Venga.

Ella se sube sin mirarlo y se tira sin más, directa y limpiamente. Cuando sale, dice:

—¿Nos vamos? Tengo algo de frío.

El momento ha pasado. Bella sale del agua, la espalda encorvada, tapándose los pechos con un brazo, los genitales con una mano. No mira a nadie. Nadie mira a nadie mientras nos vestimos a toda prisa, aún mojados. Nos sentimos como después del pecado original.

Volvemos a la casa en silencio. Hasta Rosalie está callada. Cuando bajamos del coche, Bella y Jacob se quedan rezagados. Es evidente que se van a pelear. Los demás nos dirigimos adentro.

Eso no es del todo verdad. Yo me quedo donde no me ven y oigo parte de lo que dicen.

«No me toques» y «Menuda gilipollas» y «Ya puestos, ¿por qué no te lo tiras?».

Bella, llorando, pasa por delante de mí y entra en la cocina. A ver a Alice.

—¿Va todo bien? —pregunta Edward.

Yo no digo nada. Jacob está en el pasillo, con cara de pocos amigos. Quiere ir detrás de ella, pero sabe que no puede; un infiel en el templo.

Alice sale.

—Jacob, Bella está muy alterada. Sé que es tarde, y hemos bebido todos mucho, pero me ha preguntado si podía quedarse aquí esta noche y le he dicho que sí.

Jacob la mira fijamente, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. No le salen las palabras que quiere pronunciar. Su voluntad no es tan férrea como la de Alice.

Ella intuye su frustración y le pone una mano en el brazo.

—Te llamará por la mañana.

Cuando Jacob salga de la casa, dará con las palabras, se pondrá furioso, pensará mal, los llamará de todo. Pero no ahora. Delante tiene a Alice, con cara virginal. Tras ella Edward, Emmett, yo. No tiene nada que hacer. Ahora todo lo que dice es:

—Dile a esa gilipollas que no quiero volver a verla.

Y se marcha, el coche levantando gravilla.

Dentro, Alice rodea con un brazo a Bella, que se disculpa una y otra vez, la cara un mar de lágrimas. Alice la consuela. Todos la consolamos. O lo intentamos.

—¿Lo ves? Te dije que no me caía bien —apunto, pero Alice me lo agradece lanzándome una mirada asesina.

—No te preocupes —le dice Edward a Bella—. Puedes quedarte aquí lo que quieras. Si quieres que vayamos por tus cosas a casa de Jacob, me paso mañana. Para esta noche podemos dejarte lo que necesites.

—Gracias —contesta ella, sorbiendo por la nariz.

—Vas a tener que dormir en el sofá del salón, si te parece bien. Emmett y Rosalie están en el cuarto de invitados. Ahora te traemos almohadas y sábanas. Verás qué bien estás.

Estoy a punto de sugerir que puede quedarse en mi casa, hay un montón de habitaciones libres, pero cambio de idea.

—Por favor, no quiero molestar. Estaré bien de todas formas. Sois muy amables. Es sólo que me siento como si fuera idiota.

—No es molestia —contesta Edward—. Ahora mismo vuelvo. —Sube y baja a los pocos minutos con una almohada, sábanas, mantas, una toalla y una camiseta gris amplia en la que pone: YALE HOCKEY—. Supuse que te haría falta algo para dormir.

Rosalie y Alice preparan una cama en el sofá. Edward va a la cocina y se pone a fregar vasos. Yo me planteo tomarme una última copa, pero decido que mejor no. Ya es más de la una. Me despido de todo el mundo, le doy un beso a Alice, le digo a Bella que descanse y que mañana será otro día, y enfilo el familiar sendero que discurre entre la estrecha hilera de árboles que separa nuestras casas.

Pienso en Bella, que se habrá tranquilizado gracias a unos tragos de coñac y luego se habrá metido en la cama. Alice estará con ella, asegurándose de que su última protegida se sienta cómoda y cuidada. Emmett, Rosalie y Edward ya se habrán ido arriba. Y luego subirá Alice, apagando las luces, dejando a Bella sola en su cama provisional, mirando al techo, feliz y contenta como una niña pequeña.

Capítulo 2: CAPÍTULO 1 Capítulo 4: CAPÍTULO 3

 
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