INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54537
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 2: CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Verano

Narrador de toda la historia Jasper.

     Once de la mañana. Los jardines de las casas desfilan estrepitosamente. Aquí y allá, una piscina elevada, muebles de jardín desechados, bicicletas oxidadas. Perros ladradores atados con correas. Césped seco. El cielo es de un azul desvaído, empieza a desplegarse el calor de principios de verano. Cada quince minutos aproximadamente el tren se detiene. Se suben más personas de las que bajan.

Los domingueros buscan asiento en el tren abarrotado, ruidoso, vivamente iluminado. Cargan con bolsos repletos de protectores solares, botellas de agua, sándwiches y revistas. Las mujeres llevan el bañador debajo de la ropa, destellos fluorescentes anudados al cuello. Los hombres, jóvenes, tatuados, musculosos, con cascos del iPod, gorras de béisbol al revés, pantalones cortos y chanclas, la toalla alrededor del cuello, listos para pasar el sábado en la playa.

Bella se unirá a ellos, pero no está con ellos. Yo tampoco. Todavía no nos conocemos, pero me hago una idea de cómo es. Si cierro los ojos, aún recuerdo el sonido de su voz, su forma de caminar. Es joven, seductora, se precipita hacia un destino que cambiará su vida, y la mía. Para siempre.

Se arrima a la ventana, intenta concentrarse en el libro que lee, pero lo deja a cada poco para observar el paisaje. El traqueteo del tren la adormila. Da la impresión de que el trayecto es más largo de lo que en realidad es, y ella desearía haber llegado ya. Insta al tren en silencio a que vaya más rápido. Tiene la mochila, la misma con la que ha recorrido toda Europa, en el asiento de al lado, y espera que nadie le pida que la quite. Sabe que es demasiado grande, parece que vaya a pasar una semana o un mes y no una única noche. Su compañera de piso se llevó la maleta, la de ruedas que compartían, para un viaje de trabajo. Abre el libro y procura centrarse de nuevo en las palabras, pero no hay manera. No es que el libro sea malo. Lleva queriendo leerlo desde que salió. El autor es uno de sus preferidos. Puede que lo lea en la playa después, si hay tiempo.

Pasa el revisor. Luce un bigote espeso, rojizo, y lleva una camisa de manga corta azul celeste algo vieja y una gorra azul oscuro. Ha hecho ese recorrido cientos de veces.

—Speonk —entona con voz nasal, arrastrando la última sílaba—. Próxima estación, Spe-onnnk.

Bella consulta el horario que sostiene en la mano: sólo quedan unas estaciones.

En Westhampton los domingueros empiezan a bajarse del tren en grupitos. A algunos los han ido a buscar sus amigos en coche. Saludos y risas. Otros se quedan allí plantados, los bártulos amontonados en el aparcamiento al sol, el móvil pegado a la oreja. La aventura acaba de empezar. Bella se mete el horario en el bolsillo. Todavía le quedan treinta y ocho minutos para llegar a su destino.

Jacob espera en la estación. «Cuando salgas, ve a la izquierda —le dijo—. Allí estaré.»

Es alto, moreno, francés. Lleva los faldones de una camisa cara por fuera. Ella nunca lo había visto en pantalón corto. Está muy moreno. Hace sólo una semana que no lo ve, pero da la impresión de haber vivido allí toda la vida, de que los trajes a medida que suele lucir son de otro.

Se inclina para darle un beso en la mejilla y coge la mochila.

—¿Cuánto te vas a quedar exactamente? —pregunta con una sonrisa.

—Sabía que ibas a decir eso —contesta ella, arrugando la nariz—. Pero no te asustes, lo que pasa es que Dana se llevó la maleta pequeña.

Él ríe relajadamente y echa a andar mientras dice:

—He aparcado ahí mismo. Pensé que mejor pasábamos por casa y luego nos íbamos todos juntos a comer.

Ella oye mencionar a otros y se sorprende, pero procura que no se le note. «Vente a pasar el fin de semana —le dijo Jacob, besándole el hombro—. Me gustaría que vinieras. Estará muy tranquilo, sólo nosotros dos. Te va a encantar.»

Abre la puerta del deportivo y mete la mochila detrás. Ella no entiende de coches, pero sabe que ése es de los buenos. Lleva la capota bajada, y le gusta sentir en las piernas desnudas el agradable calor que desprende la tapicería de piel, con ese olor tan característico.

Aunque es mayor que ella, Jacob tiene ese aire juvenil propio de los hombres que no se han casado. Aunque viajen con una mujer respiran libertad, ya que nunca se han visto lastrados por nada, salvo sus propios deseos.

Cuando lo conoció, en la fiesta que se celebró en un loft de Tribeca, y después en el restaurante y luego en la cama, le recordó a un muchacho que vuelve a casa por Navidad e intenta disfrutar todo lo posible antes de que se acabe lo bueno.

—Entonces ¿quién más hay? —No pretende que suene a acusación.

—Bah, sólo el resto de mi harén —responde él, guiñándole un ojo. Acto seguido le pone la mano en el muslo—. No te preocupes. Son clientes. Se autoinvitaron a última hora y no pude decir que no. Por educación.

Van dejando atrás altos setos verdes tras los cuales se vislumbran de vez en cuando grandes casas. Trabajadores, tal vez mexicanos o guatemaltecos, entran y salen a toda velocidad, empujando cortacéspedes, cortando ramas, limpiando piscinas, rastrillando gravilla, las abolladas camionetas aparcadas inofensivamente a la puerta. En las carreteras hay más gente: hombres y mujeres haciendo footing, otros en bicicleta, una o dos niñeras empujando cochecitos. El sol titila entre las hojas. El mundo entero parece cuidado, verde, privado.

Enfilan un camino de gravilla festoneado de árboles recién plantados.

—No te imaginas lo que ha tardado en estar listo este puñetero sitio —comenta Jacob—. Casi estrangulo al contratista cuando me dijo que no estaría en condiciones antes de finales de mayo. Y la piscina la terminaron la semana pasada. ¿Qué te parece? Y lo compré hace más de un año. La gente tiene una cara...

Paran junto a la casa. Moderna, blanca. Delante hay varios coches. Un Range Rover y dos Mercedes. Ella no ha visto un césped tan verde en toda su vida.

Cargando con la mochila, Jacob le cede el paso y la guía hasta una habitación amplia, oscura, de techos altísimos. Una chimenea domina una de las paredes. Un cuadro moderno, otra. Bella identifica al artista. En primavera fue a una exposición suya.

—¿Te gusta? —le pregunta Jacob—. La verdad es que no es lo mío. No tengo ni puñetera idea de arte, pero el interiorista me dijo que ahí me hacía falta un señor cuadro, así que lo compré.

Los techos deben de medir cerca de diez metros. Casi no hay muebles, tan sólo un sofá largo de piel blanca y algunas cajas apiladas en un rincón.

—Se supone que el resto llegará la semana que viene —sigue contando Jacob—. Esto es provisional. Ven, que te hago la tournée.

Deja la mochila y él le enseña la casa: el comedor, la cocina, la sala de estar y un salón de juegos con una mesa de billar, futbolín, un ping-pong y una máquina de pinball. En cada habitación hay un gran televisor de plasma.

—Típico de los hombres —comenta Bella, que sabe lo que él quiere oír—. Da lo mismo que en la casa nueva haya muebles o no. Pero, eso sí, que los juguetitos no falten.

Él sonríe, halagado.

—Ven, que te enseño dónde te vas a quedar.

Vuelven por donde han venido, y él la lleva hasta un dormitorio amplio donde la cama está deshecha, los zapatos tirados por el suelo, la ropa en una silla y un portátil en la mesa conectado al portal financiero de Bloomberg. En la mesilla de noche hay revistas y móviles. En el tocador, una foto de Jacob con esquís y otra con una chica en lo que parece un velero. Sin fijarse mucho, Bella ve que la chica va en topless.

—Lo siento, está un poco desordenado. No he tenido tiempo. Espero que no te importe. —Como si no esperase que ella le respondiera, se da la vuelta y la besa—. Me alegro mucho de que hayas venido.

—Yo también —contesta Bella, devolviéndole el beso. Tiene que ir al baño. El viaje ha sido largo, está acalorada y se siente incómoda.

Él le pone una mano en un pecho, y ella le deja hacer. Le gusta cómo la toca y cómo huele. A cuero y arena. Que sea francés. Es como ser violada por un duque de la corte de Luis XIV. Ahora su mano está bajo su blusa y los pezones se le endurecen. Bella no quiere interrumpirlo, puede esperar. La cosa termina pronto. Él ni siquiera se ha molestado en quitarle la blusa o quitarse la camisa. Tiene las bragas en un tobillo y está sentada en la cama mientras él se lava en el cuarto de baño.

—Acabamos de inaugurar el dormitorio —informa.

Insatisfecha, Bella se mira las piernas desnudas y el vello púbico, negro, y se siente algo estúpida.

Jacob sale.

—Bueno, vamos a ver el resto, ¿te parece?

—Un momento.

Entra en el baño, en la mano la ropa interior y los pantalones cortos. No tenía mucho sentido ponérselos antes. El baño es grande, de mármol. Las toallas, de una suavidad decadente. Hay dos lavabos, un bidé y una ducha de acero reluciente con distintos chorros que probablemente valga lo que ella gana en un mes. Hay otro televisor, oculto tras el espejo. Se echa agua en la cara y le da rabia que no se le haya ocurrido traerse el neceser. No tiene cepillo para el pelo ni pintalabios.

—Venga, vamos —la apremia Jacob—. Me muero de hambre.

Ella sale.

—Estás preciosa —dice, contoneándose—. ¿Quieres otro repasito? —Le guiña un ojo y le da un beso en la mejilla—. Toma, pensé que te gustaría. —Le ofrece una copa de champán a modo de recompensa. Él también tiene una—. No vayamos a quedarnos atrás. Los demás ya han empezado.

En la piscina hay otras dos parejas, las mujeres recostadas en tumbonas y los hombres sentados a una mesa con una champañera. Hace mucho calor. Bella cierra los ojos debido a la luz. Le presentan a Derek y a una rubia que no hace ademán de levantarse. Puede que se llame Irina, pero Claire no se entera muy bien. Busca un anillo de boda, pero no lo ve. Irina habla con un acento que Bella no es capaz de identificar, y parece bastante alta. Está en forma. Derek es rechoncho y también francés, lleva una camiseta roja del Manchester United, y en la muñeca, un reloj enorme cuajado de diamantes. Estaba contando una anécdota divertida, y a todas luces no le ha hecho gracia que lo interrumpan.

La otra pareja está casada.

—Me llamo Larry —dice un hombre corpulento, algo calvo y con gafas—, y ésta es mi mujer, Jodie.

Jodie sonríe a Bella, volviendo la cabeza lo bastante para pasarle revista. También ella luce un reloj caro. Y varios anillos relucientes. Todos llevan un reloj caro. Bella no tiene reloj.

Jodie ronda los cuarenta y tiene un vientre firme, plano, enfundado en un biquini de color naranja, los pechos demasiado perfectos para ser naturales.

—Bueno, y vosotros dos, ¿dónde os conocisteis? —pregunta, y bebe un sorbo de champán.

Bella ve que Jodie tiene las uñas de las manos y los pies pintadas de oro mate, las venas de los pies y los antebrazos abultadas.

—En una fiesta en Nueva York, hace unas semanas —contesta Bella—. Fue...

—Amor a primera vista, ¿no, cariño? —apunta Jacob entre risas, pasándole el brazo por la cintura.

—Habla por ti —bromea Bella—. Franceses  atractivos gestores de fondos de riesgo los hay a patadas últimamente.

Jodie sonríe. Ya ha estado ahí antes. Ha conocido a las otras mujeres de Jacob, que está ufano.

—Bueno, chicos —proclama Jacob—. En esta casa no hay nada de comer, y aunque lo hubiera, la cocina no es lo mío, así que he reservado mesa. Nos bebemos esto y nos vamos.

La comida se alarga bastante. Hay caviar y langosta a la parrilla, y vino. Invita Jacob. «Ésta corre de mi cuenta —dijo cuando se sentaron—. Pedid lo más caro.»

Aunque hace calor, comen fuera, bajo unos parasoles verdes, con vistas a un puerto repleto de veleros. Jacob señala el estrecho de Long Island y, a lo lejos, Connecticut. En su día era un puerto de balleneros, cuenta, uno de los mayores de la costa Este.

—Fundado por un inglés, naturalmente —añade—. Una especie de mercenario llamado Lion Gardiner. Su familia aún es la propietaria de toda una isla en el estrecho, obsequio de Carlos I. Quizá por eso me atrajo tanto este sitio. Creo que el bueno de Lion y yo habríamos sido grandes amigos.

Sobre sus cabezas revolotean gaviotas. De vez en cuando, una especialmente osada se posa y un camarero la espanta. Bella está sentada entre Jacob y Larry, pero los hombres hablan entre sí, y no parece que tenga mucho sentido intentar meter baza, ya que la mayor parte de la conversación gira en torno a los mercados de derivados o al fútbol inglés, del que tanto Jacob como Derek son grandes aficionados.

Bella bebe más vino de la cuenta y empieza a preguntarse cuándo podría coger el primer tren de vuelta a Nueva York. ¿La llevaría Jacob a la estación o tendría que llamar a un taxi? A Jacob no le haría gracia. Aunque no dice nada, Bella se siente aliviada cuando él propone ir a la playa. Las otras dos mujeres dicen entre dientes algo como que no les gusta la arena y si no podrían volver todos a la piscina, pero Jacob y los demás hombres las abuchean.

Tras parar un momento en la casa para cambiarse, Jacob acomoda a todo el mundo en el Range Rover.

—Soy el único que tiene el adhesivo para ir a la playa, y no hay nada que les guste más a los putos polis que poner multas de aparcamiento los fines de semana de junio.

Bella se sienta atrás, entre Jodie y Larry. Derek ocupa el asiento delantero, con Irina, la larguirucha, que está instalada cómicamente en su amplio regazo. Cuando llegan a la abarrotada playa, Jacob, que carga con una nevera, echa a andar y se detiene cerca del agua, en un espacio libre minúsculo que queda entre otros dos grupos.

—Aquí por lo menos hay cobertura —explica, y abre una complicada silla plegable de nailon.

Bella lleva las toallas, parece una niñera de excursión a la playa con sus señores. Los otros se han quedado rezagados. Jodie se queja:

—Se me va a volar el sombrero, joder. Por favor, ¿se puede saber qué hacemos aquí?

Bella contempla el azul centelleante del agua y las pequeñas olas de crestas espumosas que rompen con suavidad en la arena. Los niños juegan, se ríen y se zambullen bajo las olas mientras padres y canguros los vigilan desde la orilla. La temporada no ha hecho más que empezar, y el agua está demasiado fría para la mayoría. El cielo sin nubes se extiende interminablemente, más allá de la curvatura del mundo. A Bella le gustaría estar allí sola.

—¿Más vino? —pregunta Jacob, que está llenando copas.

Ella menea la cabeza.

—No, gracias. Es bonito, ¿no?

—Si estas casas cuestan tanto es por algo, preciosa. ¿Ves esa de ahí? Se vendió el verano pasado por cuarenta millones. Y hay una por allí que costó veinte millones el otro año. El nuevo propietario la echó abajo y construyó una todavía más grande.

—Pues yo no querría una ni regalada —asegura Larry—. ¿Tú sabes lo que cuesta mantener un mastodonte de esos? ¿Los estragos de la sal, la erosión de la arena de las dunas, los huracanes, los impuestos? Sólo un capullo con más pasta que cerebro se compraría una.

—Por eso yo la compré en el interior, colega. Soy un capullo con pasta y cerebro —añade Jacob, guiñándole un ojo.

Jodie se acerca.

—¿Tenemos que quedarnos sí o sí? El pelo se me está poniendo fatal.

Jacob se ha quitado la camisa. Tiene el torso tan bronceado como la cara, puro músculo. Es un forofo del ejercicio, practica yoga a diario, va al gimnasio con regularidad, toma vitaminas. Bella ve que las otras mujeres lo admiran. La envidian. Ella conoce ese cuerpo, lo ha tocado, lo ha probado. Pero hasta ahora no lo había visto fuera del dormitorio. A la luz del sol. Desvía la mirada, consciente del deseo que le suscita. Ella tiene los brazos blancos. Nunca se ha puesto tan morena como Jacob. A ella le salen pecas.

—Bah, no te preocupes por el pelo, bonita —dice Jacob—. El look playero se lleva mucho aquí.

—Qué gracioso, Jaco. Acabo de ir a la peluquería, y no ha sido precisamente barato. —Se levanta un vientecillo que le vuela el sombrero—. ¡Mierda! ¡Larry! —Fulmina con la mirada a su marido, que sale corriendo detrás del sombrero—. ¿Qué te dije? —le espeta cuando vuelve. Todo es culpa suya: él es el hombre. Tendría que haberla protegido.

Larry hace una mueca y contesta:

—Jacob, ¿te importaría llevarnos a casa? Es que Jodie no quiere quedarse.

Jodie está a escasos metros detrás, victoriosa, con los brazos cruzados.

Irina, que estaba tumbada en una toalla, dice:

—Yo también me quiero ir. Tengo arena por todas partes.

—Está bien —concede Jacob, levantando las manos en señal de derrota—. Lo siento, cariño. Adiós al día de playa.

Bella titubea.

—¿Te importa si me quedo?

—¿Perdona?

—Me gustaría quedarme. Esto es precioso, y llevo mucho tiempo sin ver el mar. ¿Te importa? Puedo volver en taxi, si te causa mucho trastorno, pero es que me apetece dar un paseo y bañarme.

—El agua está helada —replica Jacob, que consulta el reloj y luego mira el aparcamiento, hacia donde se dirigen ya sus otros invitados—. Mira, no pensaba pasarme el día haciendo de chófer, pero puedo venir a buscarte dentro de una media hora o así, cuando los haya dejado. ¿Te parece?

—Sí, gracias.

Ella ve que está sorprendido. Probablemente hace mucho que una mujer no se pliega a sus planes. En su mundo se supone que esas cosas no pasan. Un punto negativo para ella, que se da cuenta de que él ya está pensando a quién invitar el próximo fin de semana. Los otros ya casi han llegado al aparcamiento. Jacob da media vuelta y los sigue, cargando con la nevera y las sillas. Ahora Bella se siente más ligera.

Lanzando un suspiro, mira la playa, se quita la blusa y los pantalones cortos y se queda en biquini. Le gusta sentir el sol y el viento en la piel desnuda. Donde se encuentra ella está lleno de gente, pero ve que hay espacio más allá. Allí es donde quiere estar, de manera que se pone en camino. Le agrada notar la arena entre los dedos. El sol de la tarde le calienta el rostro. Una ola más grande que las demás rompe a su izquierda, la espuma le cubre los pies. Suelta un gritito sin querer y da un salto. Se le había olvidado lo fría que puede estar el agua, pero no tarda en acostumbrarse a ella.

Cuando era pequeña su familia iba a la playa todos los veranos, y allí el agua siempre estaba fría. Tal vez incluso más. Alquilaban una casa vieja de paredes finas como el papel en Cape Cod, cerca de Wellfleet, una semana. Comían langosta y salían a navegar, y había arena en las sábanas, su padre jugaba al tenis con su vieja raqueta de madera, un olor a moho, que ella siempre asociaba al verano, impregnaba la casa. De eso hacía mucho tiempo, antes de que sus padres se divorciaran.

Deja atrás a varios surfistas que se balancean como focas en las pequeñas olas y se para a contemplarlos un rato. Uno de ellos empieza a remar con las manos y se levanta con inseguridad cuando la ola empieza a rizarse. Consigue mantenerse unos segundos antes de caer. Una chica guapa, de pelo largo aclarado por el sol, aplaude y silba. Bella piensa que sería estupendo saber hacer surf. Ojalá tuviera tiempo. Cree que no se le daría mal.

Tras pasar un espigón de piedra tapizado de algas que se adentra en el mar, llega a un tramo de playa prácticamente desierto. Más allá, a lo lejos, hay otro espigón, y tras él lo que parece una laguna. Hay letreros en la valla de tela metálica que indican que está prohibido molestar a unas aves llamadas «frailecillos silbadores». A su espalda, en las dunas, se alzan imponentes mansiones, pero por el momento tiene la sensación de que la playa es toda suya.

El sol pega fuerte, y Bella decide nadar un rato para refrescarse. El agua está demasiado fría para meterse en ella sin más. Espera un instante en la orilla, contando las olas, reuniendo valor. Cuando llega el momento, echa a correr, levantando las piernas torpemente entre el agua espumosa, y se lanza de cabeza a una ola grande. El frío le causa impresión, pero mueve las piernas con brío y sale al otro lado del oleaje. Cuando para, lamiéndose la sal de los labios, se siente fuerte y limpia. Comienza a nadar braza, pero la corriente es más impetuosa y la frena. Bella se da cuenta de que no avanza mucho. Durante un instante se pone nerviosa, le preocupa no poder salir. A sabiendas de que si luchara contra la corriente se arriesgaría a agotarse, nada en paralelo a la costa hasta escapar de ella. Cuando deja de notarla, se deja llevar por las olas hacia la orilla y emerge del agua cansada.

—Deberías tener cuidado ahí.

Se vuelve y ve a un hombre de unos treinta y tantos años a su lado. Es guapo y esbelto, el cabello rubio rojizo tirando a bronce. Algo en él le resulta familiar. Ha visto esa cara antes.

—Hay mucha resaca —le dice—. Cuando te metiste me quedé mirando, por si acaso, pero me dio la impresión de que te las arreglabas bien sola.

—Gracias. Hubo un momento en que lo dudé. —Respira hondo y se da cuenta de que ya no tiene miedo. Le sonríe. Es un hombre atractivo—. No sabía que en esta playa hubiera tantos servicios. Vosotros, los socorristas, ¿tenéis un sueldo o vais a comisión?

Él se echa a reír.

—Vivimos exclusivamente de las propinas.

—Vaya, no sabes cuánto lo siento. Como ves, no llevo dinero encima.

—No te imaginas la cantidad de veces que nos dicen eso. Quizá debiera buscarme un trabajo más lucrativo.

—Bueno, podrías diseñar una colección de biquinis con bolsillos.

—Es una gran idea. La propondré en la próxima convención de socorristas.

—Deberías. Me da rabia que haya tantos socorristas pasando hambre y salvando a la gente gratis. No lo veo justo, la verdad.

—Es que no lo hacemos por el dinero, sino por los laureles..., y por la gratitud, claro.

—En ese caso, gracias de nuevo por casi salvarme.

Él hace una pequeña reverencia.

—Fue casi un placer. Bueno, hasta luego. Y no te acerques a las corrientes.

Echa a andar playa abajo, hacia la laguna. Ella lo sigue con la mirada, cada vez más pequeño, y ve que se acerca a un grupo que está junto a unas canoas. Le entra frío. Tirita, se arrepiente de no haberse quedado con una toalla. De todas formas tiene que irse. Se hace tarde. Jacob la estará esperando.

 

 Esa noche están en la cocina, listos para salir.

—¿Adónde vamos? —pregunta Bella, que lleva un sencillo vestido blanco, el pronunciado escote cubriéndole los pequeños pechos.

Jodie parece calmada. Ha perdonado a Jacob.

—Hay una fiesta. De un escritor al que conozco. Su mujer es un bombón.

—Yo quiero ir a discoteca —tercia Irina, que frunce los labios y se los pinta mirándose en el espejito de la polvera—. Mi amigo decir que son muy buenas aquí. ¿Me llevas, cariño? —le pregunta a Derek, que es mucho más bajo que ella, mientras le pasa la mano por el cabello, que le empieza a ralear.

Él gruñe en señal de conformidad.

—Eh, ¿y si vamos a la disco?

—A la discoteca no se va hasta después de las doce —responde Jacob—. Tenemos tiempo más que de sobra.

—¿Qué ha escrito? —se interesa Bella.

—¿Quién?

—Ese escritor amigo tuyo. ¿Qué ha escrito? ¿Lo conozco?

—Puede. Escribió algo que se publicó el año pasado. Y además ganó un premio importante, creo. La verdad es que no lo he leído.

—¿Cómo se llama?

—Cullen, Edward Cullen. ¿Te suena?

—Sí. Escribió La muerte de un simio privilegiado. Le dieron un premio nacional. A mí me encantó.

—A mí no me gustó —dijo Jodie—. ¿Te acuerdas? —añade, dirigiéndose a Larry—. ¿Te acuerdas de que intenté leerlo en Anguila? Me pareció un rollo.

—Sí, bueno, yo soy más de Dick Francis y Jackie Collins, la verdad.

El inculto de Jacob sale al rescate, pero Bella no se da por vencida tan fácilmente.

—¿Cómo es que lo conoces?

—¿A Edward? Es muy majo. Superdivertido. Y su mujer, un bellezón. No estoy seguro de cómo los conocí. Los conozco, y ya está. Puede que en alguna fiesta. Tienen casa aquí, por lo visto es de la familia de ella desde hace años, aunque yo creo que aquí esas cosas cuentan menos que en Inglaterra.

—Y después vamos a discoteca, ¿sí? —insiste Irina.

—Claro. Después iremos a la disco para que tú y Derek mováis el culo hasta el amanecer.

 

 La casa es preciosa. Vivida, querida. Pequeña, de dos plantas, la madera del tejado envejecida por los años, el resto de la casa es blanco. En el camino de entrada hay una hilera de coches, algunos aparcados en el césped. Un niño, el hijo de la familia, les indica con ayuda de una linterna. Entre los altos árboles, en la penumbra, se vislumbra un campo. El aire huele a agua salada, llega el sonido del océano. A Bella le gustaría volver de día. Está segura de que será maravilloso.

El interior alberga reliquias de varias generaciones. Tesoros familiares cubren las paredes, revestidas de madera. Es como si hubiera varias casas en una. Antiguos retratos y fotografías de hombres con bigote y cuellos victorianos, mujeres con canotier y moño, magnates de la industria, primos olvidados; cuadros de caballos galardonados, muertos hace tiempo; láminas; libros por todas partes, en estanterías y amontonados en el suelo; y maquetas de aviones, leones guardianes chinos de porcelana, revistas viejas y cañas de pescar, raquetas de tenis y sombrillas de playa en los rincones. En el techo un farol enorme, cubierto de polvo, lo baña todo en una luz tenue. Juguetes, mesas arañadas y sillas rozadas y montones de playeras, mocasines y botas de agua. Toda la casa huele a moho añejo, a mar y a humo de leña.

Bella entra la última. De otras habitaciones llega el ruido de la fiesta. Jacob le pone la mano en la espalda y la obliga a avanzar para presentarle a un hombre de cabello rubio rojizo que le está dando la mano al resto del grupo.

—Hombre, pero si es mi socorrista... —Es más alto de lo que recordaba. Lleva una americana vieja que ha perdido un botón y tiene los puños desgastados—. ¿Has salvado a alguien esta noche?

—A unos pocos. Estaban a punto de morir de sed.

Bella se ríe.

—Jacob, conocí a este hombre en la playa esta tarde. Por lo visto me metí a nadar donde no debía, pude haberme ahogado.

—No me lo contaste.

—Fue mi buena obra del día, Jacob —tercia el hombre—. Menos mal que nada bien. Temí que tuviera que ir a por ella. El año pasado se ahogó un adolescente en ese sitio.

—Conque tú eres Edward Cullen.

Ahora sabe por qué le resultaba familiar.

—Pues sí. ¿Y tú?

Esboza una amplia sonrisa. Tiene una pequeña cicatriz antigua en la barbilla. Los ojos, grises. Arruguitas. Le tiende la mano, las uñas limpias, los dedos finos. Un vello dorado se le encrespa en la gruesa muñeca morena.

Su mano envuelve la de ella cuando se presenta, ya no tan segura. Le sorprende que sea tan suave. Ya no es el hombre al que conoció en la playa: ahora tiene más presencia.

—Bueno, Bella, pues bienvenida. ¿Qué quieres tomar?

—Perdona —dice Jacob—. Tengo que ir a ver a un tío. Luego te busco, ¿eh?

Sin esperar a que Bella le responda se va, siguiendo el olor del dinero.

—Entonces ¿qué te apetece?

Bella acompaña a Edward hasta un saloncito con una vieja chimenea de ladrillo pintada de blanco. Repara en los sofás grandes, gastados, y en las cómodas butacas de lectura. Él se acerca a una mesa llena de botellas, copas y una cubitera. En el suelo, una alfombra oriental desgastada. El resto de la fiesta está en el porche y en el jardín trasero. Bella acepta una copa de vino blanco. Él está tomando whisky con hielo en un vaso bajo.

—Leí tu libro.

—¿De veras? —contesta él—. Confío en que te gustara.

Está siendo modesto. Bella ve que es un número. Un número que ha repetido con distintos grados de sinceridad. Ha mantenido esa conversación antes. Mucha gente ha leído ese libro. Ha ganado premios. A muchos miles, quizá a millones, de personas les ha gustado, incluso encantado. El éxito para él ha sido un don natural que siempre lo ha acompañado. Y eso le proporciona una objetividad envidiable.

—Pues sí, y mucho.

—Gracias.

Esboza una sonrisa franca. Es como un padre que oye hablar de los logros de un hijo aventajado. Ya no está bajo su control. Ha cobrado vida propia.

Echa un vistazo: es el anfitrión. Hay otros a los que atender, bebidas que buscar, presentaciones que hacer, anécdotas que compartir. Pero ella quiere que se quede. Intenta conseguir que se quede. Quiere hacerle preguntas, saber más cosas de él. ¿Qué se siente cuando a uno se le reconoce el talento, cuando ve su fotografía en la contracubierta de un libro? ¿Cuando amigos y desconocidos te tratan como a una celebridad? ¿Qué se siente cuando uno tiene tu cara, tus manos, tu cuerpo, tu vida? Pero no es capaz de dar con las palabras, y de serlo, le daría vergüenza.

—¿De dónde eres? —Él bebe un sorbo de su copa. Lo pregunta como un tío le preguntaría a su sobrina pequeña qué curso está estudiando.

—De cerca de Boston.

—No, me refería a dónde vives.

—Ah. —Bella se ruboriza—. En Nueva York. Comparto piso con una amiga de la facultad.

—¿Hace mucho que conoces a Jacob?

—No. Nos conocimos en mayo, en una fiesta.

—Ah —responde él—. Se supone que es muy bueno en lo suyo. He de admitir que ése es un terreno que desconozco. El dinero no es lo mío. Nunca lo ha sido.

Se acercan otros invitados, un hombre atractivo y una mujer guapa de aspecto exótico y cabello oscuro recogido hacia atrás.

—Perdón —se disculpa el hombre. Lo conocen.

—Cariño... —dice ella al tiempo que se inclina para ofrecerle la mejilla.

—Una fiesta estupenda. Ojalá nos pudiéramos quedar. La canguro —explica él—. Ya sabes.

Ríen con la intimidad de quienes comparten una broma, como se quejan los ricos de lo que cuesta encontrar una buena asistenta o lo caro que sale volar en un avión privado.

La pareja se va.

—Perdóname —le dice Edward a Bella—. Tengo que ir a buscar más hielo. Disfruta de la fiesta.

—Yo siempre obedezco a los socorristas —contesta ella mientras hace un remedo de saludo militar, mirándolo a los ojos y sosteniendo su mirada.

Él da media vuelta pero luego, como si fuera consciente de que la deja completamente sola, comenta:

—Ahora que lo pienso, no conoces a Alice. Ven conmigo, que te la presento.

Aliviada, lo sigue feliz y contenta, abriéndose paso entre la multitud camino de la cocina. A diferencia del salón, allí hay mucha luz. De las paredes cuelgan cacharros de cobre y dibujos infantiles decoran una nevera que tiene sus años. El piso es de linóleo en damero. Hay un grupito de gente, unos sentados a una mesa larga y maciza; otros picoteando algo, lavando platos. En una tabla de madera llena de marcas hay un jamón de gran tamaño. Es una cocina vieja. Vivida y acogedora. Bella se imagina días de Acción de Gracias en ella.

—Cariño... —dice él.

Una mujer que estaba agachada delante del horno se levanta, sacando algo que huele deliciosamente. Lleva un delantal, y se limpia las manos en él. Es más alta que Bella, y guapísima. Cotros cabellos en punta aún húmedos, está recién duchada y tiene los ojos azules claros. Sin maquillaje. Un rostro con clase.

—Alice, ésta es una amiga de Jacob.

Se le ha olvidado su nombre.

—Bella —dice ella, adelantándose—. Gracias por la invitación.

Alice le da la mano. Un apretón firme. Lleva las uñas cortas y sin pintar. Bella se percata de que va descalza.

—Hola, Bella, soy Alice. Me alegro de que hayas venido.

Es despampanante. A Bella le recuerda a la Venus de Botticelli.

—Le gustó mi libro —apunta él—. Hay que ser amables con los que te pagan.

—Desde luego, cariño —contesta su mujer. Y a continuación le dice a Bella—--¿Quieres echar una mano? Para variar, una reunión de amigos de mi marido se ha convertido en una orgía. Hay que dar de comer a esta gente, de lo contrario podría ponerse a romper cosas. —Sacude la cabeza con aire teatral y sonríe a su marido.

—La mejor esposa del mundo —la alaba él, y lanza un suspiro embelesado.

—Me encantaría —responde Bella.

—Genial. Necesitamos a alguien que emplate los huevos duros. Están en la nevera, y las fuentes en la despensa. Y no te preocupes si se te cae algo, no hay nada que valga mucho.

—Eres una estupenda mariscal de campo —comenta Edward, y le da un beso en la mejilla a su mujer—. Voy a buscar hielo.

—De paso échale un vistazo al vino —le pide ella cuando él se aleja—. Se han acabado dos cajas de blanco. Y ¿dónde está la de vodka? Creía que la habíamos guardado debajo de la escalera. —Empieza a pasar los canapés que ha sacado del horno a una fuente.

—¿Puedo hacer algo más? —Bella saca los huevos.

—Sí. Phil —le dice Alice a un hombre con un paño de cocina—, déjale eso a Bella por ahora. Saca esto y ponlo en el aparador. —Y a Bella—: ¿Es la primera vez que vienes aquí?

Ella asiente.

—Y es precioso.

—Ahora es mucho más lujoso que cuando yo era pequeña —cuenta la anfitriona mientras corta una rebanada de pan integral y se retira el pelo de la cara con el dorso de la mano—. Entonces casi todo alrededor eran granjas. En la que hay cruzando la carretera se elaboraban lácteos. Nosotros solíamos echar una mano cuando había que ordeñar. Ahora son parcelas para millonarios. Dame ese plato, ¿quieres?

—¿Siempre has vivido aquí?

Ella asiente.

—Veníamos los veranos, ésta era la casita del servicio. La casa grande que hay más arriba era de mi familia.

—Y ¿qué pasó?

—Lo que pasa siempre. Johnny, mi hermano, y yo tuvimos que venderla para pagar el impuesto de sucesiones, pero nos quedamos con esta casita. No podía soportar la idea de desprenderme de todo, verdad, ¿Jasper?

Aquí es cuando intervengo yo. Toda historia tiene un narrador, alguien que lo pone todo por escrito cuando termina. ¿Por qué soy yo el narrador de esta historia? Lo soy porque es la historia de mi vida... y de la gente a la que más quiero. He procurado ser lo más escrupuloso posible al narrarla. No tomé parte en todo lo que pasó, pero después de conocer el final, tuve que rellenar lo que faltaba con vaguedades que en su momento no me decían nada, recuerdos que con el tiempo cobran nueva importancia, viejos blocs de notas, frases anotadas en libretas y al dorso de fotografías ajadas. Incluso a través del propio Edward, aunque sin que él lo supiera. No tenía más opción que intentar entenderla. Pero entender algo nunca es fácil, y menos esta historia.

Me acerco, cojo uno de los canapés y me lo echo a la boca. Beicon con algo. Delicioso.

—Claro, cariño. Lo que tú digas.

—Cierra el pico, anda. No seas tan capullo. —Y a Bella—: Jasper es mi abogado. Él lo sabe todo. Lo siento, no os he presentado. Jasper Hale, ésta es Bella. Bella, Jasper. Jasper además es mi mejor amigo.

Cierto. Nos conocemos desde que éramos pequeños. Vivo al lado.

—Hola, Bella —la saludo—. Ya veo que Alice te está explotando en el Bar Asador Cullen. Yo me niego a mover un dedo a menos que sea para que con los otros cuatro sostenga un vaso con hielos.

Me tengo por agudo y un pelín indolente, pero la verdad es que no soy ninguna de esas dos cosas. Se trata de un personaje que utilizo para protegerme. En realidad soy bastante aburrido y solitario.

—No me importa. La verdad es que no conozco a mucha gente, así que me viene bien echar una mano —confiesa Bella.

—Tienes suerte —le digo—. Yo conozco a demasiadas personas aquí, lo que probablemente explique por qué me escondo en la cocina.

—Jasper es un tremendo esnob. No creo que haya hecho ningún amigo nuevo desde que iba al colegio —cuenta Alice.

—Creo que tienes razón, ¿sabes? De todas formas para entonces ya conocía a quienes tenía que conocer.

—Bella ha venido con Jacob.

—¿Lo ves? Ahí tienes: lo conocí y no me cae bien.

—A mí no me conoces —se defiende Bella.

—Tienes razón, no te conozco. ¿Debería?

Esto es lo que pasa con Bella: es muy guapa, sí, pero tiene algo más que la hace destacar. En este mundo la belleza es tan común como una tarjeta de crédito. Intentaré averiguar qué es ese algo.

—Eso lo tendrás que decidir tú, pero no fuimos al colegio juntos, así que me da que no tengo mucho que hacer. —Sonríe.

Sonrío a mi vez. Me cae bien, no lo puedo evitar. Le digo a Alice que deje de trabajar. Alice siempre está trabajando. Es incapaz de estarse quieta.

—Vale. —Deja el cuchillo—. De todas formas esto es todo lo que hay de comer en la casa. Lo único que queda es el pejerrey del congelador.

—Y esos bichos sólo están buenos escabechados en ginebra. Como yo.

¿Por qué siempre tengo que hacer el payaso cuando está ella? No puede ser que me esté haciendo el interesante. No. Pero si ahora me estoy haciendo el interesante es por Bella.

—Jasper, cállate ya, que pareces idiota, y tráenos a Bella y a mí algo de beber. —Alice le dice a Bella cuando yo aún puedo oírla—: Aunque no lo parezca, es un gran abogado.

Podría haber omitido eso, pero no. Me sube el ego. Mi educación fue muy cara, y soy un buen abogado. Y además gano mucho dinero. Aunque la verdad es que no me gusta. Y eso que los problemas de otros me impiden pensar demasiado en los míos.

Vuelvo con una botella de vino.

—Vamos fuera, lejos de este mogollón —le propongo a Bella—. Vente, Alice.

Salimos los tres por la cocina y pisamos la hierba húmeda. Bella también se ha quitado los zapatos. Alice enciende un cigarrillo. Está intentando dejarlo. En el otro lado de la casa la fiesta está en plena ebullición. Esto está más oscuro. Delante, en la sombra, se entrevé un gran árbol con un columpio. La luna y millones de estrellas inundan el cielo nocturno. A lo lejos vemos las luces de una casa mucho mayor.

—¿La casa de tus padres? —se interesa Bella.

Alice asiente.

—Y a la izquierda la de Jasper. Crecimos puerta con puerta, pero él conserva la suya.

Está demasiado oscuro para ver mi casa a través del entramado de árboles.

—Puede que el Derecho no tenga tanto glamour como escribir libros, pero da más dinero —observo.

—No te lo creas —tercia Alice—. Jasper está podrido de dinero. Lo estaría aunque no fuera abogado.

Mi bisabuelo fue uno de los fundadores de Texaco. Sin embargo, a diferencia de muchas otras familias, nosotros nos las arreglamos para no perder el dinero.

—No cuentes todos mis secretos, Alice. Quiero que Bella se enamore de mí, no de mi dinero.

—Por desgracia tu dinero es lo mejor de ti.

Bella no dice nada. Se está divirtiendo, lo veo. Es como estar junto al fuego: nuestra amistad le da calor, y agradece que la compartamos con ella. Tiene la sensación de que podría quedarse toda la noche oyéndonos bromear, no quiere renunciar a ello y volver al mundo que existe fuera de esta casa.

Pero ¿qué está pensando en realidad? Siempre es muy fácil saber qué piensa Alice. En ella no hay nada engañoso. Pero ésta es más difícil. Es más reservada.

 

 Medianoche. Ya hay menos gente. Un grupito se ha reunido en unos viejos sofás y sillones de mimbre en un rincón del porche. Edward ocupa el centro, junto con una pareja, Emmett y Rosalie McCarty. Emmett era el compañero de cuarto de Edward en Yale. Un hombretón. Jugador de fútbol americano. Ahora es banquero. He representado a su empresa varias veces, sin reparar en gastos. A pesar de todo nos llevamos bien. Les tengo cariño a los dos. Bella está con ellos, escuchando como un acólito. Riendo a carcajadas, enseñando unos bonitos dientes. Tiene una risa preciosa, me recuerda a las campanillas de plata. Edward está hablando. Es un narrador excelente, como era de esperar.

Jacob se acerca, se planta delante, quizá un tanto inestable, esperando una oportunidad. A esas alturas todo el mundo ha bebido bastante.

—¡Hola, Jacob! —exclama Edward—. Ven a sentarte.

Edward también está borracho, pero lo lleva bien. Siempre lo ha llevado bien. Mañana estará en pie a las seis, silbando en la cocina.

—No, gracias —responde él—. Gracias por la fiesta. Bella, tenemos que irnos. Les prometí a éstos que iríamos a bailar, ¿te acuerdas?

—Ah. ¿No podemos quedarnos? Un poco más. Me lo estoy pasando muy bien.

—Venga, una copa —propone Edward—. ¿Para qué queréis ir a bailar? Podéis bailar aquí.

—Gracias —responde Jacob con una sonrisa forzada—. Son mis invitados, y quieren ver todo lo que hay que ver... Peinar los Hamptons...

—Como quieras.

—Vamos, Bella.

Ella se levanta de mala gana.

—Muchas gracias, Edward. Por favor, dile a Alice que ha sido un placer conocerla.

Edward también se levanta.

—Claro. Me alegro de que hayas venido. Cuidado con las corrientes.

Se marchan, y Edward empieza a contar otra anécdota divertida.

Capítulo 1: Prólogo Capítulo 3: CAPÍTULO 2

 
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