INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54533
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 26: Primavera capítulo 1

 Primavera Capítulo  1

          Pasan semanas. Cada vez hace más calor por las mañanas. Cuanta mayor es la claridad con la que ve uno el mundo, más existe éste. Pronto habrá luz por la tarde. La tierra se renovará.

En la ciudad llueve. Gotas pesadas, que vaticinan que caerán más. Ya se han formado charcos en la calle, la basura se arremolina en las alcantarillas. La gente desfila a buen paso por la acera, con paraguas, tapándose la cabeza con periódicos.

Bella está en el supermercado gourmet que hay cerca de su piso, los pasillos abarrotados de gente, los chaquetones chorreando agua. Del techo cuelgan salchichas. Huele a café recién molido. En los estantes, botellas de aceite de trufa, pasta fresca, tomates escogidos, bombones belgas. Tajadas de atún color granate, ternera empanada, solomillo veteado. Tras el mostrador, hombres y mujeres con bata blanca hablando de quesos con conocimiento. Dando a probar, ensalzando las virtudes superiores del Bleu d’Auvergne respecto al roquefort.

No es un sitio que frecuente, ya que es muy caro, pero le gustaría. Le gustaría ser una de esas mujeres que visten elegantemente, como las que hacen cola en la caja con sus bolsos de Prada y diamantes en los dedos. Al parecer para ellas no es nada entrar un momento a comprar un café o una ensalada de langosta y pagarlo todo con una tarjeta platino. Sabe que un día ella será así. Es prudente. Nunca compra lo que no se puede permitir, se las arregla con lo que tiene, cada dos semanas destina diligentemente parte de lo que gana a un plan de pensiones, lo aprendió de su madre. Tiene la parquedad de una francesa.

Esa noche es distinta. Esa noche va a tirar la casa por la ventana. Sé que no acostumbra cocinar. Me lo ha contado. Se ha pasado el día entero en la oficina buscando recetas en internet. Se ha decidido por una francesa porque le parecía la más ambiciosa y a la vez la más familiar. Su madre sabía cocinar, gracias a ella conoció los caracoles, las mollejas y los pajaritos, y le enseñó a comer ostras y corazones de alcachofa. Recuerda ver cocer a fuego lento las cazuelas de color naranja vivo de Le Creuset que un día adornaban las paredes de su vieja cocina; los ramilletes de hierbas secas. Pero de eso hace mucho tiempo. A su padre nunca le gustó mucho la cocina francesa, prefería los platos más caseros de su Nueva Inglaterra natal, de manera que las comidas pasaron a ser más simples, hasta que desaparecieron. Para Bella cocinar era como volver a la infancia, a habitaciones y olores medio olvidados.

Quería hacer algo especial, incluso se planteó lucirse, pero ahora ya no está tan segura de que vaya a ser capaz. El horno es muy pequeño, los cubiertos poco adecuados. No tiene fuentes para hornear ni mucho espacio en la encimera. Todos los platos diferentes. Por un momento incluso sopesa pedir comida, pero desecha la idea. Coge la lista de la compra y va llenando el carro tímidamente. Creo que hizo pollo, pero tampoco es que importe mucho. Podría haber sido cualquier cosa. Pondré pollo porque resulta más fácil. Un pollo grande, chalotas, zanahorias baby orgánicas, mantequilla francesa, patatas nuevas, dos quesos distintos, judías verdes, fruta. Quiere que sea todo un festín para Edward. Es la primera vez que cocina para él. Una más de una serie de primeras veces. De camino a casa entra en una licorería para comprar vino. Le dice al dependiente lo que va a cocinar y él le recomienda un Médoc.

Sigue lloviendo. Cuesta llevar las bolsas y sujetar el paraguas. Un cuarto de hora más tarde está en casa, saca la compra, se pone un delantal que no ha usado casi nunca. Mira el reloj: faltan dos horas.

Edward llega poco después de las ocho. Con un ramo de flores.

—Hola —saluda animadamente, la besa en la puerta. Tiene la cara mojada y su barba de un día es rasposa—. Te he traído esto. —Se quita el abrigo empapado y lo cuelga de la puerta del armario.

Bella sonríe y coge las flores.

—Gracias. Las pondré en agua. —Tiene un jarrón antiguo, le echa agua, mete las flores dentro y lo pone en la mesa—. Son preciosas —asegura.

—También he traído esto —añade él al tiempo que saca una botella de whisky de una bolsa de plástico—. Pensé que no estaría de más.

—¿Te preparo uno? —pregunta ella, cogiendo la botella.

—Muy buena idea —contesta él, risueño—. Esperaba que lo sugirieras. ¿Tú quieres?

—Intenta impedírmelo.

Saca dos vasos y pone unos hielos.

—Lo siento —se disculpa, ofreciéndole un vaso—. La cena no estará hasta dentro de un rato.

—¿Te ayudo con algo?

—No, gracias. Sólo hay que esperar a que termine de hacerse.

—Seguro que está delicioso. Me muero de hambre. Chinchín.

—Chinchín.

Bella bebe un sorbo, mirándolo por encima del vaso, notando el sabor dulzón, a turba, del whisky en la parte posterior de la garganta, saboreando el momento. Están cruzando otra frontera. Puede que algún día ya no parezca nada del otro mundo. Tan sencillo como compartir un periódico.

Edward se sienta en la silla más próxima a la pequeña cocina para verla. A Bella le alegra que se sienta cómodo allí. Conoce los libros de los estantes y las fotografías de familiares sin necesidad de mirarlos. No hay mucho más. Él llena la estancia.

—¿Cómo ha ido el día? —pregunta Bella. Lo que en realidad quiere decir es: ¿cómo llevas el libro?

—Bien.

—¿Aún se te hace cuesta arriba?

Él se revuelve en la silla, incómodo.

—Preferiría no hablar del tema, si no te importa. Estoy intentando resolver un par de cosas.

Bella esperaba que confiase más en ella. En ocasiones casi le ha dado la impresión de que iba a hacerlo.

—Lo siento —se disculpa Edward—. Es que no me apetece hablar de eso ahora mismo. Trae mala suerte.

—Lo entiendo.

—¿Y tu día? ¿Qué tal?

—Bien. Salí un poco antes para ir a comprar. Hace mucho que no cocino en condiciones. Y no me importa confesarte que estoy de los nervios.

—Oler, huele bien.

Ella abre el horno y rocía el pollo con la salsa.

—¿Sí? Madre mía, eso espero.

Edward mira la mesita, que por lo general está llena de libros y correo, y el ordenador de Bella. Ahora sólo hay una vela y dos copas. Un mantel antiguo de su madre. Servilletas de papel. Cuchillos y tenedores. La botella de vino sin abrir. Sus flores.

—La mesa está muy bonita.

—Gracias. Quería hacerte algo especial.

Ahora Edward está detrás de ella, rozándole el cuello con la nariz, oliéndole el pelo. Ella cierra los ojos. Aún la electriza que la toque.

—Me haces muchas cosas especiales —afirma él.

Ella suelta una risita y se aparta.

—Para. No me distraigas. Esta cocina es demasiado pequeña. Vete ahí como un niño bueno y termínate la copa. El horno me está dando guerra, y tengo que terminar las judías. Mierda...

—¿Qué pasa?

—No sé si funciona el termómetro. Ya lleva una hora y media, pero no sé si el pollo está o no.

—Prueba con un muslo: si se desprende con facilidad es que está.

—Se desprende.

—Bien, pues sácalo. Se seguirá haciendo. Basta con taparlo con papel de aluminio.

—Madre mía, las patatas no están aún.

—¿Cuánto les falta?

—No lo sé. Por lo menos otros quince minutos.

—En ese caso, ¿te importa si abro el vino? ¿Para que se oxigene?

—¿Cómo? Vaya, lo siento. Iba a hacerlo yo antes.

—No pasa nada, ya lo hago yo. Y, mientras, prepararé unas copas.

Quince minutos después están sentados a la mesa. Edward ha trinchado el pollo.

—Está buenísimo —alaba.

—No es verdad. Eres muy amable, pero el pollo está demasiado hecho y las patatas medio crudas.

—Para nada —niega él mientras mastica el pollo seco—. Está todo perfecto.

—Gracias por mentir tan bien. Siento que no esté mejor.

—Y el vino es excelente.

Bella sonríe.

—Venga, ya basta. —Deja el cuchillo en el plato—. ¿Cómo está Johnny?

—Bien. La otra noche lo pasamos genial: fuimos a patinar a Central Park.

Bella se da cuenta de que tampoco quiere hablar de eso. Imposible unirse a ellos. Quizá algún día, pero no ahora. Es demasiado pronto, le ha dicho él.

Esa noche especial es otra de las disculpas de Bella. Edward se puso hecho una furia cuando ella le contó que había ido a ver a Alice.

—¡Te dije que no lo hicieras! —le chilló antes de salir como una exhalación, dando un portazo.

Pero ella salió corriendo tras él en la fría noche, en mangas de camisa, y le dio alcance en la calle.

—Lo siento —se disculpó entre lágrimas—. Lo hice porque te quiero.

—No tenías derecho.

—El amor me da el derecho.

—Maldita sea, es más complicado que eso. Está Johnny...

—Lo sé. Pero ya es demasiado tarde. Está hecho.

Él se podía imaginar lo que había pasado, y se alteró. Dio media vuelta para marcharse.

—No, no te vayas —pidió ella, agarrándolo, impidiendo que se moviera—. Lo siento. Todo saldrá bien, te lo prometo. Vamos a casa. Por favor.

Edward fue tras ella. Bella era consciente de su victoria, pero también sabía que debía ir con cuidado. Se había arriesgado, casi demasiado. Tenía que recuperar parte de su confianza, parte de su orgullo. Aquello no tenía que ver únicamente con ellos dos. Tenía que ver con su familia. Ahora ella lo entendía mejor. De saberlo, ¿habría actuado ella de otra manera? No, no lo creo.

En las semanas que siguieron, durmieron juntos todos los días salvo las dos noches a la semana que Edward tenía a Johnny. Durante todo ese tiempo no habló con Alice una sola vez. Cuando llamaba a casa, Gloria lo cogía y tomaba nota de sus mensajes, que nunca recibían respuesta. Cuando se hizo patente que Alice no quería hablar con él, Edward paró de dejar mensajes.

Después de cenar él y Bella están listos para irse a la cama, ya han fregado los platos, a mano. Ahora Edward tiene un cepillo de dientes en el baño.

—Estoy cansado —comenta él.

—¿Cómo de cansado?

—No demasiado. Sólo cansado, ya sabes.

—No tenemos por qué hacer nada.

Lo dice por decir. Bajo la sábana está desnuda. Lo quiere dentro de ella, y quiere la paz que la invade después.

—No, si quiero.

—Bien —contesta ella, y recorre su cuerpo con sus manos, le sopla en el oído, excitándolo, como sabía que haría.

—¿Lo ves? Ya te dije que no estaba demasiado cansado —dice Edward.

Sin embargo, cuando terminan él se tumba de lado, de espaldas a ella. Bella está acostumbrada a dormirse en su pecho. Estira el brazo, le apoya la mano en la espalda con suavidad. Él se despierta, pero no se mueve.

Bella se levanta y sale del dormitorio sin hacer ruido, buscando a oscuras, a tientas, el albornoz. En el salón se sienta en silencio a mirar por la ventana con la luz apagada. Oye el sonido de la respiración de Edward en la otra habitación. Así es como empieza todo, piensa. Una noche no harán el amor. Pondrán una excusa. Uno de ellos estará demasiado cansado o demasiado bebido. Y así terminará todo... o evolucionará. Ya se cepillan los dientes a la vez antes de irse a la cama. Pronto estarán sentados en restaurantes mirando la carta sin tener nada que decirse. ¿Es eso lo que quería? Las cosas ya son muy distintas de como eran al principio. Entonces todo era nuevo y emocionante. Estaban la casa, la gente, Alice, yo y, por supuesto, Edward.

Es difícil no dejarse atrapar por la belleza de la vida vista desde un jardín estival en los Hamptons. Después vinieron más emociones: las primeras semanas de su aventura, la sensación de irrealidad, los descubrimientos mutuos. Los viajes, el misterio, los hoteles, los restaurantes. El peligro. Ella nunca se había sentido más viva. Luego, la otra noche, él repitió una anécdota que ella ya le había oído contar. Era divertida, y Bella se rió con ganas la primera vez que se la contó. Oírla por segunda vez la fastidió: ¿es que no se acordaba de que ya se la había contado?

¿Se estaba quedando sin anécdotas? ¿Había llegado ya a ese punto de su existencia en que eso era todo lo que le quedaba? No cabía duda de que sólo era cuestión de tiempo que se la contara por tercera o cuarta vez. Bella se hallaba en esa etapa de la vida en que aún estaba forjando sus propias historias. ¿Era eso lo que hacía Alice? ¿Lo que hacen todas las esposas? ¿Sentarse a escuchar las mismas historias una y otra vez? ¿Era eso el matrimonio? Recordó cómo se sentía aquellas tardes interminables en casa de sus abuelos. La sensación de que eso era todo, el viejo reloj haciendo tictac en el pasillo, lo opresivo de la repetición.

Bella suspira y se levanta y se estira. Por la calle pasa una pareja joven. Imposible saber hasta qué punto se conocen. Van cogidos de la mano. Podrían acabar de conocerse o podrían llevar años juntos. En la esquina se vuelven y se besan. Bella los envidia.

 

 

Capítulo 25: CAPÍTULO 8 Capítulo 27: CAPÍTULO 2

 
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