INDISCRECIÓN

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 01/12/2012
Fecha Actualización: 14/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 34
Comentarios: 119
Visitas: 54512
Capítulos: 36

 

Edward y Alice Cullen son una atractiva pareja de clase alta y cuentan con un exclusivo círculo de amistades. Su idílica existencia se acaba cuando entra en sus vidas la joven Bella, aportando frescura y encanto…, tanto que incluso el hasta entonces fiel y modélico marido, Edward, cae en sus redes e inicia con ella una tórrida relación. Moderna, sexy, urbana, ardiente, sofisticada, erótica, cosmopolita e indiscreta. ¿Cuánto crees que puede durar la fidelidad?

 

Basada en Indiscreción de DUBOW

 

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Capítulo 5: CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 4

 

 A la mañana siguiente Bella baja más tarde que el resto de nosotros. Son casi las once. Estamos fuera, al sol. Edward lleva horas en pie. Dice que es cuando mejor trabaja. Cada uno de nosotros está haciendo lo que suele hacer los fines de semana. Periódicos. El olor a café y a beicon. El canto de los grillos, la llamada de los pájaros. Edward y Johnny practican la pesca con mosca en el césped. Lanzan y recogen la larga caña con elegancia, haciendo que la punta sin señuelo se mantenga en el aire un segundo antes de caer en el césped. Llevan así casi tres cuartos de hora. Resulta hipnótico, como ver el agua arremolinarse y remansarse en un riachuelo. Es una técnica que yo nunca he llegado a dominar. Johnny ya lanza como un profesional. El año pasado Edward lo llevó a Wyoming a pasar una semana pescando en el río Bighorn. Edward me dijo en una ocasión que si no hubiese sido escritor, habría sido guía de pesca.

Bella sale de casa con una taza en la mano. Tiene los ojos algo hinchados. Lleva la camiseta de hockey de Yale de Edward. Le llega justo por debajo de las nalgas. Va descalza.

—Anda, mira dónde estaba —dice él—. La he estado buscando.

—Lo siento. Me la llevé sin querer. La saqué anoche para devolvértela. Espero que no te importe. Es que es muy cómoda.

—Qué va. Te la regalo, ya me haré con otra. Al fin y al cabo tú ayer me regalaste una camiseta nueva.

—Gracias.

No puedo evitar mirarla. Veo la curva de sus pechos bajo la camiseta, su juvenil turgencia, los pezones insinuados. Puede que note que la estoy mirando, y se disculpa y entra en la casa. Ya la he visto desnuda en la oscuridad, pero en cierto modo por la mañana la cosa cambia. Claro está que también ella me ha visto desnudo a mí, pero no es lo mismo. Yo ya no tengo el encanto de la juventud, si es que alguna vez lo tuve.

 

 En un día de verano para nosotros sólo hay una forma de ir a la playa: en canoa. Mi casa y la que fuera el hogar de Alice están juntas, frente a una laguna salobre que desagua en el océano. De pequeños no nos gustaba que nos llevaran a la playa en coche, ni siquiera en bicicleta. Metíamos toallas, neveras, sillas de playa y cualquier otra cosa que necesitáramos en una abollada canoa Old Town y nos poníamos en marcha como los exploradores Lewis y Clark. Hay que remar casi un kilómetro, y los vientos podían ser fuertes. A veces nos obligaban a arrimarnos a la costa, pero el esfuerzo siempre valía la pena. Al contrario de los que iban en coche y se sentaban apelotonados junto al aparcamiento, nosotros teníamos todo un tramo de playa casi para nosotros solos.

Ahora había dos canoas, que manteníamos en sendos soportes en mi casa, los remos y los chalecos salvavidas enmohecidos, que sólo utiliza Johnny, colgando de los asientos. Edward y yo cargamos con una de ellas, la llevamos al viejo embarcadero, dejando atrás las espadañas, y la echamos al agua, nuestros pies hundiéndose en el lodo. Emmett coge la otra él solo, sin problema. El mimbre de los asientos se estropeó hace tiempo, y fue sustituido por toscas tablas de madera, menos cómodas. De las regalas salen disparadas arañas, que sacamos a puñados. Con el agua por las pantorrillas, cargamos las canoas y nos acomodamos. La costumbre hace que yo me siente en la popa y Alice en la proa de una. Edward y Emmett en la otra. Johnny va delante de su padre, mientras que Rosalie se recuesta en el centro, en una pequeña silla de playa plegable, como si fuese Cleopatra surcando el Nilo. Bella se sube a la nuestra y se sienta en una nevera.

—Me siento inútil —asegura—. ¿Y si me bajo a empujar?

—Bobadas —respondo—. Disfruta del paseo.

—Sólo si uno de los dos me deja remar a la vuelta —insiste.

La otra canoa va muy por delante. La excursión a la playa siempre es una carrera. El peso añadido de Johnny y Rosalie además del de la mayoría de los trastos, suele compensar la cosa, pero ahora, con Bella, perdemos terreno. Alice está muy concentrada, extiende el remo cuanto puede para desplazar la mayor cantidad de agua posible, creando remolinos minúsculos a mi lado. Es muy fuerte. Yo también remo con fuerza, centrándome más en la velocidad que en la dirección.

—Ay, es culpa mía —se lamenta Bella al ver lo rezagados que vamos. Ha captado la urgencia del momento, pero no puede hacer nada—. No puede ser —añade, y se quita la blusa, se mete en el agua con garbo y salimos disparados—. Lo de empujar no iba en broma —asevera, y notamos que va dando pies detrás.

—¡Ganamos terreno! —exclama Alice.

Es verdad. Sí. Tengo los brazos cansados, pero mantengo el ritmo. No pienso defraudarla: Alice es la persona más competitiva que conozco.

—¡A ver qué hacéis ahora! —les chillo a los otros cuando nos acercamos.

—Eh, ¡eso es trampa! —protesta Edward—. ¡Los motores no valen!

—¡Más de prisa, papá, más de prisa!

Noto que Bella deja de empujar y veo que la otra canoa se va hacia la derecha. Bella ha reaparecido junto a ella y, agarrada a la popa, la desvía de su rumbo.

—¡No es justo! —grita Edward, haciendo ademán de levantarse.

—¡Ni se te ocurra, Edward! —chilla Rosalie.

Riendo, éste intenta coger a Bella, que se sumerge. Segundos después su cabeza aparece en el otro lado, como la de una foca. La canoa se balancea peligrosamente, pero no vuelca. Emmett va en proa, el remo en alto, confuso.

—Quiero que se repita la carrera —afirma.

Alice sigue remando con fuerza mientras los adelantamos. Siento los brazos como si se me fueran a caer, y tengo la espalda ardiendo, pero seguimos hasta llegar al bajío. Ya no podemos perder. Me retrepo en el asiento, agotado, mientras nos deslizamos hasta detenernos, la popa de la canoa choca contra la arena. Alice se baja y se pone a bailar en el agua con aire triunfal. Bella se pone de pie, y las dos se abrazan como si acabaran de ganar un torneo.

—¡Toma ya, Cullen! —se jacta Alice.

Yo estoy demasiado cansado para moverme.

—Una infracción flagrante. Presentaremos una queja oficial a los responsables del club náutico —bromea Edward mientras se deslizan indolentemente hacia la orilla—. Nos encargaremos de que no vuelva a poner un pie en estas aguas de por vida, señora Cullen.

—Lo que pasa es que eres un mal perdedor.

—¿Yo? Os íbamos ganando justa y limpiamente hasta que nos atacasteis.

—En el amor y en el piragüismo todo vale, cariño. —Le da un beso.

—A la vuelta te vienes con nosotros —le dice a voz en grito Edward a Bella, y todo el mundo se ríe.

Sé que para la mayor parte de la gente la playa es relajante y vigorizante, pero algunas playas tienen poderes curativos especiales. Para mí, ésta los tiene. Llevo explorando este sitio desde que era pequeño, y aquí me siento tan a gusto como en mi propia casa. Aguanto al intruso ocasional como lo haría cualquier anfitrión, pero en el fondo siempre me alegro de volver a tener esta playa para mí solo. Si me dejan en una playa del Caribe o de Maine, sin duda la apreciaré, pero no es lo mismo. En algunos lugares el agua está demasiado fría o demasiado caliente o es demasiado verde. Las conchas me son ajenas; los sonidos, extraños. Sin embargo, esto es perfecto, y vengo aquí igual de contento en enero que en agosto. Pocos días me gustan más que ese primer día de calor en que me siento lo bastante valiente y resuelto para aguantar la temperatura aún gélida del mar y, aparte de mí, las únicas criaturas que están en el agua son surfistas con traje de neopreno y peces; y me sumerjo en un frío paralizador, purificante.

Mi padre hacía lo mismo cada año. Él y yo solíamos ir a la playa en la vieja ranchera y lanzarnos al agua. En esa época del año no había nadie, y me decía: «Es la época de los osos polares, Jazz.» Ahora lo hago en parte por él, y si yo tuviera un hijo, también lo haría.

En pleno verano el agua se calienta, y bañarse cuesta menos, aunque rara vez sobrepasa los veintiún grados. Sin embargo, no soy de los que rinden culto al sol, de esos que se pasan horas tumbados, pidiendo a gritos un melanoma. Para mí la playa es movimiento, ya sea nadar o andar o jugar, comer algo y después echarse una siestecita al sol para cargar las pilas antes de emprender la vuelta.

Alice extiende las mantas en la arena mientras Edward y yo plantamos las sombrillas. Ponemos mucho celo en asegurarnos de que el palo esté bien hondo. Una ráfaga repentina de viento podría levantar una sombrilla mal afianzada y hacer que salga volando por la playa. El rasgo característico de un novato. Así que las hundimos bien y compactamos la base con arena mojada, que aplastamos a conciencia. Después viene el fútbol. Johnny, Bella y Edward en un equipo. Emmett, Rosalie y yo en el otro. Bella es increíblemente buena. Coge varios de los pases de Edward y me adelanta dos veces, haciéndome sentir viejo y pesado. Cuando su equipo gana, Bella se pone a dar saltos, sonriendo encantada. Es su día: está haciéndose un hueco en nuestras vidas.

Estamos sudando. Edward propone que nos bañemos.

—Hagamos una carrera.

Estamos acostumbrados a sus carreras.

Rosalie refunfuña y le dice a Edward que tiene demasiada energía.

—Yo me apunto —afirma Bella.

—Genial. —Edward está radiante—. ¿Qué me dices tú, cariño?

Todos sabemos cuál es la respuesta: Alice no dice nada, pero sonríe y se quita el viejo pareo de algodón verde, el que se compró hace años en España. Puede que pase de los treinta, pero tiene el mismo tipo que cuando tenía veinte años. El torso largo y ágil, unos pechos asombrosamente perfectos, los hombros esbeltos, el vientre plano, un trasero pequeño y unas piernas esbeltas y ligeramente arqueadas. Un cuerpo que sería el sueño de un adolescente.

—Menudo cuerpazo —comenta Bella cuando ve a Alice estirarse—. ¿Cuál es tu secreto?

—Anda ya, si estoy gorda.

Siempre dice lo mismo. No le gusta nada que la halaguen por su aspecto. No está gorda.

—¿Ves esa boya blanca? —le dice Edward a Bella—. Vamos hasta allí, damos la vuelta y volvemos, ¿de acuerdo?

Los tres nadadores se meten en el agua y arremeten contra las olas. Bella nada con ganas, pero Edward y Alice la dejan atrás de prisa. Alice avanza dando brazadas largas, potentes. Su velocidad es increíble. Ya ha dado la vuelta a la boya cuando Edward la alcanza. Bella va bastante por detrás de los dos. Alice sale en primer lugar, apenas cansada. Se vuelve para esperar a Edward, que llega poco después, jadeante. Emmett, Rosalie, Johnny y yo silbamos y aplaudimos.

—Eres demasiado buena —admite él—. Algún día te ganaré.

—Quizá en tu cumpleaños, cariño —contesta ella, risueña.

Forma parte de la rutina. Es como ese mito griego en el que el resultado siempre es el mismo. Creo que, si por un golpe de suerte, Edward pudiera ganar, se frenaría. Un mundo en el que Alice no gane siempre cuando nadan es un mundo en el que ninguno de los dos quiere vivir. No estoy seguro de que yo quisiera.

Bella sale del agua tambaleándose. Parece exhausta y sorprendida por haber perdido.

—Alegra esa cara, Bella —ríe Edward, dándole una palmadita en la espalda—. Supongo que tendría que haber mencionado que Alice ganó los campeonatos regionales de Maryland en el instituto y fue suplente en el equipo olímpico norteamericano en la facultad. Yo no la he ganado jamás, ni me he acercado.

Es verdad. Alice es una atleta extraordinaria. Deberíais verla manejando un palo de golf.

En jarras, doblando ligeramente la estrecha cintura, Bella todavía no ha recuperado el resuello. Asimila la información sin decir nada, pero la veo observando a Alice. Todavía no se lo termina de creer. Con la arrogancia de la juventud, le cuesta pensar que alguien que tiene diez años o más que ella pueda ganarle tan fácilmente, sobre todo porque estaba segura de que iba a ganar ella. Ve algo en Alice que no había visto antes. Conozco esa sensación.

Se acerca a Alice, que se está secando el pelo, y le dice:

—Ha sido increíble. No sabía que nadabas tan bien. ¿Por qué lo dejaste?

Ella se da la vuelta, el sol la ilumina. Es como una criatura de una especie más evolucionada.

—No lo dejé. Es sólo que encontré otras cosas más importantes.

Veo que la respuesta deja perpleja a Bella. Observo su cara: para ella el talento es algo que hay que aprovechar.

—Si yo fuera tan buena como tú, habría seguido.

Alice sonríe.

—Anda, échame una mano con la comida —contesta.

Se arrodillan junto a las neveras. Hay botellines de cerveza metidos en hielo, muslos de pollo frío de la noche anterior, sándwiches de huevo, patatas fritas caseras. Mantequilla de cacahuete y gelatina para Johnny. Nos apretujamos en las mantas, comiendo satisfechos. Sentado en una silla de playa baja, anticuada, llevo mi desastrado sombrero de paja con el ala medio rota, para que no me dé el sol en la canbeza.

Bella se inclina hacia mí y me dice en voz baja:

—¿Qué le pasó a Johnny?

El niño, sin camiseta, tiene una cicatriz blanca y larga que le parte en dos el moreno pecho.

—El corazón —musito—. Lo operaron varias veces cuando era muy pequeño.

—Y ahora ¿está bien?

Asiento. Es algo en lo que prefiero no pensar demasiado.

Se va a sentar con él y se ponen a jugar en la arena. A hacer un castillo. Los adultos hablan de política. Edward y Emmett, para variar, defienden extremos opuestos. Alice lee, sin hacerles caso, también para variar.Rosaline está tumbada boca arriba, los tirantes del biquini bajados. Me planteo leer también, pero noto que los párpados me pesan. A lo lejos veo a Johnny y Bella paseando por la playa, cogiendo conchas, antes de quedarme dormido.

 

Capítulo 4: CAPÍTULO 3 Capítulo 6: CAPÍTULO 5

 
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