Tres Amantes (+18)

Autor: LoreCullenVulturi
Género: Romance
Fecha Creación: 24/09/2013
Fecha Actualización: 30/12/2014
Finalizado: NO
Votos: 7
Comentarios: 28
Visitas: 32453
Capítulos: 33

Casi sintió que estaba en un tablero de ajedrez, que jugaba para el destino, y él era una de sus fichas, un simple peón. Él tuvo que ver un par de veces para corroborar que la muchacha castaña que abrazaba un par de libretas en torno a su pecho, y que reía por las ocurrencias de los chicos que la rodeaban, esa chica, era la misma niña a la que él había atendido en sus prácticas médicas en un orfanato de Seattle. «Es imposible», pensó aquel médico. Pero no había nada imposible en el mundo que conocía, nada que no pudiera pasar y, casi como si no lo hubiese pensado antes, aquella castaña giró su rostro y lo observó. 


"La vida es un enorme tablero de ajedrez..". Eso Edward lo tenía muy claro, pero nunca había experimentado tal cosa, no hasta que sus ojos se encontraron con los de Bella en aquella Universidad. Pero ella había huido de él sin razón aparente; las dudas embargaban su mente, sin saber que tendría más de que preocuparse, cuando su ex-prometida, Tanya, llegara a la ciudad.

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Capítulo 1: Fichas de Ajedrez

DICLAIMER

Me adelanto a decir, lo lógico: los personajes no son míos, le pertenecen a Stephenie Meyer. La historia está basada en la experiencia de un personaje original, de mi autoría, en un foro rpg. Modificado para respetar la propiedad intelectual de los usuarios que hacen vida en la trama de mi personaje.

De forma que, la historia es completa y absolutamente de mi autoría.

CAPITULO I

Se miró en el espejo un par de veces; su cabello parecía estar arreglado aunque él no hubiese puesto interés en que así fuera. La mente del cobrizo se había visto embargada por la semana de pruebas de la universidad; no, no porque fuera un universitario más, él hacía ya casi dos años que había recibido su título en medicina y ahora impartía clases de pediatría en Yale. Aquel había sido un enorme golpe de suerte después de su estadía en Connecticut, donde apenas y podía costear el piso en el que vivía. Ahora, el joven se encontraba agobiado por la laboriosa tarea que lo supondría como acto o no, para pertenecer a la comunidad docentes de Yale. Aquello sonaba demasiado exclusivo para una persona tan simple como Edward, pero debía hacer el esfuerzo por demostrar con su trabajo, que él estaba capacitado para impartir clases en la universidad más importante de New Haven. Su curriculum sería una ganga si lograba tal cosa, y estaba dispuesto a hacer el intento.  La puerta de su habitación se abrió y el muchacho giró levemente su rostro; la silueta que reconoció le hizo rodar los ojos y la voz chillona que lo saludó le arrancó un suspiro de fastidio.

 —No sabía que resultaba una carga tan pesada para ti — la muchacha se cruzó de brazos y una mueca adornó aquel perfecto rostro.

Ella era su hermana, una baja castaña, poco parecida a él, demasiado diferentes si de personalidad hablaran. Podría decirse que lo que más los unía era el apellido “Cullen” y la nacionalidad, fuera de eso, no eran los más unidos. En parte aquello era culpa de Edward; después de todo, él mismo había decidido marcharse a estudiar a New York antes de quedarse en Forks junto a su familia. Claro que, todo tenía sus razones y ahora Alice lo sabía al pie de la letra, lo sabía cuando lo vió por primera vez en Yale y no comprendió como era que él le había dicho a su familia que estaría en New York y ahora se paseaba por New Haven como si se residenciara allí.

—Te han comido la lengua los ratones — afirmó la chica regalándole una sonrisa a su hermano. Alice cruzó la habitación y se posicionó justo frente a Edward. La mano de la chica se alzó a la altura del rostro de él y dejó apenas una caricia  —Has estado muy perdido — pronunció.

Lo cierto era que Edward había tenido la mente demasiado ocupada con la preparación de los exámenes y poco tiempo había tenido para dedicarles a sus hermanos.

—Lo siento Alice, pero prometo que lo compensaré — se adelantó a decir el mécido antes de girarse y caminar en dirección a su cama.

Allí, en medio de su colchón, se esparcían cantidades y cantidades de papeles; no fue difícil imaginarse a Alice alzando una de sus cejas cuando lo vió recoger todo de forma apresurada para meterlo en el maletín que siempre llevaba a la universidad. Si, “la universidad”; Edward aún recordaba su encuentro con sus hermanos en la universidad. Ante los ojos de la familia Cullen, él se había marchado a New York a estudiar periodismo, en vista de que su madre respondía a esa profesión; lo que la familia no sabía era que pronto Edward se daría cuenta que el periodismo no era lo suyo y haría hasta lo imposible por conseguir una beca en Harvard y estudiar medicina. Luego de eso, las mentiras estaban a la orden del día; él les había dicho que trabajaba en relaciones públicas en una empresa de New York, cuando en realidad había sido contratado como profesor de pediatría en Yale. Pero vaya sorpresa que se llevó él cuando se dio cuenta que sus hermanos, los pequeños Cullen, también estudiaban en la Universidad.

—He estado muy ocupado, lo sabes — se adelantó a decir el joven profesor.

—Lo sé, pero pensé que tal vez podrías invitarme a cenar. ¡Vamos! Lo haces con cualquier mujer y eres incapaz de hacerlo conmigo — Alice clavó la mirada en los ojos de su hermano.

—Estás exagerando. Sabes que no salgo con nadie — él se limitó a negar con la cabeza y a tomar su maletín  —Ahora hermana, si me disculpas, debo ir a ganarme el pan — se acercó a ella para besar su frente y, finalmente, abandonó la habitación.

Edward no sabía bien como había resultado todo aquello; él conocía  a su hermana, ella era una muchacha muy posesiva, especialmente cuando de los hombres de la familia se trataba y, claro, allí tenían un problema. Lo que el cobrizo no sabía era si Alice estaba enterada o no del enredo que él había tenido con una de sus amigas; la verdad es que para él no había tenido importancia, o al menos no demasiada, Rosalie, la llamada amiga de su hermana, nunca le comentó nada al respecto, de forma que él había dado por sentado que a ella no le había interesado ese encuentro. Interesada o no, Edward sabía que si Alice estaba enterada de esa esporádica relación, estaría sembrando un precedente al respecto, y muy posiblemente la relación con él cambiaría tras ello.

Las manos del joven se cerraron en torno al volante de su auto; conducía un volvo desde hacía muy poco, pues lo había comprado cuando aceptó el trabajo en la Universidad. Ahora conducía en dirección al campus y esperaba llegar con suficiente tiempo como para tratar de estructurar la siguiente clase. Si algo había que destacar era que el cobrizo era alguien muy cuadriculado, a Edward no le agradaba la improvisación, aunque admitía que muchas veces salía mejor. No era tonto, él había hecho uso de ella en varias oportunidades.

Aparcó el auto cuando se vió dentro del estacionamiento de la Universidad; su puesto estaba a solo unos metros de la entrada de la facultad de medicina y eso lo agradeció mentalmente. Tras apagar el volvo y tomar sus pertenencias, entre ellas su maletín, el joven bajó del auto y empezó a caminar hasta la facultad. Dentro de sus pasillos, los estudiantes caminaban de un lado a otro; el ambiente había cambiado repentinamente, pues Edward había abandonado la tranquilidad de su auto, apenas interrumpida por una música de fondo, para verse inmerso en un mar de voces que no reconocía; el cobrizo no sabía los nombres de todos los chicos y chicas, así que sonreía cada que alguien se detenía a saludarlo.

Pronto hubo alguien que captó su atención. Casi sintió que estaba en un tablero de ajedrez, que jugaba para el destino, y él era una de sus fichas, un simple peón. Él tuvo que ver un par de veces para corroborar que la muchacha castaña que abrazaba un par de libretas en torno a su pecho, y que reía por las ocurrencias de los chicos que la rodeaban, esa chica, era la misma niña a la que él había atendido en sus prácticas médicas en un orfanato de Seattle. «Es imposible», pensó aquel médico. Pero no había nada imposible en el mundo que conocía, nada que no pudiera pasar y, casi como si no lo hubiese pensado antes, aquella castaña giró su rostro y lo observó. Había algo en la mirada de ella, algo en su rostro, que a él lo hizo creer que ella tampoco estaba segura de haberlo conocido, pero si suponía que aquel rostro le era muy familiar; la muchacha lo observó con interés, y él se encontraba allí, de pie, sin mover ninguno de sus músculos y sin percatarse de que los estudiantes pasaban alrededor sin reparar en él pero que, sin embargo, pronto se empezarían a percatar que él observaba algo demasiado interesante.

— ¡Isabella! — gritó el joven para que ella pudiera escucharlo pero, ante sus ojos atónitos, ella solo se despidió de los suyos y partió.

Aquella escena había sido demasiado vergonzosa, debía admitirlo, pues los ojos de cientos de estudiantes se posaron en el rostro confundido de Edward y él se vió obligado a fingir que el hecho de quedar como un imbécil, no le interesaba. «Solo dirígete al salón de clases, imbécil», pensó.

Después de lo sucedido su mente no trabajó ni la mitad de bien de lo que estaba acostumbrado a que lo hiciera; una parte de si se encontraba atento a la presencia en Yale de aquella castaña que al parecer, no respondía al nombre de Isabella. Edward no entendía bien por qué le interesaba algo como eso; después de todo, si ella no era la misma niña que el recordaba, no tenía porque interesarle. Resultaba todo lo contrario, mientras más buscaba despejar su mente, más lo embargaban los recuerdos de Isabella, una adolescente más que una chiquilla. Ella tenía 15 años cuando Edward fue al orfanato para sus prácticas médicas, ella fue uno de los casos difíciles, pues se había prohibido contar lo que sucedía cuando las puertas del lugar eran cerradas; sin embargo, las marcas de maltrato en su piel eran evidentes, y había que ser de hierro para no compadecerse con una criatura que había sufrido tanto a tan temprana edad.

Si, la recordaba; era imposible que Edward olvidara una parte tan importante de su vida, especialmente por el hecho de que durante ese tiempo, el cargaba con el peso de la ruptura de su prometida y el dolor lo atravesaba como daga. Pero fue en ese lugar, en el orfanato, cuando la pena por sí mismo se esfumó, él no podía creer que estaba sufriendo cuando las marcas en la piel de una niña inocente le decían que no había vivido lo suficiente como para merecerse un trato tan cruel.

—Profesor Cullen, ¿Está bien? — una muchacha pelirroja lo observaba desde uno de los asientos delanteros del salón de clases.

—Sí, disculpe, la clase ya terminó, ¿tú eres…?— tuvo que sacudir su cabeza un par de veces para ser capaz de responder tal cosa y, ahora le interesaba más la idea de saber quién era la pelirroja que le hacía compañía aún cuando la clase había terminado.

—Mi nombre es Victoria. Creo que he llegado un poco tarde— parecía apenada por la situación cuando explicó lo sucedido — ¿Esta es la clase de bioquímica? —Edward suspiró y negó con la cabeza al tiempo que la pelirroja abría sus ojos sugestivamente. Ella se había dado cuenta de su error, de forma que, tras disculparse apresuradamente, salió casi pitando de la habitación.

El día se tornaba cada vez más raro para Edward; por lo que solo esperaba llegar a casa y encerrarse en su habitación para no tener que experimentar más extrañas situaciones. Primero lo sucedido con aquella castaña, y luego la rara conversación con la chica que ni siquiera sabía dónde estaba parada. El joven se levantó de su asiento frente al escritorio y empezó a guardar sus pertenencias en su maletín; su entrecejo se encontraba fruncido y él se hallaba a sí mismo demasiado pensativo, no podía concebir otra cosa que no fuese olvidar lo sucedido.

Su salida de la Universidad fue rápida; con el reloj marcando las 3:45 pm, él ya había encendido su volvo y manejaba de regreso a su piso en la ciudad, donde esperaba no tener que contarle a Alice con “detalles” el episodio que vivió en los pasillos de la facultad. Para su mala suerte, el elevador del edifico en el que vivía subía demasiado lento y él se encontraba impaciente de llegar a casa; la suerte no estaba de su lado aquel día, el maldito elevador abrió sus puertas en cada piso y él vivía en el pent-house, el último. Finalmente, cuando se encontró a sí mismo en casa, estaba tan furioso que fue incapaz de dirigirle una palabra de saludo a Emmett, su hermano menor.

La habitación en la que dormía era como una madriguera para él; dejó su maletín sobre el escritorio en el extremo de la estancia, retiró la chaqueta que tenía puesta y, no le quedó más que echarse en su cama, intentando no pensar.

 

Capítulo 2: Confusas Confesiones

 
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