EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
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Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

BASADA EN THE STORYTELLER

DE ROBBINS

 

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Capítulo 9: CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 8

La agencia «Piersall y Marshall» estaba situada en un viejo edificio de piedra marrón, ahora restaurado, entre la Quinta Avenida y Madison. Una placa cuadrada sujeta con clavos a la verja de hierro indicaba que las oficinas en cuestión se encontraban en el cuarto piso. Bajó los peldaños hasta la entrada, que estaba a la altura del sótano, y fue a parar a un angosto portal con un anticuado ascensor semejante a una jaula. Joe penetró en él, cerró la cancela y apretó el botón. El ascensor lo llevó hasta el cuarto piso.

Al salir de él se encontró en un pequeño vestíbulo. La recepcionista, que se ocupaba también de la centralita telefónica, estaba sentada tras un escritorio. Levantó la mirada al oírle entrar.

—Vengo a ver a la señorita Shelton —le dijo él.

— ¿Me dice el nombre? —le preguntó la muchacha de forma automática.

—Edward Cullen.

— ¿Está usted citado con ella?

—Sí.

La recepcionista conectó una clavija de la centralita.

—Está aquí el señor Cullen; pregunta por la señorita Shelton —dijo. Permaneció un momento escuchando y luego colgó el teléfono—. Tome asiento, por favor. La señorita Shelton está con una visita, pero le recibirá dentro de unos minutos.

Había en la estancia un sofá de dos plazas y un par de sillones, todos ellos tapizados en cuero viejo, alrededor de una mesita llena de revistas. Edward miró en torno suyo. Las paredes estaban pintadas de color marrón y muy deterioradas —la pintura era vieja y llena de desconchones—, y de ellas colgaban algunos grabados igualmente estropeados. Le dirigió una rápida mirada a la recepcionista, que lo contemplo por completo.

Sonó un zumbido en la centralita.

—Agencia «Piersall y Marshall» —canturreó la muchacha. Un matiz de nerviosismo se le reflejó después en la voz—. Sí, señor Steinbeck, ahora mismo le pongo con el señor Marshall. —Manipuló las clavijas de la centralita y se volvió hacia Edward—. Era John Steinbeck, el escritor —le anunció dándose importancia.

Edward hizo un gesto de asentimiento.

—Estoy segura de que tiene que haber oído hablar de él —continuó ella—. Es uno de nuestros clientes.

—Yo también soy cliente de ustedes.

La muchacha lo miró levantando la nariz.

—Nunca he oído hablar de usted.

—Tiempo habrá —dijo él levantándose del sillón—. ¿Dónde está el servicio de caballeros?

—Abajo, en el piso principal; justo detrás del ascensor. Pero la señorita Shelton le recibirá de un momento a otro.

—Pues tendrá que esperarse —dijo él mientras se dirigía al ascensor—, A no ser que prefiera usted que eche una meada en esa maceta que hay en el rincón con una planta de plástico.

Luego, antes de que ella pudiera replicar, apretó el botón del piso principal y el ascensor comenzó a bajar.

—El segundo despacho de la izquierda después de pasar la puerta de cristal —gruñó la recepcionista cuando Edward volvió a subir.

—Gracias.

Franqueó la puerta de cristal. El despacho de la señorita Shelton tenía el nombre escrito en un rótulo. Edward llamó dando unos suaves golpes con los nudillos.

—Pase —dijo una voz femenina.

Entró. Era un despacho pequeño; el escritorio estaba lleno de manuscritos, pero se veía todo pulcramente ordenado. La señorita Shelton era una mujer joven, de veintidós  años más o menos. Llevaba el pelo, de color castaño claro, recogido en un moño y la piel le brillaba ligeramente a causa del calor reinante en la habitación. Los ojos verdes lo escrutaban desde detrás de las gafas. Se levantó y le tendió la mano.

— ¿Cómo está, señor Cullen? —dijo complacida.

—Es un placer, señorita Shelton —la saludó él.

La muchacha le indicó un sillón que estaba situado ante el escritorio.

— ¿Le sorprendió que le llamara? —preguntó sonriendo.

—Más que eso —replicó Edward—. No acababa de creérmelo.

—Se lo noté en la voz. —Le miró a los ojos—. Tengo listos los documentos para que los firme.

—Muy bien.

—Sólo tenemos que dejar claras tres cosas —dijo ella—. La primera es que este contrato nos autoriza a representarlo durante un período de un año después de cada venta que hagamos en su nombre. No es acumulativo. El período sólo empieza a contar a partir de la última venta.

Edward asintió.

—La segunda es que necesitamos una pequeña biografía suya a fin de poder utilizarla en la publicidad y proporcionar información a los editores y críticos que puedan tener interés en usted y en su trabajo. Para este propósito también nos serían de gran utilidad algunas instantáneas.

— ¿Qué clase de biografía?

—Edad, lugar de nacimiento, estudios. Cosas así.

—Eso es muy fácil —dijo él riendo—. Nunca he hecho gran cosa. Nací en Brooklyn, tengo veinticinco años (mentía, sólo tenía veintidós), y estudié en la «Townsend Harris High School» en mil novecientos treinta y ocho (también era mentira). Cursé la especialidad de Literatura y Periodismo, pero no llegué a graduarme porque abandoné en el tercer curso a fin de ayudar en la economía familiar.

Mentiras y más mentiras.

Ella lo miró.

— ¿Aficiones? ¿Algún deporte, juegos, ajedrez?

—No, nada —replicó Edward.

— ¿Pero tiene usted interés en algo?

—Sí. Pero no creo que merezca la pena mencionarlo.

—Deje que sea yo quien lo juzgue —le indicó la joven.

Edward vaciló y luego se encogió de hombros.

—Me interesa el sexo —respondió.

La señorita Shelton se echó a reír, sonrojándose ligeramente.

—Tiene un delicioso sentido del humor, señor Cullen.

—Llámeme Edward —dijo éste sonriendo—. Me habló usted de tres puntos.

Ella pareció un poco confundida.

—Ah, sí. Tengo aquí el cheque del relato que le hemos vendido a la revista Collier's. Recordará usted que el trato era de ciento cincuenta dólares. De esa cantidad hay que deducir nuestro diez por ciento habitual y los gastos —llamadas telefónicas, correspondencia, etc. —. El resto asciende a ciento veintiocho dólares.

Edward bajó los ojos hacia el cheque y luego miró a la muchacha.

—Señorita Shelton, la besaría si pudiera.

Ella se echó a reír.

—Todavía no —dijo—. Espere a que tengamos unos cuantos contratos más. Lo que me interesa ahora es asegurarme de que usted me enviará todo el material para que podamos empezar a colocarlo en el mercado. Es usted un buen escritor, señor Cullen. Presiento que le irá muy bien.

Cayo estaba de pie tras el mostrador cuando Edward entró en la tienda.

—Tengo buenas noticias para ti —le dijo sonriendo.

Edward se quedó perplejo.

— ¿Buenas noticias?

Cayo asintió.

—Te trasladas a la parte alta de la ciudad, a un empleo mejor.

—No lo entiendo —insistió—. Yo estaba contento con éste.

El otro lo miró.

—No tienes elección —le dijo llanamente—. Ni yo. La cosa viene del señor V.

Edward se quedó callado durante un momento.

— ¿De qué se trata?

—Te lo explicaré en el coche.

Edward  lo siguió hasta la trastienda. Estaba vacía. Habían guardado las mesas de trabajo y las chicas ya se habían ido. Cayo aseguró con llave rápidamente los armarios y los frigoríficos.

—Cierra la puerta de la calle —le pidió—. Y reúnete conmigo en el callejón.

Poco después Cayo se sentaba tras el volante del reluciente «Packard 12» de su propiedad; era un coche negro, modelo mil novecientos cuarenta. Le hizo una seña a Edward para que subiera al asiento de atrás.

— ¿Y quién va a ocuparse de la tienda mientras estamos fuera? —le preguntó éste.

—Nadie. Esto es más importante. —Giró hacia arriba por la Octava Avenida, dio la vuelta en Columbus Circley se dirigió a la parte alta de la ciudad por el oeste de Central Park sin pronunciar palabra. Al cabo de un rato le dirigió una mirada a Edward—. ¿Sabes esas Lolitas de las que me ocupo?

—Sí.

—Pues llevo también otro grupo. Éstas son chicas de la parte alta, chicas blancas, auténticas mujeres de sociedad. Es una gran organización. El señor V. y los italianos se reparten los beneficios al cincuenta por ciento.

Edward lo observó mientras el otro maniobraba expertamente con el gran «Packard» a través del tráfico.

— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —le preguntó al fin.

—Poseo cuatro edificios en la calle Noventa y dos, junto a Central Park West. Los he unido todos para convertirlos en una casa de apartamentos amueblados. En total hay setenta apartamentos, y casi la mitad de ellos están alquilados a esas chicas. Nosotros les proporcionamos las señoras de la limpieza, el conserje y un hombre que se ocupe de las reparaciones. Las chicas nos pagan entre doscientos y cuatrocientos dólares a la semana, depende de cómo les vaya el negocio. El director que se ocupaba de esto hasta ahora intentó quedarse con un pedazo del pastel.

— ¿Lo despidieron? —le preguntó Edward.

    —En cierto modo. Pero eso no es asunto de mi incumbencia; ni siquiera les he preguntado a mis socios qué pasó con él. Esta mañana el señor V. me ha llamado y me ha dicho que te pusiera a ti en el empleo.

— ¿Y si no lo quiero?

Cayo le lanzó una rápida mirada.

—Eso no sería muy inteligente de tu parte. El señor V. os está haciendo un gran favor a ti y a tu padre. Y si te hacen un favor, lo normal es que correspondas.

Edward se quedó en silencio.

—No durará siempre —continuó Cayo con suavidad—. Dos o tres meses, hasta que consigan un profesional. Saben que eres escritor y que no tienes estómago para esa clase de cosas. Pero el señor V. ha pensado que tú podrías encargarte de esto durante algún tiempo y de ese modo saldar la deuda.

Cayo aminoró la velocidad del coche y se metió en medio del tráfico de la calle Noventa y dos. Frenó junto al bordillo delante de una casa cuya entrada tenía un toldo amarillo. Apagó el motor.

Edward miró hacia el edificio. Las letras blancas pintadas en los laterales del toldo decían: «UPTOWN HOUSE, APARTAMENTOS AMUEBLADOS.» A la entrada había una amplia puerta de cristal de doble hoja.

— ¿Dispongo de algún despacho para mí? —le preguntó a Cayo.

—Si quieres puedes llamarlo así —le contestó el otro—. Pero en realidad es un apartamento.

— ¿Por qué un apartamento?

—Tendrás que vivir aquí. Forma parte del trato. El señor V. ya se lo ha dicho a tu padre. Opina que es mejor que permanezcas lejos de tu casa. Si te ven por allí, los vecinos podrían ir con el cuento a la oficina de reclutamiento.

—No hay ningún motivo. Ni siquiera tengo todavía la tarjeta de reclutamiento nueva.

Cayo sacó un sobre pequeño del bolsillo y se lo entregó. Observó a Edward mientras éste lo abría y leía la tarjeta.

 

Edward Cullen.

Clasificación: Cuatro-F.

 

Fechada el veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y dos.

—Ahora te toca a ti —dijo Cayo con voz inexpresiva.

Edward se quedó mirándole fijamente.

Cayo le observó y le dedicó una sonrisa.

—Realmente no es el fin del mundo —le dijo—. Si te gustan tanto las tías como dices, te va a parecer que estás en el mismísimo cielo.

 

Capítulo 8: CAPÍTULO 7 Capítulo 10: CAPÍTULO 9

 
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