EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55496
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 4: CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 3

Esperó a salir a la calle, y una vez en la puerta del edificio miró la hoja de papel que la mecanógrafa le había entregado.

 

Kristen Shelton

Piersall and Marshall Agency

Calle Treinta y nueve Este, n.° 34

Tel. Lexington 2200

 

Debajo estaba escrito el nombre de la mecanógrafa y una nota: Kathy Shelton, Tel. Yorkville 9831. P. S. No llame a mi hermana hasta mañana para que yo pueda hablarle de usted esta noche. K. S.

Se sintió bien. Aquello sí que era un golpe de suerte. Ya había oído hablar de la firma. Era una de las mejores agencias literarias de la ciudad. Varias veces había intentado concertar una cita con ellos, pero la telefonista se negaba a concedérsela y la recepcionista nunca había querido dejarle pasar.

Echó a caminar por la calle Canal. El tráfico iba aumentando, pues se acercaba la hora punta. Consultó el reloj; eran casi las cinco. Entró en una pastelería que había en la esquina más próxima y pidió un batido. El hombre del mostrador se quedó mirándole.

— ¿Grande o pequeño?

Aún se sentía eufórico y afortunado.

—Grande.

—Son siete centavos —le dijo el camarero mientras colocaba ante él un gran vaso de chocolate líquido coronado de nata blanca.

Dejó una moneda en el mostrador y se dirigió, llevándose consigo el vaso, a un teléfono público que había frente a la barra. Esperó a oír el tintineo de la moneda al caer en el cajetín y luego marcó el número. Era uno de aquellos teléfonos nuevos que funcionaban con monedas y le pareció raro que no le respondiera la voz de la telefonista. Bebió un poco de batido mientras sonaba el timbre del teléfono. Una voz femenina le respondió.

— ¿Diga?

— ¿Jane? —preguntó—. Soy Edward.

La voz sonaba débil y metálica a través del auricular.

— ¿Cómo estás, Edward? —Se le notaba por la voz que estaba un poco ausente.

— ¿Está Alice en casa? —le preguntó él.

—Sí. Pero está durmiendo.

— ¿No se encuentra bien?

—Está casi inconsciente —le respondió Jane.

—Mierda —exclamó él—. Dijo que me daría cinco pavos por el trabajo que hice. Y que me los daría hoy.

—Si te dijo eso, lo más probable es que los tenga preparados —dijo Jane. Luego se echó a reír—. Pero tendrás que despertarla primero.

—Es que contaba con ese dinero —le confió Edward.

—Sube de todos modos —le indicó ella—. A lo mejor tienes suerte y se despierta.

Edward se quedó pensando durante un momento. En realidad no tenía nada más que hacer.

—Muy bien —dijo—. Estaré ahí dentro de media hora.

Cuando llegó al final de las escaleras, Jane se hallaba en pie en el descansillo ante la puerta abierta. La luz del vestíbulo iluminaba desde atrás la bata de chiffon y ponía de manifiesto que la muchacha no llevaba nada debajo.

—Todavía no ha vuelto en sí —le dijo mientras Edward entraba en el apartamento.

Él se volvió hacia la muchacha mientras ésta cerraba la puerta. Vio que tenía un vaso de vino en la mano. Parecía moverse a cámara lenta; el largo cabello de color marrón claro le caía sobre la espalda y las pupilas negras resaltaban aquellos suaves ojos azules. El aroma de la marihuana flotaba por todo el apartamento.

—Tú también pareces bastante colocada —le dijo Edward.

—No tanto como ella. El vodka y el té no mezclan bien.

Edward siguió a la muchacha hasta el salón—comedor. Jane se estiró en el sofá y la bata le resbaló sobre las piernas poniendo al descubierto todo el cuerpo hasta la cintura, donde llevaba un ligero cinturón. Miró a Edward.

—Hay una botella de vino y algunos vasos en la mesa —le indicó.

—No me apetece —dijo él—. He venido caminando desde la calle Canal. El calor y la humedad han podido más que yo. Me gustaría tomar algo fresco.

—Tenemos «Cañada Dry» y «Coca-Cola» en la nevera. Ya sabes dónde está.

Cuando Edward regresó de la cocina con un vaso de ginger ale, la muchacha se disponía a encender otro porro. El olor de la marihuana empezó a flotar por la estancia. El pelo de Jane cayó hacia delante cuando ella se inclinó sobre la mesita. Ahora la parte superior de la bata también se le había abierto, dejando al descubierto los pechos. Le tendió el porro a Edward.

— ¿Quieres una calada?

—Ahora no —repuso él al tiempo que se sentaba en la butaca que había frente a la muchacha y daba un sorbo de la bebida.

Ella aspiró profundamente un par de veces más; luego colocó el porro en el cenicero y levantó el vaso de vino. Se echó hacia atrás en el sofá.

—Estoy aburrida —le dijo.

Edward sonrió.

— ¿Y qué más hay de nuevo?

—También estoy salida como una coneja.

—Eso puedes arreglarlo fácilmente.

—He estado masturbándome toda la tarde —continuó ella—, Pero hacerlo sola no es muy divertido.

—La masturbación es un deporte que se practica en solitario.

—No necesariamente —dijo la muchacha.

Edward dio otro sorbo de ginger ale y no dijo nada.

La muchacha, todavía recostada contra el respaldo del sillón, separó las rodillas y, formando una V de victoria con los dedos índice y anular, se abrió el sexo poblado de pelo rubio hasta que los labios del mismo, rosados y húmedos, brillaron ante la atenta mirada de Edward. Jane percibió la forma en que él la observaba.

— ¿Se te está poniendo dura? —bromeó.

—No me siento precisamente como un muerto —repuso él notando que el falo le empezaba a latir con fuerza.

— ¿Te gustaría comerte este jugoso coño? —le preguntó Jane.

—No me importaría —le indicó él mientras se frotaba por encima del pantalón—. Pero, ¿y yo?

—Te masturbaré —le dijo Jane.

—Eso lo hago mejor yo solo —comentó él riendo—, O jodemos, o me la chupas. Cualquiera de las dos cosas me irá bien.

—Sabes perfectamente que no me gustan las vergas —dijo Jane—. Son una cosa horrible.

Edward se desabrochó los pantalones y sacó el pene. Notó que ya estaba completamente húmedo. Miró a la muchacha.

—Aquí lo tienes. Sacrifícate un poco.

—Eres un capullo —le dijo ella.

—Ése es el trato —le indicó Edward riendo—. Si no me la chupas, no te comeré el coño.

Jane se quedó mirándolo fijamente durante un momento. Luego asintió.

—De acuerdo. Acércate.

Él se levantó y dejó que los pantalones le cayeran hasta el suelo; después se aproximó a la muchacha. Le sujetó la cabeza con ambas manos y le acercó el pene a la cara. Jane mantuvo los labios apretados.

— ¡Abre esa maldita boca, perra! —le ordenó él, enfadado.

La muchacha movió obstinadamente la cara de un lado a otro. Al final Edward pudo mantenerle la cabeza quieta, pero ya era demasiado tarde. El orgasmo lo sacudió y derramó con violencia el semen sobre el cuerpo de ella. Se quedó mirándola.

Jane se quedó inmóvil, observándole a su vez.

—Es repugnante —dijo tratando de controlar la voz—. Asqueroso.

— ¡No eres más que una perra lesbiana! —le dijo Edward mientras se limpiaba con un extremo de la bata de la muchacha. Luego se puso los pantalones y se volvió hacia ella.

— ¿Adónde vas? —le preguntó Jane.

—Me marcho.

—No puedes irte ahora. Dijiste que me harías algo con la boca.

—Sólo si también me lo hacías tú —dijo Edward.

—Iba a hacerlo. No es culpa mía si no has podido aguantarte hasta que yo estuviera preparada.

Él la miró fijamente y después se echó a reír.

—De acuerdo, perra —le dijo—, Límpiate el semen y quítate ese estúpido quimono. Voy a comerte el coño hasta que se te caiga el culo.

Dos horas después Alice seguía dormida. Edward miró a Jane.

—Son casi las ocho —dijo—. Imagino que ya no es probable que se levante.

—En efecto —le indicó Jane—. ¿Sabes?, para ser un hombre no te las arreglas nada mal con la boca.

—Gracias —repuso él secamente—. ¿Puedo llamar por teléfono?

Jane asintió. Le estuvo observando mientras llamaba a su prima y quedaba con ella ante la entrada principal de la tienda, en la calle Fulton. Cuando acabó de hablar, Edward colgó el auricular.

—Tengo que irme ya —le dijo.

—Muy bien —convino la muchacha cogiendo el vaso de vino—. No estás enfadado conmigo, ¿verdad?

Él sonrió.

—No. Pero la próxima vez me gustaría que la cosa fuese igual para los dos.

 

 

Cuando se puso a esperar ante la entrada principal de «Abraham and Strans», las agujas del gran reloj que había en la fachada del edificio marcaban las nueve menos cinco. Un guardia de seguridad ocupó su puesto ante las puertas interiores; pocos minutos después un segundo agente comenzó a hacer guardia en las puertas exteriores. En primer lugar salieron los clientes; cuando, a las nueve en punto, los timbres sonaron anunciando el cierre, la mayoría de la gente ya había salido, por lo que los policías cerraron las puertas dejando abierta únicamente la doble hoja del centro. Poco después salieron los clientes rezagados y acto seguido los empleados empezaron a abandonar la tienda.

Bella salió tarde, casi a las nueve y media. Sonrió al ver a Edward.

—Siento haber tardado tanto —le dijo—. Pero el director de publicidad ha querido hacer en el último momento algunos cambios en los anuncios del domingo.

—No importa —le indicó él. La cogió del brazo para cruzar a la acera de enfrente, pasando al hacerlo por delante del restaurante «Gage & Tollner». El restaurante parecía estar lleno.

—Muchos de nuestros ejecutivos cenan aquí los jueves por la noche —le comentó ella.

— ¿Es bueno? —le preguntó Edward.

—Es caro —contestó ella.

La llevó por varias calles secundarias en dirección a la estación de Metro de la avenida Atlantic. Era un atajo, casi tres manzanas menos que si hubieran ido por la avenida Fulton. Las calles eran oscuras y tristes, y a ambos lados había edificios de apartamentos llenos de puertorriqueños y gente de color, lo que no era precisamente un alivio. Las personas que vieron no parecían muy amistosas. Al pasar presurosos ante ellos, Bella se aferró inconscientemente al brazo de su primo. Éste la oyó suspirar aliviada al ver las luces de la avenida Atlantic, que brillaban con fuerza. La entrada del Metro estaba justo en la esquina.

Edward llevaba las monedas preparadas, por lo que entraron directamente por uno de los torniquetes. Caminaron a toda prisa hasta la parte delantera del andén. El primer vagón solía ir menos lleno; y además se detenía justo enfrente de la salida en la estación de New Lots, donde iban a apearse.

Tuvieron suerte. El primer tren que entró en la estación era un expreso con dirección a la avenida New Lots, e iba casi vacío. Se sentaron en el largo y duro banco. Él la miró.

— ¿Va todo bien?

Bella asintió.

—Gracias por venir a buscarme. La semana pasada violaron a una chica de la tienda en un callejón.

—Lo más probable es que ella lo deseara.

—No es cierto —dijo Bella enfadada—. La conozco bien. Es una chica muy agradable. ¿Por qué los hombres siempre pensáis que a las chicas les gusta que las violen?

—Porque les gusta y lo desean. No hay más que mirar cómo os vestís todas, hasta tú. Ese vestido que llevas tiene el escote tan grande que se te salen las tetas, y te ciñe el culo de una forma que cada movimiento parece una invitación.

—Realmente tienes la mente sucia.

—Es normal —dijo él riendo—. Con tanta teta y tanto culo cualquiera tiene una erección.

—Tú siempre estás dispuesto a tener una erección. Incluso cuando eras niño.

Edward no contestó.

— ¿Ya has visto a tu padre? —le preguntó ella.

—Sí.

— ¿Y qué ha pasado?

—Nada —repuso él—. Todo va perfectamente.

— ¿Estaba enfadado?

—Ya conoces a papá. Pero todo ha salido bien. Tengo un empleo en una compañía de importaciones de Nueva York.

— ¿Y qué pasa con la llamada a filas? —le preguntó ella.

Edward pareció un poco molesto.

—Ya te he dicho que está todo arreglado.

Bella se quedó callada durante un momento; luego miró el bolso que llevaba en el regazo.

—He recibido una carta de Emmett —le dijo en voz baja—. Quiere que me case con él cuando vuelva a casa de vacaciones.

La sorpresa se reflejó en la voz de Edward.

— ¿Mi hermano?

Ahora era ella la que estaba molesta.

— ¿Conoces a algún otro Emmett?

—No lo entiendo. ¿Cómo te las has arreglado para coger la carta antes que mi madre?

Su madre solía abrir la correspondencia de toda la casa antes de entregarla.

—No la ha enviado a casa —le confió Bella—. Me la han dado en la tienda cuando llegué esta mañana.

— ¿Os habéis estado escribiendo?

—De vez en cuando.

— ¿Te había hablado del asunto antes de ahora?

—No.

—Es un furtivo hijo de puta —dijo él. Luego la miró—. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Tengo miedo de lo que pueda decir tu madre. Al fin y al cabo Emmett y yo somos primos carnales.

—Eso no tiene importancia. Es algo muy normal en las familias judías. Ya conoces lo que se suele decir; que la familia cuyos miembros se casan entre sí permanece unida.

—No bromees —le dijo Bella.

Él la miró.

— ¿Y a ti qué te parece? ¿Quieres casarte con Emmett?

—Me gusta bastante, pero nunca pensé en casarme con él. En la carta dice que siempre ha pensado en mí como su esposa. Y que si nos casáramos tendríamos una buena vida. Este año está en el último curso de la facultad, y si nos casamos no tendrá que ir al Ejército, entrará directamente de residente en un hospital durante tres años en lugar de ingresar en el cuerpo médico del Ejército. Ya le han ofrecido plaza en ocho hospitales del país. Podríamos vivir donde quisiéramos. Hoy día hay una gran escasez de médicos.

Edward se quedó mirándola.

—Eso suena bastante bien. Ni siquiera mamá tendrá nada que objetar. No creo que debas preocuparte por lo que pueda decir.

Bella se quedó en silencio.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó él.

—No sé —respondió la muchacha con voz cercana al llanto—. Me parece que está todo demasiado planeado, ¿sabes? Yo solía soñar con un gran idilio lleno de amor. A lo mejor me estoy portando como una estúpida. Ya tengo diecinueve años. Estamos en guerra y no hay demasiados hombres al alcance de la mano. Dentro de unos  años me habré convertido en una solterona.

Edward le cogió la mano y se la apretó dulcemente.

—No digas eso. Eres una chica maravillosa.

Las lágrimas asomaban por las comisuras de los ojos de Bella.

—En la carta no me dice ni una sola vez que me ama.

— ¿Ni una vez?

—Sólo al final. Se despide diciendo: «Te quiere, Emmett.»

— ¿Entonces de qué te quejas? Lo dice bien claro. —Sonrió—. Así es Emmett, mi hermano. Es médico, no escritor. A pesar de todo, la muchacha se echó a reír.

— ¿Entonces te parece bien?

— ¡Fantástico! —Respondió Edward—. Y recuerda que si él no te da lo suficiente, siempre puedes acudir a mí. Para eso están los cuñados.

 

Capítulo 3: CAPÍTULO 2 Capítulo 5: CAPÍTULO 4

 
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