EL ESCRITOR DE SUEÑOS

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 28/05/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 27
Comentarios: 54
Visitas: 55475
Capítulos: 40

Edward Cullen sólo vive para dos cosas: hacer el amor y enriquecerse cuanto antes. Nacido en la miseria de Brooklyn, su ambición es convertirse en escritor de sueños. Su lucha desesperada por alcanzar la riqueza, el amor y la fama no conoce obstáculos y, en su insolencia desvergonzada, se considera a sí mismo un superdotado. Como escritor y como amante. Su carrera literaria está llena de altibajos, pero los fracasos no afectan para nada su ánimo; y siempre encontrará la mujer que le compense de esos sinsabores.

Alcanzar la gloria y la fortuna no es fácil, pero Edward Cullen tiene una confianza ciega en sí mismo. El triunfo es una intuición que nunca le ha abandonado. Ni cuando se movía en los bajos fondos neoyorquinos, ni cuando su talento le llevó a alternar en los círculos intelectuales y cinematográficos y en el mundo de la jet societyinternacional, en Hollywood, en Roma o en la Costa Azul.

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Capítulo 39: CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 38

—La reseña y los cinco capítulos del libro son realmente muy interesantes. Seguro que podremos conseguir una buena cantidad. Conozco personalmente a varios editores que se mostrarán dispuestos a adquirirlo. —El abogado asintió juiciosamente mientras hablaba—. Debo felicitarle.

Edward le dirigió una rápida mirada a Kristen.

—No soy yo el único responsable —afirmó—. De no haber sido por los consejos de Kristen, el libro no sería ni la mitad de bueno.

La muchacha sonrió.

—Gracias, Edward. Pero no olvides que has sido tú el que lo ha escrito. Yo no soy escritora.

—Formáis un buen equipo —comentó el abogado sonriendo. Luego se puso repentinamente serio y le habló a Edward—. Pero tenemos un problema importante. He estado revisando todos sus papeles y veo que no ha pagado los impuestos federales durante los dos últimos años.

—Creí que no tenía que hacerlo —dijo Edward—, He estado trabajando en Europa todo ese tiempo.

—Pero eso no quita para que siga usted obligado a hacer la declaración de renta.

— ¿Me han requerido ya de Hacienda?

—Todavía no —repuso el abogado—. Pero lo harán pronto. Sé muy bien cómo actúan.

— ¿Por qué no esperamos a ver si dicen algo?

—Porque cuando lo hagan ya será demasiado tarde. Se nos echarán encima como buitres. Le dejarán a usted sin un céntimo. No pagar los impuestos es un delito. Declarar y no pagar es simplemente un problema de recaudación.

—Entonces, ¿qué cree usted que debo hacer?

—Yo prepararé las declaraciones y las enviaremos ahora con la excusa de que usted se hallaba trabajando fuera del país y no sabía que tenía obligación de declarar. De ese modo todo se resolverá con el pago de algunos intereses y una pequeña multa en proporción directa al monto de los impuestos.

Edward miró fijamente al abogado.

— ¿Cuánto tendré que pagar en total?

—Treinta y cinco o cuarenta mil dólares —repuso el otro.

— ¡Mierda! —Dijo Edward con disgusto—. Eso me dejará limpio. Es más del sesenta por ciento de lo que tengo en el Banco.

—Es mejor hacerlo ahora que esperar a que le avisen. Entonces se harán cargo de todo lo que usted posee; no sólo de las cuentas bancarias, sino también de aquello que le deban los editores en concepto de derechos de autor. —El abogado hizo un enfático gesto de asentimiento—. Limítese a pagar ahora el par de dólares que debe.

Edward se echó a reír. Por primera vez se daba cuenta de que aquel hombre tenía sentido del humor.

—De acuerdo —dijo—. Lo dejo todo en sus manos. Pero será mejor que nos demos prisa en conseguir un buen contrato por el libro.

—Lo importante es que el contrato sea sustancioso —convino el abogado.

Edward se giró para mirar a Kristen.

— ¿Qué opinas tú?

—Que tiene razón, Edward. Déjale que haga su trabajo y tú sigue con el tuyo. Escribe el libro.

—No te preocupes, cariño; lo escribiré. Sólo espero que al final consigamos venderlo tan bien como nos gustaría. —Le echó un vistazo al reloj—. Cielos, ya son más de las dos. Les prometí a mis padres que iría a buscarlos a la tienda antes de las tres. Mi padre va a vender esta tarde su parte del negocio y le aseguré que yo estaría presente a la hora de cerrar la operación. Ya han vendido la casa, y el próximo sábado se van de la ciudad. Mi hermano ha montado una consulta en Fort Lauderdale y les ha buscado un apartamento en Miami.

— ¿Se van en avión? —preguntó Kristen.

Edward se echó a reír.

—Se nota que no conoces a mi madre. Le da pánico volar. Ni siquiera le gusta coger el tren. Van a ir en coche.

— ¿Y ya es conveniente, teniendo tu padre el corazón delicado?

—Por lo visto se lo van a tomar con calma. Sólo cinco horas al día en la carretera, y probablemente será mi madre la que conduzca la mayor parte del trayecto. —Se levantó de la silla—. Me voy corriendo.

— ¿Vas a cenar con ellos? —quiso saber Kristen.

—No —contestó Edward—, Mi madre me ha dicho que estaba demasiado atareada para ocuparse de otra cosa que no fuese hacer maletas. Lo más probable es que llegue al apartamento a las siete y media o las ocho.

—Te tendré preparado un poco de cena —dijo ella.

—No te molestes. —Le dio un beso en la mejilla—. Iremos a cenar fuera.

El abogado esperó a que Edward hubiera salido y entonces miró a Kristen.

—Todavía no me has contado tus proyectos.

—No tengo ninguno.

— ¿Y te parece prudente? —le preguntó el otro—. Puede dejarte plantada en cualquier momento. No es lo mismo que si estuvierais casados.

Una secreta sonrisa asomó al fondo de los ojos de la muchacha.

—Eso no me preocupa en absoluto. Un pedazo de papel nunca ha podido retener a nadie, hombre o mujer, que haya decidido marcharse.

—Pero tú realmente deseas casarte con él, ¿no?

La muchacha se echó a reír.

—Hasta los hombres más listos se comportan como unos tontos cuando se trata de mujeres. Me sorprendes, Paul. Puede que él no lo sepa todavía, pero acabará casándose conmigo. No porque yo quiera que lo haga, sino porque él deseará hacerlo.

Eran algo más de las tres y media cuando Edward salió a toda prisa de la boca del Metro. Las calles y las tiendas se veían abarrotadas de gente; giró por la esquina de la manzana en dirección a la tienda de su padre.

El coche de éste se hallaba delante de la puerta, y el socio italiano había aparcado el camión en el callejón. Edward abrió la puerta de la tienda y entró en ella. Sus padres estaban cerrando un sobre marrón y atando otros en fajos.

Su madre alzó la mirada al verle entrar.

—Llegas tarde. Tu padre y yo estamos aquí desde las seis de la mañana.

—Pero ya estoy aquí —dijo Edward a modo de excusa—. ¿Qué queréis que haga?

—Coge esos sobres y ve poniéndolos en el maletero del coche —le indicó su madre.

—De acuerdo. —Advirtió que su padre se sentaba en la silla del escritorio—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Es que estoy un poco cansado —repuso su padre—. Pero me encuentro bien.

— ¿Cuándo va a traerte el italiano el dinero?

—Él también va a dejar el negocio —le explicó su padre—. La Mafia así lo quiere. Van a convertir este lugar en un aparcamiento y taller mecánico.

—Pensaba que lo iba a comprar él.

—Y así era. Pero los otros tienen los contactos adecuados. Ahora mi socio está cargando los pollos para trasladarse al puesto que su cuñado tiene en el mercado de la avenida Atlantic. Va a dedicarse exclusivamente al negocio de venta al por mayor. Saldrá adelante sin problemas.

Edward no dijo nada. Empezó a cargar cosas en el coche. Al cabo de media hora ya habían acabado de sacarlo todo. Entonces miró a su padre.

— ¿Y qué vas a hacer con los muebles y las instalaciones? —le preguntó.

—No es más que chatarra —dijo Carlisle—, Que se lo queden. —Sacó el reloj del bolsillo y lo consultó—. Ya deben estar a punto de aparecer. Llegarán de un momento a otro. Se supone que habían de llegar aquí a las cuatro.

— ¿Tienes todos los papeles?

—Están listos para la firma —asintió Carlisle—. Me entregarán el dinero en el mismo momento de la firma. En metálico..., nada de cheques.

—Eso hace que me sienta algo más cómodo —observó Edward.

Los compradores llegaron justo a la hora en punto. De los tres hombres, dos tenían aspecto realmente duro; el otro se presentó como su abogado. Rápidamente firmaron los papeles y uno de los hombres le entregó un sobre a Carlisle. Éste lo abrió de inmediato y contó los billetes. Luego levantó la mirada hacia aquellos individuos.

—Se suponía que iban a pagar cinco mil dólares. Y aquí sólo hay cuatro mil quinientos.

—Los quinientos dólares que faltan son los honorarios del abogado —le explicó uno de los hombres.

—No me habían dicho nada de eso —protestó Carlisle empezando a enfadarse.

—Es lo habitual —dijo el otro hombre—. El vendedor es el que se encarga siempre de pagar las costas.

Edward lo miró y luego volvió los ojos hacia su padre.

—Es cierto, papá —dijo—. Déjalo correr. Ya está hecho. Has firmado los papeles.

Carlisle guardó silencio durante unos momentos.

—De acuerdo.

Luego, sin pronunciar palabra, salió de la tienda y subió al coche.

Edward se quedó de pie junto a la ventanilla del vehículo. Miró a su padre.

— ¿Te importa que conduzca yo?

—No —dijo Carlisle.

Edward abrió la portezuela de atrás para que subiera su madre. Ella lo miró.

—Antes de ir a casa —le dijo—, detente en la sucursal que el «East New York Savings Bank» tiene en la avenida Pitkin. Quiero meter este dinero en el Banco cuanto antes.

—De acuerdo —convino Edward. Se sentó ante el volante, puso el coche en marcha y se adentró en el tráfico.

Una vez que su madre regresó del Banco, Edward les hizo una pregunta.

— ¿Qué me decís de vuestros proyectos para Florida?

—Hemos aceptado la oferta de vender la casa por treinta y cinco mil dólares, pero ya conoces a tu padre. Dice que habríamos podido sacar cuarenta mil.

Edward miró a su padre.

—Treinta y cinco mil dólares no está nada mal.

—Llevar los muebles hasta allí nos va costar al menos cinco mil dólares; y habrá otros muchos gastos a los que hacer frente —afirmó Carlisle.

— ¿Es que pensáis iros a vivir a una casa de ocho habitaciones? —preguntó Edward.

Fue su madre la que habló desde el asiento de atrás.

—No. Emmett nos ha encontrado un apartamento de cuatro habitaciones cerca de la playa. Mi amiga Rabinowitz, que se fue a vivir allí hace seis meses, me ha dicho que todo es baratísimo. Se puede amueblar un apartamento entero por mil quinientos dólares.

—Entonces no me parece lo más acertado que acarreéis todos los muebles —dijo Edward—. Llevad sólo la ropa de casa y los utensilios de cocina. Si vendéis los muebles aquí, probablemente os darán por ellos más de mil dólares.

Edward detuvo el coche a causa del tráfico de la avenida Pitkin antes de girar hacia el callejón. Echó un rápido vistazo por el espejo retrovisor y vio el letrero situado en la valla que circundaba la tienda de su padre. Ya lo estaban quitando. Miró a Carlisle, que tenía el semblante triste. Edward creyó advertir algunas lágrimas en aquellos ojos. Extendió la mano y cogió la de su padre. Estaba temblando.

—No te preocupes, papá —le dijo—. Has hecho lo que tenías que hacer. La vida os resultará mucho más cómoda de ahora en adelante.

—Todavía recuerdo el día que pusimos ese letrero. Hace casi treinta años, justo después de que tú nacieras. Teníamos entonces tantas esperanzas... —dijo Carlisle.

—Y las has visto todas cumplidas, papá. Dispones de bastante dinero en el Banco como para vivir cómodamente. Ya ha llegado el momento de que descanses y te lo tomes todo en la vida con más tranquilidad.

—A eso me refiero —gruñó Carlisle—. No sé en qué pasar el tiempo.

Edward miró a su padre y sonrió.

— ¿Qué hace Rabinowitz?

—Va a la playa a mirar a las chicas.

Edward se echó a reír.

—Pues no me parece mala idea.

—Si se atreve a hacerlo, lo mataré —dijo su madre. Pero también se reía.

 

 

Apretó el timbre del apartamento de Kristen. La muchacha le abrió la puerta. Edward traía dos cajas de cartón, que depositó en el suelo del vestíbulo. Se inclinó para besarla.

— ¿Qué hay en esas cajas?

—Libros —contestó Edward—. Mi madre me los acaba de dar ahora mismo. Los tengo desde que aprendí a leer. Los ha guardado durante todo este tiempo porque pensó que a lo mejor me gustaría conservarlos.

Kristen levantó los ojos y le miró a la cara.

— ¿Están bien tus padres?

Edward asintió. Tenía el rostro tenso y con cierta expresión de dolor.

—Necesitas una copa —le dijo ella rápidamente.

Edward siguió a la muchacha hasta el cuarto de estar y se hundió en el sofá. Kristen le sirvió rápidamente un whisky con hielo.

—Bébetelo —le ordenó.

En silencio, Edward se bebió de un trago la mitad del contenido de la copa; luego levantó los ojos hacia ella.

— ¿Sabes? A veces miras a la gente, pero en realidad no los ves. Escomo si hubieran estado ahí desde siempre. Y con el mismo aspecto.

Kristen no dijo nada.

—De pronto he mirado a mi padre y me he dado cuenta de que nunca lo había visto antes. Y a mi madre tampoco. De repente, en una noche, se han vuelto viejos. Ya no son aquel matrimonio joven que yo había conocido, siempre enfadados el uno con el otro. Ahora son dos personas viejas y aprensivas a punto de irse a un mundo completamente desconocido para ellos y dispuestos a enfrentarse a peligros que jamás imaginaron. —Notó que las lágrimas se le agolpaban en los ojos y se esforzó por reprimirlas—. Dudo que en realidad sepan lo mucho que les quiero. Es posible que en todos estos años no se lo haya dicho con la frecuencia suficiente. Solíamos estar tan ocupados peleándonos que no nos quedaba tiempo para nada más.

Kristen le habló con suavidad.

—Ellos lo saben igual que tú. A veces no hace falta decirlo con palabras. El amor está ahí, se siente.

—Vi los ojos de mi padre mientras arrancaban el letrero de la tienda. El mismo lo había instalado allí cuando yo nací. Y he visto también cómo se evaporaban de golpe treinta años de su vida. —Levantó la mirada hacia ella—. ¿Siempre tiene que ser así? ¿Dentro de treinta años veré del mismo modo cómo se evapora mi propia vida?

Kristen se arrodilló ante él y le puso las manos en las mejillas.

—No —le dijo con dulzura—. Dentro de treinta años el libro que ya has escrito, el que estás haciendo ahora y todos los que vendrán en el futuro seguirán ahí. De la misma forma que tu padre siempre vivirá en su mundo, tú, que eres escritor, siempre vivirás en el tuyo.

Atrajo a Edward hacia sí y le apretó la cabeza contra los pechos.

—No tengas miedo de llorar, amor mío —le susurró la muchacha—. Las lágrimas también forman parte de la vida.

 

Capítulo 38: CAPÍTULO 37 Capítulo 40: EPÍLOGO

 
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